CAPÍTULO 16

El cortapapeles había sido hundido en el pecho del reverendo casi hasta el mango de marfil tallado. El cadáver de Denzil Smith yacía en el piso de la biblioteca, boca arriba.

Era obvio que había registrado la biblioteca. Había libros fuera de los estantes, cajones revueltos y armarios abiertos.

– No entiendo – dijo Melrose Plant – Si el asesino buscaba la pulsera, ¿por qué se expuso para recuperarla? ¿No era una sencilla pulsera de dijes para todos excepto para él y para Ruby Judd?

– No creo que fuera sólo para recuperar la pulsera. Quizá vino por otro motivo: el diario de Ruby. Una de las cosas que faltaban ha aparecido, y quizá pensó que el vicario tenía la otra. No podía darse el lujo de correr el riesgo. – Jury fue hasta el escritorio, se sentó y llamó a la estación de Weatherington. Dejó instrucciones para que Wiggins fuera con el equipo del laboratorio. Luego llamó al agente Pluck.

– Dios mío, señor, ¿otro crimen? – Pluck estaba sin aliento.

– Sí, así es Quiero que haga lo siguiente: vaya a la posada de Matchett enseguida y empiece a tomar declaraciones a Simon Matchett, a los Bicester-Strachan, a Isabel y Vivian Rivington, a Sheila Hogg y a Darrington. También a Lady Ardry. Deshágase de todos los demás.

– No sé si podré llegar, señor – dijo Pluck. – El Morris hace un ruidito como un zumbido, no sé…

– Agente Pluck – dijo Jury con encantadora afabilidad -, si no lo hace de inmediato oirá un ruidito como un zumbido en la orejas. ¡Por todos los santos, hombre! Use cualquier auto. ¡Pero muévase de una vez!

Jury colgó violentamente y entonces vio la papelera. Una hoja de papel sobresalía. Jury la sacó y leyó lo que parecía una serie de notas inconexas, posiblemente anotaciones para un sermón.

– Escuche esto – le dijo a Melrose, que seguía parado en medio de la habitación mirando el cuerpo del vicario -. Escuche, el vicario hizo algunas extrañas anotaciones aquí: “Bacanales… Hirondelle… Dios nos ampare”. ¿Qué diablos le parece que quiso decir con eso?

Plant se acercó al escritorio, miró el papel y se encogió de hombros.

– Nos lo llevaremos después de que el experto en huellas digitales revise todo. Pero le digo con toda franqueza que no tengo ninguna esperanza de que las huellas digitales nos den alguna respuesta. – Jury tomó nota mental de todo lo que había sobre el escritorio: secante, tintero, lapiceras y un florero con rosas. Luego se dirigió a los cajones abiertos, y vio que el contenido había sido revisado pero no destruido. Se oyó un sonido de motores y por el vidrio oscuro de la ventana vieron una luz azul: la policía o la ambulancia. El equipo de Weatherington entró ruidosamente con el sargento Wiggins a la cabeza, todos aturdidos por las constantes visitas a Long Piddleton. Había comenzado a llover y el agua caía en ráfagas sombrías y oblicuas, con breves estallidos de truenos, y algunos relámpagos: una noche perfecta para un crimen.

– ¿A quién le tocó? – preguntó Appleby, dedicando su torva sonrisa al inspector y a Melrose Plant.

Jury se sentía ruin y culpable por la muerte del vicario; se preguntaba si podría haberla impedido de haber estado en Long Piddleton.

– El reverendo Smith, Denzil Smith – dijo, desolado.

El fotógrafo policial retrató el cadáver desde todos los ángulos posibles, doblándose como un contorsionista. Jury sacó un cigarrillo del paquete y observó al experto de las huellas digitales con su lupa y su cepillo empolvando todo, desde los picaportes de las puertas hasta las pantallas de las lámparas. Un agente se había estacionado en la puerta, otro revisaba arriba y otro esperaba instrucciones de quien quisiera darlas.

Cuando terminaron de sacar fotos, el doctor Appleby se inclinó sobre el cuerpo y Wiggins se paró a su lado, con la libreta en la mano. Wiggins lucía demacrado. Appleby comenzó a dar monótonamente los detalles sobre la víctima: altura, peso, edad. Calculó la hora de la muerte entre las seis y las ocho de esa noche. Pero dijo que no era definitivo.

Los camilleros que entraron a llevarse el cuerpo se quedaron en posición de atención esperando que Appleby les diera el visto bueno. Appleby finalizó su breve examen y ellos envolvieron el cuerpo en una sábana de goma.

Cuando terminaron con la biblioteca y el experto en huellas digitales se fue al piso de arriba con un sargento, Appleby encendió un cigarrillo. Exhaló una bocanada de humo y dijo:

– Yo pensaba antes en venirme a vivir aquí cuando me jubilara. Pero dadas las circunstancias, no sé si será una buena inversión. – Tomó el maletín y ya estaba junto a la puerta cuando se volvió para decirle a Jury que suponía que volverían a verse. Pronto.

– Tiene un extraño sentido del humor – dijo Melrose.

Jury había vuelto al escritorio. Tomo el papel y se dedicó a estudiar las anotaciones hechas por el vicario. Habían visto una mancha de tinta en un dedo de la víctima, y una mancha similar en el papel.

Afuera las puertas de los autos se abrían y se cerraban ruidosamente. Los faros tiñeron la niebla de amarillo por un instante. Wiggins volvió y se dejó caer sobre el diván, sacando el pañuelo. Long Piddleton no estaba tratándolo muy bien. Un trueno y un grito aterrorizado de Wiggins hicieron dar un giro en redondo a Jury para ver, bajo el resplandor de un relámpago, una forma y un rostro pálido delineado detrás de la puerta ventana del escritorio. Jury se arrojó hacia la ventana pero se detuvo al ver de quién se trataba.

– ¡Lady Ardry! ¡Qué mierda…!

– ¡Agatha! – exclamó Melrose.

Ella entró, chorreando agua.

– No tiene por qué decir malas palabras, inspector. He estado observando el procedimiento.

Jury había soportado demasiado.

– ¡Wiggins! ¡Espósela!

La cara de ella pasó por una larga serie de expresiones, desde la incredulidad hasta el pánico. Wiggins, que no llevaba esposas encima ni lo había hecho nunca, miró a Jury asombrado.

Ella recuperó el habla.

– ¡Melrose! Dile a este policía loco que no puede…

Melrose se limitó a encender un cigarro con toda calma.

– Te conseguiré un buen abogado, no tengas miedo.

Ella estuvo a punto de abalanzarse sobre su sobrino pero Jury se interpuso entre los dos.

– Está bien. No la llevaremos todavía. ¿Qué estaba haciendo ahí afuera?

– Mirando, por supuesto. No creerá que estaba tomando el sol – dijo ella de mal humor.

– Yo que tú no le hablaría al inspector en ese tono, Agatha. ¡Quizá fuiste la última persona en ver al vicario con vida!

Ella tragó saliva y se puso pálida como un muerto. Le gustaba ser testigo, pero no tanto.

– Los seguí cuando salieron de la posada. Le pedí prestada la bicicleta a Matchett. Fue un viaje desagradable, les aseguro.

– ¿Estuvo afuera todo este tiempo?

– Llegué cuando el doctor ése estaba revisando el cuerpo. ¡Lo vi! ¡El cortapapeles de Trueblood! Les dijo, ¿no? – En ese momento recordó que el pobre Denzil había sido un buen amigo suyo y dejó caer la cabeza entre las manos. Prorrumpió en gemidos.

– ¿Vio la pulsera aquí hoy? – le preguntó Jury.

Ella asintió.

– Me siento un poco débil. ¿No habrá coñac?

Plant fue a servirle una copa y Jury se sentó frente a ella.

– Lady Ardry, ¿qué estaba haciendo el vicario mientras usted estuvo aquí?

– Hablando conmigo, por supuesto.

Jury se impacientó.

– Aparte de eso, quiero decir.

– No sé. Espere un momento. ¡Ah, sí!, estaba preparando un sermón. Trataba de hacer algo fino con material burdo, como siempre. Alguna tontería sobre construcción de iglesias. – Aceptó la copa que le tendió Melrose, bebió de un trago la mitad, se limpió la boca no muy elegantemente con su nuevo guante de cuero y miró a su alrededor, sombría.

Jury le mostró el papel que había hallado sobre el escritorio.

– ¿Le parece que el vicario podría haber incluido algo de esto en el sermón?

Agatha buscó los anteojos, escudriñó las anotaciones del papel y dijo:

– ¿Qué es esta tontería, “Dios nos ampare”? No tiene sentido. No suena muy de Denzil, tampoco. Demasiado religioso.

Jury dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo interior del saco.

– Cuando usted vio la pulsera, ¿de dónde la sacó el vicario?

– Del cajón del escritorio – dijo ella, señalando con la cabeza.

– Y dijo que iba a volver a guardarla en el lugar donde la había encontrado, ¿correcto? – Ella asintió. – Hemos registrado esta casa de arriba abajo – dijo Jury, sacudiendo la cabeza.

– ¿Y la iglesia? – preguntó Melrose.

– ¡Mi Dios! – dijo Jury -. ¡Por supuesto! A nadie se le ocurrió pensar en la iglesia. Vayamos a ver. – Ordenó a Wiggins que se quedara en la casa.

Jury traía su linterna y Plant sacó otra de Bentley. La iglesia era húmeda, muy fría y estaba iluminada por la difusa luz lunar que entraba por las ventanas. Moviendo la linterna, Jury iluminó los bancos, que ocupaban todo el largo de la nave. Cuadrados vacíos en los costados mostraban el lugar donde una vez haba habido placas con nombres, retiradas ya democráticamente. Supuso que uno de ellos había sido el banco de la familia de Melrose Plant. Los más grandes estaban forrados y tenían almohadillas. Los más sencillos eran para los campesinos y gente común.

Como Agatha no tenía linterna y no podía quitarle la suya a Plant, se le aferró de una manga. En determinado momento se enganchó el taco en la alfombra y estuvo a punto de caer. Jury y Plant la ayudaron a incorporarse.

– ¿Dónde diablos están las luces? – preguntó Jury. Nadie parecía saberlo.

Recorrieron toda la nave, iluminando las naves laterales con las linternas mientras Agatha les tironeaba de las mangas como una ciega

El púlpito era el más alto que Jury había visto en su vida, de “tres pisos” del siglo XVIII: púlpito, atril y asiento del clérigo combinados en tres pisos.

– Voy a mirar por acá – dijo Jury subiendo la estrecha y fina escalera. Había un estante en la parte interior del púlpito, con algunos libros; él los iluminó con la linterna. Sólo un Nuevo Testamento bastante usado y un Libro de Oraciones de la Iglesia Anglicana.

– ¿Encontró algo? – preguntó Melrose.

Jury negó con la cabeza y entonces vio la lámpara, que pendía de un brazo de bronce sobre el púlpito. Se estiró y tiró del cordón. Un lago de luz se derramó sobre el púlpito y alcanzó el presbiterio frente al altar.

Bajó los escalones y los tres caminaron debajo del arco del presbiterio. Lady Ardry aún iba colgada del saco de Plant como si es asesino estuviera jadeando entre las sombras de una de las naves oscuras. El altar, que había sido recientemente adornado con flores por los servicios de Navidad, exhalaba una fragancia pesada y exótica. En el extremo sudeste había una sacristía que se abría hacia la iglesia por una puerta en la pared del presbiterio. Jury entró, iluminó con la linterna el recinto y la demoró un momento sobre el cáliz. Quizá fue su insaciable curiosidad de policía lo que lo llevó a acercarse y retirar la servilleta que lo cubría.

Dentro de la copa había una pulsera de oro con dijes.

Con rapidez, sacó el pañuelo del bolsillo trasero del pantalón, lo desplegó y dejó caer el contenido del cáliz en él. Luego se unió a los otros dos, que permanecían mirando hacia el altar.

– ¡Dios santísimo! – dijo Agatha cuando vio lo que traía.

– Estaba en el cáliz, aunque no lo crean.

Hubo un breve silencio mientras consideraron el tesoro hallado.

– Pero, ¿cómo no la encontraron el domingo pasado?

– No hubo comunión – dijo Lady Ardry -. Denzil siempre se olvidaba de la comunión. Además, no habría usado eso. Le parecía antihigiénico. Usaba tacitas de plata, a veces.

– ¿Cree que Ruby la puso ahí? – preguntó Melrose -. ¿Antes de desaparecer?

– Sí. Fue muy inteligente, en realidad. Creo que era una especie de seguro. Ella sabía que la pulsera era importante, y sabía que tarde o temprano la descubrirían, si ella no regresaba a buscarla. Empiezo a creer que tenía cabeza.

– Eso – dijo Lady Ardry – lo dudo.


Cuando regresaron a la posada quince minutos después, Jury se encontró con que Pluck había logrado llegar y retener a los otros y que nadie estaba demasiado contento con eso. Vio en el mostrador a Trueblood, Simon Matchett, los Bicester-Strachan y Vivian Rivington. Isabel estaba sentada sola con una copa de licor almibarado. Sheila Hogg, según Pluck, se había ido antes de la llegada de él, al parecer en un arranque de celos por el coqueteo entre Darrington y la señora Bicester-Strachan.

Jury le pidió a Daphne Murch que le alcanzara un paquete de cigarrillos y leyó las declaraciones tomadas por Pluck. Ni uno de ellos tenía una coartada para las horas anteriores a sus respectivas llegadas a la posada. Le pareció recordar que Plant había dicho que Lady Ardry estuvo con él durante ese lapso; en ese caso, ella quedaría libre de sospechas. Pero Jury se deleitaría en no decirle nada por el momento. En cuanto a los otros, cualquiera de ellos pudo haber salido de la posada casi en cualquier momento sin atraer a atención de nadie. El vicariato quedaba a escasos metros de distancia, y los autos no cesaban de entrar en el patio y volver a salir. Jury se enteró por las notas de Pluck que Darrington había llevado a Lorraine a su casa a buscar la chequera. Lindo cuento. Aparentemente Sheila Hogg había pensado lo mismo. Jury recordó que en determinado momento Matchett se había retirado del bar. Y también Isabel. Quizá hubiera ido al baño.

Cuando los miró uno por uno notó que todos lo miraban o jugueteaban con objetos a su alcance. Pidió a Wiggins que fuera a buscar a Sheila Hogg y le tomara declaración; él se quedaría y seguiría con las notas del agente Pluck.

Simon Matchett quebró la tensión diciendo:

– Tengo la sensación de dejà vu con todo esto. Es como si estuviéramos en la noche en que Small… – Pero se le quebró la voz en las últimas palabras.

– Cuánta razón tiene, señor Matchett. ¿Podría ver a cada uno de ustedes por separado? Agente Pluck, creo que el mejor lugar será la habitación pequeña en el frente.


– Señor Bicester-Strachan, comprendo que esto es muy doloroso para usted. Sé que era muy buen amigo del vicario. – Bicester-Strachan tenía la cabeza inclinada hacia adelante y los ojos cerrados. Sacó un pañuelo y volvió a guardarlo. – Iba a encontrarse aquí con el señor Smith, ¿no?

Bicester-Strachan asintió.

– Sí. Íbamos a jugar a las damas después de cenar. Es decir, él no iba a cenar aquí, pero después de preparar el sermón para mañana…- Se le quebró la voz.

– ¿Cuándo se vieron para acordar esto?

– Esta tarde. A eso de las dos – La mirada del anciano vagó por la sala, como tratando de fijarse en algo para apartar el pensamiento de la muerte del vicario.

– Usted salió a caminar. ¿Se alejó de los límites del estacionamiento?

– ¿Qué? Oh, no. Caminé un rato por el estacionamiento. Se enrarece tanto el aire con el humo de los cigarrillos… Además, estaba preocupado por Denzil. – El anciano estaba aturdido. – Siempre es tan puntual. – Bicester-Strachan se volvió hacia la puerta como si esperara que el vicario pudiera entrar en cualquier momento.

– ¿Reconoce esto, señor Bicester-Strachan? – Jury colocó la pulsera de Ruby Judd sobre la mesa plegable. Bicester-Strachan negó con la cabeza con expresión ofendida, como si considerara una frivolidad que Jury cambiara de tema.

– Pero sabía que el señor Smith la había encontrado esta mañana.

Bicester-Strachan frunció las cejas.

– No sé de qué me habla.

– ¿No le informó el vicario que había encontrado una pulsera perteneciente a Ruby Judd?

– ¿Ruby? La pobre chica que… sí, supongo que sí. Pero no le di mucha importancia.

Jury le agradeció y le dijo que podía irse. Se dijo que ese hombre parecía haber envejecido diez años en el curso de dos horas.


– Señor Darrington, usted llevó a la señora Bicester-Strachan a su casa para que buscara su chequera, ¿no es así?

– Sí. – Oliver no lo miró a los ojos.

– ¿Para qué la necesitaba?

– ¿Qué se yo?

– Me imagino que el señor Bicester-Strachan tendría dinero suficiente para pagar la cena. De lo contrario Matchett lo pondría a su cuenta.

– Inspector, no sé para qué quería Lorraine su chequera.

– ¿Reconoce esa pulsera, señor Darrington?

– Me parece conocida.

Muy torpe para mentir, pensó Jury. Darrington no podía apartar los ojos de la pulsera.

– La vio antes.

Oliver encendió un cigarrillo, se encogió de hombros y dijo:

– Puede ser.

– ¿En la muñeca de Ruby Judd?

– Es posible.

– Según su declaración, usted dejó a la señora Bicester-Strachan en su casa y luego fue a la suya. ¿Para qué?

– ¿Para qué? Necesitaba dinero, eso es todo.

– Todo el mundo parece corto de finanzas esta noche. ¿Está muy seguro de que no fue a su casa con la señora Bicester-Strachan?

– Escuche, inspector. Estoy cansado de sus insinuaciones…

– ¿No la llevó a su casa después de buscar la chequera?

– ¡No!

– Ya veo. Bueno, es una lástima, en cierto sentido. Quiero decir, si ella hubiera ido con usted, los dos habrían tenido una coartada, ¿no?


Lorraine Bicester-Strachan puso la silla lo más cerca posible de Jury y cruzó las piernas enfundadas en medias de seda. Como la pollera larga de tweed estaba abotonada sólo desde la cintura hasta encima de la rodilla, dejó al descubierto buena parte de sus piernas.

– No, nunca la había visto – dijo, refiriéndose a la pulsera -. ¿Se supone que es mía y la hallaron en la escena del crimen?

A Jury siempre lo asombraba la insensibilidad de alguna gente.

– Su esposo está terriblemente perturbado por la muerte del vicario. Eran amigos íntimos. – Ella tiró la ceniza del cigarrillo en el hogar como única respuesta ante ese comentario. – Claro que puede ser que la amistad y la lealtad no signifiquen mucho para usted.

– ¿Qué quiere decir?

– Me refiero a esa información que supuestamente su esposo dejó deslizar hace tiempo ante quien no debía… Esa persona era usted. O al menos usted pasó esa información a alguien que no usaba precisamente las insignias de la nación.

Ella parecía una escultura en hielo.

– Su… amante, ¿no? Amigo también de su esposo. Y, para salvar su reputación, el señor Bicester-Strachan permitió que se arruinara la de él. Y continúa haciéndolo. Eso es lealtad. Algunos lo llaman amor.

Lorraine se inclinó hacia él de pronto y quiso golpearlo. Pero Jury atrapó su mano en el aire, y luego la echó hacia atrás con escasa suavidad.

– Volvamos al asunto que nos ocupa. ¿Estaba aburrida esta noche, señora Bicester-Strachan? ¿Es por eso que invitó a su casa al señor Darrington?

Además de estar furiosa Lorraine estaba confundida. No había manera de leer en la expresión de Jury si Oliver le había dicho algo o no.

– ¿Bueno? – dijo Jury, divertido por las alternativas del dilema en el que Darrington y Lorraine se veían atrapados.

– Oliver mintió si le dijo que fui con él. – Ella hizo girar su reloj de diamantes en su muñeca.

Jury sonrió.

– Yo no dije que él había dicho nada, señora Bicester-Strachan. Sólo lo supuse.

Quería burlarse de la vanidad de ella, de la sonrisa pedante que jamás se le borraba de la cara. Cuando ella salió del cuarto moviendo apenas las caderas, se le ocurrió que la visión de Darrington y Lorraine haciendo el amor en algún rincón oscuro sería algo insoportablemente aburrido.

Pluck hizo entrar a Simon Matchett.


– De Ruby Judd – dijo Matchett, sin vacilar. Hizo girar el cigarrito en la boca.

– ¿Cómo puede estar tan seguro, señor Matchett?

– Porque la chica venía seguido aquí, a ver a Daphne. Siempre la llevaba puesta.

Jury asintió.

– ¿Salió a algún lado esta noche? Digamos, entre las seis y las ocho.

– ¿Quiere saber si tengo una coartada? Inspector, no tengo manera de probar nada.

Jury volvió a preguntar.

– ¿Salió del establecimiento?

– Sólo salí para revisar la caja de fusibles. Algo saltó en la cocina.

– ¿A qué hora?

– A eso de las siete.

– Según esto – Jury señaló las notas de Pluck -, usted había ido a Sidbury y regresó a las seis y media.

– Sí, por lo que recuerdo. Los negocios cierran a las seis, y media hora para volver.

– Ajá. – El nombre del negocio que había visitado estaba en las notas. Sería fácil comprobar si había estado allí. Jury tomó otro camino. – Señor Matchett, ¿cuál es su relación con Isabel Rivington?

– ¿Con Isabel?

– Sí, con Isabel.

– No le entiendo.

– Sí me entiende. Tengo la impresión de que los sentimientos de ella hacia usted son más que amistosos. Estoy seguro de que usted tiene esa misma impresión. – Jury sonrió con frialdad.

Matchett demoró en responder. Por fin dijo:

– Escuche, todo eso terminó hace mucho tiempo. Mucho tiempo. A riesgo de ser poco galante, agregaré que al menos para mí está terminado.

Eso confundió a Jury. No se le había ocurrido que podía haber habido algo entre ellos en el pasado. Eso explicaría sin duda sus sospechas sobre los sentimientos de Isabel hacia Matchett.

– ¿Vivian sabe algo de esa relación?

– Ruego a Dios que no.

Jury lo miró severamente.

– Un pensamiento muy generoso, señor Matchett.


Isabel Rivington estaba sentada frente a él, con aire de forzada serenidad. Su vestido, falsamente sencillo, de una rústica tela marrón, tenía el aspecto de haber costado una verdadera fortuna.

– ¿Dónde estaba, señorita Rivington, antes de venir a la posada esta noche? – Jury se estiró para encender el cigarrillo que ella había extraído de un paquete que luego colocó en el brazo de la silla.

– Ya se lo dije al agente Pluck.

Él sonrió.

– Lo sé. Pero ahora dígamelo a mí.

– Salí a caminar. Miré un poco las vidrieras. Después seguí hasta la ruta de Sidbury y tomé el sendero que cruza el campo.

– ¿Alguien la vio? – Isabel no parecía una gran caminadora.

– En el pueblo, sí, supongo. Pero después no lo creo. – Cuando se inclinó sobre la mesa para arrojar la ceniza del cigarrillo en el cenicero de porcelana, sus ojos se dirigieron a la pulsera. No dijo nada y volvió a reclinarse.

– ¿Ha visto antes esa pulsera, señorita Rivington?

– No. ¿Por qué?

– ¿Cuál es su relación con el señor Matchett?

El súbito cambio de tema la sobresaltó.

– ¿Con Simon? ¿Qué quiere decir? Somos amigos, es todo.

Jury emitió una tosecilla con la que esperaba dar a entender que no le creía y volvió a cambiar de tema. Hizo la pregunta que le ardía dentro desde dos días antes.

– Señorita Rivington, ¿por qué ha permitido que Vivian viviera todos estos años con la idea de que era responsable de la muerte del padre?

Isabel quedó con la boca abierta y el cigarrillo suspendido en el aire, tan pálida como un maniquí. Cuando habló, la voz sonó artificial, aguda y temblorosa.

– No sé qué quiere decir.

– Señorita Rivington, aún suponiendo que fuera un accidente, era usted la que montaba aquel caballo y no Vivian, ¿no es así?

– ¿Vivian se lo dijo?

Bueno, pensó él, con un suspiro de alivio, algo es algo. Si Isabel hubiera mantenido el control de sí misma, no habría logrado sonsacarle nada. Después de todo, no había pruebas.

– No. No fue ella. Sucede que la historia que usted le contó parecía un versito. Es obvio que ella quería mucho a su padre y, si de niña era en algo similar a la mujer que es hoy, no parece el tipo de persona amante de las discusiones cotidianas. Pero la clave me la dio la descripción que dieron las dos de la noche en cuestión “Estaba muy oscuro, no había luna”, me contó ella, cuando se supone que salió al establo. Tenía sólo ocho años, y aunque es posible por supuesto que una niña de esa edad pudiera estar levantada después de oscurecer, estamos hablando de Sutherland. Tengo un amigo pintor que está enamorado de las Tierras Altas, le encanta pintar ahí. No sólo porque es hermoso, sino por la luz. Siempre dice en broma que uno se puede parar en una esquina y leer un libro a medianoche porque todavía hay luz. Es poco probable que una niña pequeña estuviera despierta y vestida a medianoche. – Jury sacó el informe sobre James Rivington del legajo que tenía en la mano. – Hora de accidente: doce menos diez de la noche. Me sorprende que la policía no hubiera sacado provecho de ese dato en su oportunidad. – Isabel estaba más y más pálida a medida que él hablaba. – Así fue que llegué a dos conclusiones diferentes: no sé si el incidente con el caballo fue accidental o deliberado. Pero me imagino algo así: usted está montando el caballo, el caballo embiste a su padrastro, usted corre al cuarto de su hermanita, la viste y la lleva al establo. Ni siquiera tiene necesidad de subirla al caballo. Lo único que tiene que hacer es grabarle en la cabeza la idea de que lo montaba. Con el correr de los años fue insinuándole una cantidad de mentiras sobre las “peleas” que tenía con Rivington, para que siguiera sintiéndose culpable y mantenerla bajo su influencia todo el tiempo posible. – Jury rara vez se permitía un comentario subjetivo, pero no pudo evitarlo. – Fue ruin, señorita Rivington, horriblemente ruin de su parte. ¿Por qué lo mató? El testamento debió de ser una gran desilusión para usted.

La boca de ella se veía tan roja contra la palidez de la piel que parecía un payaso.

– ¿Qué va ha hacer?

– Haré un trato con usted. Tendrá que contarle a Vivian… – Cuando ella abrió la boca para protestar, él extendió la mano. – Dígale lo suficiente como para que no siga agobiada por esa culpa. Dígale que usted causó el accidente. Puede aducir como razón para habérselo endilgado a ella que, si admitía ante las autoridades que era usted la que montaba el caballo, la habrían arrestado por homicidio. Puede hacerle el cuento de que estaba aterrorizada, si quiere. Llore un poco. No creo que tenga ningún problema. Hace veinte años que la engaña, seguramente no le costará mucho engañarla un poco más.

La cara de Isabel había recuperado algo de color y gran parte de su altivez.

– ¿Y si no lo hago? ¡No puede probar absolutamente nada!

Jury se inclinó hacia ella.

– Es posible. Pero recuerde que tiene un motivo exquisito, realmente exquisito, para cometer un asesinato.

– Eso es absurdo.

Jury negó con la cabeza.

– Aunque no se lo diga usted, no le quepa la menor duda de que yo sí se lo diré. Además podría omitir que fue un accidente.

Ella se levantó de la silla, furiosa, y se dirigió a la puerta.

– Además, señorita Rivington, lo único que tengo que hacer es deslizar dos palabras en el oído de alguien de por aquí y todo terminará para usted.

Isabel giró sobre sus talones antes de llegar a la puerta.

– Eso es completamente falto de ética. Ningún policía decente haría algo así.

– En ningún momento aduje ser decente, ¿no?


Vivian estaba sentada frente a Jury con un sencillo vestido rosado de lana, restregándose las manos.

– No puedo creerlo. ¿Quién querría hacerle daño al vicario? Un anciano inofensivo.

– Por lo general todas las víctimas son inofensivas, excepto para el asesino. ¿Reconoce esta pulsera, señorita Rivington?

– Es la que él encontró.

– ¿Ya lo sabía? ¿Cuándo se lo dijo?

– Hoy. Esta tarde. Pasé por el vicariato para charlar con él.

– ¿A qué hora? – preguntó Jury con el corazón en la boca.

– Alrededor de las cinco. Un poco más tarde quizá. No estoy… – Se llevó las manos a la cara. – ¡Otra vez! No me va a decir que yo estaba cerca cuando se cometió el asesinato.

– No voy a decirle nada, no. – Jury sonrió con esfuerzo. ¿Por qué diablos no se quedaba esa chica en su casa escribiendo poemas? Miró las notas hechas por Pluck. – ¿Se fue a su casa después? ¿Luego de salir del vicariato y antes de venir aquí?

– Sí. – Tenía la cabeza inclinada sobre el regazo y las manos sobre los pliegues en la pollera.

– ¿Quiere un coñac, señorita Rivington? ¿O alguna otra cosa? – dijo Jury con suavidad. Bajó un poco la cabeza, intentando verle la cara. A juzgar por el movimiento de los hombros, le pareció que ella estaba llorando. Automáticamente, le tendió la mano, pero enseguida la retiró. Se sintió intensamente triste, al imaginar la cara de ella (que no alcanzaba a ver) contorsionada como la de una niña pequeña.

Sacó el pañuelo doblado y lo dejó en el regazo de ella. Luego se puso de pie, se alejó caminando hacia una de las ventanas y continuó hablando desde allí.

– ¿Estaba con su hermana cuando llegó a su casa?

Ella negó con la cabeza baja.

– No. Isabel había salido.

– ¿Y la sirvienta?

Vivian se sonó la nariz.

– Se había ido, también.

Jury suspiró. Mala suerte

– Gracias, señorita Rivington. ¿Me permite llamar a alguien para que la acompañe a su casa?

Ella estaba parada pero seguía mirando el suelo. Negó con la cabeza. Con la mano izquierda apretaba el pañuelo de él y con la derecha hacía pliegues en la pollera. No dijo nada; sólo se encaminó hacia la puerta, como una autómata.

– ¡Señorita Rivington!

Ella se volvió.

Jury se sintió muy mal.

– Su vestido… es muy hermoso. – Idiota, agregó, furioso consigo mismo.

Ella sonrió apenas. Por fin lo miró, con tanta gravedad en la cara y tanta seriedad en esos ojos como piedras preciosas, que de pronto él sintió terror de que ella confesara haber cometido los asesinatos. Todos.

Cuando ella abrió la boca para hablar, él estuvo a punto de estirar la mano para impedírselo.

– Inspector Jury…

– No se preocupe…

– Le voy a lavar el pañuelo – dijo, y dando media vuelta, salió de la habitación.


– Lady Ardry me va a poner las esposas en cualquier momento, inspector. – Marshall Trueblood cruzó con toda delicadeza una pierna sobre la otra. – Está convencida de que soy el culpable. Por favor, yo no podría asustar ni a una gallina, mucho menos matar al pobre viejo.

– ¿Cuándo vio por última vez el cortapapeles, señor Trueblood?

Él estudió el techo un instante y luego dijo:

– No estoy seguro. Supongo que hace unos dos días.

– ¿A menudo deja el negocio solo?

– A veces me voy a lo de Scroggs, que queda al lado. Sí, lo dejo abierto.

– ¿Así que cualquiera pudo haber entrado y vuelto a salir esta tarde sin que usted se diera cuenta?

– Sí. Pero, ¿por qué? ¿No hay algo llamado modus operandi, inspector? ¿Por qué un cuchillo esta vez? Los otros fueron estrangulados. – Trueblood reflexionó. – Perdóneme por meterme.

– Está bien. Es muy perceptivo de su parte, señor Trueblood. Yo diría que el cortapapeles sirve al mismo propósito que el libro de Darrington que dejaron en The Swan: implicar a otra persona. ¿Quién estuvo en su negocio hoy?

– Bueno, la señorita Crisp vino desde su casa de pasteles a tratar de venderme unas chucherías. Yo creo que esa mujer hace negocio con los hojalateros y después trata de decirme a mí que es plata georgiana. Lata, más bien.

Jury suspiró.

– ¿Podríamos no irnos del tema, por favor?

– Perdón. También vino una pareja de Manchester, buscando cosas art Déco, esa moda atroz; después Lorraine, buscando a Simon Matchett, al que seguramente venía persiguiendo por toda la comarca, y después… no sé. – Encendió un cigarrillo rosado.

– ¿Cuándo notó la falta del cuchillo?

– Cortapapeles, querido. Esta tarde. Después de que Lady Ardry llegó a lo de Scroggs y despejó el salón con su inimitable presencia.

Jury observó que los ojos de Trueblood se dirigieron hacia la pulsera, se apartaron y luego volvieron con más detenimiento.

– ¿Dónde consiguió ese mamarracho? ¿No es la de la chica Judd?

– ¿La reconoce, entonces?

– Sí. Es un adefesio. – Se reclinó en su asiento y se tapó la boca con la mano en una mímica de horror. – Acabo de condenarme por abrir la boca. Pero, con mi cortapapeles en el cuerpo del pobre Smith, ya tengo algo así como un certificado de muerte, ¿no? – A pesar del tono burlón, estaba por cierto pálido.

– Después de todo, también hay que considerar el motivo. ¿Hay algo en su pasado, señor Trueblood, que preferiría conservar en secreto?

Trueblood pareció genuinamente azorado.

– ¿Es un broma, viejo?

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