CAPÍTULO 15

Sábado 26 de diciembre


Durante el desayuno, el sargento Wiggins le dijo a Jury que había llamado a Scotland Yard luego de hablar con él el día anterior y que le habían proporcionado la dirección de dos ex sirvientes de la vieja posada de Matchett.

– Daisy Trump y Will Smollet, señor. Parecen ser los únicos miembros del personal aún vivos. Todavía no ubicamos a ninguno de los huéspedes. Puedo llamar a estos Trump y Smollet y combinar para que usted vaya a verlos, señor.

– Perfecto – dijo Jury, sirviéndose más tocino -. Trump y Rose Smollet fueron los que tuvieron relación con el hallazgo del cuerpo de la señora Matchett.

– Además, aquí tengo algunas anotaciones sobre el señor Rivington. – Wiggins le alcanzó una hoja a Jury.

Jury leyó la página mecanografiada y descubrió que los hechos desnudos no diferían de lo que Isabel y Vivian le habían contado. Pero daban la hora exacta del accidente, y eso era lo que Jury tanto buscaba.

– Muchísimas gracias, sargento. Ha hechos un trabajo estupendo; lamento mucho haberle estropeado la cena de Navidad.

Wiggins prefería un reconocimiento de parte de Jury que cualquier cena de Navidad. Sonrió, pero fue interrumpida por un acceso de tos. Se disculpó y subió en busca de nuevas píldoras.

– Dígale a Daphne Murch que querría verla, por favor.

Daphne apareció diez minutos después con la cafetera en la mano.

– ¿Quiere más café, señor?

– Quería hablar contigo un minuto, Daphne. Siéntate. – Ella no vaciló, acostumbrada ya a su posición privilegiada como testigo principal y amiga de Ruby Judd. – Daphne, hay dos objetos que pertenecían a Ruby, que no han aparecido, y a mí me parece que tendrían que estar en algún lado: la pulsera y su diario. Escúchame, tú me dijiste que nunca se quitaba la pulsera, ¿es cierto?

– Eso es lo que ella decía, y era cierto. Nunca la vi sin ella.

– No la tenía encima cuando la encontramos.

– Bueno, eso es muy raro. Especialmente si iba a algún lado. Quiero decir, se la pudo haber sacado para limpiar o lavar, pero seguro se la habrá puesto si salía a pasear, ¿no? Quizá se le rompió el cierre, o algo. Recuerdo que no hace mucho…- Daphne se interrumpió y bajó la cara.

– ¿Sí?

Ella tosió nerviosamente.

– No sería nada, supongo. Estábamos en su cuarto en el vicariato. Nos visitábamos. A veces yo iba a verla, a veces ella venía aquí. Bueno, estábamos bromeando, jugando a la guerra con las almohadas, y nos pegábamos fuerte, tanto que Ruby se cayó de la cama. Casi nos morimos de risa. Yo me estiré para agarrarla, ella seguía debajo de la cama, ¿entiende?, y ella me agarró de la muñeca tan fuerte que se me salió la pulsera. El cierre no es muy seguro. Mientras yo me reía y trataba de recuperarla, ella salió de debajo de la cama y dijo: “Qué raro”. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Qué raro. Parecía que hubiera visto un fantasma. O como si se hubiera llevado una impresión muy fea. Se quedó ahí sentada con mi pulsera como si se hubiera vuelto loca. Después miró su pulsera y dijo “Creí que la había encontrado”, como si estuviera hablando consigo misma. Le dije que dejara de hacerse la tonta. Entonces se levantó, pero se sentó en la cama y siguió sacudiendo la cabeza. Poco después de eso fue que empezó ese asunto de que sabía algo y de que tenía a alguien en el puño.

– ¿Cómo era la pulsera?

– Nada especial. Una pulsera con dijes. Aunque creo que los dijes eran de oro. Por lo menos ella decía que eran de oro, pero uno nunca podría creerle a Ruby. Recuerdo que uno era un cubo chiquito, un caballito, un corazón. Había otros que no recuerdo. – La joven miró a Jury casi temerosa. – ¿Cree que lo que le pasó a Ruby tiene algo que ver con la pulsera? ¿Le parece a usted posible?

– No me sorprendería.


Jury se bajó del Morris azul frente a la central de policía de Long Piddleton y entró. Se estaba quitando el sobre todo cuando sonó el teléfono. Era el sargento Wiggins.

– Ubiqué a Daisy Trump, señor. También a los Smollet. Mejor dicho, a un primo que vive al lado. Smollet no está y la señora murió hace unos años. Rosamund se llamaba.

Carajo, pensó Jury.

– ¿Y esa otra mujer, puedo verla?

– ¿A Daisy Trump? Sí. Vive en Robin Hood’s Bay, en Yorkshire.

– Hágala venir, sargento. Espere un momento. Vaya a Robin Hood’s Bay a buscarla, no le llevará más que unas horas. Reserve un cuarto en algún lugar para la señora Trump. Dios, ¿hay alguna posada en donde no se haya cometido un asesinato? ¿Nos queda alguna?

Wiggins se apartó del teléfono y Jury oyó una conversación en voz baja antes de que el sargento regresara.

– Tenemos una que queda cerca de Dorking Dean, señor. Unos kilómetros pasando The Swan. – Wiggins sorbió su té. – Se llama Bag ó Nails. ¿No era el nombre de una de las posadas de Matchett? – respondió.

– Sí – dijo Jury -. Es un nombre muy común. Muy bien, resérvele una habitación ahí y, por lo que más quiera, póngale custodia a esa pobre mujer.

– Sí, señor – dijo Wiggins -. El inspector Pratt quiere saber si va a venir a Weatherington. Le gustaría repasar algunos detalles del caso con usted. – Wiggins bajó la voz como si lo estuvieran escuchando desde Londres. – El superintendente en jefe Racer llamó hecho una furia. ¿Qué le digo la próxima vez que llame?

– Por favor, deséele Feliz Navidad de mi parte. Tarde, pero de todo corazón. – Jury colgó mientras Wiggins se reía. Tampoco le tenía mucho cariño a Racer.


Melrose Plant estaba sentado a la mesa junto a la ventana en arco dando cuenta de una porción del pastel de ternera y huevos de la señora Scroggs cuando la puerta se abrió bruscamente y entró Marshall Trueblood. En una tarde invernal y con una cerveza de por medio Trueblood podía ser una persona muy agradable.

– Hola, amigo, ¿le molesta si lo acompaño? – Trueblood se sacó la bufanda y la puso sobre una silla.

– Por favor, adelante. – En el momento en que Melrose indicaba el asiento de la ventana, la puerta volvió a abrirse. Sonriendo, Melrose agregó: – Una linda reunión, ahora que ha llegado Su Alteza.

La señora Withersby, amante de la cerveza gratis, estaba parada en el umbral de la puerta, mirando recelosa a su alrededor, como si la posada hubiera cambiado de dueños de la noche a la mañana y pudiera internarse en una guarida de ladrones y asesinos.

– Hola, Withers, vieja amiga – dijo Trueblood -. ¿Pagas esta vuelta o la pagaré yo? No nos peleemos, eres demasiado generosa. – Trueblood sacó algunas monedas del bolsillo.

La señora Withersby no se había puesto los dientes ese día y, cuando hablaba, la boca se hundía hacia atrás.

– Vaya, si es el dueño del Palacio Rosa. Es hora de que pague usted. Yo pagué la última vuelta, hace menos de una semana.

– Withers, la última vez que pagaste una vuelta fue en la época de la bicicleta. ¿Qué tomas?

– Lo de siempre – dijo ella y se sentó junto a Melrose, al que en seguida empezó a reprochar -. ¿No es hora de que haga algo, su señoría?

Melrose inclinó la cabeza gentil y le ofreció la cigarrera de oro, alejándose al mismo tiempo de la mortal combinación de cerveza, ajo y la inspirada receta de su mamá para alcanzar la longevidad que ese día había elegido la señora Withers.

– ¿Y, qué está haciendo, Milord, sentadito aquí en la oscuridad con el Niño Bonito, eh? Ojalá su tiíta no se entere. ¡Ah!, gracias, mi amor – exclamó, cambiando de tono, cuando Trueblood le puso la cerveza delante -. Eres un encanto, sí, la sal de la Tierra, yo siempre lo digo. No todos son tan generosos. – Le dirigió una mirada malévola a Melrose.

– Dinos, Withers – dijo Trueblood, mientras encendía un Balkan Sobranie con aroma a lavanda -, ¿qué opinas de los horrorosos acontecimientos que han tenido lugar en Long Pidd? Supongo que habrás colaborado con la policía en sus investigaciones. – Trueblood se inclinó hacia ella y bajó la voz. – No les dije que te vi bajando de esa viga. – Señaló la ventana.

– ¡Vete a la mierda, maricón! – Sacó del bolsillo del suéter una colilla, le cortó el extremo quemado y se colocó el resto en la boca.

Prendió la colilla, arrojó el humo en la cara de Melrose y dijo, con orgullo:

– Desollé un zorrillo esta mañana.

Trueblood, que había sacado del bolsillo una navajita de plata, comenzó a limpiarse las uñas. La noticia no pareció perturbarlo.

– ¿Desollaste un zorrillo?

La señora Withersby asintió, golpeó el vaso vacío sobre la mesa, miró hacia el cielo y gritó casi:

– ¡Desollé un zorrillo y clavé el cuerpo en un árbol! – En apariencia, esto era una advertencia a los dioses que pudieran estar allá arriba. – Mi madre siempre desollaba un zorrillo cuando el mal andaba suelto. Mantiene alejados a los demonios.

La puerta de la posada volvió a abrirse y Lady Ardry apareció, envuelta en su capa Inverness.

– Bueno – dijo Melrose – no a todos los demonios, por lo que veo. – Vio los ojos de su tía escudriñar el interior a oscuras hasta reparar en el grupo.

Avanzó hacia ellos.

– ¡Así que aquí estaban!

– ¡Hola, preciosa! – dijo Trueblood, cerrando la navaja y guardándosela en el bolsillo -. ¿Nos acompaña?

– Seguramente lo hará – dijo Melrose -. Aquí estamos tus tres preferidos en Long Pidd, todos reunidos para recibirte. – Se puso de pie para ofrecerle una silla.

La señora Withersby farfulló su saludo pero Lady Ardry casi la decapitó con el bastón.

– Tengo que hablar contigo, Plant, – Miró a los otros sombría. – En privado.

Trueblood no hizo ademán de moverse; sólo bebió un sorbo de su bebida.

– Siéntese. Withers ha desollado un zorrillo.

Agatha lo miró dejando ver con cuánto gusto metería a Trueblood debajo de la mesa a bastonazos.

– Lo estuve buscando temprano, señor Trueblood. Tendría que haberme dado cuenta de que era más probable encontrarlo aquí empinando el codo que atendiendo su negocio. ¿No se da cuenta de que cualquiera podría entrar y llevarse cualquier cosa?

– Cierto. ¿Usted qué se llevaría? Vamos, muestre los bolsillos, pórtese bien. Debajo de esa capa podría llevarse mi sofá georgiano.

Agatha blandió el bastón y Trueblood retrocedió.

– ¡Una palabra en privado, mi querido Plant!

Melrose bostezó.

– ¿Por qué no vienes con nosotros a Torquay? Hemos planeado un precioso fin de semana, contigo seríamos cuatro.

Cuando Agatha golpeó con el bastón sobre la mesa, la señora Withersby se levantó de un salto, murmuró algo y se fue.

– ¡Scroggs! – gritó Agatha, sentándose en la silla de la señora Withersby -, tráeme un poco de ese jerez sedante. – Pero la señora Withersby estuvo de regreso enseguida.

– ¡Si está abajo esta noche, si se cae del árbol, entonces el encantamiento se romperá y el daño triunfará! – Y golpeó el vaso vacío sobre la mesa, haciendo saltar a Agatha.

– ¿Por qué está rezongando, buena mujer?

– Ya nos lo explicó – dijo Trueblood -.Lo del zorrillo. Estamos esperando a que se caiga del árbol para poder dormir en nuestras camas otra vez.

– Señor Trueblood – dijo Agatha con burlona dulzura -, tiene diez personas en su negocio esperando. ¿No sería mejor que se fuera?

Trueblood bebió el resto de su vaso y se puso de pie con pereza.

– Nunca en toda mi vida hubo diez personas en mi negocio. Pero me doy cuenta de que no se aprecia mi compañía. – Y se fue.

– Muy bien, te las arreglaste para limpiar la mesa, Agatha. ¿Qué diablos pasa?

Ella dijo, triunfal:

– ¡Encontramos la pulsera de Ruby Judd!

– ¿Qué? ¿Qué quieres decir con “encontramos”?

– Yo. Yo y Denzil Smith. – Mencionó el nombre del reverendo tan al pasar que Melrose sospechó quién había sido en realidad el que había encontrado la pulsera.

– Si ya habían registrado e vicariato de arriba abajo. ¿Dónde estaba?

Agatha se demoró en responder.

– No sé si debo decirlo. – musitó al fin, como al pasar -. Estaba allí mismo.

– Entiendo, querida tía, no lo sabes. La encontró el vicario, entonces. ¿Se la dio al inspector Jury?

– Lo haría, sin duda – dijo Agatha con suavidad -, si pudiera encontrarlo al inspector Jury. Siempre anda paseando por cualquier lado cuando uno lo necesita.

– ¿Se lo dijiste a alguien más? – Melrose se sentía incómodo con un descubrimiento así flotando por todo el pueblo.

– ¿Yo? ¡Yo no! Yo soy reservada. Pero tú sabes o chismoso que es Denzil Smith. Acabo de venir de lo de Lorraine y ya lo sabían. – Lo dijo con algo de irritación: era obvio que le habría gustado darles la noticia ella misma.

Melrose suspiró.

– El inspector Jury será el último en enterarse.

– Si se quedara en el pueblo dos minutos seguidos, podría ser el primero. Estuve en la central de policía. No le pude sacar ni una palabra al agente Pluck. Me pasé toda la mañana haciendo lo que tendría que hacer Jury.

Melrose tenía sus dudas, pero no pudo resistirse a preguntar:

– ¿Qué estuviste haciendo?

– Interrogando sistemáticamente a los sospechosos de esta lista. – Sacó un pedazo de papel del bolsillo, arrugado como una hoja de lechuga, y se lo tendió a Melrose. Luego volvió a gritarle a Dick Scroggs que le trajera el jerez y no demorara tanto.

Melrose se acomodó los anteojos e inspeccionó la lista. Había s títulos: Sospechosos y Motivos.

– ¿Qué quiere decir todas esas veces que escribiste Celos debajo de Motivos? ¿De quién iba a estar celosa Vivian Rivington? ¿Tachaste el nombre de Lorraine?

– Es obvio que ella no lo hizo. ¡Ah, el jerez! – Dick esperó a su lado que le pagara, hasta que Melrose le dio unas monedas.

– A propósito, esta noche cenaremos todos en la posada de Simon Matchett

Melrose tenía el vaso en una mano y la lista en la otra.

– ¿Quiénes son “todos”?

– Los Bicester-Strachan, Darrington y esa mujer pecaminosa con la que anda. Y la luz de tu vida: Vivian. – Agregó solapadamente: – Simon estaba en la casa de ella cuando fui esta tarde.

Melrose lo dejó pasar.

– ¿Cómo sabes que Lorraine no tuvo nada que ver en estos asesinatos?

– Por una cuestión de linaje, mi querido Plant. Linaje.

– Eso explicaría que su caballo no los hubiera cometido, pero no exceptúa a Lorraine.

Más adelante en la lista, vio su nombre sepultado entre los otros, en letras pequeñas, apretado entre el de Sheila y el de Darrington, como si lo hubiera agregado a último momento. Debajo de Motivo había un signo de interrogación.

– ¿No se te ocurre ningún motivo para mí, tía?

Ella gruñó.

– No te había anotado al principio. Es por esa condenada coartada que inventaste con Jury.

– Pero he notado que tu nombre no está en la lista.

– Claro, tonto, yo no lo hice.

– Debajo del nombre de Trueblood escribiste Drogas. ¿Drogas? ¿Qué tiene que ver con eso?

Ella sonrió con afectación.

– Mi querido Plant, Trueblood está en el negocio de las antigüedades, ¿no?

– Eso no es ninguna novedad.

– Con todas esas cosas que le mandan desde el exterior, probablemente del Pakistán y Arabia incluso, ¿dónde esconderías tú la droga que quisieras introducir de contrabando en el país?

– No tengo la menor idea. ¿En la oreja?

– Estos hombres que asesinaron eran “enlaces”. Pudo haber sido una guerra de pandillas.

– Pero Creed era policía jubilado. – A pesar de sí mismo, no podía evitar razonar con ella.

– ¡Exacto, mi querido Plant! Los perseguía, ¿no te das cuenta? El círculo de la droga. Trueblood tuvo que… – Se pasó el dedo por la garganta.

– ¿Y Ruby Judd?

– Un intermediario.

– ¿Entre quiénes?

Siempre hay intermediarios.

Melrose abandonó.

– Escúchame, hay que informar a Jury sobre esa pulsera.

Agatha se bebió todo el sedante jerez.

– Quizá la Interpol pueda localizarlo. – Sonrió vilmente.


Jury estaba sentado en el bar de Matchett esperando a Melrose Plant. Esa mañana habían arreglado encontrarse allí por la noche. Jury miró el reloj: las ocho y media pasadas.

Jury bostezó. Al mirarse en el largo espejo del bar se vio la cara distorsionada por el cristal de color bronce tallado con un elaborado diseño de campanillas y enredaderas. No, probablemente no fuera el espejo sino que tenía tan mal aspecto. Se sentía muy cansado; había estado repasando la evidencia con el inspector Pratt durante toda la tarde.

Además, sentía pena de sí mismo, observando la proximidad de Vivian Rivington y Simon Matchett en una mesa del rincón. Cerca de ellos estaban Sheila Hogg y Oliver Darrington. Cuando él entró habían estado inmersos en un coloquio poco amistoso pero en ese momento les dedicaban grandes sonrisas a Lorraine Bicester-Strachan y a Isabel Rivington. Jury había visto a Willie Bicester-Strachan recorriendo los demás salones, buscando al vicario. Hacía unos momentos le había preguntado a Jury si no había visto a Smith.

Jury oyó su nombre, levantó la cabeza y por el espejo vio a Melrose Plant parado detrás de él.

– Acabo, acabamos, de llegar. Perdóneme por demorar tanto, pero mi querida tía me ha estado hablando hasta por los codos durante la última hora. Ahora está en el vestíbulo haciendo lo mismo con Bicester-Strachan. – Plant se sentó junto a Jury. – ¿Vio al reverendo Smith?

– No, pero tiene que venir.

Plant pareció preocupado.

– Escuche, según Agatha…

– Agatha puede hablar por ella misma, muchísimas gracias – dijo Lady Ardry entrometiéndose y empujando a Jury -. Un gin con bitter, por favor, Melrose.

Melrose pidió las bebidas, y dijo:

– Aunque le parezca mentira, creo que tendría que escuchar lo que mi tía tiene que decirle.

Jury notó que la hermosa pulsera de rubíes y esmeraldas de Lady Ardry rodeaba un hermoso guante de cuero. Ella lo miraba como la Reina miraría a una desaliñada ayudante de cocina.

– Si hubiera venido a , inspector, yo le habría dado una o dos ideas valiosas.

– Por cierto que las apreciaré muchísimo si me las da ahora, Lady Ardry. – Jury trató de poner a expresión más simpática que podía, y rogó que ella fuera directamente al grano lo cual, por supuesto, no ocurrió. Primero tenía que poner en orden algunos detalles de su persona, constatar que el botoncito del guante seguía allí, mover medio centímetro la estola de zorro, pasarse la mano por el pelo y acomodarlo en ningún lado. Cuando Melrose le puso enfrente el gin con bitter ella estuvo dispuesta a hablar.

– Esta tarde le hice una visita al vicario. Fue después de pasar por lo de las Rivington. A propósito, Melrose, la luz de tu vida, Vivian, podría ser un poquito más hospitalaria. Si le interesa mi opinión, inspector en jefe…

– Ve al grano, Agatha – dijo Melrose

– No tienes por qué hablarme así. Hay algunas cositas que descubrí en el curso de mi interrogatorio a los sospechosos. – Sonrió tontamente. Jury mantuvo su expresión y esperó con paciencia. Sabía que intentar apresurarla empeoraría las cosas. – Está muy bien eso de ignorar cosas tan obvias como, por ejemplo, que Trueblood es comerciante de antigüedades.

– El vicario, Agatha.

– ¿Vas a dejarme contar tranquila, Melrose?

Él se encogió de hombros.

– Después de visitar a casi todos en la lista…

– La pulsera, Agatha.

– A eso voy.

– ¿Quiere decir que esto tiene algo que ver con la pulsera de Ruby Judd que no encontramos, Lady Ardry? – preguntó Jury.

– Eso es lo que intento contarle, a pesar de las constantes interrupciones de mi sobrino. Lo cierto es que encontré la pulsera.

Él la encontró, querrás decir – la corrigió Melrose -. Me confesaste que no habías tenido nada que ver con el hallazgo.

– ¿Dónde, Lady Ardry? Registramos toda la casa.

Agatha se miró la punta de los zapatos.

– No estoy segura, pero…

– Vamos, Agatha. Smith no te lo dijo para que no se lo contaras a todo Long Piddleton.

– Ésa no fue la razón. ¡No quiso poner mi vida en peligro! – Parecía preocupada. – Pero no puede ser, ¿no?

Jury sintió que se le erizaban los pelillos de la nuca.

– ¿Cuándo la encontró? ¿Cuánto hace que lo sabe?

– Estuve con él esta mañana. Sé que trató de comunicarse con usted, pero usted andaba callejeando, quiero decir, siguiendo sus pistas, sin duda.

– ¿Usted vio la pulsera?

– ¡Claro!

– ¿Dónde está ahora?

– Denzil la escondió en algún lado. Dijo que iba a volver a ponerla donde la había encontrado, porque era un escondrijo perfecto. Pero no me lo quiso decir. – Agatha agitó el gin con bitter, de mal humor. Luego dijo: – Mi teoría sobre esta terrible serie de crímenes tiene que ver con Marshall Trueblood y su…

– ¿Marshall Trueblood y su qué, amiga? – Jury no había visto acercarse a Trueblood. Éste no parecía molesto de que se hablara de él a sus espaldas. Sonrió feliz a toda la mesa. – Escúcheme, encanto, ¿por qué no me devuelve el cortapapeles antes de que haga la denuncia? ¿Se acuerda que hoy estuvo sola en mi negocio?

Agatha se ruborizó pero alcanzó a decir:

– ¡Le ruego que me disculpe, señor! ¡A mí no me interesan sus baratijas árabes!

– Ajá. Ésa no era nada barato. Me costó veinte libras. Así que mejor devuélvalo, ¿eh? – chasqueó los dedos varias veces.

Jury se levantó de la mesa y se dirigió al grupo de los Bicester-Strachan.

– Señor Bicester-Strachan, ¿le dijo el vicario que vendría a alguna hora determinada?

– Sí. – Bicester-Strachan sacó un gran reloj de bolsillo. – Hace una hora. A las ocho en punto.

– ¡Cristo! – murmuró Jury. Corrió de vuelta a la mesa y dijo: – Señor Plant, ¿podemos usar su Bentley?

Ya habían salido cuando los demás cayeron en la cuenta de que tenían la boca abierta.

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