CAPÍTULO 3

Ardry End era conocida por la gente del pueblo con el nombre de La Casa Grande. Era una mansión señorial guarnecida por torres hecha de arenisca, de una tonalidad que iba del rosado al bermejo, según el ángulo del sol. La vía de acceso era tan elegante como la casa misma. Se llegaba por un puente de piedra que cruzaba el río Piddle por un camino entre los prados salpicados por la nieve. La ubicación de Ardry End, entre los arroyos, las ovejas y las colinas de lavanda, casi le arrancaba lágrimas del os ojos a Lady Agatha Ardry porque la casa no era suya. El hecho de que su esposo no hubiera sido el octavo Conde de Caverness y el duodécimo Vizconde Ardry había sido siempre una herida abierta. En cambio, el Honorable Robert Ardry había sido el inútil hermano menor del padre de Melrose Plant. A pesar de que su sobrino había renunciado al título de Lord Ardry, Agatha lo había recogido y lo había puesto en uso otra vez, transformándose de la noche a la mañana en “Lady” Ardry. El tío de Melrose y marido de Agatha murió en una sala de juego a los cincuenta y nueve años, después de perder todo el dinero que le quedaba, de modo que Lady Ardry dependía casi por entero de la generosidad de su cuñado, hecho que no acrecentaba su afecto por Melrose. El padre de éste había sido un laborioso miembro de la Cámara de los Lores y vicepresidente de una compañía de corredores de Bolsa. Más adinerado al morir de lo que admitía en vida, se ocupó de que la viuda de su hermano recibiera una anualidad holgada.

A pesar de estar fuera de su alcance para siempre las salas de mármol de Ardry End, Agatha no dejaba de arrojar sus sugerencias y comentarios a Melrose sobre que “necesitaba una mujer en la casa”. Él simulaba creer que las obvias guiñadas y movimientos de cabeza indicaban que debía tomar esposa, sabiendo muy bien que lo último que deseaba su tía para él era una esposa, pues suponía que ella contaba con fervor las horas hasta el momento en que alguna enfermedad exótica acarreara su defunción prematura, dejándola a cargo de su casa y fortuna. Y estaba al tanto de todo lo concerniente al patrimonio de Melrose Plant, o eso parecía.

Melrose Plant consideraba a su ti un albatros que su tío había cazado y le había dejado colgado a su sobrino alrededor del cuello. Lord Robert la había cazado en Milwaukee, Wisconsin, cuando efectuaba un viaje de placer por los Estados Unidos. Agatha era norteamericana. Pero lo ocultaba la máximo debajo de trajes de tweed, bastones y un buen oído para los modismos británicos aunque muy malo para los nombres propios.

Su tía usaba cualquier pretexto para aparecerse de pronto en Ardry End a mirar con codicia las estatuas de porcelana, los retratos, los tapices chinos y los William Morris, los Waterford, los jardines y los cisnes que formaban parte de la tranquila y majestuosa residencia. Lady Ardry podía aparecerse a cualquier hora y con cualquier clima sin ser invitada. Era exasperante entrar en el estudio a medianoche mientras la lluvia caía sobre la oscura noche invernal y ver una figura de cara blanca envuelta en una capa negra apoyada contra las puertas ventanas e iluminada de pronto por un relámpago. Era igualmente exasperante que esa figura entrara, voluminosa y empapada, chorreando agua sobre las alfombras persas como un gran perro y adoptando una actitud ofendida como si todo fuera culpa de Melrose: ¿por qué el tonto ése del mayordomo no había contestado a la puerta del frente? Luego suspiraba y miraba a su alrededor con una expresión de “¿no hay cuartos en esta posada?”, haciendo sentir a su sobrino como el posadero de corazón de piedra que la relegaba al granero en el pueblo.

Melrose aspiró profundamente el aire de diciembre mientras pedaleaba y pensaba en los dos asesinatos cometidos en menos de veinticuatro horas. Le habían proporcionado al pueblo algo sobre lo cual especular que no fuera su estado civil. También habían hecho que todos tuvieran mucho cuidado antes de hacer lo que Plant hacía en ese momento; viajar en bicicleta solo por un camino solitario. No porque fuera especialmente valeroso, sólo era extremadamente razonable. Ya había deducido los motivos de los crímenes y él, como víctima, no encajaba. Ambos asesinatos habían tenido lugar en posadas, ambos habían sido grotescos hasta el absurdo. Fuera lo que fuere que tuviera en mente el asesino, era algo concreto, y los diabólicos crímenes parecían planeados para su propia satisfacción. Al menos, los estaba convirtiendo en una buena representación.

Plant guió su bicicleta los últimos metros hasta el portón de hierro de Ardry End. Había dos leones dorados sobre pilares de piedra a ambos lados de la verja. Su tía había preguntado varias veces por qué no tenía algunos grandes y nobles perros para que se precipitaran a recibir a los invitados: El sabueso de los Baskerville la había impresionado mucho en su juventud. Melrose abrió el portón, volvió a cerrarlo y llevó la bicicleta por la curva de la entrada de coches, mirando el lugar con los ojos prácticos de su tía. Los cercos de espinos a ambos lados del sendero eran altos y estaban cortados con prolijidad. Melrose casi tuvo que romperle la azada al meticuloso jardinero para evitar que convirtiera los cercos en una exhibición del arte de la jardinería, ese tipo de cosas que le encantaban a Lorraine Bicester-Strachan, su vecina más cercana.

Si bien Ardry End no se parecía a Hampton Court, el señor Peebles, el jardinero, pensaba que el terreno era por cierto lo bastante extenso como para salir favorecido en una comparación con Hatfield House. Peebles contaba con el apoyo de Lady Ardry en todos sus intentos por hacer de Ardry End un lugar de interés turístico. Parecían ambos una yunta de viejos caballos de tiro que arrastrara imaginarias cargas de plantas ornamentales y exóticas a través de los jardines, para moldear y reformar esa vieja extensión verde que Melrose quería dejar a la voluntad del viento y la lluvia. La tía prefería rimbombantes paisajes y coups d’oeil, quizás incluso un sorpresivo panteón en miniatura detrás del lago, con sus columnas corintias encegueciendo a los rayos del sol. De ser por la tía Agatha y el señor Peebles, sus prados y bosques naturales habrían sido asfixiados por boj, ligustro, espino y tejo podado. Secundado por la tía, Peebles había logrado un estanque con lirios circundado por un cerco de tejo podado con una pequeña y discreta fuente en el centro. El jardinero había intentado introducir peces de plomo en el fondo del estanque, pero Melrose se los hizo sacar. Para compensar lo de los peces de plomo, Melrose permitió dos cisnes de verdad y una familia de patos para el lago. Pero los cisnes y el estanque fueron su única concesión. Lady Ardry y el señor Peebles habrían escrito el nombre de Mountardry-Plant con flores sobre el césped del frente, como en un edificio municipal.


Ruthven, el mayordomo, abrió la puerta de Ardry End. Decir que Ruthven pertenecía a la vieja escuela es quedarse corto. Melrose pensaba que todos los demás sirvientes de Inglaterra habían aprendido de Ruthven. Lo recordaba allí desde que tenía uso de razón. Ruthven podría tener entre cincuenta y cien años: siempre le había parecido idéntico.

Melrose heredó a Ruthven junto con los retratos, el paquete de acciones y el empapelado Morris, y durante el transcurso de su relación, el amo había hecho sólo una cosa que molestó al mayordomo: renunciando a su título, después de algunas sesiones en la Cámara de los Lores. Ruthven casi debió meterse en la cama. El mayordomo recibió la noticia una mañana durante el desayuno, como al pasar, como quien alcanza el plato para que le sirvan más arenque. Ah, a propósito, Ruthven, ya no debe llamarme milord. Se había quedado ahí parado, como tallado en piedra, con una expresión inmutable. No me pareció apropiado, ¿se da cuenta?, teniendo un trabajo, retener al mismo tiempo ese incómodo título. Ruthven se había limitado a inclinarse y presentarle la bandeja de plata con huevos a la manteca rodeados de gordas salchichas. Además, nunca me atrajo la idea de ocupar un asiento en la Cámara de los Lores. Qué aburrido sería. Cuando una salchicha hizo plop al caer sobre el plato, Ruthven rogó lo disculpara, diciendo que no se sentía bien.

Lady Ardry había recibido la noticia con gesto más ambivalente. Lo positivo era que por fin lograba superar a Melrose, ahora ella tenía un título, y él no. Esto la llenaba de alegría. Lo negativo era lo terriblemente antiinglés que era todo el asunto. ¿Cómo osaba desechar algo que había costado a su familia tantos años y tan impecable educación? Además, en las contadas ocasiones en que algún pariente lejano llegaba desde los Estados Unidos, Lady Ardry se había vanagloriado de exhibir “la casa de sus ancestros” y a Melrose junto con ella (“mi sobrino, el octavo Conde Caverness y duodécimos Vizconde de Ardry”) y todos lo miraban de arriba abajo como si fuera uno más de los objets d’art del castillo. Agatha estaba en una seria disyuntiva: por un lado le era delicioso decirse a sí misma “mi sobrino, el plebeyo”; por otro lado, era como retirar la delicada mantilla rosada de una cuna y descubrir que le han salido verrugas al bebé.

Así que el título constituía lo único en que lo había superado. No tenía nada más con qué competir. Melrose no era excesivamente rico, pero sí lo suficiente; tampoco excesivamente buen mozo, pero sí lo suficiente; no excesivamente alto, pero sí lo suficiente. Cuando se quitaba los formales anteojos con aro de oro para limpiarlos, se le veían los ojos de un verde sorprendente y luminoso. Y al decir que “tenía un trabajo” se excedía de modesto. Melrose ocupaba la cátedra de poesía romántica francesa en la Universidad de Londres donde enseñaba cuatro meses al año, en los que dejaba ecos de sí mismo resonando durante los otros ocho.

De modo que, como remate, era el profesor Melrose Plant. Lo cual hacía estremecer a Lady Ardry. Ese título hacía de él un gato con siete vidas, o un Hombre de la Máscara de Hierro, o la Pimpinela Escarlata: alguien con tan diferentes identidades como tarjetas de visita sobre una bandeja de plata.

Tenía además otro vicio que le causaba a la tía un sinfín de sufrimientos: era sencillamente demasiado inteligente.

Plant podía resolver las palabras cruzadas del Times en menos de quince minutos. Una vez ella lo desafió a un duelo de palabras cruzadas. Desgraciadamente a Lady Ardry le llevó media hora ordenar verticales y horizontales, de manera que abandonó el juego aduciendo que era una infantil pérdida de tiempo. Pero claro, Melrose no tenía que ganarse la vida, se decía, adjudicándose el papel de desdichada Cenicienta, condenada a ocuparse de la ceniza del mundo para que los otros Melrose pudieran bailar toda la noche y despertar entre sábanas de seda con sus bandejas con el desayuno y dedicarse a las palabras cruzadas del Times.

Melrose Plant suspiró con melancolía y se sentó frente al fuego. Con esos horribles asesinatos su tía sacaría a relucir sus inexistentes habilidades de deducción especialmente con él, por una mera cuestión de proximidad.

Aunque en realidad, podría decirse que ya estaba metido en el asunto, por haber estado en la posada Jack and Hammer la mañana del día anterior. No quería pasarse el día entero hablando de lo mismo, pero se vería obligado a oír hablar de ello, posiblemente por el resto de su vida.

Porque Melrose no depositaba muchas esperanzas en las facultades de deducción de la fuerza policial tampoco.

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