CAPÍTULO 17

Domingo 27 de diciembre


Era un sombrío amanecer. Jury y Plant estaban sentados en la estación de policía de Long Piddleton. Jury miraba el papel que había encontrado en el escritorio del vicario. Por fin dijo:

– Si no eran notas para un sermón, ¿qué eran?

Melrose Plant miró por encima del hombro de Jury.

– “Dios nos ampare”. No sueña a algo del reverendo Smith. Por primera vez en mi vida estoy de acuerdo con mi tía.

– Entonces es una cita. ¿De la Biblia?

Plant tomó el papel.

“Hirondelle”. Es golondrina, en francés. ¿Golondrina? ¿Le dice algo?

Jury negó con la cabeza. Siguieron allí otros cinco minutos mirando las palabras hasta que Jury arrojó la lapicera contra la pared.

– Supongo que soy un tonto, pero no puedo sacar nada en claro. – Tomó el paquete de cigarrillos, sacó uno y lo encendió y habló exhalando el humo. – Voy a suponer, aunque puedo estar muy equivocado, que el asesino fue a hacer una visita “amistosa” al señor Smith para ver si podía sonsacarle alguna información. Quería averiguar cuánto sabía el vicario. Mientras hablaban, se le ocurrió al vicario que su visitante podía ser el culpable de los asesinatos. Estaba sentado con toda serenidad a su escritorio redactando estas notas. ¿Por qué no escribió directamente el nombre del asesino? Smith habrá pensado que su vida corría peligro, y que el asesino se desharía de todo lo que pudiera incriminarlo. Creo que hemos estado subestimando al señor Smith. Sólo espero que él no nos haya sobreestimado a nosotros. Confió en que tendríamos la sagacidad de descubrir algo que el asesino no descubrió. – Jury dio una pitada y reflexionó. – Bueno, es una teoría posible. De todos modos, no pierdo nada suponiendo que la nota tiene un significado. Pero ignoro cuál. – Se puso de pie y se desperezó. Le arrojó el papel a Melrose Plant. – Tome. Usted hace las palabras cruzadas del Times en quince minutos. Podría descifrar eso.

La respuesta de Plant fue interrumpida por el sonido del teléfono.

– Habla Jury.

– Inspector Jury – dijo el superintendente en jefe Racer con excesiva amabilidad -, es notable su influencia en la zona. Desde que llegó ha habido más asesinatos que en los últimos cuarenta años. ¿Qué has estado haciendo, querido Jury? Además de prestigiar al Yard, claro.

Jury suspiró para sus adentros y empezó a buscar en los cajones del escritorio de Pluck algo para comer. Encontró un paquete de galletitas digestivas.

– Ah, superintendente Racer. Estaba deseando que llamara. – Mordió una galletita.

– ¡No me digas, Jury! Te llamé todos los días desde que llegaste, muchacho. Ni una vez obtuve respuesta. ¡Me estás masticando en la oreja, Jury! ¿No puedes abstenerte de comer y beber mientras presentas un informe, muchacho? ¡Cantinero o cocinero, eso tendrías que haber sido! Esto es definitivo, Jury. Te reunirás conmigo en Northants mañana al mediodía. No, hoy al mediodía. Las cosas han ido demasiado lejos, Jury. Hoy es 27. Llegaste ahí el 22. Sin contar el día de hoy, has logrado un envidiable promedio de dos tercios de asesinato por día.

Jury dibujó pequeñas réplicas de carteles de posadas en el secante de Pluck mientras Racer repasaba la letanía de castigos que esperaban a su inspector en jefe, que iban desde ser descuartizado y su cabeza colgada en el Puente de la Torre hasta ser conducido en un carro a un lugar de ejecución pública. Los castigos del superintendente siempre se inclinaban por la usanza medieval.

– Lamento que no hayamos podido adelantar mucho, señor, pero ya es bastante difícil con un asesinato. Y recuerde que yo tengo cuatro aquí.

– ¿Qué le hace una mancha más al tigre, Jury?

– No olvide, señor, que estamos en Navidad…

– ¿Navidad? ¿Navidad? – Racer pronunció la palabra como si fuera un nuevo feriado inserto en el almanaque por decisión del Parlamento. Luego, con suavidad, continuó -: Qué raro, ¿no? Que los maníacos sexuales sigan acechando en los parques incluso en Navidad. ¿El Destripador suspendía sus actividades para la Navidad, Jury? ¿Y Crippen?

Jury aprovechó la oportunidad.

– En realidad, no creo que Jack el Destripador acechara en los callejones el día de Navidad, señor. Si mal no recuerdo…

Silencio.

– ¿Te estás haciendo el gracioso, Jury?

– No, señor. No es un asunto para tomar a risa.

Más silencio. Luego Racer habló.

– Espérame en el tren del mediodía. Briscowe irá conmigo.

– Muy bien, señor. Si insiste… – Jury empezó a dibujar una diminuta locomotora con una chimenea humeante que se estrellaba contra otro tren. Tenía el auricular a algunos centímetros de la oreja y la estridente voz de Racer resonaba en la habitación.

– Y además, no quiero alojarme en ninguna de esas posadas llenas de cucarachas ni en cuevas de ladrones. Haz una reservación en el mejor lugar que haya. – Bajó la voz. – Si puedes, trata de encontrar uno donde no me estrangulen mientras duermo. Contigo protegiéndome me sentiré muy nervioso, muchacho. Fíjate bien que el lugar tenga un menú decente y una buena bodega. Y que haya una muchacha que valga la pena en el bar. – La lascivia en su voz era casi tangible. – Aunque me imagino que en un pueblucho de mala muerte como ése no podrá conseguir todo. Hasta luego. – Racer colgó de un golpe.

– ¿Su amigo? – preguntó Plant.

– El superintendente en jefe Racer. No le gusta la manera en que estoy llevando adelante el caso. Viene en persona y quiere alojarse en una especie de Savoy de la región. Quiere el mejor lugar en el pueblo. – Jury sonrió con maldad.

– Bueno, viejo, con mucho gusto le avisaré a Ruthven para que…

Jury negó con la cabeza y movió el teléfono hacia Plant.

– No estaba pensando en Ardry End.

Melrose se interrumpió en el proceso de encender un cigarro y le sonrió a Jury a través del humo.

– Me parece que entiendo cuál es su intención. – Discó, esperó un buen rato y se oyó un ruido del otro lado cuando contestaron. – ¿Tía Agatha? Perdóname por despertarte tan temprano, pero el inspector Jury me estaba preguntando si no le harías un grandísimo favor…


Una hora más tarde aún revisaban las notas del vicario, cuando Wiggins y Pluck entraron sacudiéndose de la ropa una fina película de nieve.

– Le traje a Daisy Trump, señor – dijo Wiggins.

Pluck intervino.

– La alojamos en la posada a la salida de Dorking Dean: la Bag o’ Nails. No quiso quedarse en ninguna de las otras, de ninguna manera, y no me extraña. Dejamos a un policía con ella. Nunca se sabe lo que puede pasar, ¿no? – Evidentemente Pluck estaba disfrutando con todo eso.

– ¿Quién es Daisy Trump? – preguntó Plant.

Wiggins iba a responder pero, al ver que podía divulgar información confidencial, se quedó mudo.

– Está bien, agente. El señor Plant me está ayudando. – Y se volvió a Melrose. – Vamos a esa posada.

– ¿Quiere que yo vaya?

– Sí, si no tiene inconveniente. Wiggins puede quedarse aquí y el agente Pluck puede conducir el coche.

Pluck resplandeció y se cuadró.


La señorita Trump, según la camarera que les sirvió el café en la posada, había subido a su habitación a asearse un poco y estaría con los caballeros en seguida.

– Daisy Trump – dijo Jury poniéndole azúcar al café – trabajó en la posada Goat and Compasses. Extraño nombre ése. Con razón su tía no acierta con la pronunciación de ciertos nombres ingleses.

Plant sonrió

– Bicester-Strachan, Ruthven… – De pronto Plant contuvo es aliento y miró fijo a Jury: – ¡Pluck!

Jury sonrió.

– Creo que hasta su tía sabe pronunciar el apellido de Pluck.

Plant no sonreía. Sólo dijo otra vez:

– ¡Pluck!

Jury lo miró, sorprendido.

– ¡Llame a Pluck, hombre!

A Jury le hizo tanta gracia que Plant le diera órdenes que hizo lo que quería. En unos segundos estaba de regreso con el asombrado agente Pluck.

– Dígalo otra vez, Pluck – le ordenó Melrose, sin preámbulos Los ojos verdes lanzaban chispas.

El pobre Pluck lo miró, haciendo girar la gorra entre las manos, como si lo acabaran de acusar de robar en los terrenos de su señor.

– ¿Qué diga qué, milord?

– Lo que dijo hoy, cuando usted y el sargento Wiggins entraron en la estación. ¡Vamos, hombre, vamos!

Pluck miró a Jury en busca de apoyo. Jury se encogió de hombros, pero le dijo:

– Dijo que habían traído a Daisy Trump y… – la voz de Jury se apagó.

Melrose asentía.

– Eso es, y la alojaron… – dijo asintiendo en dirección a Pluck, como si tratara de arrancarle las palabras.

Pluck se rascó la cabeza estúpidamente.

– Sí, señor. Dije que la habíamos alojado en la Bag o’ Nails.

Melrose miró a Jury, pero Jury estaba tan en ascuas como Pluck.

– ¡Eso! ¡Eso! – dijo Plant, cerrando los ojos y modulando las palabras sin emitir sonido. Lady Ardry habría señalado el hecho, sin duda, como característico de la locura innata de Melrose.

– ¡Claro! ¡Cómo pude ser tan estúpido! – El rostro por lo común sobrio de Melrose resplandeció con una gran sonrisa. – Dígalo otra vez, Pluck.

– ¿Usted quiere decir Bag o’ Nails, señor?

– ¿Lo oye, inspector? Suena diferente cuando lo pronuncia Pluck. Sucede que su dicción, perdóneme, agente, no es muy correcta. Arrastra un poco los sonidos. Vamos inspector, Bag o’ Nails.

Jury se dio una palmada en la frente.

– ¡Mi Dios! ¡Bacanales! [2] – Miró a Pluck, que parecía en la luna, y fruncía las cejas intrigado. – Agente, vuelva a la estación de policía y dígale al sargento Wiggins que no se aparte del teléfono. Quizá lo llame.

Pluck se cuadró, dio media vuelta y se fue.

– Ahora, inspector – dijo Melrose Plant -, La Goat and Compasses. Dígalo dos o tres veces y arrastre las letras.

Jury así lo hizo, modulando las palabras.

¡God encompasseth us! [3] ¡Matchett! Ésas eran dos de sus posadas. Pero ¿cuál es la tercera? No hay ninguna posada que se llame Hirondelle.

– Claro que no. Es una palabra derivada, como las otras. ¡Santo Dios, con razón el vicario pensó que usted podría desentrañar el mensaje! Había estado sugiriéndonos los nombres de las posadas. Tenía razón, lo subestimamos. Qué brillante.

Y qué valiente. ¿Cuántos tendrían la misma presencia de ánimo?

– ¿Cómo se llamaba la tercera posada de Matchett?

Jury buscó entre sus papeles el legajo del caso Matchett.

– … Devon, Devon, acá está. Caramba.

– ¿Cuál es el nombre?

– The Iron Devil. [4]

Daisy Trump tenía poco más de cincuenta años y era una personita redonda como una pelota. Dijo que no podía imaginarse qué precisaba Scotland Yard de ella, pero que todo eso era como unas vacaciones con los gastos pagos por el gobierno.

– ¿Cuánto hace que vive en Yorkshire, señorita Trump?

– Hace diez años, más o menos. Fui a ocuparme de mi hermano cuando murió mi cuñada, que en paz descanse.

Jury la interrumpió antes de que se internara en los vericuetos de su biografía.

– ¿Fue mucama en una posada en Devon dirigida por el señor Matchett y señora, hace unos dieciséis años, señorita Trump?

– Así es. Fue donde cometieron ese crimen espantoso. ¿Es por eso que me quería ver? Nunca averiguaron quién lo había hecho, quién entró en su escritorio esa noche y se alzó con el dinero.

– Recuerda a los Smollet, ¿no? Ella era la cocinera, pero no estoy seguro de lo que hacía él.

– Casi nada. Era un vago. Rose Smollet era mi mejor amiga. Murió ya, pobrecita. – Un pañuelo apareció de entre la manga del vestido. – Querida Rose. La sal de la tierra. El marido hacía changas de vez en cuando. Él y ese mariposón, Ansy.

Jury sonrió.

– ¿Quién?

– Un amanerado. Él y Smollet eran como carne y uña.

Jury no recordaba haberlo visto registrado en el informe.

– ¿Cómo era su nombre?

Daisy Trump se encogió de hombros.

– Andrew, supongo. No me acuerdo. Nosotros le decíamos “Ansy”. Sí, sería Andrew.

– Hemos tratado de localizar al señor Smollet para ver si recordaba algo. ¿Usted se ha mantenido en contacto con él?

– No, ya no, después de la muerte de Rosie, no. Fui al entierro. Vivían en las afueras de Londres, en Crystal Palace creo. – Preguntó si podía tomar otra taza de té.

Jury llamó a la camarera.

– ¿Le parece que podría recordar los sucesos de aquella noche? – preguntó -. Sé que hace mucho tiempo, pero…

– ¿Recordar? Ojalá pudiera olvidar. Además, hasta sospecharon de . Querían saber si le había envenenado la cocoa a esa pobre mujer. Muy bien, yo se lo dije. La señora Matchett siempre tomaba pastillas para dormir de noche. Esa noche habría tomado más que de costumbre. Yo era la que llevaba la bandeja a la oficina de la señora todas las noches. Y después Rosie o yo, una de las dos, iba a retirarla. Esa noche fue Rose, pobrecita. Imagínese la impresión que se llevó al ver a la señora encima del escritorio, muerta. Al principio pensó que se había quedado dormida. Pero en seguida notó que el cuarto estaba todo revuelto. Faltaba todo el dinero. Aunque yo aún digo que era muy poco para que mataran a alguien. Cien libras.

Jury interrumpió.

– Parte de la posada había sido transformada en un teatro, ¿no? ¿La habitación que usaba la señora Matchett quedaba al final del estrecho vestíbulo que daba al escenario?

– Así es, señor. Creo que ella siempre quería saber qué estaba haciendo el señor Matchett. No sé cómo hizo él para escapar a su vigilancia y mezclarse con esa chica.

– Harriet Gethvyn-Owen.

– Ajá Así se llamaba. Un nombre extravagante para un artículo extravagante – comentó ella. Jury sonrió -. Mucho más joven que él. Pero él también era más joven que la mujer. No entiendo por qué se casó con ella. Buscaría un buen pasar.

Jury sacó la pulsera de dijes del bolsillo, envuelta en el pañuelo.

– ¿Alguna vez vio esto, señorita Trump?

Ella tomó a pulsera, la estudió detenidamente y miró impresionada a Jury.

– ¿De dónde la sacó, señor? Esta pulsera era de la señora. Me juego la vida. La razón por la que estoy tan segura es que cada uno de estos dijes tiene un significado especial, aunque yo no sé qué representa cada uno. Por ejemplo, este zorro; a ella le gustaba cazar con perros. O este cubo con dinero. Ella había hecho una especie de apuesta con el señor Matchett, me acuerdo bien… – Daisy miraba la pulsera maravillada.

– Representaban una obra aquella noche, ¿no? ¿Otelo? El señor Matchett encarnaba el papel principal y la chica, Harriet Gethvyn-Owen, actuaba también. ¿Hacía de Desdémona?

– No recuerdo qué obra era. Algo mórbido. Pero yo no sé mucho de esas cosas. La señora Matchett preguntó si era yo, y dijo que por favor pusiera la bandeja adentro, sobre la mesita junto a la silla, así que entré.

– ¿Dónde estaba la señora Matchett?

– Sentada ante su gran escritorio. Me dio las gracias y me fui.

– ¿Cree que podría cerrar los ojos y visualizar la habitación, señorita Trump? ¿Y describirme exactamente lo que sucedió, tal como lo ve en su mente?

Obediente, Daisy cerró los ojos como si Jury fuera a hipnotizarla.

– Ella me dice, por la puerta abierta: “Daisy, por favor deje la bandeja en la mesita al lado de la silla”, Entonces yo entro, dejo la bandeja y ella me dice, por encima del hombro: “Gracias”. Y yo le pregunto: “¿Alguna otra cosa, señora?”. Ella me dice: “No, gracias”. Y sigue con sus libros. Ella llevaba todas las cuentas. Una mujer muy inteligente, la señora. Pero fría. No como el señor Matchett, nada parecida. Él era tan amable siempre. Tenía mucho éxito con las damas. No me extraña; era muy apuesto. Eso es lo que le molestaba tanto a ella. Yo sé que tenía esa oficina ahí para estar cerca y que él supiera que ella estaba siempre allí. Lo tenía cortito, créame. Muy celosa. Yo nunca había visto a una mujer tan celosa.

– ¿Quién cree usted que mató a la señora Matchett? – preguntó Jury.

– Un ladrón, por supuesto – respondió con presteza -. Lo que dijo al fin la policía. Entró por la ventana y se alzó con todo. – Bajó la voz. – Le voy a decir la verdad, yo llegué a sospechar de Smollet y del mariposón de Ansy. No me hubiera extrañado que fuera alguno de los dos. Aunque nunc dije ni una palabra, ni loca, por Rose, ¿se da cuenta?

– Pero parece que todos los que estaban en la casa esa noche fueron absueltos, señorita Trump, incluyendo a los empleados.

Ella frunció la nariz, aún no convencida.

– ¿Usted no sospechó del esposo, Matchett?

Ella respondió con admirable franqueza.

– Por supuesto. Rosie y yo los oíamos discutir todos los días, en la habitación que quedaba justo encima de la cocina. Siempre lo mismo. Él quería el divorcio. Ella gritaba como una loca cuando se enojaba. Era el carácter de la señora. Lo que le pertenecía, le pertenecía, aunque no fuera justo. Recuerdo que Rosie y yo pensamos en seguida que la mataron: “Bueno, el señor no aguantó más y se decidió”. Pero después la policía dijo que ni él ni la novia podrían haberla matado. ¿Cómo es que le dicen en francés?

Crime passionnel – dijo Jury sonriendo.

– Qué palabra preciosa, ¿no? Tenía algo que ver con la hora. La habían matado entre el momento en que yo le llevé la cocoa y el momento en que Rose fue a retirar la bandeja, y se encontró con el cuerpo de la pobre mujer. Lo calcularon al minuto. Ni el señor Matchett ni su novia pudieron haberlo hecho porque los dos estaban actuando en la obra durante todo ese tiempo. Pobre Rosie, estaba desesperada…

Algo dio una vuelta en la mente de Jury, como la imagen de un libro leído mucho antes. Devon. Dartmouth quedaba en Devon. ¿Cómo pudo ser tan ciego? Rose. Rosie. La señora Rosamund Smollet. Will Smollet. “Iba a ver a la tía Rose y a tío Will”. Las palabras de la señora Judd volvieron a sonar en sus oídos. Will Smollet. William Small. No se precisaba demasiada imaginación para elegir un nombre falso así.

Sacó las fotografías de Small y Ainsley del legajo y se las alcanzó.

– Señorita Trump, ¿reconoce a estos hombres?

Ella tomó la de Small y la estudió detenidamente.

– ¡Por supuesto que sí! Es la viva imagen… Sí, es Will. Lo único es que antes tenía bigote. – Miró la otra foto. – ¡Por todos los santos del cielo, si es el mismísimo Ansy! Pero éste no tenía bigotes antes.

– No se llamaba Andrew – dijo Jury -. El nombre era Ainsley. “Ansy” era por Ainsley.

– Ainsley. Ainsley. ¡Claro! Siempre nos reíamos de él porque no pronunciaba las haches. Su nombre era Hainsley, Rufus Hainsley. “¿No sabes ni pronunciar bien tu propio nombre?” le decíamos.

Como Smollett, que se había cambiado el nombre a Small.

– Pero, ¿dónde consiguió estas fotos, señor?

Jury no respondió.

– ¿Los Smollett tenían una sobrina que a veces se quedaba con ellos?

– ¡Pero claro que sí! – Daisy elevó las manos al cielo en una parodia de horror -. Ruby. La señorita más curiosa que he conocido. Pero qué le va a hacer, con una madre y un padre que la echaban cuando les daba la gana, ¿qué se puede esperar de la pobrecita?

Jury le mostró la pulsera.

– ¿Pudo haber robado esto, entonces?

– ¿Eso? No lo creo, señor. La señora Matchett no se la sacaba nunca, le tenía mucho cariño. Como otras mujeres con los anillos de compromiso. No, Ruby no la habría tocado. A menos que fuera sobre el cadáver de la señora.


Daisy Trump se fue. Jury le dijo que sería elegantemente transportada de regreso a Yorkshire por la policía del condado. El inspector estaba sentado a la mesa, con el café frío a un costado y el diagrama de la oficina que ocupara Celia Matchett la noche fatal en la posada Goat and Compasses. Matchett tenía que haber matado a su mujer; era el único motivo que justificaba sus crímenes de la actualidad. La escena en la oficina había sido preparada para un público unipersonal: Daisy Trump, la única testigo de que Celia Matchett todavía vivía en ese momento. Pero Jury se jugaba la placa a que no estaba viva. La mujer sentada al escritorio no era Celia Matchett, sino un doble. La única doble posible era la amante de Matchett, Harriet Gethvyn-Owen. La gente ve lo que está acostumbrado a ver, y Daisy Trump esperaba ver a Celia. De espaldas, con la ropa apropiada, una peluca, quizás, y la habitación en sombras.

Pero todavía quedaba el problema, al parece insoluble, de la coartada. Jury volvió a leer el informe de la policía. Se suponía que tanto Matchett como Gethvyn-Owen estaban en el escenario cuando asesinaron a Celia Matchett. Había una cantidad de testigos: el público. Jury reflexionó sobre el papel de Otelo. Exigía un maquillaje muy elaborado. Pero si alguien más, otro actor, había tomado el lugar de Matchett para la representación de esa noche, implicaría otro cómplice, y era menos probable. ¿O no? ¿Podía alguno de esos tres hombres, Ainsley, Creed, Small, haber tenido algo que ver? No de ese modo, seguramente. Ninguno de ellos era lo suficientemente grande y no parecían capaces de caminar arriba de un escenario. Además, si sólo se trataba de que alguien ocupara su lugar en el escenario, ¿para qué sería necesario que su amante imitara a Celia en la oficina?

Jury abandonó sus especulaciones, por completo frustrado. Se puso de pie y miró por la ventana. Melrose Plant, parado junto al Morris, charlaba con el agente Pluck, quien debía haber regresado a la estación hacía ya más de media hora. Jury gritó por la ventana.

– Agente Pluck, ¿tendría mucho inconveniente en cumplir mis órdenes?

– Ya lo hice, señor. Fui a Long Pidd y volví. Creí que necesitaría el Morris.

– Ajá. Está bien, gracias. Señor Plant, ¿podría subir un momento, por favor? Quiero charlar algo con usted.

Plant se apartó del auto y entró.

Jury pidió más café.

– Quiero que piense en esto – dijo -. Estoy seguro de que Matchett mató a su mujer en esa posada en Devon. Pero la cuestión es: ¿cómo lo hizo?

Jury repasó todos los hechos del caso.

– La dificultad – concluyó -, es, por supuesto, la coartada. Ninguno de los dos pudo, según las apariencias, haber estado cerca de Celia a la hora del crimen.

– ¿Pero no es eso muy común, inspector? Alguien mata a otra persona y después la esconde en cualquier lugar y hace que un tercero tome el lugar del muerto durante el período crucial para poder tener una coartada.

Jury negó con la cabeza.

– Está bien. Pero no es el caso. Celia Matchett estaba viva antes de que empezara la obra. Al menos media docena de personas la vieron, antes de la obra. Seguimos con el problema. ¿Cómo pudo este hombre estar en dos lugares al mismo tiempo?

– Bueno, en cierto sentido, un actor está siempre en dos lugares al mismo tiempo.

– No le entiendo.

– ¿Cuándo empezó la obra?

Jury abrió el legajo.

– A las ocho y media o unos minutos más tarde.

– ¿Y cuándo vieron a Celia, o a la otra mujer, en la oficina?

Jury volvió una página y recorrió los renglones.

– A eso de las once menos veinte, según lo declarado por Daisy Trump.

Durante dos o tres minutos, Plant estuvo en silencio, fumando. Los ojos verdes parecían iluminar el rincón oscuro en el que estaban sentados. Por fin habló.

– La clave es la obra, inspector.

– ¿Cómo dice? No va a decirme que ya sabe cómo ocurrió.

– Sí, pero prefiero demostrárselo antes que contárselo. Tendré que hacer algunos arreglos, así que permítame un segundo para llamar a Ruthven. – Y antes de que Jury pudiera decir nada, Plant tomó el teléfono.


Media hora más tarde, Pluck dejaba a Jury en la estación de Long Piddleton. Wiggins estaba adentro, poniéndose gotas en la nariz.

– Estaré en Ardry End, Wiggins.

– Sí, señor. Pero el superintendente en jefe Racer está aquí, mejor dicho, estuvo aquí. Se fue a Weatherington con el inspector Pratt.

– No se preocupe por eso. Quiero que se vaya hasta la posada de Matchett y no le saque los ojos de encima. No lo pierda de vista, pero que él no se dé cuenta.

Wiggins estaba asombrado.

– ¿Sospecha de él?

– Así es, sargento. Y otra cosa. Cuando vuelva el superintendente Racer, trate de haber olvidado a dónde fui. No se lo voy a reprochar – dijo y sufrió un ataque de tos.

Wiggins le dedicó una amplia sonrisa.

– Tengo una pésima memoria, señor. Pero tome. – Wiggins metió la mano en el bolsillo y sacó una caja flamante de pastillas para la tos -. Tómese una de éstas. No se puede descuidar una tos como ésa. – Wiggins estaba fascinado de compartir su parafernalia con su superior.

Jury intentó devolvérselas.

– Oh, no. No necesito…

Si bien podía ser algo inseguro en asuntos de procedimiento policial, no carecía de confianza en sus medicinas.

– Insisto. Al menos, llévelas en el bolsillo.

Obediente, Jury hizo lo que le decían.

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