CAPÍTULO 6

Martes 22 de diciembre


El inspector en jefe Richard Jury y su compañero, el sargento Alfred Wiggins, descendieron del tren de Londres en una nube de vapor, dentro de la cual se toparon con una figura espectral. Cuando se desvaneció el vapor, la figura tomó la forma del agente Pluck, de la estación de policía de Northamptonshire.

Mientras cargaba la valija de Jury en el baúl del Morris azul brillante, Pluck dijo:

– El inspector Pratt lo espera en Long Piddleton. Me pidió que le presentara sus disculpas por no venir a recibirlo él en persona, señor.

– Está bien, agente. – Cuando hubieron salido de la estación, rumbo a Sidbury, Jury preguntó: – ¿Tienen alguna idea de por qué el cuerpo de Ainsley fue colocado arriba del reloj?

– Por cierto, señor. Estamos obviamente frente a un maniático.

– ¿Un maniático?

Wiggins estaba sentado como una roca en el asiento de atrás, y el ruido que hacía al sonarse la nariz testimoniaba que seguía estando en el mundo de los vivos.

Llegaron a una rotonda donde había un embotellamiento de tránsito, pero esto no amilanó a Pluck, que avanzó raudamente, aunque por poco envía a un Morris Mini a una muerte prematura contra un Ford Cortina. Al ver el cono azul sobre el auto policial, las bocinas reanudaron los bríos.

– Nos salvamos por poco – dijo Pluck, como si la culpa fuera de cualquiera menos de él. Luego tomó la ruta Sidbury-Dorking Dean. Una vez pasada la zona donde el límite de velocidad era de cuarenta kilómetros por hora, Pluck se afianzó en el volante, llevó el velocímetro a ochenta y pasó un camión en una curva. Apenas pudo esquivar a un Mercedes negro que venía en dirección contraria. Jury no se atrevía a soltar el tablero, al que estaba aferrado con los nudillos blancos. Pluck sonrió contentísimo y palmeó el panel de instrumentos. – Linda cosita, ¿no, señor? La tengo desde el mes pasado.

– Quizá ya no lo tenga el mes que viene, agente, a la velocidad que maneja. – Jury encendió un cigarrillo. – Supongo que los periodistas están de parabienes con este asunto.

– Oh, sí. Los han bautizado los “crímenes de las posadas”. La gente está muy asustada, tiene miedo de que la maten en la cama.

– Mientras no se acerquen a las camas de las posadas, quizá no corran peligro.

– Cierto, señor. ¿Por qué no sacarán de circulación a ese Vauxhall de porquería? – Se refería al viejo auto verde que iba delante de ellos, conducido por un anciano a treinta por hora, que le estaba haciendo la vida imposible a Pluck. Éste resoplaba y refunfuñaba, al parecer temeroso de lucirse con otra hazaña suicida en presencia de su superior.

Long Piddleton era un terraplén de casitas de piedra caliza a la izquierda de un campo lleno de vacas a la derecha. Más allí había otra hilera de casas con techos de paja y, del otro lado de la carretera, un charco de agua donde se paseaba un pato solitario. Jury vio a una mujer, cuando doblaron a la izquierda, que salía corriendo de detrás de un portón cubierto de enredaderas, con un impermeable Burberry puesto a medias. La dama miró el auto con tanta intensidad que él casi esperó que les hiciera dedo.


– En Londres habrán creído que estábamos borrachos cuando se enteraron de los detalles – dijo el inspector Pratt.

– Con toda honestidad, pensé que alguien nos estaba haciendo una broma. – Jury continuó leyendo la declaración del vicario, Denzil Smith. – ¿Qué es eso de la chica llamada Ruby Judd? – Según el vicario, su mucama no había regresado de una visita a Weatherington, donde vivían sus padres.

– Ruby Judd. Ah, sí. No creo que tenga nada que ver con estos crímenes. La señorita Judd suele tomarse estas… largas vacaciones. Hombres.

– Ajá. Pero aquí dicen que sus padres no lo han visto. ¿Todavía no ha vuelto?

– Bueno – musitó Pratt -, la chica tiene que justificarse frente al vicario mencionando algún lugar respetable. No la conozco personalmente, pero…

– ¡Yo sí! – dijo Pluck, con una sonrisa lasciva -. Creo que el inspector Pratt tiene razón, señor.

– Ya veo – dijo Jury; pero la chica faltaba desde hacía casi una semana -. ¿Qué se sabe de este hombre Small?

Pratt negó con la cabeza.

– Nada todavía. Small llegó en tren, se bajó en Sidbury, tomó el ómnibus Sidbury-Dorking. El jefe de estación lo recuerda, pero sólo pudo decirnos que llegó en el tren de las 11:00 desde Londres. Ese tren para en todas las estaciones, y no conseguimos ninguna pista que nos indique dónde subió. Pero si el hombre viene de Londres, inspector… – Pratt abrió los brazos en un gesto de impotencia.

– ¿Y el otro?, Ainsley…

– Vino en auto. Lo rastreamos hasta una agencia de autos en Birmingham. Ya sabe cómo son estas cosas. Compró el auto con las patentes incluidas. El vendedor se hizo el tonto. “Vamos, jefe, ¿qué quiere que haga? Yo tengo que trabajar. El tipo éste vino con doscientos en la mano y me quiso comprar la cafetera”. En resumidas cuentas, no legamos a nada con el auto y no llegamos a nada con el nombre. Deduzco que no dio su dirección verdadera. Al menos no había ningún Ainsley en la dirección que le dio al vendedor.

– ¿Así que no hay nada por ese lado tampoco?

Pratt se sonó la nariz.

– Nada. Creo que ya sabe que el Ministerio del Interior tiene uno de sus laboratorios en Weatherington. Hay de todo, por si llega a necesitarlos.

A Jury le resultaba difícil de creer que, con la pericia y los métodos científicos del laboratorio, no hubieran hallado nada. No necesitaban huellas en la arena ni gotas de sangre en el alféizar de la ventana.

– Tiene que haber algo; el asesino tiene que haber dejado algo.

Pratt negó con la cabeza

– Hallaron algunos cabellos. De la camarera y del hombre con el que Small había estado tomando algo, Marshall Trueblood, creo, por si quiere relacionarlos. También encontramos marcas. Pero todas excluyentes. De gente con acceso legítimo a los cuartos de Small y de Ainsley, como los dueños de las posadas o las mucamas. En cuanto a la gente que estaba en la posada cenando la noche que mataron a Small, la oficina encontró las huellas de dos que ya estaban fichados. – Pratt tomó el expediente que le había dado a Jury y se acomodó los lentes. – Uno es Marshall Trueblood y otra, una mujer de nombre Sheila Hogg. – Pratt miró a Jury con una sonrisa. – “Actriz”, o mejor prostituta. Bueno, no una prostituta exactamente. “Actriz”, podríamos decir. De películas pornográficas y cosas por el estilo. La preferida de la División de Moralidad.

– ¿Y Trueblood?

– Algo de drogas, pero nada serio. Abastecía a sus amigos. Le allanaron la casa en Belgravia.

Pratt parecía ten fatigado que Jury le sugirió que se fuera a su casa a dormir.

– Gracias, inspector. No me vendría mal descansar un poco. – Siguió hojeando el expediente. – Sabemos que la firma en el registro es la de Small porque firmó la cuenta por la cena y pudimos compararlas. Pero en el caso de Ainsley alguien pudo escribir su nombre en la posada Jack And Hammer.

– No lo creo. Es la misma firma con que alquiló el auto, ¿no?

– Cierto. Yo pensaba en que el asesino no quiso que identificáramos a los dos.

– Al parecer no tuvo tiempo de hacer nada con lo del auto. – Jury encendió un cigarrillo que sacó del arrugado paquete de Players.

– ¿Usted qué piensa?

Pratt puso los pies sobre el escritorio y se reclinó.

– Mirémoslo desde este punto de vista. Digamos que este hombre Small llega desde Londres; quizá tenía problemas allí. Su amigo lo sigue, conciertan encontrarse en ese pueblo olvidado de la mano de Dios, ve su oportunidad cuando Small se aloja en la posada…

– ¿Alguna otra persona se bajó del tren en Sidbury?

– Muchas. Estamos investigando.

– ¿Entonces sigue a Small y después mata a Small y a Ainsley?

Pratt levantó la mano.

– Ya lo sé. Ya lo sé… Está bien. Entonces el Amigo vive en Long Pidd, o cerca. Los dos (Small y Ainsley) convergen en Long Pidd con el propósito de… bueno, no sabemos para qué. Algún peligro amenaza al Amigo, que les sigue el rastro y los despacha.

Jury asintió.

– Eso tiene más sentido. Es posible que Ainsley fuera un extraño que pasaba por aquí, ya que andaba en auto. Pero, ¿Small? Nadie se tomaría un ómnibus desde Sidbury a Long Piddleton porque sí. – Pratt estuvo de acuerdo. – Así que Small conocía a alguien aquí, no puede haber sido de otra manera. O, al menos, tenía la intención de venir aquí. ¿Sería muy aventurado decir que estaban relacionados los dos?

– Sí que lo estaban. Los dos se hicieron matar…

Después que Pratt se fue, Jury se dedicó a estudiar las declaraciones de los testigos que habían estado presentes aquella noche en la posada. Su concentración fue bruscamente interrumpida por la puerta que daba a la pequeña antecámara, por donde apareció Pluck con una señora mayor. Era la mujer que vio cuando entraban a Long Piddleton. Al parecer había habido un forcejeo con Pluck, que creía, con razón, que no se les podía permitir a los civiles entrar así como así a la oficina del inspector.

– Perdón, señor – comenzó a decir Pluck -. Lady Ardry, señor.

– No tiene por qué disculparse, sargento – dijo Agatha -. El inspector quiere verme. – Y se volvió a Jury -: El inspector Swinnerton, ¿no?

– ¿Swinnerton? – exclamó Pluck.

– No, señora, soy el inspector Richard Jury. ¿Quería verme?

La decepción se reflejó en la cara de la dama al oír el nombre, pero se recuperó con rapidez.

– Obvio, inspector, no he luchado con su subordinado para divertirme. Claro que quería verlo. Mejor dicho, debería ser usted el interesado en verme a mí. ¿Quién va a tomar notas? No tiene por qué suspirar, sargento Pluck. Si usted y el agente principal ese que no sé cómo se llama de Northampton tuvieran un poco de inteligencia, no habrían debido llamar a Scotland Yard. El inspector quiere oír mi testimonio, estoy segura.

Jury le pidió a Pluck que llamara a Wiggins a tomar notas, sintiéndose un poco como si acabara de recibir una reprimenda de una tía vieja y severa.

– Adelante, Lady Ardry.

Ella sentó, se alisó la pollera y carraspeó.

– Yo fui quien descubrió el cuerpo. Junto con esa muchacha Murch – agregó, como si no tuviera la menor importancia, como si “esa muchacha” fuera ciega, sorda y mucha -. Yo iba al,… al toilette, cuando la empleada de Matchett, esta Murch, llegó corriendo desde el sótano, blanca como el papel, haciendo ruidos con la boca y señalando hacia abajo, absolutamente fuera de sí. Luego se desplomó en una silla y se puso a gimotear aferrada a su delantal, y yo tuve que tomar el asunto en mis manos, mientras los demás corrían de un lado para el otro, sin saber cómo levantarle el ánimo a la chica. Yo bajé las escaleras y allí estaba ese Small. Y había un vaho a cerveza por todos lados.

– ¿Lo reconoció, Lady Ardry?

– ¿Si lo reconocí? Claro que no. Tenía la cabeza en el barril de cerveza. No se la saqué para mirarle la cara, mi querido señor. No toqué nada. Sé lo que uno tiene que hacer en esos casos. Tengo algunas nociones sobre estas cosas. Después de todo…

Jury vio a Wiggins, que se había sentado a su lado y engullido unas píldoras bicolores con el té. Sonrió y dijo:

– Continúe, señora. – Jury ya tenía los detalles proporcionados pro Lady Ardry en el informe de Pratt, aunque sin el detalle de la histeria de la camarera y de la absoluta eficiencia de Lady Ardry, cosa que no tuvo muy en cuenta, por supuesto. – ¿Qué hizo usted, entonces?

Ella enderezó los hombros y apoyó el mentón en el bastón.

– Me fijé en todos los detalles, porque pensé que podría ser importante más tarde. – Luego agregó, con suavidad: – Como soy escritora, tengo un gran poder de observación. El hombre no era grande, aunque es difícil juzgar el tamaño de un cuerpo en una posición como ésa. Fue estrangulado, ¿no? – Lady Ardry se agarró el cuello con las dos manos como si quisiera retorcérselo. – Tenía puesto un traje de estilo carrerista, bastante estropeado por la cerveza. – Sonrió ampliamente con su propio chiste. – Luego de observar el lugar y tomar nota mental de todo, regresé con los otros.

– ¿Los que estaban en el comedor y en el bar? Había muchos, tengo entendido. ¿Le molestaría darme una especie de lista de los presentes?

Acercando la silla al escritorio, la dama sacó de su bolsa de cuero unas hojas de tamaño oficio.

– Hice algunas anotaciones. – Se acomodó los lentes. – Ahora bien, aparte de mí y los sirvientes, es decir Murch y Twig, una jovencita tonta y un viejo medio paralizado, senil, del que no se puede sospechar, por supuesto. Entonces tenemos a mi sobrino, Melrose Plant. Vive en Ardry End. Usted habrá oído hablar de mi familia. Descendemos del Barón Mountardry de Swalesdale, alrededor del 1600, más o menos, y de los Ardry-Plant (nombre familiar que ha sido abreviado), Marqués de Ayreshire y Blythedale, Vizconde de Nithorwold, Ross y Cromarty. El padre de Melrose fue el octavo Conde de Caverness, casado con Lady Patricia-Marjorie Mountardry, hija segunda del tercer Conde de Farquhar. El padre fue jefe del Escuadrón Clive D’Ardry De Knopf, cuarto Vizconde de…

Jury la interrumpió.

– Me perdí, Lady Ardry. Qué linaje tan impresionante, señora.

Ella asintió con seriedad.

– Lo sé. Y todo se lo dieron a mi sobrino en bandeja de plata. Sin que moviera un dedo. Entonces el tonto ese lo devuelve.

– ¿Lo devolvió?

– Entregó el certificado, no sé cómo se hacen esas cosas aquí.

– Bueno, rara vez uno se entera de alguien que lo haga, inclusive aquí. ¿Qué razones alegó?

– ¿Razones? Dijo que no quería tener que ir todos los días a Londres a sentarse en la Cámara de los Lores, dejando sola Ardry End para que entraran vándalos o intrusos. Yo me ofrecí a cuidársela y él me dijo… bueno, no sé qué me dijo, alguna tontería. Uno nunca sabe de qué está hablando Melrose. – Bajó la voz. – A veces me parece que está loco de remate. – Agarró el bastón como para apalear la imagen de Plant. – El asunto es que ahora se hace llamar simplemente Melrose Plant, con el nombre de la familia.

– ¿Y el resto de los huéspedes?

– Estaban Oliver Darrington y Sheila Hogg.

– Darrington. El nombre me resulta conocido. ¿No es el escritor de novelas de misterio?

– Sí, pero son pésimas. Sheila es la secretaria, otra de esas loquitas con pretensiones de artista, con las uñas rojas y los escotes hasta el ombligo. Ella dice que es la secretaria. Se imaginará cuántas veces por día se sienta delante de la máquina de escribir. Viven en la misma casa. – Agatha aspiró por la nariz. – También estaba Vivian Rivington. Poetisa. Un plomo. Es muy discreta, y usa unos suéteres larguísimos con bolsillos donde siempre pone las manos. Reprimida sexual, lo más probable. Esas muy calladitas son siempre sospechosas, ¿no le parece? Sé que está enamorada de Melrose, aunque se va a casar con Simon Matchett. Él es el dueño de la posada The Man with a Load of Mischief, y un muchacho encantador. Se supone que están por comprometerse, pero yo no puedo creerlo. Vivian no es una chica para Simon, en absoluto. Tampoco es una chica para Melrose, a decir verdad. Por lo que veo, no es una chica para nadie.

– ¿Dónde estaba el señor Matchett cuando usted encontró el cuerpo?

– Arriba con los otros. Cuando esa chica Murch hizo el escándalo, Simon y los demás bajaron. Después de mí, claro. Se imaginará su reacción al encontrar a uno de sus huéspedes asesinado.

– Sí. ¿Había otros invitados?

– Isabel Rivington, la medio hermana de Vivian. Es mayor que Vivian, unos quince años o más, pero parece de la misma edad. Aunque quizá Vivian parece mayor y eso es todo. Tan pálida, tan gris. Ya verá. Isabel se ha hecho cargo de Vivian desde que ésta era una niña; es la que administra el patrimonio de Vivian. Pero es Vivian la que tiene el dinero, mejor dicho, lo tendrá cuando cumpla treinta años o cuando se case. No sé exactamente cuánto… – Hizo una pausa aquí, como esperando que el inspector pudiera darle el dato. – De todas maneras, es una heredera. Si tiene intenciones de casarse, mejor que lo haga de una vez por todas. Pero a los hombres no les llama mucho la atención ese tipo de mujer. A menos que sea por el dinero, claro. El padre murió en un accidente. El padre de Vivian, digo. A ella no le gusta hablar sobre eso. Me parece que le ha trastornado la mente.

– ¿Algún otro?

– Lorraine y Willie Bicester-Strachan. No son la mejor pareja de Long Pidd ni mucho menos. Willie parece cien años mayor que Lorraine, y es bastante aburrido. Anda mucho con el vicario, leen libros viejos y hablan de la historia local. Ah, sí, el vicario estaba cenando allí esa noche también. Con franqueza le digo que, en mi opinión, los hombres de la Iglesia deberían controlarse más con el vino, aun en días de fiesta, ¿no le parece? El vicario es nuestro topo: desentierra cualquier cosa. Su pasatiempo preferido es la historia local. Bueno, eso es todo. – Hizo una pausa y se dio una palmada en la rodilla. – Dios, claro que no. ¿Cómo pude olvidarme de nuestro anticuario, Marshall Trueblood? El “adorable Marsha”, como lo llamamos todos. Espero que me entienda. Usa camisas rosadas y anteojos ahumados.

– Ajá. Ahora bien, según mi información, una cerradura en la puerta del sótano estaba rota. ¿Lo notó usted, por casualidad?

Ella vaciló.

– Tendría que haberlo notado. – Fue una ambigua respuesta.

Jury lo dejó pasar.

– William Small entró en el comedor cuando la reunión de ustedes ya había comenzado, ¿no?

– Recuerdo haberlo visto. ¿No había alguien bebiendo con él? ¿Marshall Trueblood?

– Ajá. ¿Recuerda qué hora era?

Ella dudó, signo inequívoco de que no recordaba nada.

– No… con precisión. Antes de la cena, sin duda. Sería alrededor de las nueve. Recuerdo que tenía un hambre espantosa. Empecé con coctel de camarones, pero no estaban muy frescos…

– ¿No volvió a ver a Small hasta que fue al sótano?

– No – dijo, y se apresuró a agregar: – Nadie lo vio. Debió de subir a su cuarto. ¡Ah, sí! ¿No dijo Marshall Trueblood que Small estaba un poco borracho?

– Quizá el señor Trueblood pueda darme los detalles de eso. – Jury dudaba que ella recordara con algo más que fugaz exactitud cualquier cosa ocurrida antes de su espeluznante descubrimiento del cuerpo. Cambió de tema. – Sobre este hombre Ainsley…

– Ah. – Ella se encogió de hombros. Jury comprendió que, como ella no había estado directamente involucrada con ese descubrimiento, no había por qué hablar del cadáver.

– ¿Estaba usted en la posada Jack and Hammer esa noche?

– No. Pero fui a hablar dos palabras con Scroggs por la tarde.

– ¿No hay nada que pueda agregar, entonces?

– No. – dijo en un tono altamente rencoroso.

– Gracias, Lady Ardry. – Jury se levantó y Wiggins cerró su libreta y pidió una taza de té. Pluck lo agasajó con los restos de lo que quedaba en la tetera.

– Perdóneme, Lady Ardry. Fue un descuido de nuestra parte no ofrecerle té – dijo Jury.

Ella se sacudió la pollera y plantó el bastón frente a ella.

– Está bien. No puedo darme el lujo de perder el tiempo preocupándome por el té, menos con este asunto. ¿Dónde se alojará, inspector?

El sargento Pluck, que desenvolvía un paquete de galletitas de agua, intervino con presteza.

– Le reservé habitación en The Man with a Load of Mischief, señor. Pensé que querría estar en el lugar mismo del hecho.

Mientras Jury llevaba a Lady Ardry hacia la puerta, ella le tironeó la manga y susurró:

– Querría hablar unas palabras con usted en privado.

– Sí, como no. – Salieron a la salita que desembocaba en la calle.

– Inspector, ¿va a hablar con mi sobrino, Melrose Plant, sobre este asunto?

– Interrogaré a todos los que estuvieron allí.

– Me parecía. La cuestión es que… será mejor que lo diga sin rodeos, hay una especie de resentimiento entre nosotros dos.

– ¿Quiere decir que él podría intentar implicarla?

Agatha aplastó el bastón contra el pecho.

– ¿A mí? ¿A mí? ¿Cómo podría implicarme a mí?

– Yo pensé…

– Si se atreve a hacer algo así, si de alguna manera trata de manipular los hechos… – La mano derecha estranguló el bastón mientras la izquierda se aferraba a la solapa de Jury. Luego, nerviosa, susurró: – Todos en Long Pidd le dirán lo “inteligente” que es. ¡Inteligente! ¡Qué disparate! Anda dando vueltas en la universidad enseñando un curso. No pudo conseguir un trabajo de tiempo completo. Todo porque puede hacer el crucigrama del Times en menos de quince minutos…

– ¡Quince minutos!

– Por Dios Todopoderoso, hombre, si usted no tiene nada que hacer más que sentarse frente al hogar con una botella de oporto, va a tener mucha práctica. Pero usted y yo, que tenemos que trabajar para ganarnos la vida, no esperamos que el mundo nos venga a golpear a la puerta. La cuestión es que mucho de Ardry End es mío por derecho. Mi esposo, el tío de Melrose, habría esperado que éste se portara mejor conmigo. – Como Jury no respondió, ella le sacudió la manga como para hacerlo reaccionar. – La cuestión es que…

– Comprendo. Que su sobrino podría querer decir cosas desagradables sobre usted.

– Precisamente. De modo que ahora usted sabe que no debe hacerle caso.

– Lo tendré presente.

Agatha le dio un golpecito con el bastón.

– Tiene la cabeza bien puesta, inspector. Me di cuenta apenas lo vi. – Y avanzó a través de la puerta que Jury le mantenía abierta.


Wiggins compartía el té con el agente Pluck; Jury salió por la puerta sobre la que se leía en letras azules POLICÍA. Miró hacia un lado y otro de la calle, fascinado por la colección de negocios pintados en brillantes colores, algo apagados por el crepúsculo invernal.

Como era día de semana, la posada Jack and Hammer estaba cerrada. Jury hizo pantalla con las manos y miró por las ventanas, pero no vio más que formas oscuras de mesas y sillas. Se apartó de la ventana y miró la viga de madera sobre su cabeza, en la cual se había hallado el cuerpo.

Mientras Jury miraba hacia arriba, un hombre joven salió a la puerta del negocio de antigüedades de al lado. Supuso que sería el dueño y se acercó a él.

El negocio era una construcción pequeña y bonita, con ventanas en arco. A diferencia de casi todos los negocios y casas, se había salvado del pincel del pintor.

Jury le mostró su credencial.

– Inspector Jury, Departamento de Investigación Criminal. ¿Usted es el señor Trueblood?

– Así es. Me pareció que usted era de Scotland Yard. ¿No cree que esto es espantoso?

– ¿Podría hacerle algunas preguntas, señor Trueblood?

– Adelante, adelante. Acabo de poner el agua para el té. Tome asiento, por favor – Trueblood le indicó un sofá que parecía demasiado delicado para tipos como Jury. Las patas eran curvadas con un delicadísimo tallado de varias hojas de acanto en los codos.

– Estilo georgiano – dijo Trueblood, como si Jury hubiera entrado a comprar -. Una pieza exquisita. No se preocupe, es más fuerte de lo que parece.

Trueblood se ubicó en un sillón, con las manos ligeramente entrelazadas sobre las rodillas. Tenía una camisa rosada y anteojos ahumados, como había dicho Lady Ardry. Jury echó una mirada a la habitación mientras sacaba el paquete de cigarrillos. Por discutible que fueran las costumbres de Trueblood en otros rubros, cuando se trataba de muebles su gusto era impecable. Tendría mercadería por valor de cien mil libras allí.

– Señor Trueblood, ¿estuvo en la posada del señor Matchett la noche en que se cometió el primero de estos asesinatos?

Trueblood tragó saliva.

– Sí, estuve, inspector. Es más; le pagué una copa a ese hombre. – Apoyó la frente en su mano manicurada, como si la copa en cuestión hubiera sido cicuta.

– Eso me habían dicho. ¿De qué hablaron?

Hubo una rápida inspiración: al parecer Trueblood acumulaba oxígeno antes de poner en funcionamiento su mente. Los grandes ojos recorrieron la habitación.

– Solo hablamos del tiempo. Hacía dos días que nevaba, y esa noche había empezado a llover. Pura cháchara.

– Ese hombre Small, ¿no le pareció nervioso, preocupado, o algo por el estilo?

– Por el contrario, parecía muy entusiasmado.

– ¿Entusiasmado?

– Sí. Como cuando uno acaba de recibir buenas noticias o gana al billar. “Escúcheme, compañero, estas rachas de suerte no se dan todos los días”, dijo. Estaba muy contento. Pero no quiso contarme en qué consistía su racha de suerte.

– La conversación fue antes de la cena, ¿no?

– Sí. Alrededor de las ocho, o las ocho y media. Él ya había cenado. Sí, recuerdo que Lorraine, Lorraine Bicester-Strachan, me arrastró casi a cenar.

– ¿Y no volvió a verlo después de eso? Al parecer nadie lo vio en las dos horas siguientes.

– Yo creo que el pobre desgraciado estaba bebido. Me dijo que subía a su cuarto. Hacía dos o tres horas que estaba bebiendo sin parar. – Desde la cocina se oyó el silbato de una pava. – Tiene que acompañarme. Tengo un té delicioso, Darjeeling, y unos petits fours riquísimos que me regaló un amigo para Navidad. – Sin esperar respuesta, se levantó y se dirigió con delicadeza hacia la cocina. – Un segundo – dijo, y desapareció.

Jury inspeccionó las existencias de Trueblood. Sillas Heppelwhite y Sheraton, secrétaires, cómodas, carritos de té de caoba, cristal Waterford en un bargueño. Un reloj de bronce dorado con paneles de porcelana dejaba oír su suave tictac junto a él. Probablemente costara seis sueldos de Jury.

Trueblood regresó con una bandeja de plata y delicada porcelana. Jury no estaba acostumbrado a tazas y platillos tan etéreos. Su taza tenía forma de concha, y el asa imitaba un remolino de espuma verde. Casi temió levantarla. Sobre un plato había diminutas tortitas, glaseadas.

– ¿Y estuvo usted en la posada Jack and Hammer el viernes por la noche?

– Pasé a eso de las seis a tomar un Campari con lima, sí.

– ¿No vio a este hombre Ainsley? Más tarde, quiero decir. Se supone que llegó a eso de las siete, quizás a las siete y media.

– No, no lo vi.

– Hay una entrada en la parte de atrás de la posada que por lo general queda abierta.

– Sí, yo a veces la uso. – Trueblood respiró hondo. – Ya veo a dónde quiere llegar. Como en el caso de Small, que entraron por atrás.

Eso no era lo que Jury pensaba: le adjudicaba un significado muy diferente a la puerta del sótano de la posada. Jury miró hacia arriba.

– ¿Usted vive en el piso de arriba?

– No, inspector. Antes sí, pero con el ruido de la posada…

– ¿Así que no vio ni oyó nada?

Trueblood negó con la cabeza, con la taza en los labios.

– ¿Dónde vive?

– Tengo una casa frente a la plaza, pasando el puente. No hay manera de confundirla.

– Usted vivía en Londres, en Chelsea, para ser exacto, ¿no? – Jury recorrió mentalmente el informe de Pratt. – ¿Y tenía un negocio en la calle Jermyn?

– ¡Dios santo! ¡Estos policías! – Trueblood se dio una palmada en la frente fingiendo asombro. – Es como si el pasado me viniera al encuentro.

– Northamptonshire parece un poco alejado de la civilización – dijo Jury.

Trueblood lo miró con astucia.

– ¿Para alguien como yo, quiere decir?

Jury reparó en que el tono de voz había bajado un poco con esta afirmación, y el hombre parecía ansioso, o irritado, o las dos cosas al mismo tiempo. Pero enseguida volvió a su tono habitual para decir:

– La ciudad me estaba hartando. Había oído decir que este lugar se estaba haciendo popular entre los adinerados, los artistas, los escritores y…

– Supongo que, por su negocio, conocerá bastante a la gente del lugar, ¿no? ¿Qué hay del caballero que dirige la posada donde se cometió el crimen?

– ¿Simon Matchett? Una persona encantadora, pero todo su enchapado de roble inglés se va a caer a pedazos un día de estos por las polillas. Está bien, las posadas tienen que parecer posadas. Isabel Rivington está fascinada por ese lugar. O con él. – Trueblood guiñó un ojo. – No se me ocurre nada menos rústico que Isabel. – Al levantarse para alcanzarle a Jury el plato, miró por la ventana en arco. – Caramba, mire usted quién va ahí, acicalada y elegante.

– ¿Quién es?

– Lorraine Bicester-Strachan. – Hizo una mueca. – Luis XV.

– ¿Se refiere a su compañero? ¿O al período? – preguntó Jury, con sequedad.

Trueblood rió.

– A su dinero, inspector. Esa mujer no sabría la diferencia entre un original y una copia si los tuviera enfrente. Es una infeliz. No aceptaría estar en los zapatos de Willie, el marido, ni que me regalaran un original de Oeben. Es otra que anda detrás de Matchett. Se pone verde cada vez que Simon mira a Viv Rivington. Lorraine se muere por cualquier cosa que tenga pantalones. Con excepción de su seguro servidor. – Se acomodó los anteojos. – Casi se muere la querida Lorraine, no me cabe duda, cuando Melrose Plant le dijo que desapareciera. Plant tiene buen gusto. Es uno de mis mejores clientes. Le gusta el estilo Reina Ana. Eso tiene al borde del suicidio a la loca de la tía, ya que a ella le gusta el estilo victoriano. ¿Estuvo en su casa? Esas espantosas jorobas y protuberancias. ¡Es espantosa!

– Tengo entendido que el sobrino es, mejor dicho, era, Lord Ardry.

– ¿Puede creer una cosa así, inspector? ¿Se imagina que alguien renuncie a su título nobiliario así como así? Nadie hace eso, ¿no? Pero claro, Melrose no es un hombre común.

– ¿Puede decirme algo más sobre Small?

– No, no. Le pregunté adónde iba, se rió y me dijo: “He llegado”. Me impresionó como el tipo de persona que uno ve saliendo de los hipódromos.

– Interesante. – Jury dejó su taza. – Gracias por permitirme robarle su tiempo de esta manera, señor Trueblood. – Jury se puso de pie. – A propósito, ¿no conoce a la mucama del vicario, Ruby Judd, no?

Trueblood se movió incómodo en la silla y luego él también se puso de pie.

– La conozco, sí. ¿No la conoce todo el mundo? Creo que es lo más cercano que tenemos a una Dama de la Noche. Sin contar a Sheila. Bueno, no tengo por qué ser chismoso, ¿no? – Trueblood sonrió. – ¿Qué pasa con Ruby?

– Hace una semana ya que se fue, según me han dicho.

– No me extraña. Se dice que Ruby tiene hombres en varios lugares.

– Sí, claro. Bueno, otra vez, gracias. – Jury volvió a mirar la habitación. – Tiene cosas preciosas. No sé muchos de antigüedades, pero…

– Oh, dudo que no sepa distinguir lo bello de los espantoso, inspector.

El cumplido pareció sincero, pero estudiado. Jury sintió una extraña sensación de simpatía por Trueblood. Había algo en Trueblood que podría atraer tanto a los hombres como a las mujeres. Sería homosexual, ¿pero eran auténticos sus adminículos tipo pañuelos de seda, anteojos ahumados y ademanes afeminados?

Jury se detuvo junto a la puerta y dijo:

– ¿Lo habrá dicho literalmente?

– ¿Quién? ¿Qué cosa? – preguntó Trueblood, intrigado.

– Small, cuando dijo “He llegado”. Habrá querido decir que había llegado a Long Piddleton.

Trueblood rió.

– ¿Quién puede querer llegar aquí en pleno invierno? Además, un perfecto extraño…

– Quizá no fuera un perfecto extraño. Adiós, señor Trueblood.


Cuando un camarero mayor hizo pasar a Jury y a Wiggins al bar de la posada The Man with a Load of Mischief, Simon Matchett estaba manteniendo un íntimo coloquio con una mujer de cabellos oscuros, muy bien vestida, una de esas mujeres cuya edad es siempre un misterio. Podría tener entre treinta y cinco y cincuenta y cinco.

En el simple proceso de presentarse el propietario, Jury comprendió con facilidad cuánto podría gustar a las mujeres Simon Matchett. De no haber sabido por el informe de Pratt que Matchett tenía cuarenta y tres años, Jury le habría dado diez años menos. Tenía cabello castaño claro, ondulado, rostro más bien cuadrado, boca fina, pero amable. En realidad, la expresión general era de amabilidad, pero estudiada. El rostro parecía una máscara cincelada aristocráticamente. Los ojos eran de un azul brillante, como pedazos de cielo helado, y su habilidad para concentrar su expresión sería lo que hacía que las mujeres se sintieran el único objeto de su interés y quizás el único depositario de su afecto. El color de los ojos de Matchett se veía resaltado por su camisa azul, abierta en el cuello, que usaba arremangada por encima del codo.

La señorita Rivington no era por cierto ni gris ni discreta; llevaba un elegante vestido de lana azul, que parecía elegido para poner de relieve los ojos de Matchett, quizá para subrayar lo bien que armonizaban entre sí. Una cascada de cuentas de ámbar le caía casi hasta la cintura. Sobre el taburete del bar había una estola de visón.

Matchett la presentó como Isabel Rivington y luego retiró dos taburetes de roble y dijo:

– Permítame invitarlos a usted y al sargento con una copa.

Wiggins, que había estado allí parado como un poste, preguntó si podía tomar algo caliente, quizás una taza de té. Sentía que se estaba por resfriar. Matchett pidió permiso y fue a buscarla.

– Me gustaría hacerle una visita, si me permite – dijo Jury a Isabel Rivington -. Tengo algunas preguntas que hacerle.

– No sé qué más podría decirle. Ya le dije todo al inspector Pratt.

– Entiendo. Pero podría haberse olvidado de algún detalle.

– ¿Por qué no me pregunta ahora? – Miró hacia la puerta por la que había salido Matchett, como si necesitara apoyo moral. Tenía ojos oscuros, muy maquillados con sombra color lavanda y demasiado rimmel en las puntas de las pestañas.

– Ahora tengo que hacerle algunas preguntas al señor Matchett – dijo Jury.

Ella dejó la copa y tomó el visón.

– Entiendo que eso es una invitación para que me vaya.

Matchett estaba de regreso. Le dijo a Wiggins que el cocinero había puesto a calentar el agua.

– Muy bien, me voy – dijo Isabel Rivington, deslizándose del taburete -. Te veré después, Simon. Aunque haya nuevos crímenes – agregó con dulzura helada.

Cuando ella se hubo ido, Jury le pidió a Matchett que le mostrara el registro de huéspedes. Buscó el día 17 de diciembre y halló el nombre de William T. Small escrito con letra tosca.

– Llegó esa misma tarde. Serían alrededor de las tres, creo. Yo justo salía rumbo a Sidbury buscar una horma de stilton, y como los jueves se cierra temprano, quera llegar con un buen margen de tiempo para encontrar los negocios abiertos.

– ¿No mencionó ninguna razón en particular para detenerse aquí?

– No.

Jury repitió los hombres de los que habían estado en la posada el 17.

– ¿Alguien más?

– Pues… ¡Sí! Estuvo Betty Ball también. Vino a traer el postre para la cena a eso de las seis o las siete. Trabaja en la panadería del pueblo. Lo menciono porque entró por la puerta de atrás, y pudo haber notado la puerta del sótano. Claro que era mucho más temprano.

– Sí. Hablaré con ella. ¡Wiggins! – llamó Jury. El sargento al parecer dormitaba, en compañía de un gran perro, también sentado junto al fuego. Wiggins levantó los ojos de inmediato, y los tres fueron hacia la parte de atrás de la posada y bajaron por un breve vestíbulo. A derecha e izquierda de la puerta que llevaba al sótano estaban los baños, con unas figuritas negras para diferenciar los sexos.

– ¿La puerta del sótano se mantiene siempre cerrada?

– No. Siempre estamos bajando. La mitad del sótano está ocupada por la bodega.

– ¿Entonces cualquier puede tener acceso al sótano por esta puerta?

– Sí, supongo que sí. – Matchett parecía intrigado. – Pero la puerta de atrás del sótano fue forzada, como le dije a la policía en su oportunidad.

Jury no hizo ningún comentario. El sótano era grande y la mitad estaba llena de cajones y trastos viejos. El resto estaba cubierto por estantes, divididos en sectores, sobre los cuales se apoyaban las botellas, apenas inclinadas y con los picos para abajo. La puerta exterior estaba en la pared que daba al pie de la escalera. Jury y Wiggins la revisaron. Era una puerta pequeña, muy vieja, con los goznes herrumbrados. La cerradura había sido clavada a la jamba, y colgaba todavía de uno de sus clavos de diez peniques. Jury abrió la puerta y él y Wiggins se encontraron con unos angostos escalones de cemento, cubiertos por las hojas putrefactas de noviembre. Jury miró desde la puerta hacia el piso de cemento de adentro. Habría sido fácil, incluso para alguien de fuerza normal, forzar esa puerta. Pero Jury no entendía por qué todo el mundo parecía dar por sentado que así había sido.

– Ya ve, inspector, dado que la puerta estaba en perfectas condiciones ese mismo día, el asesino debió de entrar por acá.

Jury se dirigió hacia los estantes con el vino. Entre los sectores había unos grandes barriles de madera.

– Fue en este, inspector, – dijo Matchett -. El año pasado empecé a experimentar para hacer cerveza casera. Pero no tuve mucho éxito. Aquí es donde Daphne halló el cuerpo. – La voz le tembló. – ¿Lo siguieron hasta Long Piddleton? No tenía antecedentes criminales, ¿no?

– La investigación del señor Small aún no está completa. Estamos en el proceso de reunir los hechos. – Los pocos hechos que habían hallado.

– Sí, claro – Matchett volvió a colocar la tapa redonda de madera sobre el barril, ahora vacío -. ¿Alguna otra cosa que quisiera ver acá abajo, inspector?

– No, creo que no. Pero me gustaría hablar con la camarera, si es posible. – Los tres subieron de prisa.


Twig arreglaba la mesa mientras Daphne Murch ponía la platería cuando Matchett guió a Jury al comedor.

– Twig, Daphne, el inspector en jefe Jury, que ha venido de Londres, querría hacerles algunas preguntas. Me retiro, inspector, estaré en el bar si me necesita.

La chica se puso pálida, y comenzó a tironear del delantal blanco. Nerviosa, como era de esperar, pensó Jury.

– ¿El señor Twig?

– Twig, nada más – dijo el hombre que estaba parado en posición de firmes.

– Y la señorita Murch. ¿Puedo llamarla Daphne? – Jury le dedicó una de sus sonrisas más cálidas; con toda intención, porque la pobre chica parecía a punto de desmayarse. Ella asintió casi imperceptiblemente.

– Estoy seguro de que ya le han dicho al inspector lo que saben, pero, ¿les molestaría volver a contarme algunos detalles? Sentémonos.

Twig y Daphne miraron la mesa como si ubicarse allí estuviera fuera de sus atribuciones. Jury retiró una silla para Daphne.

– Twig, usted fue al sótano entre las ocho y las nueve esa noche. ¿Todo estaba como siempre?

Twig se rascó la cabeza.

– La puerta estaba cerrada, señor. Pero no podría jurar que el candado no estaba roto. Me devané los sesos tratando de recordar.

– Muy bien, Daphne…

Daphne aspiró hondo, como si le hubiera llegado el turno de recitar ante una maestra regañona.

– Usted se portó muy bien, Daphne – dijo Jury -. No cualquiera hubiera mantenido la cabeza fría. – Claro que eso no era lo que había dicho Lady Ardry, pero él no le cría. Twig emitió un resoplido desdeñoso.

Las mejillas de Daphne recuperaron el color, y ella se volvió hacia el empleado con más espíritu.

– No tiene por qué reírse, señor Twig. No fue usted quien bajó esa escalera sin sospechar nada y se encontró con el pobre hombre. – Se tapó la boca con la mano y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Debió de ser un experiencia espantosa.

– Horrible, señor. La mitad adentro y la mitad afuera del barril, estaba. Yo no podía creerlo. Pensé que alguien me había hecho una broma, como la noche de Guy Fawkes o algo parecido. Después me di cuenta de que era el señor Small, por el traje.

– ¿Y qué hizo?

– Subí la escalera corriendo. Justo cuando había pasado la puerta, Lady Ardry salía del baño… perdón, señor – y se ruborizó -. Me latía tanto el corazón que casi no podía hablar. Me preguntó qué pasaba y yo le señalé el sótano, y entonces ella bajó. En seguida oí un alarido, y la vi subir como si la persiguiera una manada de elefantes, gritando a todo lo que daban sus pulmones. Después todos se enloquecieron. Yo me fui corriendo a la cocina y me tapé la cabeza con las manos.

Jury le apoyó la mano en el brazo.

– Gracias, Daphne. No tengo más preguntas. – Cuando se levantaron, Jury reflexionó que Daphne Murch era probablemente la única que le había dicho la verdad hasta ese momento.


Matchett apareció en la puerta del comedor.

– Inspector, si usted y el sargento desean cenar aquí, pronto estará todo listo.

Wiggins había ido a sentarse junto al fuego con el perro, alegando que estaba a punto de resfriarse por la humedad del sótano.

– Con mucho gusto – dijo Jury -. Quisiera hablar con su cocinera.

La información de la cocinera resultó ser de escasa importancia, como era de esperar. La señora Noyes no había visto al señor Small. Estaba tan asustada con el crimen que el señor Matchett apenas consiguió que se quedara esa noche. Jury le agradeció y volvió al bar, donde Matchett acomodaba botellas.

– Por lo que puede recordar, ¿cuáles fueron los movimientos de Small esa tarde?

Matchett sirvió whisky para los dos y pensó.

– Cenó a eso de las siete, antes de que llegaran los otros. Después desapareció, quizá volvió a su cuarto, y volvió a aparecer a eso de las ocho u ocho y media. Tomó una copa en el bar. No recuerdo haberlo visto después de eso.

– ¿Con el señor Trueblood?

– Sí. Creo que Willie Bicester-Strachan también estaba con ellos.

– Así que todos lo vieron, o pudieron haberlo visto.

– Sí, eso supongo. Yo estuve muy ocupado, de modo que no reparé en dónde estaban todos.

– Además no estaban muy sobrios, ¿no? Lo cual hace aún más difícil recordar.

– Admito que tomé un poco. Las vacaciones; usted sabe cómo son esas cosas.

– Pero no puede decir con seguridad si alguien bajó al sótano entre las nueve menos cuarto, cuando su empleado Twig fue a buscar más vino, y el momento en que bajó la señorita Murch, a eso de las once.

– No. – Matchett negó con la cabeza. – Hay una cosa que no entiendo, inspector.

– ¿Qué?

– Sus preguntas. Parece convencido de que alguien de aquí, que estaba en la posada, fue… el que cometió el crimen. Nadie conocía a Small.

– Lo que usted quiere decir es que nadie dijo conocer a Small.


Dick Scroggs limpiaba la barra cuando Jury entró en la posada Jack and Hammer, se presentó y mostró su credencial. Esto despertó los cuchicheos de la media docena de clientes que estaban en la barra, que parecieron separarse como las olas del mar, tres a cada lado de Jury. Se encasquetaron las boinas o simplemente bajaron la nariz hacia sus vasos. Parecían creer que Jury iba a arrestarlos a todos allí mismo.

– Sí, señor – dijo Scroggs con rápidos movimientos de su repasador -. Sabía de su llegada al pueblo. Supongo que me hará preguntas.

– Así es, señor Scroggs. ¿Podríamos subir al cuarto que ocupó el señor Ainsley? – Jury sintió los ojos de los clientes en su espalda cuando Scroggs lo guió por las escaleras destartaladas, explicando que rara vez alguien se alojaba en uno de sus tres cuartos, pues ese sitio era una taberna más que una posada, a diferencia de la de Matchett. Ainsley había llegado al pueblo varios días antes pidiendo un cuarto. No dijo de dónde venía ni hacia dónde iba.

El cuarto era una caja cuadrada y mal iluminada con los muebles habituales: cama, cómoda y un sillón bastante decrépito. El armario no guardaba ningún secreto. La ventana era la tercera en la hilera de cinco que daban al frente de la posada.

Scroggs se hallaba junto a una puerta en la pared que hacía ángulo recto con la ventana.

– Esta puerta da al cuarto de al lado. Todos los cuartos se comunican. Como no había otros huéspedes, Ainsley me dijo que no me preocupara por cerrar las otras puertas.

– En otras palabras, se puede ir desde este cuarto al depósito sin necesidad de salir al pasillo.

– Sí, exacto.

– Algo muy conveniente para el asesinato.

Entraron en el cuarto de al lado, idéntico al primero con la única diferencia de los muebles que estaban dispuestos de otra manera, y luego fueron al depósito, lleno de lámparas viejas, valijas, diarios, revistas y demás.

La ventana era baja, oculta a medias por el techo de paja y, cuando Jury la empujó, abrió sin dificultad. Justo abajo, a no más de treinta centímetros, estaba la viga de madera sobre la que se apoyaba la figura tallada. El asesino se había limitado a levantar al herrero de madera del poste y colocar a su víctima sobre la viga.

– Usted le dijo al inspector Pratt que Ainsley llegó a eso de las siete, ¿correcto?

– Sí, señor.

Scroggs se rascó la cabeza; luego recordó.

– Pidió la cena, después que le mostré el cuarto, claro. Comió a las ocho, se quedó sentado un rato y se fue a su cuarto. Acababan de dar las nueve, creo. – Dick Scroggs reflexionó un momento y agregó: – Quiero decir, me dio la impresión de que subía a su cuarto.

Jury lo miró.

– Ésa es una distinción interesante, señor Scroggs. ¿Quiere decir que pudo haber salido por una puerta trasera?

– Sí, así es, pudo haber salido. No por la puerta del frente, porque lo habría visto. Pero la puerta de atrás – Scroggs señaló hacia abajo con el pulgar -, está casi siempre abierta.

– ¿Pudo haber encontrado a alguien afuera, entonces?

Scroggs asintió.

– O alguien pudo subir a su cuarto, sin que yo lo viera.

– ¿Quién más estaba en la posada?

– Casi todos. – La cara de Scroggs hizo una mueca de esfuerzo por recordar y repitió los nombres de los mismos que habían estado en The Man with a Load of Mischief, con excepción de Trueblood y Lady Ardry. No porque importara mucho, pensó Jury. Como Scroggs había dicho, cualquiera pudo haber entrado por la puerta de atrás y haber subido la escalera.

Scroggs miró por la ventana.

– Qué increíble, ¿no? Ponerlo acá arriba para que lo viera todo el mundo. No tiene sentido.

– Eso parece, señor Scroggs. Pero la verdad es que nadie vio a Ainsley por un buen rato, ¿no?

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