CAPÍTULO 04

Fuegos secretos, en efecto. Un beso para complacerle. Aquel horrible insulto. Había sido más que suficiente para un día. Sin embargo mientras sus pulgares callosos le moldeaban los pómulos para continuar trazándole la mandíbula, las llamas que él evocaba crecían en su interior. Su cuerpo ardía. Sus pezones se contraían, y una placentera vulnerabilidad se expandía por sus miembros.

– Ardiente -dijo, acercando su rostro duro y serio al suyo-. Y puedes arder aún más. Si te volviste de hielo cuando trató de tocarte, el problema es suyo, no tuyo.

¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo se atrevía? Ella bajó la mirada, contuvo la respiración, y esperó.

Dolorida por la vergüenza, la sorpresa y el hambre anticipada. En cualquier instante se acabaría. Se libraría de esta hermosa tentación. Le sorprendió darse cuenta de cómo le había dolido el comentario cortante de Sir William. No le gustaba que pensaran que era fría, y sin embargo, a menudo lo parecía.

Pero, fuegos secretos. Oh, ¿por qué las mujeres disfrutaban de los piropos? ¿Por qué algo en ella respondía a este hombre?

– Pareces aún más un ángel con el pelo suelto, -reflexionó él-. No pude quitarte los ojos de encima durante la boda.

Ella tragó, la garganta le dolía. -Ahora estoy… desastrada.

– Tú me hiciste -Titubeó.

– ¿Le hice qué? -susurró ella.

– Me hiciste reír hoy -respondió en voz baja.

– ¿Yo hice qué? -preguntó, sobresaltada.

– Quise decir que me hiciste sentir bien, y disfruté de tu compañía.

Su respuesta la calmó, casi tanto como la sorprendió.

– Solo estaba tratando de ser educada.

– Robaste tres confites de la tarta de novia -le recordó sonriente.

– No se atreva a decírselo a mi familia. Soy… soy la única correcta.

– ¿Lo eres?

Sus fuertes dedos se entremetieron en el pálido cabello que rodeaba su rostro. La delicada seducción de ese simple acto la fascinó. Ella no era mujer que se dejara tentar fácilmente por la sensualidad. Permitiría que este placer novedoso continuara, solo un momento más. Sin embargo, que bien se sentía su tacto, cómo le hacía bajar la guardia.

– Incluso hay fuego en tu cabello -dijo él, su aliento calentando sus labios-. Es como seda dorada. Y en mi interior, siempre me he sentido atraído por el fuego. ¿Eres una mujer peligrosa, Emma Boscastle? -preguntó relajadamente.

– Lord Wolverton -dijo ella con un suspiro. Lobo.

– Quédate conmigo un momento -le dijo, sosteniendo su mirada-. Solo un momento más. Detesto estar inactivo. Detesto estar solo. Es todo lo que pido.

Él se giró y apagó la vela presionando la mecha entre el pulgar y el índice. Emma respiró la agradable esencia; una mezcla de su colonia y olor a humo, que llegaba hasta la cama.

Aterrador. Emocionante. El ordinario acto de apagar una vela, que había realizado cientos de veces en escenarios similares. Pero tan efectivo. Las sombras los rodearon. Ella lo sintió relajarse, sus poderosos músculos destensándose. Sintió sus masculinas manos cerrándose en su cintura. Se le detuvo la respiración. Puro macho. Misterio, fuerza y tentación. Él tenía miedo de estar solo.

La súbita oscuridad disminuía las inhibiciones. ¿Cuántas veces había advertido Emma a otras de los peligros de las sombras, y de los hombres que atraían hacia ellas? Y ahora, era ella la que estaba suspendida en el borde. ¿Y si sus principios eran puestos a prueba?

– Estuviste casada -dijo él en voz baja. Su mano le daba golpecitos en el brazo. Sus dedos posesivos, conocedores.

Sus firmes labios bromeando sobre los suyos, capturando su aliento. -Sí.

Lentamente el puso su otra mano en la sedosa curva inferior de su pecho. Emma se estremeció, pero permaneció inmóvil, preparándose a resistir. El espacio entre sus muslos comenzó a latir. -¿Cuánto tiempo ha pasado? -susurró él con voz suave.

– ¿Me está preguntando…?

– Sí.

Ella arqueó el cuello, temiendo que sus nervios se hiciesen añicos. Nadie se lo había preguntado, nadie se había atrevido a hacerle una pregunta tan íntima. No entendía por qué su curiosidad no le resultaba ofensiva. Parecía natural. Otra vez le echó la culpa a la oscuridad de la noche, a su indisposición.

– Mi esposo murió hace casi cinco años -respondió en el cálido espacio de su cuello.

Su otra mano apretó su cintura, en un masculino gesto posesivo que mandó anhelantes escalofríos a las profundidades de su cuerpo.

– Cinco años -murmuró-. ¿Y nadie te ha tocado desde entonces? ¿Cómo es posible?

– Por favor -susurró ella, tragando secamente. El calor de su vientre aumentó hasta el doler. Cómo la atraía su voz.

– Debe ser porque así lo has querido -musitó-. Otros hombres lo han intentado, ¿verdad? Ese cretino con pretensiones de caballero de hoy.

Ella no pudo responder, apenas podía respirar. Y él lo sabía. Se lo decía su tacto, que volvía su piel temblorosa, un escaso consuelo, y el principio de la conquista de un guerrero. Nadie más podía presumir de haber conseguido tanto ese día. El pánico y el deseo se mezclaban en su interior.

La peor parte de sus palabras había sido que la ausencia de amor y de pasión en su vida habían sido tolerables hasta ahora. Oh, ella había sufrido su carencia, pero una dama nunca lo reconocería.

Ni siquiera a sí misma, por muy fuerte que fuera.

Ciertamente no ante prácticamente un extraño, que sutilmente estaba despertando todas esas partes que en su interior dolían por ser acariciadas. Todas esas partes que una mujer decente debía pretender que no existían.

Dios mío, oh Dios. Ella se tragó un sollozo. Adrian apenas le había rozado los hombros, los pechos y la curva de la cadera, y su cuerpo se estremecía, respondía a su maestría. Con incredulidad se dio cuenta de la maravillosa tensión de sus músculos internos, una sensación abrumadora de rendirse, que había conocido solo alguna vez durante su matrimonio con Stuart. Era como si una ola de sensaciones se hubiese ubicado profundamente en su interior.

Cómo se atrevía ese mercenario… ese hombre, cómo se atrevía a hacerla reconocer sus deseos sexuales, cuando había tenido éxito ignorándolos por tanto tiempo.

Durante años había luchado para dominar sus emociones. Había engañado a aquellos que le eran más queridos, hasta que al final había logrado engañarse a sí misma. Ella había nacido como uno de esos malvados, apasionados Boscastle. Y mientras ella regañaba a sus escandalosos hermanos, a veces había envidiado su habilidad de disfrutar de la vida, de enamorarse profunda e irrevocablemente. Y había empezado a creer que la pasión, que el verdadero amor, no formarían nunca parte de su vida.

Suprimió un gemido. Contuvo el instinto de retorcerse. En vez de eso, se llevó una mano a la boca para reprimir otro sollozo.

¿Cómo se atrevía a cometer ese acto valeroso hoy, y sólo horas más tarde, deshacerlo por completo?

– Emma -le susurró-. ¿Quieres que me detenga?

Ella levantó la vista hacia sus luminosos ojos castaños y no vio la astucia de un libertino, sino el deseo no adulterado de un hombre que no se molesta en esconder sus sentimientos. La devastó.

– Deseo que me beses -le urgió él-. Solo una vez.

– Solo una vez -susurró ella, con voz escéptica y temblorosa-. ¿Alguna vez han sido pronunciadas palabras más peligrosas, ya sea por un hombre o por un diablo?

Él hizo una pausa, mirándola profundamente a los ojos. -¿Yo?

– Oh -Ella empezó a salirse-. Túmbese.

– No quiero.

– Por favor, Adrian. Es un hombre peligroso.

Él frunció el entrecejo. -No soy peligroso para ti.

– Lo es.

– ¿Por qué? ¿Por qué he vendido mi espada?

– Ese es un buen comienzo -le respondió ella.

– Nunca te haría daño.

– No a propósito.

Él la abrazó apretadamente, ignorando las protestas que ella le susurraba. Su cuerpo hormigueaba y ardía con el placer prohibido de ser sostenida contra el calor de su duro cuerpo masculino. Con los párpados entrecerrados, deslizaba sus largos dedos de sus hombros a sus costados, con pequeños toques pecaminosos aquí y allá, y cuando su mano se deslizó debajo del borde de su vestido subiendo a su rodilla, ella temblaba, totalmente preparada para ser seducida. Y sin embargo no estaba lista.

Su boca capturó la suya con un asalto tan sutil que no parecía natural rechazarlo. Sus labios se abrieron expectantes. Un dulce dolor la atravesaba, acelerando el pulso que latía en lo más profundo de su cuerpo.

Ella inclinó la cabeza, respondiendo a su dominación. Mientras antes la luz de la vela había prestado delicadeza a las duras líneas de su hermoso rostro, la oscuridad hacía desaparecer cualquier ilusión de refinamiento. Él era un hombre peligroso. Que había dado la espalda a la Sociedad. Que la cautivaba por razones más allá de su comprensión.

Había vendido sus servicios a otros países. Se preguntó por qué. Seguramente el heredero de un duque no necesitaba hacer fortuna. ¿Era el peligro lo que había buscado, como tantos otros jóvenes caballeros? Tal vez estaba escapando. ¿Habría hecho algo lamentable en el pasado? Supuso que era más importante preguntarse por qué había vuelto.

Sus hermanos confiaban en él. Y ella…

Ella reconocía su magnetismo. La atraía, no solo su aura de peligro, sino que se abriera. Pocos hombres veían en ella su espíritu divertido. No se permitía mostrarlo a menudo. Ella sentía ahora el fuego en su interior incrementándose.

Sus labios rozaron otra vez su boca húmeda, hinchada. Sus manos buscaron las partes más vulnerables de su cuerpo. Ella arqueó la espalda. Su cuerpo rogaba por algo que le daba vergüenza admitir. Él era un conquistador por elección. Un gemido subió por su garganta.

Él lo oyó, con sus instintos agudizados. Sus ojos destellaron en la oscuridad. Él lo sabía. Ella apenas había recobrado la respiración, y sus labios calientes le rozaron los pechos, chupando sus pezones a través de la fina seda.

Ella tembló, excitada, su cuerpo flotando. Emma Boscastle permitiendo a un hombre que acababa de conocer que le besuqueara los pechos, que se los chupara con indecencia. El placer la atravesaba como un rayo de sol sus sentidos, su confusión.

– Lord Wolverton -le dijo, incapaz de controlar otro estremecimiento-. Esto no puede ser bueno para su salud.

Él daba vueltas con la lengua a un pezón, una lenta sensación que intensificaba su jadeante placer. -Créeme, es todo lo contrario.

– ¿Y su herida? -preguntó con sus músculos contrayéndose.

Él levantó la cabeza y le dio un beso húmedo en la boca. Ella volvió a gemir. -¿Qué herida? -preguntó él, arreglándoselas para sonar ingenuo y perverso a la vez-. Tienes un cuerpo hermoso, Emma Boscastle, y una mente rápida. Me pasé toda la boda mirándote.

– ¿Debido a mi mente o a mi cuerpo? -respondió con ironía, preguntándose por qué debería escandalizarse, cuando lo que le estaba haciendo era mucho peor. Sus pezones se endurecían contra su boca. Prácticamente se estaba ofreciendo, al menos sus pechos, a sus avances.

– Ambos -respondió él con una sonrisa fugaz-. Me cautivaste. Eso es todo lo que sé.

– ¿Tú me deseaste… en la boda?

– Sí -dijo, vacilando levemente-. ¿Te ofende eso?

– ¿Frente a testigos? -Su voz era casi inaudible. El clamor en su cuerpo ahogaba casi todo lo demás, su respiración controlada, el sonido profundo de sus latidos.

Él le estaba dando mordiscos suaves y sensuales en los pechos, y ella era incapaz de disuadirlo. Un fluido caliente lubricaba los pliegues de su sexo. Solo podía imaginar cómo se sentiría si sus manos ágiles de espadachín la tocaran allí, si penetraban su dolorido vacío.

– Es demasiado -dijo con voz rota, su espalda arqueándose.

– Tengo que ser honesto -susurró él-. Para mí no es suficiente.

Ella tragó. -Eso de ser honesto está sobreestimado. Es mejor no decir en voz alta ciertas cosas.

Él pareció sopesarlo, pero obviamente sin gran preocupación, pues volvió a besarle la garganta y a mordisquearle los pechos. -No estoy de acuerdo -dijo con una cautivadora voz baja-. Ambos hemos pasado la edad de la indecisión… y ambos hemos hecho el amor antes.

– Ciertamente no entre nosotros.

– ¿No lo hace eso más tentador? -la desafió discretamente.

Tentador.

– Soy viuda -dijo en un murmullo-. Esa parte de mi vida pasó.

– Eres una mujer, Emma. Eso nunca cambiará.

Ella sintió un pequeño pellizco agridulce de reconocimiento, de anhelo. -Ya lo ha hecho.

– No recuerdo haberme sentido atraído así por ninguna mujer antes -dijo con voz poco clara.

Sus manos se desplazaron de las caderas al espacio entre sus muslos. Ella se mordió, conteniendo un sollozo. El tacto de él, o su falta, eran una tortura. Su vulva palpitaba de necesidad. No se atrevía a moverse.

Ella miró hacia abajo y vio sus piernas desnudas, y su vestido arremangado alrededor de las caderas. Qué diferentes eran. Mientras este hombre pecaba descuidadamente, ella golpeaba al pecado con los puños desnudos, llevándolo de vuelta a la alcantarilla donde pertenecía.

De hecho, se podía imaginar las exclamaciones de perverso regocijo de sus estudiantes, si pudiesen verla ahora. Emma Boscastle en la cama con un apuesto aristócrata, abandonando alegremente los principios que representaban no solo a la academia; aquellos por los que había hecho sacrificios.

– Estoy a tu merced, madame -dijo él, inesperadamente, en el silencio que se alargaba.

Ella miró ese hermoso rostro, con cínica resolución. -¿A mi merced? -preguntó lentamente.

– Creo que he perdido el sentido -susurró con voz penitente.

– Bueno, no lo encontrarás bajo mi vestido.

Él rió y deslizó sus largos brazos alrededor de su cintura. -Emma, oh Emma, me estoy muriendo de deseo por ti. ¿Por qué tienes que ser una Boscastle?

– Me he hecho esa misma pregunta muchas veces.

Él deslizó la mano desde su vientre al cuello y le desabotonó el vestido. Sus suaves pechos blancos se hincharon y sus pezones rosados asomaron por la seda.

– Muy bonito -musitó él-. ¿Y qué tal por abajo? ¿Todo delicioso y tierno también?

Ella tragó saliva con dificultad mientras su mano bajaba al hueco entre sus muslos. -Oh, Emma -dijo cerrando los ojos brevemente-. Estás tan mojada, querida. Déjame darte placer.

– ¿Darme…? -Un rubor de vergüenza enrojeció su piel. El centro de su feminidad se suavizó, abriéndose húmedo tras su invitación. Ella no hizo ningún movimiento para pararlo.

– Lo necesitas. -Sus nudillos con cicatrices se desplazaron de su monte de Venus hasta sus hinchados pliegues. Sus músculos internos se derritieron, esperando su toque-. ¿O no? -murmuró él.

Emma cerró los ojos con la tentación ardiendo en el interior de su vientre.

Él dobló la cabeza y lamió tiernamente las cimas de sus pechos. Su cara ardía, y ese calor se desparramó hasta llegar al fuego del interior de su vientre.

– No puedo… -su voz se quebró.

– Tranquila. Yo me ocuparé de todo. -Su pulgar se movió una y otra vez por los sensibles pezones hasta que el dolorido placer la hizo temblar. Él se acercó aún más. Su erección latía a través del grueso género de sus pantalones y de la bata que cubría su vientre desnudo.

– ¿Por qué permito esto? -preguntó con un gemido impotente.

Un largo dedo calloso presionó en su pulsante hendidura. -Porque tu cuerpo lo pide. Querida Emma, ¿Soy bienvenido?

Él la besó mientras ella luchaba por responder. Enredó su pulgar en el suave mechón de vello que coronaba su hendidura. Lentamente insertó dos dedos más entre sus pliegues, flexionándolos y estirándolos en su interior. Ella dio un grito ahogado, suspirando de placer. Él retiró la mano y la subió a su hombro. Su esencia perlada brillaba en sus nudillos. Ella escuchó aprobación en el profundo gruñido que salió de su garganta.

Él le besó la frente. -Dime -dijo, ásperamente-. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que un hombre entró en tu cuerpo? ¿Desde qué te tocaste?

A ella se le abrieron los ojos de par en par. -Tú, hombre impertinente.

Él sonrió de oreja a oreja, el hoyuelo de su barbilla pareció profundizarse. -Nos encargaremos de mi impertinencia más tarde, ¿Vale? Por ahora tenemos que cuidarte a ti.

Ella se retorció. Él puso la otra mano sobre su vientre, aprisionándola. Sus ojos quedaron cara a cara, mientras delicadamente pellizcaba su escondido capullo entre los dedos, hasta que se tensó y sus caderas se elevaron. Su mirada se oscureció, mientras forzaba tres dedos dentro de su dolorido pasaje. Ella se sentía expuesta, vulnerable, preparada.

Ella movió la cabeza. ¿Negando? ¿Con deleite? ¿Ambos? Él la besó otra vez, su lengua tomando su boca, absorbiendo sus suaves gemidos. Su duro muslo presionó su costado. Ella puso una mano en su poderoso antebrazo. Él se levantó levemente, con los músculos de los hombros tensados con fuerza. Él era sexy y hermoso, y tan sin principios, como un dios de la antigüedad.

En un momento lo pondría en su lugar.

Pero ahora, ah, ahora. Observó su maravilloso rostro. El calor de sus ojos mandó una corriente de consciencia sexual consciente por su columna. Tan desinhibido, tan masculino.

Emma oyó el estruendo de las ruedas de un coche en alguna parte del exterior y cascos de caballos sobre los adoquines. Levantó la mano a su cuello tostado por el sol. Sintió cómo sus músculos se contraían con su vacilante tacto y su respiración se hacía más profunda. Su pene se engrosó apretado contra el muslo de ella, dibujando su cuerpo.

Él le volvió a rotar el capullo. El placer se intensificó. Caliente. Apretado. Prohibido. Y todo el tiempo él la miraba, comprensivo con cada una de sus debilidades.

La casa de su hermano.

Su escuela.

Prácticamente un extraño.

La Vizcondesa Lyons seducida por un hombre que apenas conocía de unas horas. Su gran y cálida mano acariciaba sus pechos. Sus dedos ágiles trabajaban en ella, empujando entre sus abultados labios mojados. Entrando y saliendo. La sangre caliente se acumulaba en el espacio dolorido de su sexo.

– Demasiado tiempo -susurró él-. Y ahora estoy aquí. Cuando te vi hoy, cuando hablamos en la boda, sentí como si ya nos conociésemos.

– Hace menos de un día -susurró ella.

– No. No lo parece. Al menos para mí.

Ella se mordió el interior de la mejilla. Él se apoyaba en un codo ahora, intensificando el placer perverso que le estaba dando. Su mirada clavada en las sombras entre sus muslos. Su excitación aumentó.

Sus caderas se levantaron hacia su mano. Emma no podía controlar sus movimientos, su necesidad. Él exhaló y cerró los ojos. -Debe haber sido hace mucho tiempo -susurró-. Estás temblando, y tan apretada.

Ella no pudo hablar. Las gotas calientes entre sus muslos, traicionaban cualquier negativa por su parte. ¿Cuánto tiempo había pasado? Su vientre se estremeció y una profunda presión se instaló en la base de su columna.

Ella nunca había conocido un deseo como éste.

– Disfruta este placer -susurró ronco-. Vívelo para mí.

Y ella lo hizo. Su cuerpo se apretó. Ya no tenía poder para detenerlo. Él la sostenía mientras alcanzaba la cima, mientras su capacidad de respirar se interrumpía, mientras el placer estallaba como una tormenta. Ella cayó bajo su hechizo. Sollozó, años de deseos enterrados, desencadenados. ¿Quién era este hombre? ¿Qué poder demoníaco poseía para hacerle esto?

– Emma. -Su voz profunda penetró en su desconcierto.

Ella tuvo un escalofrío. Rehusó mirarlo, maravillosamente empapada de placentera vergüenza.

– Emma -repitió, con sus rostros pegados-. ¿Estás bien?

Ella sintió que recuperaba el juicio lentamente. Su cuerpo continuaba latiendo. Para su propia sorpresa, se encontró acariciándole el pelo y los duros planos de su rostro. Ofreciéndole confort. ¿Quién era este hombre? ¿Quién era ella? A partir de este momento, ya no lo sabía.

– Cuando te vi por primera vez en la boda -dijo él-, yo…

Ella presionó un dedo en sus labios. -Soy viuda, Lord Wolverton. A pesar de lo que acaba de pasar, esa parte de mi vida acabó.

– Tú no moriste con tu esposo -dijo después de un largo silencio.

Ella se quedó quieta varios minutos. Él cerró los ojos. Sus rostros descansaban juntos. -Yo creí morir una vez. Dios sabe que hice todo lo posible para conseguirlo, peo no ocurrió.

Ella sintió que las lágrimas ardían en sus ojos.

Era evidente que la herida de la cabeza no afectaba sus funciones más básicas. Los miembros le temblaban involuntariamente cuando ella finalmente intentó separar sus cuerpos.

Parecían sentimientos familiares, pero no lo eran.

Ella se había casado antes de que hubiera transcurrido la mitad de su primera temporada. Su esposo: un vizconde escocés culto y modesto terrateniente. Ella pensó que la naturaleza reservada de él casaba con la suya. Habían sido buenos compañeros, más amigos que amantes. De hecho, toda su experiencia sexual con su tranquilo marido había consistido en ligeros manoseos, y apurados acoplamientos bajo las mantas. En realidad, Emma había salido de esos rápidos apareamientos, más insatisfecha que otra cosa. Hasta en la actualidad se ruborizaba recordando como Stuart había anunciado en su noche de bodas que era hora de poner su pequeña salchicha en el horno.

No podía pensar que un hombre tan bien acabado como Lord Wolverton tuviese algo tan inconsecuente como una salchicha. Su escasa experiencia con su pesado apéndice masculino había sido prueba suficiente. Pensar en recibir un órgano de tales dimensiones en su interior aceleraba su respiración. Adrian y su difunto esposo no tenían nada en común, ni en lo físico, ni en el carácter.

Se deslizó de sus brazos, un movimiento estratégico penosamente planificado, si es que hubiera llegado a pensarlo. Cada pedazo de su cuerpo quedó en electrizante contacto con el suyo. Su vestido cayó hasta sus desnudos tobillos. Sintió su caliente y dura mirada recurriendo su tembloroso cuerpo desnudo.

Se puso en pie y logró reunir los restos de su equilibrio. No iba a llorar. -Ahora me marcho. – Su voz sonaba estable, pero sus emociones no lo estaban-. Debes quedarte en la cama hasta que el médico te dé permiso para levantarte.

Él la estudió en un silencio ardiente. -Mi conducta no tiene excusa.

Ella se alejó hasta la puerta. -Ni la mía.

Él se sentó, su rostro duro oculto por las sombras. -Juro que no diré a nadie nunca lo ocurrido. Con el poco honor que me queda.

Ella se volvió.

– Te lo juro, Emma.

– Buenas noches, Lord Wolverton.

Ella abrió la puerta. Su voz profunda la siguió al pasillo. El corazón latía en su garganta. -Tienes mi palabra.

La palabra de un mercenario.

Se dejó caer, hundiéndose en la cama, mientras la puerta se cerraba con un brusco portazo que mandó un trueno de agonía a su cabeza. Rió fuerte, desafiando el dolor. Disfrutándolo en realidad.

Se sintió increíblemente estúpido, eufórico. Sí, le dolía el corazón. Pero… era lo bastante afortunado para tener suficiente lucidez como para reconocer su amor por la organizada Emma Boscastle, una más que correcta dama que había pensado ponerlo en su lugar, y casi lo había conseguido.

Sabía que ella no confiaba en él. ¿Por qué tendría que hacerlo? Pero en el momento en que se dio cuenta de que ella lo observaba durante la boda, sintió la primera chispa de esperanza desde su vuelta a Inglaterra. Tal vez eso también tenía sentido, después de todo. Hacía volar su imaginación, maldición. Había encontrado a la mujer que quería impresionar.

También él le había producido una impresión tremenda, exigiendo intimidad en ese breve encuentro. ¿Lo despreciaría? Seguramente. Lo que más le gustaba de ella era sido su temple, su manera de notar cada error, como si se estuviese lamentando por el mundo en general, y tratara de corregirlo.

Como si las buenas maneras pudiesen reparar toda la maldad sobre la tierra. ¿Podría reparar a un hombre con el alma tan deshecha como la suya? Ninguna mujer lo había intentado nunca. Su oscura reputación había atraído a las damas en masa. Emma por contra, lo había desaprobado desde el primer momento.

Ella era una Boscastle, una de esas almas fascinantes que ardían con vitalidad. Solo eso ya sería suficiente para explicar su irresistible atractivo. Su mejor amigo, Dominic Breckland, había perdido su corazón con Chloe Boscastle en el peor momento de su vida. Afortunadamente Dominic también había tenido el buen sentido, y la buena fortuna, de casarse con ella. Pero todo la maldita familia rompía corazones inconscientemente, lo mismo que otros respiraban. Lo que explicaba en primer lugar por qué se había visto obligado a defender a Emma.

Aun así, eso no le daba derecho a seducirla. Ella solo estaba cumpliendo con algún sentido del deber, en respuesta a sus actos de hoy. Se había portado como un tonto, y lo habían coronado con una silla Chippendale como premio. Era posible que Emma pudiese curarle la herida, pero todo su decoro no podría arreglar el complicado estado de sus asuntos personales.

Suspiró. ¿Qué pasaría si ella le devolviera al camino recto? ¿No sería eso una victoria para ella? Por supuesto, era imposible. Nadie podía deshacer lo que había llegado a ser. Había sido criado para ser el mejor, aspiraba a lo peor y no podía negar que sus maneras se habían deteriorado con los años.

En su anterior profesión, uno tenía muy poca necesidad de etiqueta en esos lugares oscuros, sucios, donde había luchado y amado. Pero con una mujer sensata como Emma, era un asunto completamente distinto. Y en su triste mundo él había podido confiar solo en su ingenio, lo suficiente como para saber reclamar un tesoro cuando lo veía.

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