CAPÍTULO 7

Miércoles 23 de diciembre


Cuando Richard Jury se despertó a la mañana siguiente, nevaba otra vez. La ventana con rejas fue lo primero que vio al incorporarse en la cama en busca del despertador y ver la hora: las ocho y cuarto. Se reclinó sobre las almohadas y miró caer la nieve en copos húmedos y gordos. Volvió a cerrar los ojos; se sentía bastante optimista. Cualquier otro pensaría: “Qué desgracia pasar una Navidad así”. Pero a Jury le parecía perfecto: un pueblo de tarjeta postal cubriéndose de nieve.

Salió de la cama y caminó hasta la ventana, la abrió y sintió un fresco estimulante. Pensó en Keats en la posada en Burford Bridge, escribiendo: “Mágicas ventanas de ensueño, que se abren a la espuma/De mares peligrosos, en desiertos países de hadas”. Se sintió sacudido por una ola de nostalgia. Antes de que lo venciera, se vistió y atravesó el vestíbulo hacia el cuarto del sargento Wiggins.

A diferencia de Jury, Wiggins no parecía muy ansioso por ponerse el impermeable y las botas altas y comenzar a caminar por el pueblo.

– Me siento muy afiebrado, señor. Estaba pensando si no me puedo quedar un poco más en la cama y reunirme con usted más tarde.

Jury suspiró. Pobre Wiggins. Pero sería un estorbo, con los bolsillos llenos de gotas y pastillas. Así que Jury asintió de buen grado.

– Por supuesto. Quédese. Quizás un ron caliente le venga bien. – Wiggins suspiró aliviado. Parecía un muñeco de nieve detrás de su trinchera de sábanas blancas.

Jury supo que podría prevenirle una enfermedad respiratoria fatal si conseguía que Wiggins se concentrara en el caso en lugar de en los frascos que había sobre la mesa de luz, así que acercó una silla, se sentó a horcajadas, y dijo:

– ¿Qué le parece, Wiggins?

– ¿Qué, señor?

– El caso, Wiggins. La puerta del sótano.

Wiggins lo miró pensativo y se pasó el pañuelo por la nariz una o dos veces. Luego lo dobló con cuidado y lo sostuvo con gesto casi sagrado, como si fuera un fragmento del velo de Verónica.

– ¿Que el candado estaba roto? ¿A eso se refiere?

Jury asintió y esperó paciente. Como Wiggins no dijo nada, Jury sugirió:

– No es probable que alguien haya entrado por ahí, ¿no? Pratt dijo que había llovido muchísimo la noche del 17.

A Wiggins se le iluminó la cara, y se incorporó un poco.

– Los escalones exteriores parecían cubiertos de tierra y polvo de años. Pero del lado de adentro estaba limpio.

– Exacto – dijo Jury, sonriendo. Wiggins parecía satisfecho. – Además, piense un momento. – Jury encendió un cigarrillo.- ¿Por qué, en nombre de Dios, iba alguien a entrar desde afuera para encontrarse con Small en el sótano? ¿Y romper la puerta también? No tiene sentido, ¿no?

– Pero si no vinieron desde afuera, deben de haber venido desde adentro. – Señaló hacia el techo. – Tiene que haber sido uno de los de ahí arriba.

Jury se levantó de la silla.

– Exacto, Wiggins. Ahora cúrese, que lo necesito.

Wiggins ya estaba mejor cuando Jury se volvió en la puerta para despedirse.

Después del desayuno (huevos, salchichas y arenque ahumado, servido por Daphne Murch) Jury atravesó el patio hacia el auto policial estacionado allí. La nieve se había depositado sobre el techo de paja y las baldosas del patio. Primero le devolvería a Pluck su adorado Morris; luego podría hacer su caminata a través de la nieve mientras llevaba a cabo sus investigaciones. Apoyado contra el auto, dejó que la nieve le cayera en la cara mientras se calentaba el motor, y estudió el mapita que le había hecho Pluck con indicaciones de las casas de la gente a la que debía ver. Decidió empezar con Darrington, que vivía en el otro extremo del pueblo. Se pasó la lengua por los labios y se subió al auto. Le gustaba el invierno más que ninguna otra estación, más incluso que la primavera. También prefería la lluvia al sol, y la niebla a un día claro. Un melancólico del diablo, pensó, mientras salía del patio.

Oliver Darrington vivía del otro lado del Long Piddleton, por el camino a Sidbury. Jury pasó por la Iglesia St. Rules y el vicariato a la derecha y siguió hasta la plaza. Allí estaba el salón de té y confitería donde suponía que la señorita Ball estaría amasando sus tortas. Luego de cruzar el puente Jury vio a Marshall Trueblood detrás de su ventana y le devolvió el breve saludo. La posada Jack and Hammer estaba cerrada como una tumba, con ese aire de desolación que tienen algunas tabernas antes de las once de la mañana.

Jury estacionó en auto frente a la estación de policía y cuando Pluck se le acercó corriendo, al parecer víctima de gran agitación nerviosa por el destino de su Morris, le entregó la llave.

– Voy a estar en lo de Darrington si me necesita, sargento.

– ¿Irá a pie, señor? – preguntó Pluck, asombrado.

– Ajá. He estado mucho tiempo encerrado en la ciudad.

Pero al parecer a Pluck no le interesaban mucho los deseos de Jury; inspeccionó el auto concienzudamente buscando algún raspón.

Jury comenzó a caminar por la calle principal, admirando los colores de las casas, que brillaban al sol. Al llegar al fin de la calle se puso a cantar una canción sobre los Coldstream Guards. Lo hizo en voz bastante alta, porque cerca de la carretera a Sidbury se abrió una ventana en una casa con techo de paja y una cabeza se asomó por un segundo. Dejó de cantar y observó la cortina que alguien corría lentamente. Sacó el plano del bolsillo. Lady Ardry vivía en aquella casa.

La casa de Darrington tenía el aspecto justo que debía tener la casa de un escritor adinerado: era apartada y de estilo isabelino. Estaba detrás de un alto cerco de sauces y olmos y quedaba bastante lejos de la carretera.

El autor debía de estar bastante satisfecho de sus novelas de misterio desde el punto de vista financiero, a juzgar por la casa. Jury había leído su primer libro. Bastante bueno, suponía, para quienes prefirieran los detectives de ficción fríos, fuertes y con nervios de acero. Al presionar el timbre y oír su eco en el vestíbulo, Jury deseó que el autor no se identificara con su personaje, que siempre imponía sus propias teorías.

La mujer que abrió la puerta era llamativa, fuera de toda duda. Quizás un poco provocativa, ya que abrió la puerta con un aspecto de fabuloso desaliño, su bata oscura entreabierta y nada debajo. Para ver su reacción, Jury preguntó:

– ¿La señora Darrington? – y vio en su cara, en rápida sucesión, desconcierto, irritación y tristeza. Según la experiencia de Jury, los tipos como Darrington rara vez se casaban con damas que hubieran trabajado en Londres como “modelos”.

– Soy Sheila Hogg, la secretaria de Oliver Darrington. Usted es de la policía, ¿no? Pase. – Abrió la puerta, no muy contenta. Sus modales eran demasiado displicentes para convencer. En tales circunstancias, nadie podía recibir una visita de la policía con esa indiferencia.

La siguió hasta la sala, despojándose del impermeable en el camino. Ella lo hizo pasar a una habitación muy bonita, con paneles con volutas alrededor de la puerta. A ambos lados del hogar había canapés de aspecto muy cómodo, y la señorita Hogg fue hacia uno de ellos y se dejó caer antes de recordar que Scotland Yard estaría también interesado en ver a Oliver. Pidió disculpas, se dirigió al pie de la escalera en el vestíbulo y desde allí dio un grito hacia arriba avisando que había llegado la policía. Al regresar, apartó algunos diarios y revistas del diván y lo invitó a Jury a sentarse. Sobre el carrito frente al diván se veían los restos de un desayuno de café y tostadas. Ella le ofreció café a Jury, con escaso entusiasmo. Él declinó el ofrecimiento y fue al grano antes de que ella iniciara una conversación sobre el tiempo, a falta de algo mejor.

– ¿A qué hora llegaron a la posada del señor Matchett usted y el señor Darrington la noche en que mataron al señor Small?

Ella había tomado un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa y esperaba que Jury le diera fuego. Frunció la cara ante la pregunta.

– A las nueve, creo. Llegamos pisándole los talones a Marshall Trueblood. -Al inclinarse para aceptar el fuego que le ofrecía Jury, la bata se le abrió apenas; como él sospechaba, no tenía nada debajo. – Déjeme ver, Agatha y Melrose Plant ya estaban allí. Pero Agatha es siempre la primera en llegar a todos lados. Tiene miedo de perderse algo. No entiendo cómo puede Melrose soportarla. Tiene más paciencia que un santo. Raro que se haya quedado soltero.

Jury supuso que Sheila pensaba en todos los hombres sólo en términos de acoplamiento.

– ¿Y usted? – preguntó ella, mirándolo de arriba abajo.

– ¿Yo qué?

– ¿Soltero? – Su mirada era apreciativa.

Una voz a espaldas de Jury le evitó tener que responder.

– Por Dios, Sheila. Que el inspector sea casado o no, no es asunto tuyo. Oliver Darrington, inspector. – El dueño de casa le extendió una mano muy bronceada y cuidada, y Jury se puso de pie para estrechársela. Volviéndose luego hacia Sheila Hogg (Darrington parecía molesto por su mera presencia), dijo: – Uno por lo general se viste para recibir a Scotland Yard, Sheila.

La bata dejaba ver gran parte de su pierna. La joven apagó el cigarrillo y bajó las piernas.

– Oh, Oliver, es policía. Nada los inmuta, son como los médicos. Ya ha visto todo, ¿no, mi cielo? – Y le dirigió a Jury una sonrisa sensual y compradora.

Jury le sonrió como respuesta. Quizá fuera una ramera, pero Darrington era un pedante, y Jury prefería las rameras a los pedantes. Sintió hacia Darrington la misma antipatía que le despertó Isabel Rivington.

Darrington llevaba una chaqueta de color castaño, del tono exacto de su cabello, una cara camisa de seda, abierta en el cuello, donde se había anudado un pañuelo igualmente caro. A Jury le dio un poco de vergüenza su corbata azul no muy planchada. El hombre era apuesto, pero con un perfil demasiado griego, facciones demasiado marcadas y parecía una estatua helada e inflexible.

Darrington se sirvió café y le contó a Jury la misma historia que los otros, o no, ya que todos narraban la escena con ojos empañados por el vino. Lo único que agregó era que Matchett había invitado con champagne.

– Era un día de fiesta. A veces sabe mostrarse generoso.

– ¿Están hablando de Simon? – dijo Sheila, que había regresado casi en las mismas condiciones en las que se había ido, pues sólo se había cambiado la bata reveladora por un vestido igual de revelador, de terciopelo verde cuyo largo cierre estaba aún abierto por debajo del pecho. La sonrisa sigilosa que le bailaba en los labios le sugirió a Jury que Matchett había sido más generoso con ella, en muchas maneras. Sin embargo, eso no disipó la impresión de Jury de que la principal misión de Sheila en la vida era satisfacer a Oliver Darrington.

Oliver declaró que no había hablado con Small y no había visto a nadie ir al sótano excepto el viejo camarero.

– Estábamos todos borrachos como cubas – intervino Sheila, guiñándole un ojo a Jury a través del humo del cigarrillo. Él vio que la mano que sostenía el cigarrillo tenía uñas muy largas. Secretaria, justamente.

– ¿Así que ninguno de los dos vio a William Small después de ir al comedor?

Ambos negaron con la cabeza.

– Yo no recuerdo haberlo visto ni antes ni después – dijo Darrington.

– ¿Y a Ainsley? – Ambos negaron con la cabeza. – ¿Pero estuvieron allí la noche que mataron a Ainsley?

– Sí. Sheila se fue un ratito antes que yo. Tuvimos un… malentendido, porque yo invité a Vivian Rivington con una copa. – Una sonrisa revoloteó en la cara de Darrington, como si esos malentendidos fueran objeto de constante diversión para él.

Un rescoldo cayó en el hogar y empezó a humear. A Sheila no le hizo efecto.

– No seas tonto – fue su débil respuesta.

Jury recordó el informe de Lady Ardry, por lo demás nada confiable, sobre las diversas relaciones entre esas personas.

– Tengo entendido que el señor Matchett está comprometido con la señorita Vivian Rivington. – Recibió dos respuestas simultáneas: un no enojado de Darrington y un de Sheila.

Oliver estaba furioso.

– Meros rumores. Vivian nunca desperdiciaría su vida con alguien como Matchett.

– ¿Con quién estaría dispuesta a desperdiciarla entonces?

Jury casi sintió pena por Sheila. No parecía tonta. En cambio sospechaba que Darrington era bastante imbécil. No lograba hacer encajar eso con el estilo tajante de sus novelas, y dijo:

– Leí cosas suyas, señor Darrington. Debo admitir que sólo el primer libro.

– Creo que fue el mejor – dijo Oliver con orgullo.

Sheila apartó la mirada, como si se sintiera incómoda. Jury se preguntó por qué habría de perturbarla la mención de los libros de Darrington. Valía la pena insistir sobre ese punto, pensó Jury, que a menudo fastidiaba a sus colegas por no ajustarse a los hechos. ¿Pero, qué eran “los hechos”, pasados por el tamiz de la percepción individual, suponiendo incluso que uno quería decir la verdad? Además, la mayoría de la gente no quería hacerlo, porque la mayoría de la gente tiene algo que ocultar. Estaba contentísimo de que esos dos hubieran estado borrachos porque les hacía darse cuenta de que el cuadro estaba borroso. Casi siempre notaba cuando algo estaba fuera de foco; y no había duda alguna de que había algo fuera de foco en Sheila. No fue la mención de Vivian Rivington; esos eran celos puros y directos. Y lo que él notaba, fuera lo que fuese, no era directo. Sheila tenía la mirada perdida por encima de la cabeza de él.

– ¿No tiene un ejemplar de su segundo libro?

Los ojos de Darrington se dirigieron rápidamente hacia la biblioteca junto a la puerta y se apartaron con igual rapidez. Sheila se levantó del diván y caminó hacia el hogar, evitando la mirada de Jury. Arrojó la colilla del cigarrillo al fuego y empezó a frotarse las manos. El síndrome de Lady Macbeth: Jury lo había visto con frecuencia.

– El segundo no tuvo un recibimiento tan bueno – dijo Darrington, sin amagar acercarse a la biblioteca.

Jury lo hizo en su lugar. Allí estaban, las coloridas novelas policiales, todas en fila.

– ¿No es este? – Jury lo sacó del estante y vio a Darrington dirigirle una rápida mirada a Sheila. – ¿Le importaría si me lo llevo prestado? ¿Y el tercero también? Su personaje me puede dar una o dos ideas.

Darrington se recuperó y dijo:

– Si quiere aburrirse, adelante. – Pero su risa no fue nada convincente.

Los dos sintieron alivio al despedirse a Jury.


Jury miró el mapa que le había hecho Pluck mientras caminaba por la calle principal, y la X que marcaba la casa de las Rivington. ¿Por qué no le había reunido a todas estas personas quince minutos después del asesinato, la familia agrupada en la sala de estar, bebiendo té, y los sirvientes encogidos en la cocina de alguna misteriosa residencia campestre? Todo prolijamente preparado. Pero no, había que recorrer la mitad del pueblo y de la región, cuando ya las pistas estaban tan frías que ni siquiera un sabueso entrenado podría seguirlas. Por un momento, mirando la luz del invierno reflejarse sobre los techos de las casas de caramelo cubiertos de nieve, se preguntó si no habría aterrizado en un pueblo encantado por la proximidad de la Nochebuena.

La casa de las Rivington era un gran edificio Tudor justo del otro lado del puente, frente a la plaza. Mientras se acercaba a ella desde el punto privilegiado del puente, vio que en realidad eran dos casas juntas, muy grandes.

Esa mañana Isabel Rivington estaba vestida con un traje sastre y una blusa de seda blanca, tan elegante como el día anterior. Aunque Jury prefería a Sheila Hogg, la notaba más emprendedora. La señorita Rivington era una especie de piraña. Jury no se sorprendería si notaba que le faltaban uno o dos dedos al irse.

– Querría ver a su hermana Vivian también.

– Está en el vicariato.

– Ya veo. En canto a la noche del 17, la noche en que mataron a Small; ¿recuerda haber visto al muerto en el bar antes de la cena?

Luego de invitar a Jury a tomar asiento, ella tomó un cigarrillo de una cigarrera de porcelana y se inclinó hacia el fósforo que él le ofreció. No parecía apurada por contestar.

– Si era el que estaba sentado con Marshall Trueblood, sí, supongo que lo vi. Pero no le presté mucha atención. Había mucha gente en el bar.

– ¿Bajó al sótano después que encontraron el cuerpo?

– No. – Cruzó las piernas envueltas en medias de seda, y el resplandor del fuego dibujó una franja de oro en una de ellas. – Soy algo cobarde para esas cosas.

Jury sonrió.

– Todos somos cobardes. Pero su hermana bajó.

– ¿Vivian? Bueno, Vivian… – Se encogió de hombros, como dando por sentada la predilección de Vivian por observar cadáveres. – Además no es mi hermana. Somos medio hermanas.

– ¿Usted es la administradora del patrimonio de su hermana?

– Barclay’s y yo, inspector. ¿Qué tiene eso que ver con el asesinato de dos desconocidos?

Jury no respondió.

– Entonces usted no tiene completa libertad para decidir en qué se gasta el dinero. – La expresión de ella viró de una aburrida resignación a la irritación. – ¿Cuándo entrará el dinero en posesión de su hermana? – preguntó Jury.

La pesada pulsera de oro tintineó contra el cenicero cuando ella apagó el cigarrillo.

– Al cumplir los treinta.

– Bastante tarde, ¿no?

– Su padre, mi padrastro, era muy conservador. Sostenía que las mujeres no saben manejar dinero. En realidad, puede entrar en posesión de su herencia apenas se case, según el testamento. De no ser así, lo hará cuando cumpla treinta años.

– ¿Cuándo será eso? – A juzgar por la mirada de ella, que se posaba en cualquier lado menos en él, Jury comprendió que había puesto el dedo en la llaga. Había algo en Isabel Rivington que le provocaba un desagrado instintivo. Era hermosa en un estilo indolente, que hablaba de largas veladas impregnadas en licores muy dulces y almuerzos con dos martinis. Pero su piel era muy bella y las manos estaban bien cuidadas. Tenía las uñas pintadas de un moderno color rosa pardusco y tan largas que las puntas empezaban a doblarse hacia adentro. Sería difícil estrangular a un hombre sin arañarlo con esas uñas. A veces Jury se preguntaba si su mente policíaca, que reparaba en estos detalles incluso cuando estaba hablando sobre cosas ajenas, no sería impermeable a la tragedia humana, atrapando los hechos como moscas en ámbar.

– Vivian cumplirá los treinta dentro de seis meses.

– ¿Tendrá entonces control absoluto sobre su dinero?

– ¿Por qué habla como si estuviera haciendo un desfalco? – preguntó, irritada.

Con toda inocencia, Jury dijo:

– ¿Le di esa impresión? Sólo intento reunir los hechos.

– Todavía no entiendo qué tiene que ver esto con esos dos hombres que vinieron aquí y se hicieron matar.

– ¿Cuánto hace que vive en Long Piddleton?

– Seis años – respondió ella y sacó displicente otro cigarrillo.

– ¿Y antes?

– En Londres – fue la brevísima respuesta.

– ¿Algo distinto, no?

– Lo he notado.

– El padre de Vivian era muy rico, ¿no? – Ella dio vuelta la cabeza y no respondió.

– Hubo un accidente, ¿no?, con el padre de la señorita Rivington.

– Sí. Ella tenía alrededor de siete u ocho años. Un caballo lo embistió. Murió instantáneamente.

Jury notó que el breve relato no parecía compungirla.

– ¿Y la madre de Vivian?

– Murió en seguida de nacer Vivian. Mi madre murió tres años después de casarse con James Rivington.

– Ajá. – Jury la observó cruzar y descruzar las piernas, dando pequeños golpecitos nerviosos contra el cenicero con su cigarrillo. Decidió arriesgarse. – Su medio hermana va a casarse con el señor Matchett, ¿no es así? – No era precisamente cierto, pero volvió a atraer su atención. Los dedos se inmovilizaron sobre el cenicero, la cabeza giró hacia él, los pies se apoyaron con firmeza sobre el piso. Luego suavizó la expresión, la lánguida indiferencia prevaleció. Jury se preguntó si su interés en Simon Matchett era más que amistoso.

– ¿Dónde oyó eso? – preguntó, como al pasar.

Jury cambió de tema de inmediato.

– Cuénteme del accidente de James Rivington.

Ella suspiró, parecía que se le estaba acabando la paciencia.

– Fue un verano en Escocia. Yo estaba de vacaciones en la escuela. Odiaba el norte de Escocia. Sutherland. Un lugar aislado, ventoso, no había nada que hacer más que mirar las rocas, árboles y brezos. Tierra de nadie, en mi opinión. Ni siquiera podíamos tener sirvientes, a excepción de una vieja cocinera. A ellos les encantaba, a Vivian y a James. Vivian tenía un caballo al que quería especialmente en el establo de atrás, con los demás caballos. Una noche Vivian y su padre tuvieron una pelea, y ella se puso tan furiosa que salió en la oscuridad de la noche y se subió al caballo de un salto. James salió detrás de ella. Se gritaban el uno al otro, el caballo se asustó y pateó al padre de Vivian en la cabeza.

– Debió de ser muy traumático para su hermana, que le pasara una coas así estando ella subida al caballo en ese momento. ¿Era muy consentida? ¿La vigilaban lo suficiente?

– ¿Consentida? No, para nada. Se peleaba mucho con James. En cuanto a vigilancia, tenía dotaciones de niñeras. James era muy estricto, por cierto. Claro que Vivian se puso muy mal con el accidente. Yo creo incluso que pudo haberle… – Hizo una pausa y tomó el cigarrillo humeante, que casi se había consumido sobre el cenicero de cristal.

– ¿Pudo haberle qué?

Isabel arrojó una bocanada de humo.

– Haberle alterado un poco la mente.

Extrañamente, éstas habían sido las mismas palabras de Lady Ardry.

– ¿Usted cree que su hermana es psicótica?

– No, no quise decir eso. Pero sí es una solitaria. A usted le llamó la atención que nos hubiéramos ido de Londres. No fue elección mía, por cierto. Lo único que hace mi hermana es sentarse a escribir poesía.

– Eso no es suficiente para decir que se le ha alterado la mente, ¿no le parece?

– ¿Por qué todo el mundo desea proteger a Vivian aun antes de conocerla? – Su sonrisa era tensa.

Jury no respondió.

– ¿Se vio usted beneficiada en el testamento de su padrastro?

Una sombra pasó por su cara, como si un cuervo hubiera pasado volando.

– Usted quiere saber qué pasará conmigo si Vivian entra en posesión de su dinero. Está muy equivocado si piensa que me va a echar a la calle.

Jury la estudió un momento, se guardó la libreta y se levantó.

– Gracias, señorita Rivington. Ya me voy.

Mientras la seguía hacia la puerta del frente, Jury reflexionaba sobre la geografía de Escocia y algo que un pintor amigo le había comentado sobre la luz allí. Había algo en el relato de la muerte de James Rivington que no le gustaba.


Jury aspiró una gran bocanada de aire fresco y observó la huella de sus botas en la fina capa de nieve fresca. Miró anhelante la extensión blanca del pueblo. Al cruzar la calle vio a dos niños en el puente. Parecían tener alrededor de ocho o nueve años, y hacían bolas de nieve sobre la balaustrada de piedra gris. Era un puentecito antiguo con dos arcos semicirculares. Al pasar por él, saludó a los niños con toda solemnidad y pensó cómo sería volver a esa edad. Sólo después de recorrer otros quince metros se dio vuelta y notó que los niños lo seguían. Ellos se detuvieron bruscamente y simularon examinar uno de los árboles podados de la calle.

Cuando lo vieron retroceder hacia ellos estuvieron a punto de echarse a correr, pero los llamó. Era obvio que sabían quién era. Tratando de mantenerse serio, Jury sacó su placa en su gastada funda de cuero y se la exhibió.

– Vamos a ver. ¿Ustedes me seguían?

Los ojos de los chicos se abrieron como platos; la chica apretó los labios y ambos negaron violentamente con la cabeza.

Jury carraspeó y con acento muy oficial dijo:

– Voy a ir a ese salón de té de ahí enfrente – dijo señalando la panadería-, a tomar un café. Probablemente sirvan chocolate, y me gustaría hacerles algunas preguntas, si quieren acompañarme.

Los niños se miraron entre sí y luego miraron a Jury, con una expresión de temor, sorpresa y curiosidad. La curiosidad ganó, por supuesto. Asintieron y avanzaron con Jury hacia la plaza.

La casa de té era un edificio de piedra cuyo estrecho arco llevaba al sendero de la iglesia de St. Rules. Quedaba junto a un brevísimo sendero que salía directamente de la plaza y terminaba en la iglesia. El salón estaba en el primer piso, y la panadería debajo.

Alrededor de la plaza había casitas de tejas y estructura de madera cuyos pisos superiores sobresalían sobre el angosto sendero que recorría el perímetro de la plaza. Sobre la parte occidental había un negocio de golosinas, una pequeña mercería y el correo. Estaban mezclados sin orden ni concierto, como colocados según el libre arbitrio de algún niño travieso.

Jury se imaginó la plaza con la vegetación verde del verano. En el medio había un estanque para patos. Ahora nevaba un poquito más fuerte y la plaza era una extensión de nieve resplandeciente, firme e intacta, lo más tentador que Jury había visto en su vida. Ni una huella, ni una pisada. Se detuvo cuando llegaron al borde de la plaza y Jury pensó que no sería un buen ejemplo para los niños que justamente el representante de Scotland Yard cortara camino por el parque cuando había sendas perfectamente delimitadas para rodearlo. Los miró de reojo y vio que los dos lo observaban, esperando a ver qué hacía. Los designios de Scotland Yard eran, y siempre lo serían, inescrutables.

Jury tosió, se sonó la nariz y dijo muy serio:

– ¿Ustedes saben algo de identificación de huellas? Pisadas, quiero decir. ¿No recuerdan haber visto ninguna cerca de la posada Jack and Hammer? ¿Algunas pisadas extrañas, de este tamaño, por ejemplo? – Jury plantó su bota con firmeza sobre la nieve fresca que cubría el césped. Hizo un crujido delicioso.

Los dos miraron la inmensa huella y luego a él, y volvieron a negar con la cabeza.

– ¿Saben cuál es la diferencia entre las pisadas de un hombre que camina y las de un hombre que corre? – Fascinados, los chicos movieron las cabezas de un lado al otro. – ¿Están dispuestos a cooperar con Scotland Yard en este asunto?

Las cabezas se agitaron de arriba abajo con el mismo frenesí.

– Muy bien. ¿Cómo te llamas? – le preguntó al varón.

– James – dijo el chico y luego cerró firmemente los labios, como temeroso de haber revelado información secreta.

– Muy bien. ¿Y tú?

La niña se limitó a bajar la cabeza y juguetear con el ruedo del saco.

– Ajá. Entonces también te llamarás James. Muy bien, James y James. – Esperó que ella lo corrigiera, pero ella siguió con la cabeza baja, aunque a él le pareció sorprender una sonrisa furtiva.

– Ahora escúchenme con cuidado. Puede ser importantísimo para nuestras investigaciones. Tú, James, quiero que corras lo más rápido que puedas, hasta el estanque, y nos esperes allí. Y tú, James – apoyó la mano sobre el hombro de la niña -, quiero que camines hasta el estanque, haciendo círculos. Das unos pasos y entonces haces un círculo.

Los dos lo miraron como esperando que disparara una pistola y, cuando asintió, el niño echó a correr, arrojando nubes de nieve a sus espaldas. La chica comenzó a caminar muy lenta y cuidadosamente, plantando los pies con firmeza; de vez en cuando hacía un círculo cada vez más amplio. Jury eligió una extensión de nieve lisa e intacta y caminó haciéndola crujir lo más posible. Al llegar al estanque, el niño estaba resoplando por el esfuerzo realizado y la niña seguía haciendo círculos. Por fin, al completar uno, llegó hasta donde estaban ellos.

Los tres miraron su efímera obra.

– Excelente – dijo Jury -. Miren. En las huellas de tu carrera, James, sólo se ve la parte de delante de la bota, pues sólo esa porción del pie toca el suelo. Y fíjense – se agachó y recorrió con el dedo enguantado la huella de la niña -, uno tiende a inclinarse hacia afuera cuando camina en círculos.

Ambos asintieron vigorosamente.

– Ahora les voy a plantear una adivinanza. – Jury y los niños caminaron hasta el otro extremo del estanque. Jury miró lo que quedaba de nieve fresca, intacta, y dijo: – Los tres caminaremos a una distancia de un metro y medio más o menos, de modo que nuestras huellas queden bien separadas, hasta el borde del camino. Vamos.

Les llevó sólo dos o tres minutos y entonces se volvieron a mirar. Jury se sentía espléndidamente. Trató de borrar la sonrisa que se le dibujó en los labios al observar el prado antes límpido, intacto, resplandeciente, convertido en un tablero de líneas y agujeros que se cruzaban.

Por un momento, mientras los niños lo miraban, se olvidó de la lección que les estaba enseñando.

– Ahora supongamos que justo aquí, frente a nosotros, hay un cadáver. – La niña se deslizó detrás de él y se agarró a su sobretodo. – Y supongamos que las tres personas que dejaron esas huellas están de vuelta en el estanque. ¿Cómo volvieron sin dejar huellas en esa dirección? – Era la antigua estratagema de Reichenbach Falls, pero dudaba que los niños hubieran leído el libro, además le parecía que no lo había planteado muy bien. Jury se rascó la cabeza. ¿Para qué quería el sospechoso volver al estanque?

Nadie respondió a su adivinanza. Entonces él se volvió y comenzó a caminar hacia atrás.

– ¡Así!

El rostro del niño se distendió en una sonrisa que le abarcó toda la cara y dejó ver la ausencia de varios dientes. La niña rió, pero enseguida se tapó la boca con la mano enguantada.

Jury levantó un dedo como el maestro que llama la atención de su clase.

– Siempre recuerden que, cuando se ha cometido un crimen – los dos niños contuvieron el aliento al oír la palabra -, siempre habrá algo extraño, algo raro, algo que no debería estar allí. – Jury deseó que fuera cierto, pero sospechaba que sonaba demasiado “literario”. – Gracias por su colaboración. Entremos. – Un letrerito blanco, primorosamente escrito, anunciaba desde una esquina de la ventana en arco del primer piso: Estamos sirviendo desayuno. Subieron una escalera oscura y encerada hasta el piso de arriba, acompañados por el fragante aroma del pan recién horneado. Mientras se quitaban los abrigos mojados una señora mayor, de aspecto muy agradable, apareció detrás de una cortina en la parte de atrás. Jury pidió café, chocolate y un plato de galletitas y, para los niños, tortas, scones, mermelada y crema.

“¡Muy bien!” – dijo luego con entusiasmo, restregándose las manos hacia el fuego, porque la amable señora los había sentado cerca del hogar. El niño lo miraba boquiabierto y sonriente, con el pelo pegajoso de nieve. La niña volvió la cabeza hacia la mesa como estudiando su reflejo en una superficie pulida. A Jury no le importaba la momentánea falta de respuesta de ellos.

Por fin llegaron el café y las tortas, con crema fresca, la mermelada y los scones con manteca, comida suficiente como para alimentar a una comitiva. Los dos James no esperaron a ser invitados para atacar. El niño sostenía un scon en una mano y una masita en la otra y comía de uno y otra alternativamente. La niña eligió un bizcocho con sus deditos de ratón y lo comió como si en cualquier momento fuera a salir corriendo hacia su cueva.

Antes de que se retirara la camarera, Jury le mostró la identificación y le preguntó si podía hablar con la dueña, la señorita Ball.

El efecto fue impresionante. Las mejillas de la pobre mujer se encendieron y se llevó la mano a la cara. Los culpables huyen, pensó Jury, sin que nadie los persiga, y los inocentes también.

– Un momentito, señor – dijo, caminando de espaldas hasta la puerta.

Los niños ya casi habían limpiado la bandeja de masas y Jury pensó que quizá les hiciera mal, pero después de todo era Navidad y no tenían aspecto de ser habitués de ese lugar. Se estaba sirviendo un poco más de café cuando una mujer con delantal (la señorita Ball, era de suponer) apareció, por decirlo de alguna manera. Pudo haber atropellado cualquier cosa mientras avanzaba hacia él, como si estuviera regresando del pasado.

– El inspector en jefe Jury, de New Scotland Yard, supongo.

Él se levantó y le tendió la mano.

– Así es. ¿La señorita Ball?

La señorita Ball asintió como si estuviera extasiada de ser la señorita Ball. Se sentó.

– Justo iba a bajar a la panadería a preparar el pan dulce para Navidad. Tengo tantos pedidos, y pasado mañana ya es Navidad y… – Hizo una pausa, reparando en los compañeros de Jury. – ¿Estos no son los chicos Double? ¿Dónde los encontró? – No esperó la respuesta de Jury. – Tengo entendido que investiga esos horribles crímenes.

En ese momento, los chicos Double intercambiaron una mirada y se pusieron de pie de un salto.

– Nos tenemos que ir. Mi mamá se va a enojar – dijo el niño, alejándose de la mesa. Para James decir eso era un larguísimo discurso. La niña seguía con los ojos pegados a la bandeja con torta. Antes de darse vuelta para salir corriendo se arrimó a Jury y le dio una especie de pellizcón en el brazo, seguramente lo más cercano a un beso. Luego se apoderó de la última masita de la bandeja y corrió hacia la puerta.

La señorita Ball frunció los labios y dijo:

– ¡Ni siquiera le dieron las gracias! ¡Los niños de hoy en día!

Jury sonrió, pensando en los extraños conceptos adultos de la justicia.

– Señorita Ball – dijo -, tengo entendido que hizo usted una entrega en la posada del señor Matchett la noche en que… hallaron al hombre asesinado. Mejor dicho, usted fue por la tarde, ¿no? – Ella asintió. – ¿Por la puerta de atrás?

– Si. Siempre entro por atrás. Por la cocina.

– ¿Vio algo fuera de lugar, o diferente?

Ella negó con la cabeza.

– ¿La puerta del sótano estaba como siempre?

– Ya le dije al superintendente: no vi luces en el sótano ni nada parecido. – De pronto se volvió y llamó a Beatrice, que apareció desde detrás de la cortina floreada. Era una adolescente larguirucha, que masticaba un chicle como una vaca masca su alfalfa. – ¡Vamos, muchacha! Más café para el inspector. No te pago para que te quedes sentada ahí atrás leyendo revistas de cine.

Beatrice se acercó; parecía estar embarazada. Jury permitió que retirara la cafetera, pero declinó el ofrecimiento de más scones que le hizo Betty Ball. Sus ojos de color cáscara de limón miraron a Jury con tristeza, como si sus productos rechazados fueran su única protección contra la soltería.

– ¿Llovía mucho, señorita Ball? Tengo entendido que había una gran tormenta.

– Así es. Me empapé de sólo ir desde el auto hasta la cocina y volver. ¿Ya habló con Melrose Plant? Es tan inteligente. – A juzgar por cómo le brillaban los ojos, Jury se preguntó si la dama no tendría esperanzas de ser la Cenicienta que se uniría al señor del condado.

Cuando Jury salió de la casa de té la nieve era otra vez una extensión limpia, intacta, a través de toda la plaza. Sólo mirando con mucha atención se notaban las huellas hechas por él mismo y los niños, pero mientras miraba notó que se iban cubriendo más y más hasta desaparecer. El viento se había calmado y ya no arrastraba la nieve de costado, de modo que otra vez ésta caía con un ritmo lento y parejo, los mismos húmedos y chatos copos de la mañana. Al ver el campanario de la iglesia de St. Rules, decidió visitar al vicario más tarde. Necesitaba una larga caminata por la nieve: el kilómetro y medio que lo separaba de los Bicester-Strachan y Ardry End. Prefirió no pensar en todas las huellas que dejaría.

En pocos minutos estuvo en campo abierto. La nieve y el hielo colgaban en hilachas de los setos. De haber sido escritor, pensó que no hubiera podido hacer nada mejor que intentar ensalzar los setos ingleses, las largas e ilimitadas extensiones de todo tipo de flores para tantas especies de pájaros. Jury suspiró mientras avanzaba con sus botas negras mojadas. En un momento asustó a un faisán macho que salió volando en una conmoción de verde y castaño. La cara de Jury estaba rígida por el frío y pensó si lo esperarían al final del camino con un fuego trepidante y una copa de buen oporto.

En cambio, fue recibido por la voz de Lorraine Bicester-Strachan, que lo llamaba desde las reales alturas de su yegua castaña.

Jury iba a golpear el gran llamador de bronce cuando oyó un ruido a la vuelta de la casa. Al levantar los ojos vio un caballo y un jinete avanzando entre los árboles.

– Si bien por el lavarropas, por favor vaya por la puerta de atrás.

Era perfectamente obvio par Jury, parado allí en el escalón del frente de la casa de los Bicester-Strachan, que la señora Bicester-Strachan no lo había confundido con un mecánico. Su ropa era harto diferente que la de un obrero y no había ninguna camioneta a la vista. Probablemente ella acostumbrar humillar así a la gente.

Él se tocó el sombrero cortésmente.

– Inspector Richard Jury, de New Scotland Yard, señora. Me gustaría hablar con usted y con su esposo, si es posible.

Ella desmontó pero no le pidió disculpas por el error. En ese momento se abrió la puerta y Jury se encontró cara a cara con un hombre mayor, de su misma altura, que podría haber sido más alto de no ser un poco encorvado.

– Perdóneme por tenerlo ahí parado. Pero ya veo que mi esposa lo encontró. – Se acomodó los quevedos, que colgaban de una cinta sobre su pecho.

Mientras Lorraine los presentaba apareció desde atrás de la casa un chico, envuelto en una bufanda, para llevarse al caballo.

– Ayer estuvo el inspector Pratt. Es de la policía de Northampton – dijo Bicester-Strachan mientras Jury se quitaba el abrigo.

– Sí, lo sé. Pero yo también quisiera hacerle algunas preguntas, señor Bicester-Strachan. – Entraron en el vestíbulo, que a Jury le pareció muy frío y formal. Los muebles tendían a lo lujoso antes que a lo cómodo y, cuando Lorraine Bicester-Strachan se volvió a él, se le ocurrió que con ella ocurría lo mismo. Estaba vestida con su traje de jinete: saco negro, corbata perfectamente anudada y botas lustrosas. Cuando ella se sacó el sombrero de terciopelo, Jury notó que estaba peinada en un estilo afectado y pasado de moda. El cabello le caía en una banda alrededor de la cara y luego quedaba recogido en una especie de rodete arriba de la cabeza. La piel era como de marfil; los ojos opalinos. En general daba la misma impresión que una modelo: aunque atractiva, demasiado fría.

– ¿Podríamos ofrecerle una copa al inspector, querida? – sugirió Willie Bicester-Strachan.

– ¿Scotland Yard bebe? – preguntó ella con falso asombro, sirviéndose jerez de un botellón de cristal tallado.

Exasperado por esa referencia colectiva a su persona, Jury estuvo a punto de devolverle el golpe, pero recordó quién era y puso cara imperturbable. No obstante sabía que su irritación era evidente en su cara, en sus ojos. Era algo que nunca había logrado en la Escuela de Capacitación para Detectives: ser inexpresivo. En ese momento, sin embargo, declinó el amable ofrecimiento de Bicester-Strachan, mientras Lorraine volvía a tapar el botellón e iba con su copa a un sillón de terciopelo rosado. Allí se repantigó, con las piernas cruzadas.

– En realidad es inspector en jefe Jury, ¿no? Qué modesta manera de presentarse. – Levanté la copa un centímetro en señal de saludo.

– Por supuesto, usted sabía que no era el mecánico de la lavadora, ¿no?

Ella se sintió algo incómoda, pero recuperó su arrogancia de inmediato.

– Creo que sospeché quién era. Acá las noticias viajan muy rápido. Pero uno se cansa de que la policía ande por la casa de una como si estuvieran en su derecho. Ese Pratt estuvo bastante pesado.

– Parece más irritada que perturbada por todo esto.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Se supone que tengo que echarme a llorar?

– ¡Lorraine…! – dijo su esposo, sentándose en un sillón de terciopelo junto al fuego, ante el cual había una mesita con un tablero de ajedrez. Inclinó la cabeza como si estudiara su problema.

– Querría hacerles varias preguntas sobre las noches de 17 y el 18.

– Le diré con mucho gusto – comenzó Lorraine – que estaba demasiado borracha para que mis recuerdos sean otra cosa que una nebulosa.

– Entonces no recordará quién estaba en el comedor entre las nueve y las once, más o menos.

– Ni siquiera estoy segura de haber estado yo en ese comedor – dijo Lorraine.

Bicester-Strachan levantó la blanca cabeza.

– Yo jugaba a las damas con el vicario, el señor Smith. No sé qué estaba haciendo mi esposa – agregó con sequedad.

– Estuve sentada con Oliver Darrington un largo rato y después con Melrose Plant, hasta que ya no pude soportar su estupidez.

– Eres muy injusta, Lorraine. Si piensas que Plant es un estúpido, no lo entiendes en absoluto.

Ella se había parado junto al hogar luego de volver a llenar su copa de jerez. Una de sus manos se posaba sobre la repisa de la chimenea y una de sus botas sobre la armazón de hierro del guardafuego.

– Plant es un anacronismo. Le falta un monóculo para ser perfecto.

– Me parece algo incoherente con su afirmación – dijo Jury – que alguien tan consciente de su posición social renuncie a su posición más envidiable, ¿no? Me refiero a su título.

– A ver qué dices ahora, Lorraine – musitó Bicester-Strachan con una risita.

Pero ella se mostró más obstinada.

– Melrose Plant es de los que hacen algo así para demostrar que son mucho mejores que todos sus antepasados con sus espadas, sus puños con volados y sus cinturones.

– Bueno, yo admiré esa actitud suya – dijo Bicester-Strachan, sonriendo hacia el tablero de ajedrez como si Plant estuviera sentado enfrente. – Es original. ¿Sabe la razón que me dio, inspector? Me dijo que cada vez que iba a la Cámara, tenía la impresión de estar en una colonia de pingüinos.

Jury sonrió, pero a Lorraine no le pareció divertido.

– Eso prueba lo que sostengo – dijo.

Jury reparó en que estaba muy ruborizada. Cuando una mujer menos precia a un hombre, por lo general es que no lo pudo cazar.

– ¿Recuerda qué hora era cuando estuvo con el señor Plant?

– No podría precisarlo. Todo el mundo iba de una mesa a otra, así que no había manera de saber nada. Los dos únicos objetos inmóviles eran mi esposo y el vicario. ¡El reverendo Denzil Smith! Es un encanto, un compendio viviente de trivialidades. Sabe cada detalle de la historia de Long Piddleton y de todas las posadas que pululan en los alrededores. ¡Y no para un segundo de contar la historia de cada una, cuántos fantasmas tienen o cuántos agujeros en las chimeneas!

– Denzil es amigo mío, Lorraine – dijo Bicester-Strachan con suavidad, los ojos fijos en el tablero. Reflexivo, movió un alfil.

– ¿Estuvo en la posada Jack and Hammer la noche del segundo asesinato?

– Media hora, más o menos – dijo Lorraine.

– ¿Habló con la víctima?

– No, claro que no. Además no es la clase de humor que prefiero, eso de reemplazar cadáveres por figuras de madera.

– Por lo general la gente no mata por placer. ¿No había visto antes a ninguno de esos hombres, señor Bicester-Strachan?

Él negó con la cabeza.

– Nadie en Long Piddleton los había visto antes, que yo sepa. Eran perfectos desconocidos.

– Ustedes vivían en Londres, ¿no? – Jury recordó mentalmente la declaración tomada por Pratt. – En Hampstead, tengo entendido.

– Por cierto que sabe mucho de nosotros, inspector – dijo Lorraine. Algo en el tono de ella lo hizo vacilar. La pausa debió de serle sugestiva, porque Lorraine dijo: – ¿Mando llamar a una abogado?

– ¿Le parece que lo necesita?

Lorraine Bicester-Strachan depositó la copa con más fuerza de la necesaria y cruzó los brazos con firmeza sobre el pecho, como herida en su honor o privacidad. La pierna enfundada en la bota lustrosa se balanceaba nerviosamente.

– Vinimos aquí porque consideramos que es un pueblo muy pintoresco, para escritores, artistas, y demás. Ya nadie va a los Cotswolds, ¿no? Parece que está un poco démodé ya toda esa belleza mágica. Yo cabalgo y pinto. – Abarcó la habitación con un ademán del brazo. En las paredes colgaban paisajes marinos muy malos con olas hirvientes y ramas torcidas. Ni siquiera tenía la imaginación necesaria como para ver la belleza del campo del otro lado de la puerta. El pueblo mismo era el sueño de un artista.

– Algo aburrido después de Londres, ¿no?

– Nos estábamos hastiando de Londres. Ya no es lo que era. No se puede caminar por Oxford Street sin toparse con toda Arabia y todo Pakistán.

– ¿Por qué no dices la verdad, Lorraine? – dijo Willie Bicester-Strachan desde el tablero de ajedrez.

– ¿De qué diablos estás hablando, Willie? – La máscara blanca y serena de Lorraine se había caído, y la voz sonó artificialmente alta.

– La razón por la que vinimos aquí – dijo él sin siquiera levantar la vista del tablero -. Atravesamos, o mejor dicho, yo atravesé por un período de mala suerte en Londres, inspector. Aunque ya lo habrá averiguado. – Bicester-Strachan levantó la mirada y sonrió, pero esa sonrisa no expresaba felicidad.

Lorraine se incorporó súbitamente como un gato escaldado.

– Creí que nos habíamos librado de todo esto cuando nos fuimos de Londres. Y ahora vienen a desenterrar todo otra vez por culpa de esos malditos asesinatos.

Parecía convencida de que los asesinatos había sido cometidos con el único propósito de incomodarla. Bicester-Strachan no reparó en su explosión y Jury se dio cuenta de que, a pesar de la arrogancia de ella y el aspecto distraído y casi tonto de su esposo, éste era el más fuerte de los dos.

– Hace varios años yo trabajaba en Whitehall, en el Ministerio de Guerra, inspector. Espero que me disculpe si no entro en detalles.

– ¡Por favor, Willie! Esto es ridículo. ¿Por qué traes eso a colación?

Bicester-Strachan hizo a un lado sus palabras con un impaciente ademán.

– Estamos hablando con Scotland Yard, Lorraine. Usa la cabeza.

Algo que no sucedía muy a menudo en Lorraine, pensó Jury.

– ¿Pasó algo?

– Así es. Nunca salió a la luz porque preferí renunciar, para evitar publicidad desagradable. Cometí una falta relacionada con cierta información que nunca debió revelarse. Por fortuna, era información falsa; ni siquiera yo sabía que eran datos erróneos. – Sonrió irónicamente. – De modo que no fui llevado a juicio.

– ¿A quién se la reveló?

– Eso no interesa, ¿no le parece, inspector?

– No lo sé, señor Bicester-Strachan. – Jury comprendía que ya le había sacado demasiado y no deseaba importunar al caballero, pero sabía que eso era motivo más que suficiente para asesinar. – Los dejo ahora. Gracias. Más adelante, quizá desee hacerles más preguntas.

Bicester-Strachan se puso de pie y le estrechó la mano.

– Es un asunto muy feo. No puedo entender cómo en este pueblo tan tranquilo… Bueno, adiós.

– Adiós.

– Lo acompaño – dijo Lorraine -. ¿Adónde va? – le preguntó ya en la puerta.

– A Ardry End.

– Que tenga buena suerte con él. ¿Dónde se aloja?

– En la posada del señor Matchett. – Jury estuvo atento al efecto de sus palabras. – Tengo entendido que la señorita Rivington, Vivian Rivington, está comprometida con el propietario.

Ella se puso rígida, como si le hubieran dado un latigazo.

– ¿Con Simon Matchett? ¿Vivian? ¡Absurdo! Estuvo hablando con Agatha, ¿no? Su principal objetivo en esta vida es mantener a Vivian apartada de Melrose Plant. Protege su herencia, supongo. Vivian es una de esas criaturas increíblemente tímidas. A mí me resulta francamente tediosa esa especie de torpeza.

– Bueno, muchas gracias otra vez, señora Bicester-Strachan.

– Lorraine.

Jury sonrió y se volvió con alivio hacia los campos nevados.

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