CAPÍTULO 20

Lunes 28 de diciembre


Cuando Jury se despertó a la mañana siguiente no recordaba cómo había llegado a su habitación y se había dejado caer arriba de la cama, sin desvestirse. El whisky en lo de Darrington, sumado a las pocas horas de sueño en las últimas jornadas, había tenido un efecto fatal. Se despertó por un tímido golpe a la puerta. Farfulló algo y Wiggins asomó la cabeza.

– Siento mucho despertarlo, señor, pero el superintendente Racer está en el comedor y hace una hora que no deja de preguntar por usted. Hasta ahora pude calmarlo, pero no creo que pueda seguir haciéndolo mucho más. – El espantoso remordimiento de Wiggins por haber dejado escapar a Matchett sólo se había suavizado cuando Jury le contó cuán útiles le habían sido sus pastillas para la tos.

– Si no hubiera sido por usted, sargento… – La implicación de que había contribuido a salvarle la vida al inspector Jury obró mejor que cualquier medicamento en el estado de ánimo del sargento. Luego de entrar del todo en la habitación le dijo a Jury:

– A decir verdad, señor, me parece que el superintendente Racer se está portando de una manera vergonzosa. Hace una semana que usted casi no duerme. Trabaja demasiado, si me permite. Así que le dije al superintendente que lo iba a llamar a una hora decente. – El sargento Wiggins se interrumpió súbitamente, como si las palabras que acababa de pronunciar pudieran causarle graves trastornos.

– ¿En serio le dijo eso? – Jury se incorporó apoyándose en un codo y miró a Wiggins.

– Sí, claro, señor.

– Entonces lo único que puedo decir es que usted tiene muchísimo más coraje que yo, Wiggins.

El sargento se retiró, sonriendo, para que Jury se vistiera. Jury reparó de pronto en un detalle: Wiggins no había sacado el pañuelo ni una sola vez.


– ¿Quería verme? – Jury omitió el “señor” con toda deliberación -. ¿Me permite sentarme?

El superintendente en jefe Racer ya estaba sentado en el comedor, y los restos de un abundante desayuno estaban frente a él: migas de scones, pedacitos de pan con manteca, huesitos de tocino. La luz resplandeció en su anillo de sello cuando se puso un cigarro en la boca.

– ¿Te has estado poniendo al día con el sueño? Es una gran suerte que este caso acabara, ¿no crees, Jury? – Jury notó que no se hizo mención alguna a quién lo había resuelto. – De lo contrario hubieran comenzado los verdaderos problemas, no te quepa duda.

Daphne Murch, ruborizada aún, depositó una cafetera de plata frente a Jury, le dedicó una amplia sonrisa y se retiró, sin reparar en los ojos del superintendente Racer, fijos en sus piernas.

– No está mal – dijo Racer, antes de volverse para apoyarse sobre la mesa y mirar a Jury -. Jury, aunque no puedo reconocerte el mérito de cada movimiento que hiciste en este caso, debo reconocer que hemos logrado cerrarlo, de modo que no hay resentimiento de mi parte. Nunca pensé que fueras un mal policía, aunque estás sobreestimado por los demás en mi opinión. Esa sensación que tienen los hombres que trabajan bajo tus órdenes, esas tonterías que pregonan por el Yard… Tienes que hacer que los hombres te respeten, Jury, no que te aprecien. Eso no basta. Además desobedeces órdenes. Te dije que me llamaras todos los días. No lo hiciste. Te dije que me mantuvieras informado de cada movimiento. No lo hiciste. Nunca vas a llegar a superintendente por ese camino, Jury. Tienes que saber cómo manejar a los hombres que están por encima de ti y a los muchachos a tu cargo.

A Jury le sonó como el título de una mala película norteamericana de guerra.

– Bueno, me voy. Puedes terminar todo aquí. – Racer arrojó una cantidad de monedas sobre la mesa. No era tacaño, al menos. Antes de irse miró a su alrededor. – No es un mal lugar para un pueblito de mala muerte. Cené muy bien anoche. Siempre se puede confiar en un hombre que hace su propia cerveza.

Quizá Jack el Destripador hiciera su propia cerveza, pensó Jury, enmantecando una tostada fría.

– ¿Qué pasa, Wiggins? – le espetó Racer a Wiggins, que había irrumpido ante la mesa.

– El sargento Pluck ya trajo el auto, señor.

– Muy bien. – Cuando Wiggins se volvía para retirarse, Racer lo llamó. – Sargento, no me gustó mucho el tono que usó esta mañana conmigo…

A Jury se le estaba agotando la paciencia.

– El sargento Wiggins me salvó la vida – dijo. Al ver que Racer levantaba las cejas, interrogativo, Jury continuó: – ¿Oyó hablara del soldado que se salvó porque su anciana madre insistió en que llevara una Biblia en el bolsillo de la camisa? – Jury tiró la caja de pastillas para la tos sobre la mesa.

– ¿Y eso para qué diablos te sirvió? – preguntó Racer, rozando la caja con la punta de un dedo, como si fuera un objeto deleznable.

– Esas pastillas me salvaron. – Jury bebió el café y decidió exagerar un poco. – Wiggins sabía que no uso revólver y que me habían regalado una honda. En mi opinión fue una idea brillante de su parte.

Absolutamente encantado con el inesperado elogio, Wiggins pasó de una resplandeciente sonrisa a una expresión de perplejidad y viceversa. No estaba seguro de cómo descifrar este mensaje críptico que Jury acababa de presentar a su superior.

Racer miró a uno y otro y se limitó a gruñir. Luego dijo, con almibarado desdén.

– Si no tiene inconveniente, inspector Jury, no informaremos al público del hecho de que Scotland Yard sólo tiene hondas para protegerse, ¿eh?


Jury estaba sentado en la estación de policía de Long Piddleton, revisando papeles y escuchando una discusión amistosa entre Pluck y Wiggins. Pluck ensalzaba las virtudes en el campo mientras buscaba en el Times las últimas violaciones, asaltos y asesinatos cometidos en los callejones de Londres. De pronto la puerta se abrió como arrancada de cuajo por manos fantasmales y Lady Ardry irrumpió en la habitación. Melrose Plant entró detrás de ella, con expresión compungida.

Al ver a Agatha, Pluck y Wiggins intercambiaron una mirada y se retiraron con el té y el diario a la habitación adyacente.

Lady Ardry extendió la mano como una navaja y le espetó a Jury:

– Bueno, lo logramos, ¿no, inspector? – Su antiguo rencor había casi desaparecido por completo llevado por la brisa de la victoria.

– ¿Que lo logramos, querida tía? – dijo Melrose, sentándose en una silla en el rincón de modo de quedar detrás de ella y en la penumbra.

Jury sonrió.

– Bueno, quienquiera que lo haya hecho, Lady Ardry, alegrémonos de que todo terminó.

– Pasaba a invitarlo a almorzar, inspector, y me encontré con mi tía en la calle…

– ¿A almorzar? – exclamó Lady Ardry, mientras se arreglaba la capa como si fuera el traje de la Coronación. – Me gustaría mucho. ¿A qué hora?

– La invitación, querida tía, es exclusivamente para el inspector.

Ella agitó la mano, haciendo oídos sordos al comentario de su sobrino.

– Tenemos cosas más importantes entre manos que un almuerzo. – Apoyó las dos manos con firmeza en el bastón. Alrededor de una de las muñecas estaba la pulsera de esmeraldas y rubíes de Plant. A Jury le pareció que su esplendor real ya había comenzado a opacarse.

– Tenía que ser Matchett. Siempre lo supe. Uno se da cuenta por los ojos, inspector. Siempre se sabe por los ojos. Y los ojos de Matchett eran paranoicos, locos. Duros y fríos. ¡Bueno! – Golpeó con la mano sobre el escritorio. – Lo único que puedo decir es que me alegro de que usted estuviera aquí, en lugar de ese hombre asqueroso, ese superintendente Racer. Estoy segura de que no querrá que vuelva a narrarle el despreciable comportamiento de ese hombre en mi casa.

– Claro que no, Agatha – dijo Melrose, semioculto en una nube de humo como una especie de armadura translúcida.

Por encima del hombro ella le dijo:

– Para ti todo estaba muy bien, sentado allí en Ardry End, dedicado con toda indolencia al oporto y las nueces.

– Lady Ardry – dijo Jury, consciente de que ponía en peligro su flamante popularidad -, de no haber sido por el señor Plant, nunca habríamos conseguido la evidencia para poner a Matchett entre rejas.

– Es una delicadeza de su parte decir eso, mi querido Jury pero usted se ha caracterizado por su generosidad y sus amables palabras para todos.

Plant se ahogó con el cigarro.

– Pero – continuó ella -, usted y yo sabemos quién hizo todo en este caso. – Le dedicó una sonrisa aduladora. – Y no fue Plant, como tampoco fue ese absurdo superintendente, que estuvo demasiado ocupado mirando las piernas de todas las chicas del pueblo. – Agatha lustró una o dos esmeraldas de la pulsera con el borde de la manga de su vestido; después se inclinó hacia adelante y susurró: – Me dijeron que ese Racer estuvo en la posada de Scroggs anoche, revoloteando alrededor de Nellie Lickens.

Jury se abandonó a su curiosidad.

– ¿Quién es Nellie Lickens?

– Usted la conoce. La hija de Ida Lickens, la que tiene el negocio de chatarra. Nellie va a ayudar a Dick Scroggs a veces, aunque no sirve para nada.

– Chismes, Agatha.

– No te preocupes, Plant. Entiendo que mi humilde morada no puede compararse a Ardry End. – Se volvió con gesto despectivo hacia Plant. – Pero ese superintendente no tiene ningún derecho a tratarme de esa manera. Entró en mi casa, miró, dio media vuelta y se fue. ¡Y yo que le había preparado la cena! Un plato delicioso: guiso de anguila. No tienes por qué hacer ese ruido, Plant. ¡Y ese hombre tuvo el coraje de entrar en la cocina y mirar dentro de la cacerola!

– Lo siento muchísimo, Lady Ardry. Si New Scotland Yard le ha causado la menor molestia…

– Bueno, le voy a decir una cosa. Estoy segura de que mis huéspedes siempre se sienten muy cómodos. A propósito, estuve pensando hoy en poner un negocio de alojamiento con desayuno. Me parece que tengo habilidad para eso.

– Encantador – dijo Melrose a través de una cortina de humo.

– A decir verdad – masculló ella por encima del hombro – me pregunto por qué no haces lo mismo. Te vendría bien hacer algo para ganarte la vida.

– ¿Me estás sugiriendo que convierta Ardry End en un establecimiento que ofrezca alojamiento y desayuno?

– Claro. Harías un negocio redondo. – A juzgar por el brillo de sus ojos, Jury supo que Lady Ardry acababa de descubrir la idea. Ahora lucharía contra cualquier molino de viento que se le pusiera en el camino. – Veintidós habitaciones, ¡Cielo santo!, ¿por qué no se nos ocurrió antes? Martha podría preparar los desayunos y yo cobraría. ¡Una mina de oro!

– No tengo tiempo para dedicarme a tales cosas. – dijo Melrose, muy tranquilo.

– ¡Tiempo! No tienes otra cosa que hacer. Ese asunto de la universidad no te lleva más de una hora por semana. Tienes que hacer algo, Melrose.

– Pues voy a darle la primicia, tía Agatha. He decidido hacerme escritor. – A través de la nube de humo, Melrose le sonrió misteriosamente a Jury. – Estoy escribiendo un libro.

Lady Ardry casi tiró la silla al suelo.

– ¿Qué estás diciendo?

– Estoy escribiendo un libro sobre este macabro asunto, Agatha.

– ¡Pero no puedes…! ¡Ya seríamos dos haciendo lo mismo! Yo te dije que estaba escribiendo una especie de documental. ¡Lo tengo todo armado!

– Entonces será mejor que te apresures, o terminaré antes.

– ¡Terminar! Bueno, no es tan fácil. Hay que encontrar un editor. Los que nos pasamos todo el día escribiendo detrás de un escritorio sabemos cuán penoso es ese asunto…

– Pues me pagaré un editor. – Melrose no apartaba s ojos de Jury.

– ¡Típico de ti, Plant! ¡Eres…!

– ¿Verdad que sí? Ya terminé el primer capítulo. – Melrose arrojó con cuidado la ceniza del cigarro en la palma de su mano.

Ella giró hacia Jury como esperando que él disuadiera a su enloquecido sobrino. Jury se encogió de hombros.

– Muy bien, ustedes pueden quedarse perdiendo el tiempo aquí toda la tarde. Lo que es yo, volveré a mi libro.

– Al menos nos hemos librado de ella por la tarde, inspector – dijo Melrose -. Tendremos tiempo para un almuerzo tranquilo. Si me acompaña, claro. – Plant se puso de pie, dejando la ceniza de su cigarro en el cenicero que había sobre la mesa.

– Con mucho gusto. – Jury se levantó.

– Es poco apropiado decir esto dadas las circunstancias – comenzó Melrose -, pero lamento que haya terminado todo. Rara vez se encuentran personas cuya mente no se desarme como un castillo de naipes cuando la vida se vuelve problemática. – Sacó los guantes de cabritilla y se ajustó la gorra. Mientras se dirigían hacia la puerta, Jury le preguntó:

– Señor Plant, una pregunta. ¿Por qué renunció al título?

– ¿Por qué? – Plant quedó pensativo. – Voy a decirle la verdad, si me promete no divulgarlo. – Jury sonrió y asintió. Plant bajó la voz hasta que fue casi un murmullo. – Cuando me ponía ese traje, la capa y la peluca, inspector, quedaba idéntico a la tía Agatha. – Antes de cerrar la puerta, asomó la cabeza y dijo: – Hubo una razón. Algún día se la contaré. Adiós, inspector. – Se llevó los dedos al borde de la gorra a modo de saludo.


Poco después de que se fuera Plant, Jury oyó discutir a Pluck y a Wiggins.

– Fíjate lo que pasó ayer en Hampstead – decía Pluck, machacando con los dedos sobre una página del Telegraph -. Muchacha de quince años violada. – Apartó el diario a un lado. – Y me vienen a decir que Londres es un lindo lugar ¡Sí! A mí no me agarran para vivir ahí… – Mientras Jury cerraba la puerta, Pluck sorbía el té y continuaba: – Es peor que hacerse matar.


Había arreglado una cita con Vivian para el mediodía; ya era casi la hora y estaba demorando el encuentro. Cuando vio a Marshall Trueblood asomado detrás de su ventana y golpeando con el dedo en el vidrio se dio cuenta de que la demora sería inevitable.

– ¡Querido! – dijo Trueblood cuando Jury entró en el negocio -: ¡Me dijeron que se va! Dígame una cosa, que casi me muero cuando me enteré de que era Simon. ¡Simon, nada menos! ¡Tan atractivo! ¿Trató de implicarme robándome el abrecartas, ese desgraciado?

– Probablemente. Seguramente no creía que pudiera tomar al vicario por sorpresa y estrangularlo como a los otros.

– ¡Dios mío! Yo pensaba en la pobre Vivian. Mire si se hubiera casado con él. – Trueblood se estremeció y encendió un cigarrillo rosado. – ¿Así que Matchett también mató a su mujer?

– Así es. Finalmente lo confesó. – Jury miró el reloj y se puso de pie. – Si pasa por Londres, señor Trueblood, no deje de llamarme.

– ¡No me perderé la oportunidad, querido!


La plaza lucía de un blanco resplandeciente, pues había nevado durante la noche. Jury estaba sentado en un banco mirando los patos. Al otro lado de la plaza estaba la piedra oscura de la casa de las Rivington. Tendría que ir hacia allí, se lo había prometido. Pero siguió sentado. Por fin, vio que se abría la puerta de la casa y salía una figura con sobre todo y bufanda. Vivian dejó tras de sí una prolija serie de huellas sobre la blancura lisa y frágil, mientras avanzaba hacia él.

Cuando dio la vuelta al estanque, Jury se levantó.

– Creí que había dicho a las once – le dijo, sonriendo -. Estaba mirando por la ventana esperándolo y de pronto vi que alguien se sentaba aquí. Supuse que podría ser usted.

Jury no dijo nada. Ella continuó:

– Bueno, yo… quería agradecerle por todo.

Él sentía la boca rígida por el frío. Por fin pudo articular unas palabras.

– Espero que no se haya sentido demasiado… apesadumbrada por la noticia, señorita Rivington.

Ella lo miró.

– Apesadumbrada… Qué feliz elección de la palabra. Pero no. Me impresionó muchísimo. Parece que me he rodeado de gente en la que no podía confiar. – Se arrebujó en su tapado para protegerse del frío y la punta del zapato empezó a jugar con la nieve. – Isabel me contó la verdad, sobre lo que pasó con mi padre. – Vivian levantó los ojos hacia él, pero Jury no hizo comentario alguno. – Dijo que su conciencia no la dejaba vivir en paz. No le creí. Después de todos estos años, ¿por qué iría a despertársele súbitamente el remordimiento? Usted fue su “conciencia”, ¿no? – Vivian sonrió. Jury miró la nieve esperando infantilmente que pudiera aparecer margaritas en la superficie, como en las fotografías de revelado instantáneo. Ella continuó: – Pero hay una cosa que quiero saber.

– ¿Qué cosa? – Su propia voz le sonó extraña.

– Simon e Isabel. – Ella tenía las manos metidas en los inmensos bolsillos de su abrigo, y la cabeza tan baja que lo único que él veía era la corona tejida de la gorra. – ¿Eran amantes? – Levantó la cabeza y lo miró a los ojos. – ¿Planeaban deshacerse de mí no muy ceremoniosamente y después alzarse, como se dice, con el botín?

Ella sonreía, pero el dolor en sus ojos traspasó el corazón de Jury. Era precisamente lo que Matchett había planeado, a Jury no le cabía ninguna duda. Isabel era su instrumento para que Vivian se le acercara. La idea de su prometido y su hermanastra haciendo el amor y riéndose de ella a sus espaldas sería algo terrible.

– ¿Era eso lo que pensaban hacer? – preguntó.

– No lo creo. Supongo que usted y el dinero eran suficiente para Matchett.

Vivian exhaló un largo suspiro, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante largo rato.

– No sé por qué me siento así, ahora que lo han arrestado. Pero sí. – Suspiró. – Quizá sea espantoso que lo diga, pero es un alivio. Me refiero al hecho de no tener que casarme con él.

– Nunca estuvo obligada a hacerlo, Vivian.

– Sí, lo sé.

– No creo que fuera el hombre adecuado para usted, de todos modos. – Jury miró las nubes que atravesaban el acuoso cielo invernal. – No era su tipo. – Se interrumpió allí, esperando que Dios le solucionara el problema.

– ¿Cuál sería mi tipo, entonces?

– Pues… alguien más reflexivo, supongo.

Ella guardó silencio.

– ¿Cómo era aquel verso que usted citó? – preguntó entonces -. Agnosco… algo parecido.

Agnosco veteris vestigia flammae: Reconozco los vestigios de una antigua llama.

– Habrá sido muy importante para él.

– ¿Para Eneas?

– Sí.

– Así parece.

– Quién sabe. – Ella también miró el cielo límpido. – Creo que iré a Francia, o quizás a Italia.

O a Marte, pensó Jury, apenado.

Ella permaneció un momento mirándolo, luego se levantó y se encaminó hacia su casa.

– Adiós. Y gracias. Qué inadecuada manera de agradecer. – Su mano apenas rozó la de él.

Mientras la miraba alejarse, dejando otra prolija línea de huellas sobre la nieve, Jury pensó: Eres un demonio con las mujeres, querido amigo. Es comprensible que salgan gritando de entre los matorrales a arrancarte la ropa a jirones cada vez que pasas. A la distancia, Vivian parecía una muñeca que entraba en su casita y cerraba la puerta.

No supo cuánto tiempo se quedó allí sentado, mirando a los patos. Las aves surcaban el agua junto a los juncos en pares, como si incluso ellas supieran manejarse mejor en esas cosas que Jury. Se suponía que tenía que ir a lo de Melrose Plant a almorzar. Se forzó a levantarse del banco. Pero de pronto oyó un crujido en los arbustos a sus espaldas y se volvió justo a tiempo para ver una pequeña cabeza que desaparecía debajo de la línea de arbustos.

– Muy bien. Salgan de ahí, de inmediato. – Jury usó el tono más siniestro que pudo. – Si uso mi fiel Magnum 45 sobre ustedes, van a salir rodando con el estómago agujereado como una rosquilla.

Oyó unas risas. Luego aparecieron lentamente los hermanitos Double. La niñita con la cabeza baja, mirando el suelo y haciendo un círculo en la nieve con a punta de su bota vieja.

– Hola, James y James. ¿Por qué me siguen hoy? Vamos, ¡confiesen!

La niña emitió una risita ahogada y luego bajó la cabeza como si quisiera hundirla en la nieve. El varón habló.

– Nos enteramos de que se iba, señor. Vinimos a darle esto. – Sacó del deformado bolsillo del sobretodo un paquete bastante sucio, envuelto en un papel que había quedado de Navidad. Era chato y estaba atado con un pedazo de cinta muy manoseada.

– ¿Un regalo? Bueno, se lo agradezco mucho. – Abrió el paquete y encontró un pedazo de cartón, cortado, para que sirviera de marco; contra éste habían pegado una foto. Mostraba una especie de montaña, cubierta de nieve, y la distancia una figura oscura, amorfa, como un King Kong fuera de foco. La habían cortado de una revista. Jury se rascó la cabeza.

– Es el Abominable Hombre de las Nieves – dijo James, demorándose al pronunciar abominable -. Vive en… ¿cómo se llamaba? – Miró a su hermana en busca de información, pero sólo recibió un furioso gesto con la cabeza.

– ¿Los Himalaya? – dijo Jury.

– Sí, señor. ¿No es idéntico, señor?

Jury no supo qué contestar. Pero dijo:

– Es fabuloso, James. En serio, es idéntico.

– Y mire las huellas, señor Jury. Yo pensé que eso le iba a gustar a usted, las huellas. ¡Piense en lo que podría hacer aquí! – James extendió los brazos abarcando la plaza del pueblo. Luego, al observar las líneas rectas que había hecho Vivian al ir y regresar, dijo: – ¿Quién hizo eso?

Jury sonrió, volvió a envolver la fotografía con el papel y dijo:

– El otro regalo que me hicieron me salvó la vida. – Y les contó detalladamente el enfrentamiento con Matchett en la iglesia.

Los niños tenían los ojos casi fuera de las órbitas mientras él les contaba.

– ¡Jesús, María y José! – dijo la niña y en seguida se tapó la boca con la mano.

– Así que quiero proponerles algo – dijo Jury -. Pensé que podría gustarles dar una vuelta conmigo. – Señaló el auto policial.

– ¡Viva! – dijo James -. ¿En ese auto? – Se miraron entre sí totalmente impresionados y luego asintieron con alegría.

Mientras los hacía subir al auto, Jury notó que comenzaba a sentirse mejor. Se imaginó el extenso e ilimitado paisaje de Ardry End, brillante, cubierto de nieve lisa, blanca y suavemente curvada.

Cuando salieron del pueblo y tomaron la ruta a Ardry End, Jury pensó: “Y bueno, ¿qué tiene de malo? Hay que festejar”.

Y encendió la sirena.

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