Adrian llegó a la mansión de Grayson Boscastle, en Park Lane a las nueve de la mañana siguiente y formalmente pidió la mano de Emma en matrimonio.
Grayson aceptó graciosamente la petición con un apropiado despliegue de sorpresa y placer, tal como lo hizo su esposa, Jane. En realidad, las asombradas exclamaciones de deleite de Jane casi convencieron a Adrian que él había soñado los eventos de la noche pasada. Aparentemente, todo estaba bien si terminaba en sagrado matrimonio.
– Yo digo que esto merece una cena de celebración -anunció Gray, frotándose las manos con un gesto de autosatisfacción que indicaba que él mismo podría haber ideado el romance-. ¿Podemos arreglarlo, Jane?
Ella le sonrió. -No supondría ningún inconveniente en absoluto, querido esposo. El personal ya está acostumbrado a organizar esplendidos eventos a último momento.
– Nada esplendoroso -dijo Adrian rápidamente, pensando en la preferencia de Emma por lo sutil-. Yo creo que por todo lo concerniente, deberíamos casarnos tan silenciosamente como sea posible.
Y así fue que Jane se excusó, dejando a los dos hombres para que discutieran las disposiciones de la viuda y los arreglos mientras ella se apresuraba en la feliz tarea de planear una boda familiar. Lo cual significaba, por supuesto, que ella y la novia requerirían un nuevo guardarropa y calzado que combine y ese zapatero italiano podría necesitar un ejército de elfos que lo asistieran. Jane decidió que ella simplemente tendría que hacerse de una docena de zapatos nuevos para celebrar el compromiso de su cuñada.
Otro Boscastle cayendo víctima de la herencia familiar de la pasión. Era el rol de Jane, tal como lo percibía, asegurarse que el pasaje al matrimonio siguiera un curso tan suave como fuera posible. Cualquier olvido podía convenientemente causar daños antes de la marcha nupcial.
Como la hija de un conde, y esposa de un marqués, ella entendía intuitivamente que la adición de un duque y una duquesa a la línea familiar era una conexión para ser fervientemente abrazada, si no explotada.
El hijo de Jane, Rowan, heredero de su esposo, podría crecer con el hijo de un duque como primo y compañero de juegos. Era el orden propio de las cosas en la aristocracia inglesa. En la próxima década, en realidad en el próximo año, pocos en la alta sociedad comentarían o siquiera recordarían que alguna impropiedad había precedido la unión de Emma y Adrian. Nadie fuera de la familia se atrevía a mencionar el escándalo de la boda de la propia Jane.
Al menos por el momento, todo estaba bien en el mundo de los Boscastle.
Esa misma noche, el Marqués de Sedgecroft, ofrecía una cena para anunciar el compromiso de su hermana, la Vizcondesa Lyons con Adrian Ruxley, Vizconde Wolverton, heredero del Duque de Scarfield.
Solo unos pocos miembros selectos de la Sociedad, fuera de la familia Boscastle, recibieron una invitación para ese evento. El Conde Odham trajo a su amada Hermia, ambos expresando descreimiento ante el anuncio. Asistieron dos miembros del Parlamento y sus esposas. Aún así, se trató de un evento familiar.
La boda, dos días después, en la Capilla privada de la casa de Grayson en Park Lane, probó ser otro evento exclusivo. Emma se sentía tan tranquila antes de la ceremonia que Julia le preguntó en privado si había utilizado una vinagreta para prevenir el desmayo.
– Si he vivido mi vida entera en esta familia sin desmayarme -le contestó Emma-, dudo que lo haga hoy.
Sin embargo, cuando vio a Adrian en la Capilla, estuvo tan carca de un desmayo como ella hubiera imaginado posible. Estaba vestido en un traje formal de chaqueta azul oscuro y finos pantalones de paño negro. A su lado, colgaba la espada ceremonial, la cual ella rogaba a todos los santos que él no se viera tentado a usar hasta que hubieran intercambiado sus votos. En realidad, él se veía tan grandioso que Emma, en un vestido color plata sin adornos, se sintió pálida en comparación.
Sin embargo, este era para ella su segundo matrimonio. Ella no podía, en buena conciencia, llevar los virginales azahares en su corona. Un semi velo era suficiente para esconder su feliz sonrisa a la pequeña reunión de invitados. Este lobo era de ella para domesticarlo.
Grayson la dejó ir, y luego todos partieron a disfrutar un desayuno de huevos cocidos, camarones, chuletas de cordero, seguido de tartas de manzanas, jalea de frambuesas y crema de limón. Como se esperaba, había un pastel de bodas de tres pisos cubierto de un pesado glaseado blanco.
Adrian brindó por la novia con una copa de champagne y los tres confites que había robado de la torta. -Lo siento -apretujó su mano en la de él-, pero parece que jamás cambiaré.
Ella le sonrió, con el corazón en los ojos. -Jamás me perdonaría a mi misma si lo hicieras.
Llovió durante su corto trayecto al hotel en Londres donde Adrian había residido cada tanto durante el último año. Su elección de un alojamiento impersonal se debía menos a la conveniencia que a su renuencia de echar raíces nuevamente en Inglaterra. Tardíamente, deseó haber tenido un hogar apropiado en el que estar a solas con su esposa.
Era su noche de bodas.
Intentó no pensar en el último esposo de Emma. Parecía tan mezquino e injusto confesarse celoso de un hombre que en la muerte no podía defenderse. Pero Adrian era un hombre práctico, uno que había aprendido a sobrevivir.
Y él había requerido a Emma para sobrevivir. Si esa era una debilidad, él no la negaba. Ella era la calidez de una vela en la oscuridad invernal. Él no necesitaba a nadie o nada más que a ella.
Se encogió para quitarse la chaqueta mientras ella iba detrás de la mampara a lavarse. Luego él abrió el armario y espió dentro. Fue a la ventana para ver la calle en busca de carruajes.
Emma asomó el rostro por la mampara, su cara divertida. -Si vas a confesar en nuestra noche de bodas que eres un espía…
– Estoy buscando a tus hermanos.
– No están ahí, ¿cierto? -le preguntó horrorizada.
Él rió. -No.
– Gracias al Cielo. ¿Te molestaría ayudarme con el último gancho? -ella salió de atrás de la mampara, su cabello dorado como el sol, suelto; una mano en la espalda.
– Por favor. Permíteme ayudar. -Su corazón latió ferozmente cuando se encontraron en el centro de la habitación. Luego pretendió luchar con el gancho, cuando su propio instinto le decía que arrancara la maldita cosa de su delgada amarra.
– Sé cuidadoso -ella torció la cabeza para sonreírle-, este vestido es delicado y…
Él apoyó ambas manos sobre sus hombros y rasgó el tejido plateado con un tirón decisivo. Su ropa interior siguió, el sonido de la seda rasgada interrumpiendo sus indignadas protestas.
– ¡Ese era mi vestido de novia, Adrian!
– No es como si lo fueras a usar nuevamente -murmuró él, la excusa débil aún a sus propios oídos.
– ¿Qué hay de nuestros niños? -protestó ella-, ¿qué si yo hubiera deseado pasarle ese vestido a las futuras generaciones? ¿Alguna vez has pensado que podríamos tener una hija algún día?
Él paso sus manos por sus hombros desnudos. -No he pensado en anda más -inclinó su cabeza hacia ella-. Y si tenemos una hija, espero que sea en todo como tú.
– Adrian -susurró ella, dejando caer su cabeza mientras las manos de él se movieron a la deriva pos sus costados para acariciar su espalda-. Siempre he querido niños.
Él le dirigió una sonrisa de entendimiento, mucho más entendimiento del que ella había anticipado. Antes de que se diera cuenta de lo que tramaba, la alzó en sus brazos y la llevó hasta la cama.
– Dame delicadas hijas que sean iguales a su madre -le dijo él-. Dame hijos. Dame a ti, Emma.
Ella lo miró quitarse la ropa, incapaz de controlar la humedad que filtraba de su sexo. Cuando finalmente él se tendió a su lado, ella no intentó esconder su aprobación hacia su desnudez.
Desconcertada, se dio cuenta de que no solo estaba mirando fijamente su impresionante apéndice, sino que él entendía exactamente lo que había captado su interés. Si su anterior esposo la hubiera encontrado espiando sus partes privadas, él hubiera tirado de su corbata y rápidamente ocultado sus misterios masculinos.
Pero Adrian, desvergonzado aventurero y demonio desinhibido como era, simplemente ensanchó los músculos de sus brazos en lánguida satisfacción y arqueó su espalda, impulsándose hacia adelante unas pocas pulgadas más, para su aprobación.
– Mi Dios, esos pantalones sí que eran ajustados -murmuró él, con un ojo medio cerrado enfocado en el rostro de Emma.
Ella se humedeció las esquinas de su boca con la lengua. -Puedo entender por qué.
– ¿Te gustaría… -su estómago tembló en placentera confusión-…te gustaría una corbata? -le preguntó ella inocentemente.
Con un profundo estruendo de risa, él la empujó hacia su duro y cálido cuerpo. -¿Para atar alrededor de mi pequeñín? -bromeó él, inclinándose en un lento, prometedor beso-. ¿Hay un protocolo para semejante cosa?
El corazón de Emma se salteó un latido. -No lo creo.
– Eso es un alivio porque… -frotó su pene contra el vientre de ella-…cuando se trata de ciertos asuntos de descortesía…
Ella volvió su rostro hacia la almohada para esconder un gemido, pero cualquier intento de esconder su excitación a su esposo fue inútil. Su útero se tensó de placer mientras él desperdigaba besos por sus senos. Que el Cielo la perdonara, pero estaba poseída a comportarse como una voluptuosa Venus. -Si voy a enseñarte las maneras de un caballero -dijo ella con un sincero suspiro-, entonces tendremos que comenzar con una observación de lo peor de tu conducta.
El sonrió ante el desafío. -Lo que en mi humilde opinión, es cuando estoy en lo mejor de mí.
Ella se retorció para apoyarse sobre un codo, sus pechos inflamados por sus ardientes besos. -Muéstrame, para que pueda comenzar a instruirte.
Él levantó su cabeza para besarla, girando su lengua contra la de ella. Comió delicadamente su boca hasta que ella arrastró los dedos desde las crestas de su espalda hasta sus delgadas caderas. -Tu toque me inflama, Emma.
– ¿Entonces, podría…?
Ella no terminó, pero era evidente que él había entendido. El rostro de Adrian se oscureció; se puso de espalda para satisfacer la necesidad de ella, su enorme órgano desbordando su pequeña mano. Una gota de fluido perlado bañó sus dedos. Un instinto que ella no pudo resistir la empujó a acariciar la gruesa cabeza de su vara.
Él echó atrás los hombros, como si su delicada exploración le hubiera causado dolor, luego le demostró cuánto le había gustado su caricia empujando contra su mano. Magnífico en su excitación, él arqueó su columna; en respuesta, ella se puso de rodillas, para apoyar el rostro contra su pecho. -Nunca he ansiado el toque de una mujer como deseo el tuyo, esposa -dijo en una voz ronca.
– Y yo jamás he deseado acariciar a un hombre en esta forma -le susurró a su vez-. Pero te diré sinceramente, si no procedes a hacerme el amor en este mismo momento, yo…
Él delicadamente tomó las suaves colinas de su trasero y la manipuló para forzarla a acostarse debajo de él, una posición que ella ansiosamente asumió. Su sexo latía insoportablemente. Sus muslos se abrieron en invitación para guiarlo dentro de ella.
Su velada mirada se paseo por sobre ella con un ardiente placer que reconocía su ofrecimiento. Su musculoso cuerpo se endureció, cerniéndose sobre ella. El dulce misterio de todo lo que era masculino. Puro placer sexual. Sin embargo, Emma reconoció fuerza en la sumisión.
Y cuando finalmente ella sintió su vara rozar los pétalos de su lugar femenino, cuando él empujó hacia arriba para penetrarla, ella pensó qué maravilloso era ser una esposa y una dama de cierta experiencia que sabía que aún el decoro tenía un tiempo y un lugar propios.
Tal como el deseo.
Los recién casados hubieran dormido toda la mañana si el valet de Adrian, Bones, no les hubiera llevado un abundante desayuno a su puerta, junto con una bandeja de regalos de aquellos en la buena sociedad que les deseaban felicitarlos por su boda y ser reconocidos a cambio.
Adrian contestó a la puerta, refunfuñando ante la intromisión hasta que Emma gentilmente lo reprendió por su muestra de ingratitud.
Ella había tomado el desayuno en la cama solo en tres ocasiones previamente, que ella pudiera recordar. Ciertamente, ella no era, como el gran lobo de su marido, tan desapegada a toda propiedad como para desear que esta actividad prohibida se convirtiera en hábito.
– No puedo decir que me sienta del todo cómoda desayunando en la cama sin ropa -admitió ella ante la sonrisa complacida de Adrian.
Él le dio una rodaja de naranja importada de España de la bandeja de al lado de la cama. -Tú eres una escandalosa joven dama. Debe ser por eso que me enamoré de ti.
– Bueno, no admitas eso frente a tu padre cuando me lo presentes -dijo ella, con sus ojos azules danzando.
– Yo no puedo esperar con ansias esa reunión.
– Eso me he imaginado -dijo ella ligeramente-. Pero es inevitable y tu mente no descansará hasta que lo hayas hecho.
Su mirada la recorrió en una calurosa promesa. -La única cosa inevitable -deslizó sus manos sobre sus caderas desnudas y la arrastró debajo de él en una maraña de sábanas-, es…
Otro golpe sonó en la puerta. Bones, una vez más, pero esta vez hablando en un tono tan urgente, que incluso Adrian no dudó en prestarle atención. -Es su hermano, milord. Me tomé la libertad de admitirlo en la antesala. Me asegura que no se irá hasta que usted se haya encontrado con él.
– ¿Mi hermano? -le preguntó Adrian con descreimiento-. ¿Está completamente seguro de eso, Bones?
Emma se sentó indignada. -Él debe estar confundido. Solo mis hermanos tendrían el descaro de interrumpir nuestro desayuno de luna de miel. ¿Cuál de los granujas es, y cuál es su excusa esta vez?
Bones se aclaró la garganta. -Es Lord Cedric, madame. El hermano de su señoría.
Adrian miró hacia la puerta, sonriendo increíblemente. -¿Cedric está aquí?
– Sí, milord -respondió Bones-. Y está completamente firme acerca de verlo.
Emma se vistió con cuidado y bebió dos tazas de té sin azúcar. Estaba decidida a brindar a Adrian y a su hermano menor la privacidad de una reunión. Tenía que estar de acuerdo con que el momento elegido por Cedric era más bien malo, pero entonces nuevamente podría haber habido alguna emergencia en Scarfield que motivara esta inoportuna visita. A pesar de que Adrian afirmaba que la enfermedad de su padre era un ardid, tal vez había más verdad en ello de lo que él admitía. Era improbable que Lord Cedric interrumpiera la mañana de luna de miel de su hermano por malicia. En realidad, como Adrian no había estado comunicado con el duque, uno podía atribuir la aparición de Cedric a la casualidad. Emma ciertamente no se había atrevido a insistir para que invitara a su padre a la ceremonia, considerando los enfermos sentimiento que Adrian tenía hacia él.
Solo veinte minutos después, fue convocada por su esposo a la antesala para ser presentada a su hermano. Lord Cedric era un hombre bien formado, de altura media, que parecía comprensiblemente avergonzado de haber venido en un momento tan inoportuno. De hecho, le dio a Emma la impresión de que cuán aliviado estaba de que su hermano mayor se hubiera casado con una dama de categoría. Ella no se atrevía a especular con qué clase de novia había él esperado.
Como la hermana de la familia aristocrática más famosa de Londres, ella apreciaba su alivio. En realidad, su reunión discurrió placenteramente. Lord Cedric recalcó la importancia del retorno de Adrian a Scarfield. En este punto, Emma no podía estar en desacuerdo, aún si ella se contentaba con dejar la decisión de cuándo esto sucedería al mismo Adrian.
Con todo, su primera presentación a la familia había ido bien. Fue solo cuando Cedric estaba partiendo, felicitando a marido y mujer una vez más por su matrimonio, que su comentario de despedida a su hermano tuvo una nota desagradable.
– Serena estará sorprendida de saber de tu matrimonio, Adrian. Pregunta a menudo por ti.
Aún entonces, Emma simplemente podría haber tomado nota del nombre femenino para futuro uso. Su propietaria podría haber sido una antigua ama de llaves de la familia, alguna solterona local, o incluso una tía de Adrian.
Pero entonces, Adrian preguntó. -¿Serena? ¿Aún está allí? ¿No se ha casado?
Su inflexión llamó su atención, una combinación de cariño, curiosidad e historia familiar.
– No -dijo Cedric, los guantes en sus manos-. Aún no se ha casado. A propósito, ten cuidado cuando viajes hacia casa. Las calles que rodean el pueblo han sido acechadas por ladrones en los últimos años.
– ¿En Scarfield? -preguntó Adrian-. No recuerdo un solo crimen en el pasado.
Cedric unió sus manos. -Los tiempos han cambiado. Tal vez tu regreso ayude, Adrian. Creo que necesitamos un hombre de tu experiencia.