CAPÍTULO 14

Viernes 25 de diciembre


Cuando se despertó la mañana de Navidad, el legajo de Matchett estaba en el suelo. Lo recogió y se pasó más de una hora mirando las hojas sueltas. Lo que Matchett le había dicho se confirmaba. Tanto él como la muchacha, Harriet Gethvyn-Owen, tenían coartadas: el público asistente. Una mucama llamada Daisy Trump fue quien le llevó la bandeja a Celia Matchett. Por lo general se la dejaba junto a la puerta de la habitación, pero esa vez la señora le pidió que la dejara sobre la mesita. Por eso Daisy pudo atestiguar que había visto a Celia Matchett viva en ese momento La cocoa tenía una droga, algo que la policía no pudo entender: ¿por qué un ladrón común y corriente iba a ponerle una droga en la cocoa y luego regresar a robar la oficina? ¿Por qué no esperar a que ella no estuviera? Jury también pensó que no tenía mucho sentido. Miró el diagrama de la oficina. El escritorio frente a la ventana, donde estaba sentada. La puerta daba al vestíbulo frente al escritorio. Unos cuadraditos señalaban la ubicación de mesas, sillas, etcétera.

Jury volvió a dejar los papeles en el legajo. Dios. Dos días antes tenía dos asesinatos para resolver. En esa mañana de Navidad ya tenía cinco.


– ¿Más café, señor? – preguntó Daphne solícita.

– No, gracias. ¿Te dijo Ruby alguna vez que ella había sido ayudante en una peluquería en Londres?

– ¿Ruby? Es un chiste. Ella no haría ese tipo de trabajo. Tenía un empleo, sí. Posaba para…, bueno, para “esas” fotos.

Jury pensó en Sheila Hogg y su supuesta profesión de “modelo” en el Soho. Oyó el sonido del teléfono y en seguida Twig fue a buscarlo.

– Habla Jury.

– Estoy en la comisaría de Long Pidd, señor. – Wiggins ya se refería al pueblo con el afectuoso diminutivo. El penetrante silbido de la pava de Pluck servía de música de fondo. – No había ningún diario en el cuarto de Ruby ni en su casa ni en el vicariato. – Wiggins se interrumpió para agradecerle a Pluck una taza de té. – Pero la señora Gaunt me ha dicho que siempre veía a Ruby escribiendo en un cuaderno. Dice que era chiquito y de color rojo oscuro. Se puso furiosa cuando le pregunté si alguna vez lo había leído. – Wiggins sorbió su té. – Dice que no se acuerda cuándo fue la última vez que la vio a Ruby escribiendo en él.

– Está bien. Wiggins, necesito uno o dos datos. Primero, sobre William Bicester-Strachan. Trabajó en el Ministerio de Guerra, así que vea s puede conseguir la información sobre una investigación en la época en que él vivía en Londres. Segundo: que busquen en los archivos una muerte accidental ocurrida hace unos veintidós años en Escocia, en Sutherland para ser exactos. El nombre del muerto era James Rivington. Me interesa especialmente la hora exacta en que ocurrió el accidente.

– Muy bien, señor. Feliz Navidad. – Wiggins cortó. Jury se sintió un poco avergonzado de sí mismo. Durante mucho tiempo había menospreciado a Wiggins; por cierto siempre hacía su trabajo hasta donde su salud se lo permitiera. ¿Su pobre cadáver se aferraría a una libreta, junto a su pañuelo? Durante años, Jury había intentado llamarlo por el nombre de pila, pero por alguna razón se le hacía difícil hacerlo. Siempre estaba allí con el lápiz y las pastillas para la tos. Jury pensó que quizás estaría deseando tener una cena de Navidad con el agente Pluck y su familia. Y Jury debía concurrir a lo de Melrose Plant. Pero primero iría a ver a Darrington y a Marshall Trueblood.


– Esa chica Ruby Judd era una chismosa. Con razón le gustaba al vicario, era capaz de hacer hablar a los muertos. Habrán tenido encantadoras charlas juntos. – Sheila Hogg estaba por terminar su tercer gin-tonic.

– ¿Dónde la conoció, Sheila? – preguntó Jury.

– En los negocios del pueblo siempre andaba dando vueltas alrededor de mí pensando que podía invitarla a casa a echarle un vistazo al “gran autor”. – Estaba sentada junto a Jury y balanceaba una larga pierna envuelta en seda y un pie calzado con un zapato de terciopelo que hacía juego con su pollera larga. Pero su mirada parecía triste, a pesar del sarcasmo.

– ¿Y lo logró? – preguntó Jury -. ¿Logró venir aquí?

– Sí. Varias veces, me traía los paquetes. Recorría todo, entre exclamaciones de asombro, mirando detrás de las puertas. Una muchachita entrometida.

– ¿Y usted, señor Darrington? ¿Tuvo algo que ver con Ruby Judd?

La pausa fue mínima, pero existió.

– No.

– ¿Estás seguro, mi amor? – dijo Sheila -. ¿Entonces por qué de pronto ella empezó a adoptar ese aire de superioridad conmigo? ¿Nunca le hiciste ningún favorcito?

– ¡Qué ordinaria eres, Sheila!

– Señor Darrington, es muy importante que sepamos todo lo posible sobre Ruby Judd. ¿Hay algo que pueda decirnos que pueda ser de utilidad? Por ejemplo, ¿le dijo algo alguna vez de alguien en Long Piddleton que pudiera ser chantajeado?

– No sé de qué mierda está hablando…- Darrington estiró el vaso casi vacío a Sheila. – Dame otro.

– ¿Dónde estuvieron los dos el martes de la otra semana? La noche anterior a la cena en lo de Matchett.

Oliver bajó la mano que sostenía el vaso y miró a Jury con ojos turbados por el gin y el miedo.

– Supongo que usted piensa que yo maté a Ruby, ¿no?

– Tengo que controlar los movimientos de todas las personas que estuvieron en la posada la noche que mataron a Small. Obviamente, hay una relación oculta.

El pie de Sheila se detuvo en el aire.

– ¿Quiere decir que piensa que fue uno de nosotros? ¿Alguien que estaba esa noche en la posada?

– Es una posibilidad. – Jury miró a uno y luego al otro. – ¿Dónde estuvieron?

– Juntos – Oliver vació el vaso -. Aquí mismo.

Jury miró a Sheila, que se limitó a asentir con los ojos fijos en Oliver.

– ¿Está muy seguro? – preguntó Jury -. La mayoría de la gente no podría recordar dónde estuvo dos días atrás sin un esfuerzo. Esto fue hace más de una semana.

Oliver no respondió. Pero Sheila sí lo hizo, dirigiendo una sonrisa demasiado brillante hacia Jury que contradecía la sombría determinación de su voz.

– Créame, encanto, yo sé cuando Oliver está aquí. – La sonrisa desapareció al mirar Sheila a Darrington. – Y cuándo no.


Como era Navidad, el negocio de Trueblood estaba cerrado, así que Jury fue a su casa, situada frente a la plaza. Era una casa preciosa, escoltada por dos robles cuyas ramas se tocaban graciosamente en las copas y cuyos troncos se curvaban. A uno de los lados había dos ventanas, bastante separadas una de otra, con vidrios en forma de diamantes.

Trueblood ultimaba los detalles de su indumentaria para ir a cenar con los Bicester-Strachan.

– ¿Usted no viene, amigo? Tendría una buena oportunidad de interrogarnos a todos al mismo tiempo. La crême de la crême de Long Pidd. A excepción de Melrose Plant, por supuesto. Jamás asiste a esas reuniones de Lorraine. – Terminó de hacerse el nudo de su corbata de seda gris y suspiró.

– Ceno con el señor Plant – dijo Jury, buscando un lugar donde sentarse, pero todos los muebles parecían demasiado delicados como para sostener su peso -. Tengo entendido que la señora Bicester-Strachan estaba interesada en el señor Plant…

– ¿“Interesada”? Querido, una noche en lo de Matchett casi lo tira al piso. – Trueblood se puso la corbata por dentro del chaleco, se acomodó el saco de corte perfecto y fue a buscar un botellón de cristal tallado, dos copas de jerez en forma de tulipán y un bol de castañas peladas que puso frente a Jury.

– Supongo que ya se habrá enterado de lo de Ruby Judd.

– Sí. La joven que había huido a la luz de la luna. Una lástima.

– No fue exactamente una huida a la luz de la luna. Creo que fue persuadida por alguien. El asesino debió de sugerirle que preparara una valija para que la ausencia fuera más aceptable. De lo contrario, la gente habría empezado a hacerse preguntas.

– Como las que se hacen ahora, supongo. – Trueblood encendió un cigarrito. – Usted quiere saber dónde estaba yo la noche en cuestión.

– Sí. Pero ésa es sólo una de mis preguntas. La otra es: ¿cuál era su relación con Ruby Judd?

Trueblood se sorprendió.

– ¿Mi “relación”? Está bromeando. – Cruzó las piernas enfundadas en impecables pantalones y dejó caer un poco de ceniza en un cenicero de porcelana. – Si los viejos amigos de Scotland Yard me encontraran en las calles de Chelsea con un aro en la oreja me meterían en la cárcel antes de que me pudiera sacar los senos postizos.

Jury se ahogó con el jerez.

– Vamos, señor Trueblood.

– Dígame Marsha, como todos.

Jury no quería entrar en terreno con Trueblood.

– ¿Se acostaba con Ruby Judd o no?

– Sí.

La respuesta directa lo tomó por sorpresa.

– Pero sólo una vez. Bueno, ella era bastante bonita, pero terriblemente aburrida. No tenía la más mínima imaginación. Ahora escúcheme una cosa, querido, no vaya a divulgar esto, ¿eh? – sin sus modales fingidos, sería atractivo para las mujeres, pensó Jury.- Haría pedazos mi reputación. Mi negocio se iría a los caños. Además tengo un amigo en Londres que se moriría del disgusto si supiera que le he sido infiel. Era una tontita. Pero qué más va a hacer uno en un pueblo de mala muerte como éste aparte de oír las discusiones de la señorita Crisp y Agatha. Supongo que la vieja estará en lo de Melrose arruinando la fiesta. ¿Por qué no viene a lo de Lorraine? Se divertiría mucho más. Habrá mucha más gente para acusar.

– Trato de descubrir la persona de este pueblo sobre la cual Ruby sabía lo suficiente como para ser asesinada.

Trueblood pareció intrigado.

– No le entiendo.

– Creo que estaba chantajeando a alguien.

– ¿A mí? Típico de los polis. Se pasean en los coches buscando maricones para echarles la culpa del aumento en la tasa de criminalidad.

– En realidad, no creo que haya sido usted, pero podría arrestarlo lo mismo para ver si así logro que me dé respuestas directas.

Trueblood bajó el tono de la voz hasta casi llegar a un tono normal.

– Está bien. Trataré de recordar si la chica dijo algo que pudiera servir. Tenía tan poco que decir…

– Hábleme de eso, entonces.

– Yo me la estaba montando nada más, no haciendo su biografía. Casi no la escuchaba.

Jury deseaba que alguien hubiera escuchado a Ruby Judd.

– Me dijo que la madre era insufrible y el padre abstemio, aunque últimamente no tanto. Le daba por el gin. La hermana se pasaba noches enteras frente al televisor soñando con los detectives norteamericanos.- Trueblood bebió un sorbo de jerez y encendió otro cigarrito. – Tenía una tía y un tío en Devon donde pasó casi toda su infancia. Después anduvo de trabajo en trabajo.

– ¿Cómo “modelo”, por ejemplo? Léase pornografía.

– ¿Quién? ¿Ella? Lo dudo. Quizá probó suerte en alguna esquina una que otra vez, pero haría una triste figura en una postal pornográfica.

– ¿Dónde estuvo la noche del 15 de diciembre, Trueblood?

– Completamente solo, querido. ¿Dónde estuvo usted?


– ¿Más ganso, señor?

Ruthven estaba parado detrás de Jury ofreciéndole una enorme bandeja de plata sobre la que se veían los restos de dos aves, aún con su guarnición de cerezas y trufas. Pero Jury casi no los vio, fijos los ojos en Vivian Rivington que estaba sentada frente a él del otro lado de la mesa. Sus cabellos caían en bucles sobre el suéter de cachemira gris; la muchacha parecía haberse materializado de la niebla de Dartmoor o los misteriosos páramos de West Riding en Yorkshire. Si el ganso se hubiera levantado y comenzado a caminar por arriba de la mesa, Jury no se habría dado cuenta. Isabel Rivington había preferido ir a los Bicester-Strachan.

– No tiene hambre, ¿eh, inspector? -dijo Lady Ardry -. Quizá si se moviera un poco más tendría más apetito. Como yo.

– ¡No me digas, tía! ¿Y qué has estado haciendo?

– Investigando, mi querido Plant. No podemos permitir más asesinatos, ¿no les parece? – Apiló un poco de relleno de castañas en un scon partido por la mitad y se metió todo en la boca.

– Bueno, no lo sé – dijo Plant -. Uno más, podría ser. No, gracias, Ruthven.

– Yo sí me voy a servir más – dijo Agatha -. Hablando de investigación, ¿ya tienes lista tu coartada, Vivian?

Jury le dirigió a Agatha una mirada llena de odio. Era obvio que la vieja no le había perdonado que hubiera establecido una coartada para Melrose Plant.

– A decir verdad – comenzó Vivian – probablemente mi coartada sea pero que las demás. Excepto la de Simon, creo. Estábamos en The Swan cuando mataron a ese hombre. – Miró a Jury con tanta tristeza que él tuvo que apartar los ojos y mirar la copa.

– Todos estamos en la misma, querida – dijo Agatha con fingida dulzura -. A excepción de Melrose, claro. El único en Long Pidd con una coartada. – Lo dijo con tanta fiereza como si Melrose hubiera estado imprimiendo coartadas en el cuartito del fondo y se hubiera negado a repartir copias. Agatha luchaba con un muslo que había pinchado de la bandeja de plata, como si ella y el ave estuvieran enlazados en combate mortal. – No tiene por qué reírse, inspector. Plant no está completamente a salvo, no todavía. Recuerde que usted sólo estuvo con él desde las once y media hasta que yo regresé.

– Pero usted estuvo con él las tres horas anteriores, Lady Ardry. – ¿Qué diablos quería inventar esa mujer?

– Parece que lamentara que Melrose tenga una coartada – dijo Vivian.

– Vamos a jugarla con una moneda, tía Agatha – dijo Melrose, sacando una moneda del bolsillo.

– No tienes por qué hacerte el frívolo – le dijo ella a su sobrino. Luego se dirigió a Vivian. – Por supuesto que me alegraría mucho si Plant estuviera libre de sospechas. Pero la verdad saldrá a relucir al final.

– ¿Verdad? ¿Qué verdad? – preguntó Jury.

Con esmero Agatha dejó el cuchillo y el tenedor, dándoles el primer descanso en la última media hora. Apoyando el mentón en una mano, con el codo sobre la mesa, dijo:

– Me refiero a que no estuve contigo continuamente. ¿No recuerdas, mi querido Plant? Fui a la cocina a ver el pastel de Navidad.

Si Melrose se había olvidado, Ruthven no. Aunque no derramó ni una gota del vino que estaba sirviendo, cerró los ojos con gesto de angustia.

– Creí que habías ido al baño. – Melrose suspiró y le pidió a Ruthven que retirara los platos de la cena. – De todos modos, no pudiste haber demorado mucho.

Jury miró con envidia que Vivian apoyaba la mano sobre la de Melrose.

– ¡Agatha! ¡Tendría que darle vergüenza! – exclamó.

– Todos tenemos que cumplir con nuestro deber, niña, por doloroso que resulte. No podemos proteger a nuestros seres queridos sólo porque queremos verlos libres de culpa. La fibra moral de Gran Bretaña no se basó…

– No importa ahora la fibra moral de Gran Bretaña, Agatha – dijo Melrose -. Dime, ¿cómo hice para ir a The Swan, matar a Creed, y volver en el breve período en que tú estabas en la cocina enloqueciendo a Martha?

Con mucha calma, ella untó un bizcochito con manteca.

– Mi querido Plant, espero que no creas que me he sentado a resolverte los asesinatos.

Jury parpadeó. Había leído muchos libros sobre lógica formal, pero Lady Ardry los desafiaba a todos.

– Sin embargo – continuó -, ya que estamos haciendo especulaciones, podrías haberte subido al Bentley…

Jury no pudo soportar más.

– Usted recordará, Lady Ardry, que el motor del auto estaba muy frío. Nos llevó cinco minutos calentarlo. – Vivian Rivington le dirigió a Jury una sonrisa beatífica.

A Agatha le cambió la expresión.

– No te rindas, Agatha – dijo Melrose -. ¿Y mi bicicleta? No, demasiado lenta. – Pareció estudiar el problema. Chasqueó los dedos -. ¡El caballo! ¡Eso es! Ensillé el viejo Bouncer, atravesé los campos hacia The Swan, despaché a Creed y volví como un conejito.

– Tendrías que haber sido un conejo – dijo Vivian -, considerando la velocidad de tu caballo.

Melrose negó con la cabeza.

– Ahí está, Agatha. No funciona. Mi coartada sigue en pie.

Mientras Agatha hacía rechinar los dientes, Ruthven sirvió el postre: un budín estupendo. Acercó un fósforo a la superficie rociada de coñac. Después, sirvió Madeira en la tercera copa.

Cuando Melrose observó a Agatha tan sombría, probablemente elucubrando alguna otra manera de arruinarle la coartada, le dijo a Ruthven:

– El paquetito sobre la repisa de la chimenea. Alcánceselo a Su Señoría, por favor.

La cara de Agatha se le iluminó al tomar el regalo y abrirlo.

Vivian ahogó una exclamación cuando Agatha sacó del estuche una pulsera de esmeraldas y rubíes. Destellaron, convirtiéndose casi en llamitas cuando recibieron el resplandor de la vela. Agatha le agradeció a Melrose profusamente, pero sin señales de remordimiento por lo que había estado tratando de hacer. Le pasó la pulsera a Vivian que la admiró y se la pasó a Jury.

Él no había visto joyas verdaderas desde cuando trabajaba en la división hurtos. Ahora sabía por qué se decía que los rubíes eran de color sangre. De pronto un detalle flotó en su mente. Rubíes. ¡Una pulsera! Eso era, la imagen del brazo saliendo de la tierra. La muñeca de Ruby, sin pulsera. Ella la usaba siempre, no se la sacaba nunca de encima, según Daphne.

– ¿Entonces dónde estaba? – Tenía los ojos fijos en las gemas cuando le devolvió la pulsera a Agatha y la mente tan concentrada en la muñeca desnuda de Ruby que apenas oyó el comentario de Agatha:

– Muy bonita, Melrose, para ser imitación.


Las damas se retiraron a la sala, dejando a Jury y a Melrose con el oporto. Decir que se retiraron quizá no sea una descripción muy apta en lo que a Lady Ardry se refiere. Por fin Vivian logró sacarla del comedor, pero Agatha se las arregló para hacer nuevas incursiones pues regresó a buscar objetos varios que parecían habérsele caído: pañuelos, botones y la pulsera, que dejó en un envoltorio desprolijo sobre la mesa como si su magnificencia roja y verde fuera un puñado de aceitunas.

Cuando por fin se fue con ella, Jury dijo:

– Un regalo muy generoso, señor Plant.

– Creo que ella no se dio cuenta del simbolismo del rojo y el verde. Los colores de Navidad. Me pareció agradable. – Estudió la punta del cigarro y la sopló para hacerla arder.

– Discúlpeme la pregunta, pero, ¿qué le regaló ella?

– Nada – Plant sonrió -. Nunca me regala nada. Dice que está ahorrando para un regalo muy especial, algo en lo que está pensando hace años. ¿Qué será? ¿Un nuevo auto preparado por el IRA?

Jury sonrió.

– Tengo algunas ideas que me gustaría comentarle sobre estos asesinatos.

– Adelante.

– Bueno, lo que me intriga es la extravagancia del asesino. ¿Qué tipo de mente idearía algo así?

– Muy fría. Puede haber un psicópata detrás de todo esto, pero que tiene su peculiaridad ben disimulada. Estoy de acuerdo con usted. El asesino hace todo de una manera muy pública. Si uno quiere matar a alguien, ¿por qué no hacerlo privadamente?

Jury sacó un ejemplar de la primera página del Weatherington Chronicle del bolsillo del saco.

– Creo que puedo darle una buena razón. – Señaló con el dedo el titular “Continúan los crímenes en las posadas”. Había un largo relato del asesinato de Ruby Judd, seguido por una breve reseña del asesinato de Creed. – O este asunto de las posadas significa algo o…

Melrose Plant hizo un aro de humo.

– Hay una afirmación, inspector, que ha descifrado probablemente un millón de años de especulación filosófica. “O significa algo o no”.

– Señor Plant, por momentos me alegro de no ser su tía.

– Siga diciendo cosas como la que acaba de decir y no me daré cuenta de la diferencia.

– Señor Plant, tenga cuidado, puedo arruinarle la coartada.

– No lo haría.

– ¿Y si hay más de un asesino? ¿Qué le parece? Usted sólo está a cubierto con el crimen de Creed.

– Volvamos a nuestras teorías. ¿El asesino está tratando de llegar a algo con esto de las posadas? ¿Qué si hubiera oro escondido en una mesa plegable? O quizá Matchett tiene el cartel de su posada pintado por Hogarth y no lo sabe, aunque eso suena bastante improbable. Quizá este asunto de las posadas sea una cortina de humo.

– Así que a usted también se le ocurrió. Además, a veces el modo más público de cometer un crimen es el más privado, como aquel asunto de la “carta robada”. Ocultar las cosas a la vista de todos. Y como el asesino no ha escondido los cuerpos, bueno, quizá lo que trata de ocultar es el motivo.

– A excepción del cuerpo de Ruby Judd. Hay allí dos pequeñas diferencias: fue enterrada y no era una forastera.

– Las variantes son lo más interesante del caso. Aunque no habría ninguna diferencia cuando se encontraron los otros cuerpos, sí la hizo en el caso de Ruby Judd.

– ¿Pero por qué mataron a Ruby Judd? – Melrose hizo girar la copa de oporto.

– Quizá porque sabía algo sobre alguien del pueblo.

– ¿Chantaje? Dios santo, ¿en qué hemos estado metidos?

Jury respondió indirectamente.

– Hay indicios de que Ruby tuvo algo que ver con Oliver Darrington. – Plant quedó azorado. – Sí, creo que esa chica era muy activa.

– ¿Esa campesina gordita? – Plant sacudió la cabeza. – Algunos hombres tienen gustos extraños.

– Incluyendo a Marshall Trueblood.

Melrose casi dejó caer la botella de oporto.

– Está bromeando.

Jury sonrió.

– Admito que Trueblood parece el blanco de los chistes en Long Piddleton.

– Sí. Pero, para mí, toda broma sobre la raza, la religión o las inclinaciones sexuales de un hombre siempre han sido de pésimo gusto. Por lo general uno no puede remediar esas cosas. No es que me caiga bien. – Melrose sacudió la cabeza descreído. – ¿Así que Trueblood se acostaba con Ruby?

– Una sola ve, según me dijo. Pero hay cosas en el pasado de Trueblood, como en el de Darrington, que a ninguno de los dos le gustaría remover y Ruby quizá se enteró de algo. También tenemos a los Bicester-Strachan.

– Yo voto por Lorraine. Es capaz de matar a cualquiera por proteger su santa reputación.

Agatha entró en el comedor justo en ese momento, con la excusa de que necesitaba un poco de coñac para aliviar un horrible dolor de cabeza.

– Tráigame una copa, por favor, Ruthven.

Ruthven, que acababa de entrar en ese momento para retirar el servicio, se volvió altivo y dijo:

– Mi nombre se pronuncia como se lo ha dicho Su Señoría tantas veces.

– ¿Entonces por qué se escribe Ruthven?

– Así se lo escribe, señora. – Ruthven se encaminó a la cocina, con la bandeja en la mano.

– ¡Caramba! – Agatha se volvió a Melrose. – ¿Así permites que te hablen los sirvientes? ¿Qué calumnias has estado derramando sobre Lorraine Bicester-Strachan?

Justo frente a la puerta de la cocina; Ruthven se volvió y dijo; casi gritando:

– ¡Hay gente que jamás pronunciará bien los nombres! – Dio media vuelta y se fue a la cocina.

Agatha quedo boquiabierta.

Melrose sonrió, orgulloso de su mayordomo.

– Piensa, Agatha, que Ruthven te ha absuelto.

Ella giró en redondo y salió furiosa.

Plant retomó el tema que Agatha había interrumpido.

– Creo que Bicester-Strachan sería mi última opción. Ese anciano y encantador jugador de ajedrez…

– He visto a ancianos y encantadores jugadores de ajedrez hacer cosas extrañas. Tenemos también a Simon Matchett.

Los ojos verdes de Plant resplandecieron y exclamó:

– ¡Él! Cómo me gustaría saber más sobre su esposa y ese sórdido asunto para refregárselo en la narices a Vivian, ¡muchacha tonta!

– Parece que tiene ciertos prejuicios hacia algunos de los sospechosos, señor Plant – dijo Jury -. Usted se opone completamente a que se case con la señorita Rivington, ¿no?

– ¿Usted no se opondría?

Jury prefirió estudiar su plato antes que contestar directamente.

– No entiendo por qué, si es que están comprometidos, no se deciden de una vez por todas – alcanzó a musitar.

– Yo tampoco. Ese “compromiso” es obra de Isabel. Ha estado empujando a uno a los brazos del otro, aunque juro que no entiendo por qué. Es muy raro.

– No tanto si…

– ¿Si qué?

– Nada – dijo Jury -. ¿Qué piensa de esa historia de la muerte accidental del padre?

– Qué raro que me haga esta pregunta, porque a menudo he pensado en eso. Vivian está completamente convencida de que era una malcriada que se pasaba todo el tiempo peleando con el padre. Estará de acuerdo en que es muy difícil imaginarse a Vivian como un diablillo cuando chica. No sólo eso, sino que además tenía siete u ocho años cuando él murió. ¿No tiende uno a esconder las experiencias más traumáticas de la niñez? Sin embargo, Vivian suele contar todos los detalles de lo ocurrido en esa oportunidad como si hubiera sido ayer. – Melrose inspeccionó la punta del cigarro antes de tirar la ceniza. – Me gustaría saber quién ha estado rellenando los huecos vacíos de su memoria.

– ¿Piensa que Isabel le pudo haber pintado el cuadro?

– ¿Quién más? No tienen otros parientes.

– Entonces Isabel tendría necesidad de convencer a Vivian del accidente. Y eso le daría un motivo para querer ocultar su pasado – concluyó Jury.

– No pensará que una mujer pudo cometer esos asesinatos.

– Usted es tan sentimental, señor Plant.


Jury pidió usar el teléfono y Melrose fue a la sala de estar a reunirse con las damas.

Jury pidió disculpas por interrumpir al agente Pluck en su cena de Navidad, pero dijo que tenía hablar con Wiggins.

– ¿Sí, señor? – dijo la voz.

– Escúcheme, Wiggins, cuando termine de cenar, me gustaría que fuera a la policía de Dartmouth y me investigara una lista de nombres. Quizá tenga que recurrir a Central. – Jury le leyó la lista de los nombres de huéspedes o personal que habían estado en la vieja posada de Matchett dieciséis años atrás.

El pobre Wiggins no estaba demasiado contento.

– Pero me dio veintitrés nombres, inspector. No creo que estén todos vivos siquiera.

– Lo sé. Pero encontrará a alguno. Y quizá sea uno que tenga buena memoria. – Se oyó un ruido sordo y luego otro como si alguien le masticara al lado del oído. Wiggins estaría comiendo apio. Farfulló que se dedicaría a la lista lo antes posible.

Cuando Jury entró en la sala, Agatha estaba contemplando la pulsera nueva que ya había colocado en su muñeca.

– Te habrá salido muy cara, ¿no? – Al parecer, había olvidado su insinuación de que las piedras eran falsas.

– Puedo decirte exactamente cuánto costó, Agatha.

– No seas ordinario, Melrose. Es muy bonita. Aunque no es antigua, como las joyas de Marjorie.

– ¿Quién es Marjorie? – preguntó Jury.

– Mi madre – dijo Melrose -. Tenía una hermosa colección de joyas. – Miró hacia el techo. – Las guardo en la torres, con los cuervos. Se las puedo mostrar por cincuenta peniques, si quiere.

– Deja de hacerte el gracioso, mi querido Plant. No te queda bien.

Vivian se levantó.

– Melrose, la cena ha estado estupenda. Pero me tengo que ir.

– ¡Oh, vamos! ¿Por qué? – preguntó Melrose, también poniéndose de pie -. ¿Por qué no te quedas y ayudas a desmoronar mi coartada?

– ¡Melrose! – Vivian lo miró como si fuera un niño desobediente.

– Pero Agatha necesitará ayuda…

– ¡Melrose, basta! – Vivian parecía verdaderamente molesta.

Jury pensó que se tomaba todo con demasiada seriedad. No quería decir, por supuesto, que los asesinatos no fueran algo serio. Pero era evidente que Plant sólo intentaba hacerles más liviana la carga. Quizás eso mismo fueran los poetas. Y los policías. Pero él apreciaba el humor de Melrose Plant.

– ¿Te vas? – preguntó Agatha a Vivian -.Yo me voy a quedar otro ratito.

– Viniste con Vivian, querida tía. ¿No vas a permitir que se vaya sola?

– Yo diría que Vivian es bastante grandecita como para cuidarse sola – dijo Agatha con suavidad -. El inspector Jury puede llevarla.

Melrose sonrió.

– Yo no sería tan impertinente con el inspector, querida. – Melrose estaba parado frente al hogar de mármol, haciendo aros de humo con el cigarro.

Jury ayudó a Vivian a ponerse el abrigo y Melrose los acompañó a la puerta.

– No es muy justo de su parte irse con Vivian y dejarme a Agatha – le susurró al oído.

– Nunca me caractericé por ser justo, señor Plant – replicó Jury del mismo modo.


– ¿Qué le puedo servir, inspector? ¿Una copa? ¿Café? – ofreció Vivian.

Él se apresuró a hacerle saber que no era una visita social.

– Nada, gracias Quería hacerle algunas preguntas.

Ella suspiró.

– Dispare, inspector. ¿Nunca descansa?

– Es difícil hacerlo con cuatro asesinatos.

– Perdón – dijo ella, frotándose los brazos como si de pronto la casa se hubiera enfriado -. No fue mi intención ser impertinente, pero… – Se sentó en el diván y sacó un atado de cigarrillos.

Jury se sentó en el sillón de enfrente.

– En primer lugar, tengo entendido que está comprometida con Simon Matchett.

La mirada de ella tuvo un destello de conejo atrapado. Jury le encendió el cigarrillo y luego hizo mismo con el suyo, esperando su respuesta.

– Sí. Sí, supongo que así es. – Se puso de pie. – Voy a tomar algo. Me gustaría que me acompañara. ¿Qué prefiere?

Jury miró la brasa diminuta del cigarrillo.

– Whisky.

Mientras ella iba a un aparador galés y sacaba los vasos y la botella, él miró la habitación.

– En cuanto a Simon, todavía no estoy decidida – dijo ella ya de regreso. Le tendió el vaso.

– ¿Quiere decir que no sabe si se casará con él? ¿Por qué no?

Vivian permaneció de pie frente a él, con los ojos perdidos.

– Porque no creo amarlo.

Los muebles en los que Jury no había reparado antes de pronto empezaron a resplandecer como piedras preciosas en la oscuridad. Se aclaró la garganta y dijo:

– Si no lo quiere, ¿por qué va a casarse con él? Discúlpeme la intromisión – agregó con rapidez, bebiendo casi todo el contenido del vaso.

Vivian estudió su vaso y lo hizo girar entre las manos como una bola de cristal. Luego se encogió de hombros, como si las razones la superaran.

– Uno se cansa de vivir sola toda vida. Él parece amarme, a veces.

Jury dejó el vaso con fuerza.

– Es una razón muy estúpida para casarse.

Ella abrió más los ojos, sorprendida.

– ¡Inspector Jury! ¿Qué razones consideraría apropiadas para casarse?

Jury se levantó, fue hacia la ventana y miró la nieve que caía afuera.

– ¡Pasión! ¡Enamoramiento! Deseo, si quiere. ¡Que uno no pueda dejar pasar un segundo sin tocar al otro y no pueda pensar en otra cosa! – Se volvió de la ventana. – ¿Nunca sintió ninguna de esas emociones?

Por un momento ella sólo lo miró.

– No estoy segura. Pero usted parece que sí.

– No se preocupe por mí. ¿Cuánto dinero heredará?

– Un cuarto de millón de libras, si le parece que tiene algo que ver con esta conversación. – La voz de ella se había opacado.

– ¿Alguna vez se le ocurrió que Simon Matchett podría ser un cazafortunas?

– Claro que sí. Pero eso puede pasarme con cualquier hombre.

– Un comentario absurdamente cínico. No todos los hombres son así. Las mujeres como usted suelen atraer la desgracia. Se envuelven en su propia vulnerabilidad como si fuera una capa y luego se asombran si alguien aprovecha la oportunidad.

– Pues ese comentario no es cínico. – La voz de ella volvió al tono normal. – Más bien diría que es poético.

– Dejemos la poesía. ¿Conocía bien a Ruby Judd?

Vivian se llevó la mano a la frente.

– ¡Cielos santos! Hablar con usted es como intentar nadar en un remolino. Me marea.

– ¿Conocía a Ruby?

– Sí, por supuesto. Pero no muy bien. La veía a veces en el vicariato.

– ¿Qué le parecía? – Ella dudó. – No tiene sentido ocultar los verdaderos sentimientos, señorita Rivington.

– Bueno, no era que Ruby me desagradara. Pero siempre estaba escuchando a hurtadillas cuando yo hablaba con el vicario. Era demasiado curiosa. Entraba y salía mil veces. Creo que Ruby era una especie de oportunista, eso es todo. Dicen que anduvo detrás de Marshall Trueblood, aunque no pueda creerlo. Quizá Melrose Plant fue el único que se salvó. – Hizo una pausa. – Usted hablaba recién de cazafortunas. Al menos Melrose no lo es; de eso puedo estar segura – y rió artificialmente.

Jury miró sin ver el resto de líquido en su vaso. Había notado en el tono de ella una sonoridad muy particular.

– Isabel odia a Melrose. Nunca pude descubrir por qué.

La razón era obvia, si Isabel tenía a Simon en mente como candidato para Vivian. Pero otra vez el mismo interrogante: ¿por qué quería Isabel que Matchett controlara el dinero que sin duda recibiría Vivian, cuando podía controlarlo ella misma si su hermanastra no se casaba? A menos, claro, que pudiera controlarlo a través de Matchett. La idea se le había ocurrido mientras hablaba con Plant y le congeló la sangre en las venas.

– ¿Qué importancia tiene la opinión de su medio hermana? – preguntó.

Ella respondió en forma indirecta.

– ¿Le han dicho algo sobre mi padre? – Él asintió y ella continuó: – Fue culpa mía, ¿sabe? Yo estaba sobre mi caballo y él fue al establo. Estaba muy oscuro, no había luna aquella noche. Él se acercó por atrás del caballo. El caballo retrocedió y lo pateó. – Vivian se estremeció. – Murió instantáneamente.

– Lo siento mucho. – Jury calló un momento. – Eso sucedió en el norte de Escocia, me han dicho.

Ella asintió.

– En Sutherland.

– ¿Estaban los tres solos? ¿Usted, su padre e Isabel?

– Y una vieja cocinera que ya murió. – Vivian miraba fijamente el líquido en su vaso como si viera los restos del pasado reflejados en un estanque.

– ¿Cómo se llevaba su hermana, quiero decir, su medio hermana con su padre?

– No muy bien. A decir verdad, creo que siempre le ha disgustado que no le hubiera dejado algo directamente en el testamento.

– ¿Pero por qué su padre iba a dejarle dinero a una hijastra que había tenido por sólo tres o cuatro años?

– Eso es cierto. – Vivian tomó otro cigarrillo. El primero se había convertido en una serpiente de ceniza en el cenicero de porcelana. Agitó la mano para apagar el fósforo, como apartando los fantasmas del pasado.

– Usted quería mucho a su padre, ¿no? – Ella asintió. A él le pareció que estaba a punto de llorar. – Según Isabel, usted se enojó con él, salió corriendo de la casa hacia el establo y saltó sobre su caballo. ¿Tiene algún recuerdo claro de eso?

Ella pareció intrigada.

– ¿Un recuerdo? Bueno, sí. Quiero decir, no con exactitud.

– Lo recuerda porque se lo contaron, ¿no? Pero…

Una voz sonó a sus espaldas.

– ¿Emborrachándose juntos?

Los dos miraron hacia atrás sorprendidos. No habían oído entrar a Isabel. Estaba parada en la puerta, con aire misterioso y bellísima, aunque quizá con ropa demasiado lujosa para Jury. Tenía un traje sastre de terciopelo verde, collar de cuentas de ámbar y el saco de visón plateado al hombro.

– ¿Cómo está usted, inspector en jefe Jury?

Jury se puso de pie e hizo una pequeña inclinación.

– Muy bien, muchas gracias, señorita Rivington.

Ella entró, tiró el saco sobre una silla se dirigió al armario galés.

– ¿Les importa si los acompaño?

– Por supuesto que no – dijo Vivian sin entusiasmo. Su deuda moral con Isabel Rivington parecía angustiarla un poco.

Isabel se sirvió una gran medida de whisky, le agregó soda y se acercó a Vivian, pasándole el brazo por los hombros. El gesto le pareció a Jury posesivo, absorbente, más que afectuoso. Luego se dejó caer en el diván, acomodando los almohadones a su alrededor.

– Qué caras tan largas. ¿Melrose no les dio bien de comer? Tendrían que haber ido a lo de Lorraine. Qué comilona.

– Fue una cena estupenda – dijo Vivian con algo de acritud. Jury se alegró de ver algo de temperamento en ella.

– Simon no estaba muy contento con tu ausencia – agregó Isabel, como al pasar.

Vivian no respondió.

– Por desgracia, el reverendo Denzil Smith también estaba allí, así que pasamos casi toda la noche oyendo historias sobre cuevas de contrabandistas en posadas en la costa del mar e historias de los nombres de las posadas. Estos asesinatos lo han puesto en actividad. El resto del tiempo hablamos de Ruby. Es espantoso. El vicario dice que registraron la casa buscando una especie de pulsera. Y el diario de la chica.

Jury miró el reloj.

– Gracias por el trago. Tengo que irme.

Vivian lo acompañó hasta la puerta, y cuando él se dirigió hacia el Morris, lo llamó.

– ¡Espere! – Entró corriendo en la casa y volvió con un librito que le tendió. – No sé si le gusta la poesía, pero me pareció que alguien que sabe una cita de Virgilio quizá…

Jury miró el libro No alcanzaba a leer el título en la oscuridad.

– Me gusta la poesía, sí. ¿Es suyo?

Ella desvió los ojos, claramente avergonzada.

– Sí. Es mío. Fue publicado hace tres o cuatro años. No se vendió como pan caliente, se imaginará. – Como él no respondió ella agregó: – Claro que no tendrá mucho tiempo, supongo, para leer otra cosa que informes policiales. Pero no son muchos poemas. No escribo mucho. Quiero decir, me resulta difícil escribir incluso uno solo.

Mientras la voz de ella se perdía, Jury dijo:

– Me haré de tiempo para leerlo.


Pasó la noche en la cama, leyendo los poemas de Vivian. No eran por cierto la obra de una joven débil que se dejara dominar o que permitiría que la disuadieran de casarse con el hombre amado.

De pronto se le ocurrió algo: quizá fuera Melrose Plant quien no quería casarse con Vivian Rivington.

El libro de poemas se le cayó de las manos. Se quedó dormido pensando cómo podía existir alguien que no quisiera casarse con Vivian Rivington.

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