CAPÍTULO 10

Adrian cortó el aire con la espada, las rodillas dobladas en una postura clásica de esgrima. Había llegado a la lamentable conclusión de que su artimaña no iba a funcionar. Llevaba en cama… ¿Cuánto tiempo? Ni dos días completos… y estaba listo para tirarse por la ventana y encaramarse al tejado por la falta de actividad.

Incluso de niño no había sido capaz de permanecer quieto más de tres minutos. Sus niñeras lo perseguían durante horas a lo largo de la vasta propiedad de su padre. Como soldado, tenía la firme convicción de que el estado físico de un hombre comenzaba a deteriorarse el día en que dejaba de exigirle sacrificios a su cuerpo. Incluso cuando el ducado pasara a él, no tenía la más mínima intención de sentarse con el trasero gordo, en una silla de montar repleta de joyas, paseando por sus tierras, mientras otros se rompían la espalda trabajando.

Quería pelear, moverse, y… y hacer el amor de forma salvaje con Emma Boscastle. Pero como esa atractiva opción estaba momentáneamente fuera de su alcance, no iba a quedarse en cama, como una mimada emperatriz, esperando su plato diario de ciruelas cocidas para remover sus intestinos.

Respuesta.

Retirada.

Pateó una banqueta, saltó al sofá, y atacó a un asaltante inexistente cerca de la puerta.

Desafortunadamente, en ese instante se abrió la puerta para dejar entrar a una confiada criada, llevando toallas limpias y una jarra de agua fresca. Le echó una sola mirada a Adrian, plantado en el sofá, con la espada apuntando en su dirección, dio un grito agudo, y apenas logró dejar la cosas en el suelo antes de volverse para escapar.

Adrian bajó la espada. -Lo siento. ¿La asusté?

La criada con cara de muchachito, negó con la cabeza, pareciendo súbitamente más curiosa que alarmada. Adrian se bajó del sofá y frunció el entrecejo. – ¿Te he visto antes? ¿No se supone que debes llamar antes de entrar en la habitación de un caballero?

– Qué sé yo -dijo encogiéndose de hombros con impertinencia.

Él entrecerró los ojos.

– ¿Quién eres?

– Soy lo que ella me diga que sea.

– ¿Lady Lyons?

– Sí. -Se agachó a recoger las toallas-. Pensé que estaba enfermo.

– Lo estaba… lo estoy. Había una telaraña en el techo. Estaba tratando de alcanzarla con la espada. No soporto las arañas.

Ella miró hacia arriba astuta. -No veo ninguna telaraña.

– No podría. La rebané y la mandé al otro mundo.

Con mirada cómplice, ella lo miro de arriba abajo.

– Y tampoco parece que le ocurra nada malo a usted.

Él se sentó a los pies de la cama.

– Y tú tampoco pareces una criada.

Ella se enderezó, una mirada de alegría ilumino su rostro de duende.

– Yo sé que es usted.

– ¿De verdad? -le preguntó sin interés, balanceando la espada entre las rodilla.

– Es un embu’tero.

– ¿Un qué?

– Un falso.

Él apretó el puño de su espada.

– ¿Perdón?

– No le ocurre nada a su cabeza.

– Tiene que ocurrirle algo -replicó él-. O no estaría hablando contigo.

Ella levantó la voz.

– ¿Entonces, no es hijo de un duque?

– Eso es… eso no es asunto tuyo.

– ¿Por qué esta fingiendo? ¿Va a robar en la casa?

Él levantó la vista irritado.

– Muchacha descarada.

– ¿Entonces por qué?… -empezó a reírse-. Si no es por dinero, entonces tiene que ser… Solo hay dos cosas que un hombre persigue.

– ¿Qué edad tienes? -exigió él.

– Diecisiete. Creo.

– Bueno, hablas como si te hubieses criado en un burdel.

– ¿Cómo lo supo? -preguntó, genuinamente sorprendida.

– Vete -le dijo con un suspiro.

– ¿Cuánto?

– ¿Cuánto qué? -preguntó levemente molesto.

Ella apoyó su hombro huesudo en la puerta.

– ¿Cuánto me va a pagar para no delatarle?

– ¿Qué? -dijo él con suave incredulidad.

– ¿Cuánto me va a pagar para no decirle a la señora Aguafiestas que le está tomando el pelo?

Él se levanto de repente, con la espada en la mano izquierda. En toda su vida jamás había dañado a una mujer. Pero, por otra parte, nunca había sido chantajeado por una. -¿Sabes cómo he pasado los últimos diez años de mi vida?

– ¿Criando margaritas?

Se acerco a ella hasta presionarla contra la puerta.

– Muerte. Desmembramiento. He sido acusado, con o sin razón, de una decapitación o dos.

– Entiendo. -Tragó, asintiendo con la cabeza-. Entonces es por eso, por lo que le gusta.

Adrian sabía que no debía preguntar. Sabía que una golfilla sin hogar no era la fuente más fiable de información. Pero, por otra parte, la muchacha no parecía tonta.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Porque va por mal camino. La señora se enorgullece de ayudar a la gente. Trabaja para que todos sean correctos y atractivos. Sin duda es guapo, pero no es correcto. Tiene el diablo en los ojos.

Él sonrió fríamente. -En ese caso, sería mejor que no te cruzaras en mi camino.

– Ni en sueños -le ofreció la mano-. El nombre es Harriet, y voy a ser una dama. ¿Un apretón de manos?

– No. Solo trae toallas limpias. Ha pisado las que trajo, y soy un poco particular con mis hábitos de limpieza.

Le hizo una reverencia inestable. -Haré que las borden con maldito hilo dorado y que las planchen, si usted quiere.

Sonrió. No era malo tener un aliado.

– ¿Entonces, nos entendemos?

Ella tuvo el descaro de sonreírle de nuevo.

– Siempre digo que los tramposos y los estafadores tenemos que permanecer unidos.


Una hora más tarde, Adrian había acabado con su paciencia, y era incapaz de quedarse quieto. Escapó de su habitación, y bajó las escaleras que llevaban jardín.

Esperaba poder encontrar a Emma sola. Sus sermones bien intencionados le levantaban el ánimo. Le gustaba la idea de pasear con ella por el jardín, haciéndola rabiar un poco. Seguramente iba a reprenderle por estar fuera de la cama. Tal vez tomaría su mano y se ofrecería para sentarse con él unos minutos.

Pasó junto a un cobertizo y de pronto se encontró rodeado por una horda de debutantes dibujando. Se quedo paralizado. Por la expresión de sus jóvenes rostros, supo que había hecho algo muy malo al interrumpir la clase. O eso, o estaban advertidas de que era un hombre al que debían evitar.

Emma lo estrangularía si la avergonzaba frente a sus pupilas. Sin embargo ya era muy tarde para escapar sin ser visto. Una de las muchachas lo había visto por encima de su cuaderno de dibujo y dio un alegre grito al reconocerle.

– ¡Caray! Miren quién ha resucitado de entre los muertos. Es el mismísimo duque.

Esa voz. Se encogió. Ese joven rostro insolente. La golfilla otra vez. Asintió con la cabeza, amablemente, mientras Emma levantaba la vista desde su banco, para mirarlo fijamente en… bueno, su rostro no dejaba ver nada. No estaba arrojando precisamente pétalos de rosa como bienvenida a sus pies. Simplemente se quedó sentada con actitud cautelosa, como si fuera una figura en un cuadro. Tal vez temiera que la traicionara.

– Disculpe -dijo, haciendo una cortés reverencia-. No tenía intención de interrumpir.

De interrumpir.

Emma dejó escapar un suspiro compungido. Una interrupción era un gato persiguiendo a una ardilla hasta un árbol, o una criada discutiendo con el mayordomo. La presencia de Adrian ante una docena o más de protegidas debutantes, era más parecido a los cielos abriéndose para depositar a un semi-dios en medio de las jóvenes.

Gritos ahogados. Chillidos. Levantó una mano, para aplacar esta pequeña rebelión. -Contrólense, por favor. Una joven dama no debe parlotear en presencia de un caballero.

Pero qué caballero.

Hasta ella estaba confusa por su aparición. Caminaba por la hierba con la gracia natural de sus largas piernas; su belleza sin artificio realzada por su camisa blanca de lino irlandés, pantalones ajustados color beige, y botas gastadas. Que su corto cabello color trigo oscuro pareciera algo despeinado, solo realzaba su diabólico atractivo. Hermoso pagano. Su amante secreto. Oh, cómo hacía que le doliese lo prohibido.

Por más que lo intentara, no podría disuadir a las muchachas para que dejaran de mirarlo. Desgraciadamente, a ella misma le costaba mucho ignorarle. Tampoco ayudaba que él la estuviese mirando directamente. De hecho, sonriendo con genuino deleite. Ella negó con la cabeza, el nerviosismo confundía su ingenio. ¿Qué diablos pensaba que estaba haciendo?

Si no lo conociera, pensaría que estaba enamorado de ella. ¿Pero no jugaban siempre las comadrejas con convicción? La mitad de su placer no provenía de la conquista, sino de la persecución.

Después de todo, el había admitido que no estaba dispuesto a cerrar la brecha con su padre con premura. ¿Podría un hombre que había vivido como él, contentarse con la vida tranquila y refinada que Emma anhelaba? Decidió que podría.

Entonces podría estar contenta con él.

– No quise interrumpir -dijo-. Me moría por un poco de ejercicio. -Agitó los brazos exageradamente-. Aire fresco, ya sabe. No hay nada como eso.

Se las arreglo para asentir. -Sí. Sin embargo, estábamos en medio de una lección sobre… -la llegada de Adrian parecía haber borrado todo pensamiento de su cabeza-. La etiqueta correcta cuando se recibe invitación de una corte extranjera.

– Un tema muy cercano a mi corazón -dijo con gravedad.

Emma lo miró fijamente durante unos instantes. ¿Estaba tratando de impresionarla? ¿Podía ser tan dulce como parecía? -Cierto. En todo caso, como estaba a punto de explicar a mis alumnas, la esposa de un embajador en el extranjero, comparte el rango de su esposo. Por lo tanto debería ser anunciada después de su entrada a cualquier gala…

– ¿Y si él llega tarde? -preguntó la señorita Butterfield preocupada-. Mi padre nunca llega a tiempo a ninguna parte.

– Tendrá que esperarle -respondió Emma-. Ahora, sentaos ordenadamente.

– Lord Wolverton fue diplomático en el extranjero, ¿no? -preguntó una de las muchachas entusiasmada-. Tal vez podría informarnos sobre la sociedad diplomática, Lady Lyons.

Las cejas de Emma se arquearon ante tal sugerencia. Encontró la mirada socarrona de Adrian por un momento. Dudaba que la sociedad diplomática con su rango elitista, contara con un mercenario inglés de mala reputación. -Me parece que Lord Wolverton tiene más experiencia en…

Él se encogió de hombros con modestia.

– No me importa compartir mis conocimientos. Una vez tuve que darles la noticia a las ocupantes de un harén de que su dueño había sido asesinado en una revuelta. Por supuesto, esa no es una situación que ustedes, jóvenes damas, puedan encontrarse alguna vez, seguramente.

– Se estremece uno al pensarlo -murmuró Emma.

– Era un rajá -agregó Adrian con ojos brillantes.

– ¿Tenía tigres? -preguntó Harriet.

– Sí. Y se escaparon después de su muerte.

– No veo eso cómo ejemplo de diplomacia extranjera -dijo Emma, aterrada por lo que revelaría a continuación.

– Bueno, iba a llegar a eso -respondió Adrian-. Teníamos que poner en el trono al pariente más cercano del rajá, antes que se desatara una sangrienta rebelión en nuestras manos. Si ustedes piensan que fue fácil conseguirlo en un palacio invadido por tigres hambrientos y mujeres sollozando, no saben lo que es la diplomacia realmente.

Emma miró alrededor consternada; Adrian mantenía cautivada a toda su audiencia, como nunca las había visto. Las alumnas estaban pendientes de cada escandalosa palabra. Como ella. En realidad, habría disfrutado escuchando historias coloridas de su pasado, pero en privado. Un aventurero. ¿Qué veía en la correcta Emma Boscastle? ¿Se convertiría ella en una de sus pequeñas historias perversas?

De repente se levantó. -Muchas gracias por una perspectiva tan clara, Lord Wolverton. Como es un desafío social que es de esperar que mis estudiantes nunca tengan que enfrentar, como usted mismo señaló, sugiero que volvamos a nuestra más corriente instrucción. ¿Puede decirme alguien cuál es la forma correcta de dirigirse a la esposa de un embajador francés?

Harriet levantó una mano. -¿Le puedo hacer una pregunta al futuro duque?

– No -dijo Emma rápida-. No puedes.

– Lo que quiero preguntar -continuó Harriet-, es qué tiene que hacer una señorita para casarse con un duque.

Las demás pupilas exhalaron un grito ahogado de placer mal disimulado, ante la directa pregunta.

Emma se sentó en el banco, resistiendo las ganas de elevar la voz.

– Creo -dijo Adrian con cuidado-, que esa pregunta sería contestada mejor por vuestra directora.

Todas miraron con interés a Emma, que encontró, para su vergüenza, que estaba esperando la respuesta de Adrian a esa inadecuada pregunta, tan ansiosamente como sus pupilas. Su respuesta, no sería el consejo habitual. Él era de todo, menos el típico aristócrata.

Tosió discretamente, con una sonrisa asomando a sus labios.

– ¿Lady Lyons?

– Se acabaron las clases hasta la tarde -anunció con voz seca.


Emma y Charlotte habían decidido escribir un manual de etiqueta hacía varios meses, para aquellas damas que se esforzaban en ser refinadas, pero no podían permitirse el lujo de instrucción privada. Ambas escribían para entretenerse. Pero una guía era un gran proyecto que posiblemente iba a requerir años de esfuerzo y profunda y práctica reflexión. Una o dos veces a la semana, al terminar el día, Emma garabateaba algunas notas, acerca de algún tema crucial, para ser incluido en el libro.

Algunas veces Charlotte y ella se entregaban a momentos de pura estupidez, e insertaban un capítulo mordaz solo para entretenerse. El Delicado Arte de Deshacerse de un Barón con Eructos. Como vaciar un vaso de vino malo en un macetero de helechos durante una fiesta.

¿Dónde situar en esta guía un capítulo titulado “La desgracia de una dama… cómo pretender dignidad después de una caída”? Dejó la pluma con un suspiro, consternada al notar que la punta goteaba tinta en el papel. Y también en el escritorio de su hermano.

Nunca en toda su vida había derramado tinta.

Este era el estado de descuido al que su único pecado la había conducido. ¿Dónde estaba la arena? Observó cómo la mancha se derramaba hasta que una aterciopelada voz oscura habló sobre su hombro.

– ¿Puedo ayudarla en algo?

Se removió de la silla, y mientras, sobre su hombro, Adrian secaba la mancha con un pañuelo limpio que había sacado del bolsillo de su chaleco.

– Lo ha arruinado también, ¿sabe? -dijo ella avergonzada-. Vaya par somos.

Dobló el pañuelo sobre la mancha de tinta.

– ¿Qué es una mancha más, en una vida tan oscura como la mía? -le preguntó con una voz neutra que imposibilitaba saber si hablaba en serio o no.

Se puso de pie, con el corazón acelerado, mientras sus ojos se encontraban con su mirada pensativa. -No deberías pasear sin compañía -dijo suavemente-. Quería habértelo mencionado en el jardín.

Su mirada sostuvo la suya, hasta que él la apartó. -Quería decirte que me encuentro mucho mejor. Y que voy a marcharme. Me he aprovechado de ti y de tu hermano demasiado.

Ella cruzó los brazos bajo el pecho. Qué hombre más exasperante. Por una parte la hacía sentir culpable y avergonzada por lo que habían hecho. Por otra, sufría por empujarlo a irse antes de estar curado. -¿Por qué los hombres no pueden admitir ninguna debilidad? Voy a tener que enviarte de vuelta a la cama. Con un lacayo.

Él apoyó la cadera en el borde del escritorio.

– No te molestes.

– No es ninguna molestia -dijo volviéndose al cordón de la campanilla… y encontrándose súbitamente atrapada entre un viril hombre alto y el escritorio-. ¿Qué estás haciendo? -su voz se redujo a un susurro-. ¿Qué quieres de mí?

– Estaba buscando a Heath -dijo en voz muy baja, su cuerpo a un suspiro del suyo.

Se acercó un poco más. Ella tembló en respuesta.

Levantó la cara.

– ¿En serio?

– No. -Él bajó la mirada-. No. Tenía la esperanza de verte antes de marcharme.

Su confesión, el recuerdo del breve pero fantástico placer que habían compartido, era evidente entre ellos, tanto una burla como una tentación para Adrian. La deseaba tanto, que no podía imaginar que ella a su vez no lo deseara.

Antes de que pudiera detenerlo, o que él pudiese detenerse, inclino la cabeza y la besó. Sus labios se abrieron, tal vez por la sorpresa. Condujo su lengua profundamente dentro de su boca. Su cuerpo se estremeció. Incluso entonces él mantuvo las manos a los costados, porque si la tocaba, desearía más y más, y tomaría hasta colmarse. La deseaba, y si ella fuese otra mujer, hubiera encontrado cien maneras de tenerla. Pero por ahora, y porque era Emma Boscastle, tenía que fingir respetar ciertas normas de conducta, que en primer lugar nunca se había tomado la molestia de aprender correctamente.

– No -susurró, pero sus labios se abrieron, calientes y exuberantes, y bajo su negativa, sintió el deseo y recordó sus dedos deslizándose en su piel sedosa. Gimiendo, intensificó el beso.

– Por favor, ¿qué? -susurró.

– No lo sé. Alguien podría… ver

– Cerré la puerta con llave al entrar.

Sus hombros temblaron delicadamente indicando que lo anhelaba tanto como él.

– El problema -continuo él en voz baja-, es que estás en cada uno de mis pensamientos. Me atormenta el recuerdo de cómo te sentí en el momento de romper tus defensas.

La respiración de ella se aceleró.

– No lo digas.

– Te alejaste -continuó él, con voz baja e implacable. Sus dedos bajaron por la garganta de ella-. Podía haber habido más. Tal vez necesites tiempo. Fue culpa mía, fui un tonto al haber precipitado algo que necesita tiempo.

– Ya no importa -dijo con voz entrecortada-. Lo olvidaremos.

– Esperaré -susurró-. Creo que puedo necesitarte, aunque nunca antes he necesitado a nadie, no así. ¿Y tú? No es un sentimiento especialmente consolador. No estoy acostumbrado a ser tan terriblemente emotivo.

Ella tomó aire. -No voy a contestar.

– Creo que acabas de hacerlo -dijo él sonriéndole-. ¿Serás honesta conmigo?

Exhaló lentamente. -Voy a intentarlo.

– ¿Qué puede hacer un hombre como yo para ganarse tu afecto?

La estaba haciendo rabiar, pensó Emma, y un rubor le quemó la cara. Su broma era engañosa, tenía que haber sido ensayada y perfeccionada en una docena de mujeres antes de ella. -He llegado a la edad, señor mío, en que la discreción anula el deseo. Cuando la virtud tiene que subyugar a Venus.

Él la miró intensamente a los ojos, y entonces, para su indignación, rompió a reír a carcajadas. -Esas son tonterías. Tú ni siquiera has probado lo que es la vida. No me engañes ni lo hagas contigo misma.

– ¿Cómo sabe lo que he probado? -le preguntó ella irritada.

Él sonrió disculpándose. -Perdona, no quise insultar tu vasta experiencia. Sin embargo dudo que hayas visto tanto de la vida como yo.

– ¿Es… es verdad todo lo que se dice sobre ti? -le preguntó ella, vacilante.

Él se encogió de hombros.

– ¿Por ejemplo?

– Oh, no sé. Como lo de luchar con piratas chinos…

– De hecho eran piratas franceses. Filibusteros. La Compañía de las Indias Orientales me empleó para que acabase con su agresión, en lo que reclamábamos como territorio británico.

Ella lo miró aliviada.

– Así, todo suena más noble.

Él se detuvo. Sí. Pero no había sido nada noble. Había sido feroz, sangriento e infernal.

– ¿Qué era exactamente lo que hacías en la Compañía?

Casi contestó que cualquier maldita cosa por la que le pagasen, pero se recordó que un hombre debía vigilar sus palabras cerca de una dama como Emma. Al otro lado del mundo no había importado como se hablaba a los soldados.

– Soy cualquier cosa menos noble, Emma -dijo con compungida honestidad-. Pero tampoco soy un mentiroso.

– ¿Entonces qué eres? -susurró ella.

Él movió la cabeza, y dijo con voz ronca.

– Un hombre que encuentra tu compañía irresistible. No conozco palabras que expliquen lo que nunca había sentido. Por favor, dime que no estoy solo en esta locura.

Ella bajó la vista.

Sus nudillos rozaron su clavícula. Sus pechos se hincharon, a la espera de que él los acariciara. Cómo podía aparentar no conmoverse cuando su cercanía la atormentaba. Sus sentidos la empujaban a someterse. La avergonzaba darse cuenta de cómo este hombre la había hecho consciente de sus anhelos femeninos. El rubor comenzó a descender lentamente de su cara a sus pechos, y más abajo aun. Él le inspiraba deseo sexual hasta los mismos huesos.

– Adrian -susurró cerrando los ojos.

– Tiemblas cuando te toco.

También se estremeció cuando entró en la habitación.

– Olvidé el chal en el jardín.

– No puedo olvidar lo que hicimos, Emma.

– Ni siquiera lo has intentado -le dijo con un gemido de sufrimiento-. Adrian, honestamente, no eres justo.

– ¿Si fuese justo te conquistaría?

Sonriendo inclinó la cabeza, y la besó otra vez. Su lengua haciendo círculos lentamente con la suya, atormentándola, hasta que arqueó el cuello, rindiéndose. La atracción sensual ardía en el aire que respiraban. -Me gusta pensar en ti -susurró él-. En esos pequeños gemidos mientras jugaba con tu sexo. Qué húmeda estabas.

– Adrian -Sus piernas se doblaron. Las paredes internas de su cuerpo se suavizaron. Una punzante corriente sanguínea hormigueó en sus venas. -Me lo prometiste.

– Lo que prometí -dijo con voz espesa-, es que no diría nada. Nunca dije que no te desearía, o que no trataría de persuadirte de ir a mi cama.

Ella negó con la cabeza. Sin embargo, seguro que sabía cuánto lo deseaba. No podía esconder las señales. Se le escapó un gemido ahogado, cuando su erección le rozo suavemente el vientre. Su pulso latiendo salvajemente, como una traición en su pálida garganta.

– Emma -gimió en su delicada boca-. ¿Por qué no? Soy un hombre bien nacido que perdió el rumbo.

¿Por qué no? Sus caderas se movían con inquieta sensualidad, suplicantes. Ella tembló suavemente, aumentando aun más la excitación de su cuerpo. Necesitaba tocarla. Sentir su carne. Apretó las manos, jurando dominar su deseo por ella, y demostrar su valía.

Pero con la imaginación la estaba desnudando y poseyendo, en cada acto sexual existente bajo el sol. La sangre retumbaba en sus sienes, en sus ingles. Hizo rechinar los dientes, maldiciendo los instintos masculinos que le recordaban sus dulces tesoros bajo la falda, y su suave perfume. Como vainilla y calor de mujer. Consuelo y sexo en la misma mujer.

¿Cómo la iba a convencer de que no estaba más allá de la redención, cuando su pasado, su conducta hacia ella, demostraban lo contrario?

Él la miró. Su boca estaba húmeda, hinchada, tan deliciosa, que moriría por probarla otra vez. De alguna manera logró asir los restos de su cordura, y recordar dónde estaban.

– Para ser sincera -susurró, sus ojos azules sosteniendo con firmeza los suyos-, decidí que es tu herida lo que hace que te comportes inadecuadamente.

Él resopló divertido. Ahora se sentía el doble de diabólico. ¿Es que no entendía el granuja desesperado que era, y que por primera vez, que pudiera recordar, le importaba lo que alguien pensaba?

– Emma, escúchame -dijo con tono controlado-. No le ocurre nada malo a mi cabeza. Estoy perfectamente.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó impaciente.

– Solo buscaba tu atención -dijo con sonrisa de cordero-. Admito que me aproveché.

– ¿Y esperas que crea que te golpeaste en la cabeza para atraerme?

– No exactamente, la silla no era parte de mi plan -suspiró compungido-. Sin embargo, esperaba quedarme en cama el tiempo que tú quisieras cuidarme. Podría haberme marchado en cualquier momento. Pero decidí aprovecharme de tu bondad. Y ahora te lo estoy confesando, pidiendo tu comprensión. Te engañé, pero solo porque disfrutaba con tus cuidados.

– Ya veo -murmuró. Y él creyó que así era-. Bueno, el doctor dijo que debías quedarte en cama bajo observación varios días.

– No necesito quedarme en cama -protestó con ojos resplandecientes-. Lo que necesito es… tú. Tu atención personal.

– Ah -su boca tentadora se cerró-, creo que hay bastantes mujeres en Londres que estarían más que encantadas de responder a tus necesidades.

– No me estoy refiriendo a mis necesidades carnales -dijo rápidamente-. No me he relacionado en sociedad desde hace más de una década, y he olvidado cómo comportarme. Lo que necesito es… -buscó inspiración para ganarse su simpatía-,…instrucción para comportarme adecuadamente. Necesito que alguien suavice mis asperezas.

– Sobre eso no puedo argumentar.

– No puedo reunirme con ese viejo despreciable del duque, a menos que mantenga una conducta apropiada -inventó-. Es muy crítico con las apariencias.

– Deberías ser más cuidadoso con tu lenguaje -exclamó Emma.

El sonrió de forma inesperada. -Eso es exactamente de lo que estoy hablando. Ni siquiera me había dado cuenta de cómo le había llamado. Simplemente se me escapó. ¿Cómo puedo presentarme ante él con una conducta tan poco refinada?

Ella tamborileó con los dedos sobre el escritorio, con mirada francamente escéptica. Estaría impresionada, si no hubiese crecido con cinco hermanos. Y… movió la cabeza al darse cuenta de repente.

– ¿Quieres decir que has estado en Inglaterra casi un año y ni siquiera has visitado a tu padre?

– Mes más o menos.

Ella lo miró consternada.

– ¿A tu padre moribundo? ¿Una persona mayor dispuesto a dejar atrás los conflictos del pasado y ofrecer una rama de olivo…? ¿Por qué estás mirando al techo, milord? -preguntó irritada-. Es muy exasperante.

– Solo estaba preguntándome cuándo iba a empezar a cantar el coro celestial. -Se encogió de hombros ante su ceño fruncido-. Y a propósito, yo soy el que debería otorgarle el perdón, no él. Me hizo la vida imposible, Emma. Hizo que me marchara, con sus sospechas infundadas. He vivido creyendo que no era su hijo casi la mitad de mi vida. -Miró hacia ella con cínica diversión -. Tampoco es tan viejo como crees, y no se está muriendo.

– ¿Se ha recuperado? -preguntó sorprendida-. ¿Estás seguro?

– Si es que alguna tuvo algo, para empezar. Creo que fue un truco para traerme a casa.

– ¿Esperas que crea que tu padre simuló una enfermedad mortal para traerte de vuelta a casa?

– Sí. -Había supuesto que ella estaría de su lado. No había nada reprochable en su manera de verlo.

– Eres su hijo, Adrian -dijo encontrando su mirada-. Es tu deber y tu derecho de nacimiento honrarle.

– ¿Honrarle? -dijo con incredulidad-. A ese viejo…

– Es tu legado, es para lo que has nacido -dijo ella suavemente-. Él no puede desheredarte. Es hora de que pongas tus sentimientos a un lado.

– ¿En serio? -dijo acercándose a su delicada figura, una táctica que sabía muy bien, que generalmente distraía la atención-. Scarfield me dijo durante años que había nacido de una puta, y que no era su hijo. ¿Esperas que deje de lado años de abuso?

– Haz las paces, sólo eso, y después decides. Al menos podrías escucharle.

– ¿Por qué tendría que hacerlo? -la desafió.

– ¿Has considerado alguna vez qué pasaría en Inglaterra, si todos nuestros aristócratas de sangre simplemente decidieran abdicar?

– Lo desprecio -admitió, esperando todavía que ella aceptara que su enemistad estaba justificada.

Ella exhaló un suspiro. -No importa lo amargos que sean tus sentimientos, tienes que enfrentarte a él. Por tu propio bien sobre todo.

– No me digas lo que tengo que sentir o enfrentar -dijo levantando las cejas-. Solo ayúdame.

– No estoy segura de cómo hacerlo.

– Tampoco yo. Pero ahí lo tienes, Emma -dijo apoyando su frente en la suya-. Esto es una prueba de que necesito…

Ella se rió.

– ¿Qué?

– Una esposa. Tal vez lo que necesito es… una esposa.

Que Dios le ayudara. No sabía de dónde había salido ese pensamiento. Pero de repente era lo correcto.

– Una esposa -dijo ella sacudiendo la cabeza-. No podría estar más de acuerdo. Sí, eso necesitas. Un duque definitivamente necesita una esposa.

Ambos escucharon el suave golpe en la puerta al mismo tiempo. Adrian se movió rápidamente a un lado, mientras Emma volvía a su silla, contestando. -Sí. ¿Quién es?

– Soy Charlotte. ¿Puedo hablar contigo un momento?

Emma se mordió el labio, mirando con culpabilidad a Adrian. Él hizo un gesto a la puerta lateral detrás del escritorio, que conducía a un pasillo privado. Asintió con alivio evidente, mientras él hacía una discreta salida.

Hizo todo lo posible para comportarse como siempre, mientras abría la puerta a su prima. Al principio, Charlotte parecía demasiado agitada para notar nada raro.

Rogaba porque su prima no escuchara los pasos de Adrian en el pasillo, hacia la antesala.

– ¿Qué ocurre, Charlotte? -preguntó con preocupación.

– ¿Por qué te encerraste?… Oh, no importa. -Charlotte paseó la mirada alrededor de la biblioteca-. Es ella. Lady Clipstone está aquí y exige verte. Ahora, sin una invitación ni aviso previo. Hamm hizo lo que pudo para que se marchara, pero creí que era imperativo que lo supieras.

Ella. Su enemiga. Las llamas de la batalla se avivaron en el corazón de Emma.

Enderezó la espalda, un Boscastle estaba siempre listo para defender su terreno. Con razón Charlotte parecía nerviosa. Había solamente una mujer en Londres con la desvergüenza, y el instinto de llegar en medio del dilema de Emma, y usarlo en beneficio propio.

– ¿Dónde está? -preguntó tajante.

– En el salón formal. Le serví el té.

– ¿En la mejor porcelana china?

– Naturalmente.

Emma le dio una palmadita de aprobación y salió a enfrentarse a su rival. Tenía puestas muchas esperanzas en el futuro de la joven Charlotte, cuya percepción y reserva la habían protegido de su escandaloso linaje. Emma le demostraría con el ejemplo, cómo se defendía una verdadera dama sin rebajar su comportamiento.

Hipócrita, una pequeña voz en su interior se burlaba de ella, mientras avanzaba enérgicamente por el pasillo. ¿Qué tipo de ejemplo diste la otra noche? Y más de lo mismo, ¿qué espantosa transgresión estabas tentada a cometer, solo unos minutos antes de que Charlotte te interrumpiera?

Las posibilidades, no importa cuán interesantes, no toleraban su contemplación.

No es que estuviera en el mejor estado de ánimo para reflexionar acerca de las consecuencias de un romance secreto. Su mal humor aumentó en el momento que posó sus ojos en la mujer morena, elegantemente vestida que la esperaba en el salón. Hizo una pausa para admirar el adorable sombrero de paja con una elegante pluma de avestruz, que daba a Lady Alice Clipstone un cierto aire pícaro.

Alice Clipstone. Oh, su mera existencia era una burla para Emma.

No era necesario decir que ninguna de las dos mujeres permitía mostrar su hostilidad. En realidad parecían dos parientes que no se veían desde hacía mucho tiempo, y se encontraban en una reunión familiar. Exclamaron sobre lo bien que se veía la otra. Preguntaron por la salud de sus seres queridos… como si no hubiesen estado degollándose, figuradamente, durante meses.

– ¿Puedo ofrecerle más té? -preguntó Emma cuando la farsa inicial llegó inevitablemente a su fin.

– Cielos, no -replicó Lady Clipstone-. No debí sacarla de su clase, después de haber llegado tan groseramente, sin previo aviso. ¿O ha cancelado las clases por hoy? No podría culparla, con toda la reciente… conmoción.

Emma levantó la nariz. Ah, aquí estaba. El primer corte. La punta de un cuchillo untada en arsénico.

Se había quitado los perfumados guantes, abotonados hasta arriba. Parecía que Alice, al menos, de momento, abandonaba toda pretensión de refinamiento. Emma se sintió más calmada al sentir nerviosismo en el antagonismo de su adversaria. Alice nunca había sido capaz de aceptar con gracia que la academia de Emma atrajera a más solicitantes de las que podía recibir, y que ella, la usurpadora, tenía que hacerse cargo de las que rechazaba su rival.

– Siempre hay clase -dijo encogiéndose de hombros con indiferencia-. Se estudian las gracias sociales desde el amanecer hasta la cena. Charlotte, como usted sabe, está muy cualificada para enseñar, y he empleado a la maravillosa señorita Peppertree. En estos momentos ella y las chicas están en la biblioteca disfrutando de una clase de dibujo con Lady Dalrymple.

Los ojos de Alice se iluminaron. -¿Hermia? Usted confía esas mentes tiernas a una…

– ¿A una qué? -preguntó Emma con filo de hielo.

– Bueno, a una mujer que pinta aristócratas desnudos para consumo público -dijo Alice con una astuta pausa-. No me sorprendería que estuviese dibujando ávidamente al heredero de cierto duque mientras conversamos.

Un rubor culpable se apoderó de la cara de Emma. Ahí estaba el golpe que su rival esperaba asestarle. Adrian y el incidente en la fiesta de la boda. Seguramente se habría disipado el escándalo en uno o dos meses, si Emma hubiese puesto la mayor distancia posible entre ella y su atroz defensor.

Sin embargo, Alice no sabía nada de esa indiscreción… Emma se marcharía al exilio junto a un infame dictador, antes de permitir que se supiera la verdad. -Si Lord Wolverton desea que le pinten un retrato, entonces yo… yo…

Se interrumpió.

Un sentido premonitorio la invadió ante el repentino silencio fascinado de Alice. Con temor, se volvió para ver qué había captado la atención de la mujer.

Un movimiento furtivo hacia la ventana. Su hermano Heath… y Adrian, con su esplendida figura de ancha espalda, su silueta a contraluz. Durante un inesperado momento, a Emma se le cerró la garganta de arrepentimiento. Estaba completamente vestido, con un chaquetón gris carbón y un sombrero de copa negro de seda. Parecía que se marchaba, por lo que podía deducirse de su sombra al pasar.

¿No era eso lo que le había dicho? Ambos sabían que era lo mejor. Un hombre con sus talentos podía cuidarse solo. Pero…

Se obligo a volver a mirar a Alice, solo para encontrar a la mujer estudiándola a ella, con sutil curiosidad. -¿Qué estaba a punto de decir, Lady Lyons? -preguntó en tono inocente.

Emma no permitiría que su rival la alterara. -En realidad, querida, estaba a punto de preguntar qué la había traído aquí tan tarde.

Sin invitación. Sin acompañante además, a menos que ese lacayo hosco que Emma había divisado entreteniéndose en el vestíbulo, pasara como acompañante.

– ¿Seguro que no teníamos prevista una cita que haya olvidado? -continuó ingenuamente-. Si no, debe excusarme. La verdad es que estamos esperando la llegada de una estudiante especial… la sobrina de lord Heydon. Supongo que ha oído hablar de ella. -Emma hizo una pausa-. Creo que sus maletas ya han llegado.

– ¿Existe alguien que no haya oído hablar de Lord Heydon? -preguntó Alice-. Le ofreció apoyo a su academia, ¿No es cierto?

Emma vaciló, recordándose que una dama debía terminar una conversación antes que derivara a un terreno peligroso. Tampoco se permitiría mirar a hurtadillas por la ventana a cierto guapo granuja. -Ha sido lo suficientemente amable como para considerarlo. En cuanto…

– Qué bondadoso -dijo Alice llevándose una mano a la mejilla-. Que cabeza de chorlito tengo. Esa es la razón de mi visita.

Emma tragó el nudo de aprensión que se estrechaba en su interior. -¿El conde la envió?

– Es una forma de decirlo -Alice recogió sus guantes y su bolso de la mesa-, su secretario me informó de que recogiera el equipaje de Lady Coralie. Al parecer ha habido un malentendido y lo entregaron aquí por error.

Emma observó cómo Adrian desaparecía por la esquina, hacia el jardín. -¿Qué tipo de malentendido? -preguntó con voz rígida, forzando su atención de regreso a Alice.

– Lady Coralie no asistirá a su academia, después de todo, querida. Parece que su tío cambió de opinión respecto a su educación. Pensé que debía venir en persona para explicárselo en su nombre, y recoger sus pertenencias.

Emma luchó contra el poco refinado impulso de arrancarle la pluma del adorable sombrero que llevaba Alice. -¿Ha cambiado de opinión? -preguntó con ligereza.

Alice suspiró con un poco convincente sentimiento. -Lo siento si supone un inconveniente para usted… ¿Confío que no estuviese contando con sus fondos?

Emma logró encogerse de hombros con indiferencia, poniéndose de pie. -Por supuesto que no. ¿Debo darle instrucciones a Hamm para que le ayude con el equipaje de Lady Coralie? Imagino que todavía no puede pagar un lacayo…

Alice expulsó fuego por la nariz. -Tengo dos, y tengo la intención de emplear a otros dos más.

– ¿Debo contratar un carruaje para ustedes dos, o piensan caminar para cruzar la ciudad?

– De hecho, tengo un vehículo nuevo -dijo Alice de pie, para poder mirar directamente a Emma. Lo compré con…

Desde el jardín, un gorjeo de risitas encantadas interrumpió el golpe de gracia de Alice. Emma no pudo decidir si le gustaba o no la interrupción. Una palabra más de su némesis, y hubiese hecho algo lo suficientemente desagradable como para aparecer en los diarios de la mañana.

La suerte quiso, sin embargo, que el desorden del jardín, un escándalo en sí mismo, absorbiese toda su atención. Adrian posaba con aplomo en los peldaños de la pequeña cabaña de verano, la chaqueta sobre su bien constituido hombro, el sombrero a sus pies. Su gran sonrisa, aunque no dirigida a Emma, pues dudaba que pudiese verla, la tomó desprevenida. Era una deidad con una docena de admiradoras a sus pies.

¿Estaba posando para uno de los infames bosquejos de Lady Dalrymple? Oh, cómo… cómo…

– ¿Ese es Lord Wolverton? -preguntó Alice sin aliento a su espalda.

Emma cerró las cortinas y se giró. -¿Cree que puede dejar su escuela sin supervisión, Lady Clipstone? -dijo secamente-. Yo por mi parte debo volver a mis funciones.

La mirada de Alice volvió a la ventana cerrada. -En realidad -murmuró-. Tiene las manos bastante llenas, por lo que se ve.


Adrian no estaba seguro de cómo había acabado posando para uno de los bocetos de Lady Dalrymple. Él simplemente esperaba fuera con Heath, discutiendo sobre sus planes. Y ahí estaba ahora, sin embargo. Se veía ridículo, con Heath observando divertido desde el banco del jardín. ¿Cuántas veces había contado chistes su amigo Dominic, sobre el indignante boceto de la masculinidad de Heath Boscastle, que había terminado en las calles y salones de todo Londres?

Bueno, Adrian no se quitaría los pantalones para que ninguna de esas damas lo dibujara en el jardín. A pesar de eso, le había sido imposible rechazar a Lady Dalrymple. Sin importar la repugnante violencia que había definido su vida profesional, tenía debilidad especial por las dulces ancianas y los pequeños niños maleducados. Su abuela los había malcriado a él y a sus hermanos, hasta dos semanas antes de su muerte. Ahora se preguntaba si Lady Dalrymple le recordaba a su querida nana. ¿Habían brillado los ojos de su abuela con tan irresistible malicia? Sospechaba que sí.

– ¿Le importaría girar el cuerpo un poco y arquear la espalda? -preguntó Lady Dalrymple con voz temblorosa, angelical, e hizo la pose clásica para mostrársela.

Él frunció el ceño y la miró a la cara. -¿Perdón?

– Como si estuviese realizando un trabajo que necesitara cada pulgada de su fuerza -explicó ella con un aleteo evasivo de muñeca-. Oh, querido, intente simular que está levantando una carga pesada.

– ¿De qué?

– No lo sé. Carbón. Ladrillos. Cualquier cosa que haga trabajar a esos músculos maravillosos.

Miró más allá, a su anfitrión Heath, que en ese momento había cubierto su ofensiva sonrisa con una mano. Para Adrian, ese insulto junto a la expresión sobresaltada de Emma, quieta en la ventana, antes de cerrar a toda prisa las cortinas, le avisaron de que en realidad, había caído en una trampa malvada.

Y él pensando que Lady Dalrymple era dulce e inofensiva, una cabeza de chorlito. -¿Exactamente qué tipo de dibujo tiene en mente? -le preguntó con una mano en la cadera izquierda.

Ella le sonrió sobre el caballete. -Hércules -murmuró-. Nos faltaba agregarlo a nuestra Colección de Deidades. No tiene ninguna objeción, ¿verdad?

– ¿Objeción? -Él le hizo eco, mientras Heath se deslizaba más lejos aun en el banco, con un paroxismo por las carcajadas reprimidas-. Bueno, no estoy totalmente seguro… ¿Qué es exactamente una Colección de Deidades, si no le importa que lo pregunte?

– Toda la recaudación es para caridad -le aseguró Hermia.

– ¿Hércules? Él no era una deidad, ¿No?

– No se mueva -murmuró-. La luz no va a durar mucho, y mis rodillas sienten que va a estallar una tormenta. Hércules se transformó en deidad después de su muerte. ¿Podría hacerme un favor?

Ella tenía ese brillo travieso en los ojos, otra vez. -Todo depende, Lady Dalrymple. ¿Qué desea?

– ¿Le importaría fingir que está luchando con un león?

Frunció la frente. -¿Luchando con un león?

La señorita Butterfield levantó el lápiz sobre su cabeza. -Digo yo, Lady Dalrymple, que se supone que él tiene que estar desnudo. Por lo menos así está en el museo.

Él la miró alarmado. Heath prácticamente se revolcaba en el suelo. -Espero que estén hablando del león, y no de mí.

– De usted no -dijo Lady Dalrymple con una sonrisa de reprimenda-. De Hércules… Lydia, ve a buscar mi capa para que su señoría la use como puntal.

Lydia corrió a la casa, y regresó sin aliento un minuto más tarde, con la pesada capa de terciopelo dorado. Se la pasó a Adrian, que la tomó con un bufido de resignación.

– ¿Qué se supone que tengo que hacer con esto? -preguntó a Lady Dalrymple.

– Luchar con ello.

Él la enrollo alrededor de la muñeca, la tiró al aire y la cogió. -¿Así?

Su boca se convirtió en una delgada línea. -No se lucha con un león de Nemea como si fuese una naranja en una feria campesina, ¿No es así?

Adrian la miró fijamente. -No lo sé. Me está viniendo un hercúleo dolor de cabeza. ¿Puedo bajar?

– En un momento -replicó imperturbable-. Sea paciente, Hércules.

En ese momento, con las chicas de la academia dibujando ávidamente, y Emma escondida tras las cortinas, Adrian decidió que ya era suficiente. Por supuesto escapar de la situación era otro tema. Cada vez que intentaba moverse, Hermia le lanzaba una mirada que le recordaba a su abuela. Y se quedó.

Era obvio que Heath no tenía intención de intervenir. Como no podía decir cuánto tiempo lo retendría Hermia, Adrian se estaba planteando una huída desesperada, aunque no fuera heroica, cuando Charlotte Boscastle apareció en el jardín.

– ¡Es hora de la clase de modales, vamos!

Las muchachas abandonaron sus dibujos con suspiros de pesar y reverencias torpes en dirección a Adrian. Por un momento no pudo imaginar para quién eran las cortesías. Se rió por lo bajo al darse cuenta que eran para él. Aliviado, dio un paso sobre la hierba, mirando más allá de Charlotte, a la casa. Emma estaba en la puerta esperando a su grupo.

Adrian miró su delicado perfil.

Parecía tan segura de sí misma… demasiado segura para la mayoría de los hombres, pero era su fuerte carácter lo que atraía a Adrian. Ella hablaba con franqueza. Se podía confiar en sus palabras, aunque no le gustasen. Y sin embargo lograba comportarse como una dama debía hacerlo, con gracia natural y consideración a los demás.

Miro a su alrededor, dándose cuenta de que tanto Charlotte como Heath, lo estaban observando con obvio interés. -Bueno, esa fue una diversión no planificada -dijo volviendo la cabeza para detener la tentación de mirar, de nuevo-. Confío en no encontrar mañana mi imagen impresa por toda la ciudad.

Los ojos azules de Charlotte bailaban de la risa. -Tenga corazón. Todos los fondos que se recauden se distribuirán para obras de caridad en Londres.

– ¿Quiere decir que alguien pagaría por tener mi boceto? -preguntó Adrian con una gran sonrisa.

– Increíble, ¿No es cierto? -Heath pasó por su lado hacia la casa-. Tu cochero está aquí, preparado. Si quieres quedarte a cenar, Le diré que espere.

Bueno, eso era mordaz, pero educado, y Adrian sabía que había abusado de la hospitalidad de su anfitrión. -Me marcho. Gracias, de todas maneras. De hecho, te doy las gracias por todo.

– Eres más que bienvenido, pero… ¿Volverás otra vez, verdad? Apostaría a que Hermia te va a acosar para terminar tu lucha con ese león.

Él vaciló. Podía oír a Emma informando a una de las chicas que había dejado caer sus lápices. -Por supuesto que volveré -dijo vagamente-. Pronto.

Heath lo estudió con sonrisa pensativa. -Un buen amigo siempre es bienvenido a mi casa.

Un buen amigo. Adrian asintió, preguntándose si era su propia culpabilidad, o si la intuición de Heath le daba a la invitación un significado oculto.

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