CAPÍTULO 07

Adrian se despertó más tarde esa mañana, con un leve dolor de cabeza que le recordaba los vergonzosos sucesos que lo habían llevado a esa humillante situación. Inmediatamente pensó en Emma y se preguntó cuando la volvería a ver, o si ella intentaría ignorarlo. Bostezó, y acababa de abrir las cortinas de la cama, cuando escuchó a una mujer detrás de la puerta. No sonaba como la voz suave y agradable de Emma. Tal vez era una de las ratoncitas que la noche anterior habían encontrado divertido estudiarlo mientras dormía.

Se levantó, llegó a la tumbona de satén rosa e intentó acomodar su gran cuerpo en los cojines bordados, en una pose masculina e intimidante. El esfuerzo hizo que las sienes le palpitaran levemente en protesta; era un dolor sordo que podía ignorar, y que pronto desapareció.

Sonó un leve golpe en la puerta. Una voz de mujer preguntó, -¿Está despierto, Lord Wolverton?

Él levantó las cejas. Esa no era la voz de un ratón. -Sí.

– ¿Podemos visitarle? Soy la esposa de Heath, Julia, y mi prima política, Charlotte. No me quedaré mucho tiempo.

Ah Julia, la esposa de su anfitrión, Lord Heath. Definitivamente, no era el tipo de dama que acosa a un extraño mientras duerme. Su esposo era otro tema. Adrian sonrió recordando el escándalo que esta pelirroja, hija de un vizconde, había causado justo antes de su matrimonio, el año anterior. Por turnos, Londres se había escandalizado y deleitado cuando había dibujado un bosquejo con las partes poco respetables de Heath, en una caricatura de Apolo, y lo había perdido, solo para descubrirlo impreso en los periódicos.

– Por favor, Julia, entre.

– Qué bien. Está despierto -dijo ella aliviada-. Y hambriento, espero. ¿Quiere que le diga a su ayuda de cámara que suba a afeitarle, ¿Antes, o después del desayuno? Ha estado toda la mañana con sus artículos personales. Tiene un plato de huevos con tocino, caliente. Nunca pensé que le vería postrado, Adrian.

Se apoyó en el degradante mueble. Lo que a él le habría gustado era ver a Emma al lado de Julia, en vez de a la compañera rubia y atractiva, que no había bajado sus ojos azules lo bastante rápido para ocultar la risa en ellos.

Suspiró. Solo porque había prometido no recordarle a Emma la-noche-que-nunca-pasó, no significaba que hubiera perdido la esperanza de tener otra oportunidad. Súbitamente se sintió irritado por lo fácilmente que había forzado sus afectos, al haberla empujado prematuramente a la intimidad.

– ¿Lord Wolverton? -preguntó Julia, aparentemente preocupada por su momento de distracción-. ¿Mando a buscar el doctor? ¿Se siente mal?

– Tal vez deberíamos llamar a Lady Lyons -dijo Charlotte desde la puerta.

– Espera -dijo Julia, con ojos chispeantes-. Está enseñando modales en la mesa esta mañana. Ya sabes cómo le desagrada que la interrumpan en medio de esa enseñanza tan crucial.

Modales en la mesa. Adrian contuvo una sonrisa. Podía escuchar su voz refinada mientras reiteraba a sus debutantes la importancia de no ensartar las arvejas con el cuchillo.

– Lord Wolverton -dijo Julia otra vez, un poco más fuerte-. Deje que le mire los ojos.

Él parpadeó. Era una mujer alta, imponente, y aparentemente no se podía ignorarla. Supuestamente Heath Boscastle había estado enamorado de ella durante años, y casi la había perdido cuando se marchó a la guerra. Ahora que lo pensaba, a Adrian le pareció recordar que el asunto amoroso había surgido después de que Julia le disparara en el hombro. Asumió que había sido un accidente. No podía estar totalmente seguro. Los Boscastles tenían tendencia a casarse con compañeras de corazón fuerte, que contribuían a perpetuar la apasionada casta.

– ¿Por qué me quiere mirar los ojos? -exigió a Julia de repente.

– Para juzgar cuan alerta está.

– La estoy respondiendo ahora, ¿No es verdad?

Julia levantó las cejas. -Sabes, Charlotte, después de todo no sería mala idea ir a buscar a Emma.

– ¿Por qué? -le preguntó Charlotte divertida.

– Porque está acostumbrada a tratar con intratables.

– Y con los socialmente descastados -agregó Charlotte, con su boca curvándose en una sonrisa.

– Perdonen -dijo Adrian-. ¿Ustedes dos vinieron a burlarse de mí?

– Solo estamos pensando en su bienestar -dijo Julia con tranquilidad.

– Mi bienestar. -¿Había estado tanto tiempo fuera de Inglaterra que las mujeres se habían vuelto liberales al expresar sus opiniones? ¿O era influencia de los hombres Boscastle? No es que fuese a pensar mucho en el tema, pero si se casaba alguna vez, apreciaría a una mujer que no se asustara de su sombra. O de él.

Matrimonio. Supuso que es lo que se esperaría de él, si decidía aceptar su legado. La crianza de hijos y caballos era parte del paquete, y no era una posibilidad desagradable para el futuro.

– Recalcitrante -masculló él-. Desahuciado.

Julia rió. -Tal vez lo último sea una exageración, pero tiene que entender que mi cuñada es la que cuida de la familia. Y, bueno, todos estamos un poco intimidados por ella.

– ¿Un poco? -dijo Charlotte riendo.

¿Intimidados? Adrian sonrió por dentro. En cierta forma podía entender cómo podía intimidar Emma. Él lo había estado, hasta que se habían quedado solos y se había suavizado, bajando la guardia.

– A lo que ella se refería -dijo Charlotte-, es a que Emma dedica su atención intensamente a aquellos de nosotros en que percibe alguna carencia

Otra persona entró en la habitación antes de que Adrian pudiese reflexionar sobre esta revelación. Levantó la vista con la esperanza que pudiese ser la misma Emma, para dedicarle toda su atención. Era su hermano Heath.

– ¿Nuestro héroe está demostrando su carencias esta mañana? -preguntó irónico, aparentemente al menos, había escuchado la última parte de la conversación.

Se fue directo al lado de su esposa y pasó un brazo por su cintura. -Lo que estábamos discutiendo -dijo Julia, apoyándose cómodamente en el brazo de Heath-. Es que Emma se siente bien ayudando a aquellos que lo necesitan.

– Ah -sonrió Heath-. Me temo que es cierto. Mi hermana probablemente se va a inquietar por ti sin misericordia, mientras permanezcas bajo sus cuidados.

– ¿En serio? -Adrian logró parecer educado, pero desinteresado, aunque estaba pendiente de cada palabra. Bajo sus cuidados. ¿Por qué esa frase era tan atractiva?-. Lo haré lo mejor posible para no necesitar su atención -dijo después de una breve vacilación.

Heath encontró su mirada. -Es una buena idea.

He ahí una advertencia. Adrian había fallado al intentar ocultar su interés por Emma.

– Mi hermana nunca es más feliz -continuó Heath-, que cuando está inculcando modales en quien no los tiene.

– Espero que pueda olvidar lo que ocurrió ayer -dijo Adrian con una sonrisa débil. Y ni mencionar anoche. ¿Podría perdonarlo? ¿Podría hacerla creer que lo que habían hecho era tan poco común para él, como lo había sido para ella?

Heath se encogió de hombros. -Ella estaba como siempre en el desayuno.

Adrian se movió en la tumbona. Se sentía amanerado, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, para que los pies no le quedaran colgando en el aire.

– Hablando del tema -Heath continuó, pero dirigiéndose ahora a las damas-, vuestro Lobo se ve delgado y hambriento. ¿Qué os parece si le damos un desayuno para fortalecerle, antes de que llegue el doctor?

Adrian gruño. Tuvo en la punta de la lengua insistir que no había nada malo en él, que requiriese la visita de ese charlatán. Pero algo lo detuvo. Cruzó los brazos en la nuca.

Y supo qué… o más bien quién… era.

Si Emma tenía necesidad de prodigar su atención con alguien de malos modales, había encontrado la horma de su zapato en Adrián. Nunca un hombre había necesitado más mejorar. Se preguntó relajadamente si ella sería capaz de enfrentarse al desafío. Y como podría presentar su caso, de manera que ella no pudiese rechazarle, y que no ofendiese a su familia.


Emma no podía concentrarse.

Su rostro de invadía constantemente sus pensamientos.

Ese rostro duro, fascinante. Era raro, reflexionó, pero desde cierto ángulo, la luz captaba sus huesos poderosos, y él parecía tan frío y distante como un dios nórdico. Sin embargo, cuando sonreía o se burlaba, parecía vulnerable, simplemente un hombre que había perdido el rumbo.

Se quedó mirando el manual de etiqueta que había estado leyendo en voz alta. No pudo encontrar donde se había quedado. Ni siquiera pudo recordar de que iba, ah sí, modales en la mesa. Tan esencial.

– Cazando moscas, ¿No? -preguntó Harriet, con voz desvergonzada, consiguiendo que la atención de Emma volviera de un salto al presente

Se aclaró la garganta. Ahora hasta una chiquilla desharrapada se creía con derecho de llamarle la atención. -Se aprenden modales en la mesa prácticamente desde el nacimiento -dijo, sintiendo la calidez de lo familiar-. Una niñera diligente no deja nunca que el niño a su cuidado coma huevos sin un babero de lino limpio. E incluso el bebé más pequeñito debe aprender a no manchar.

Se detuvo, distraída al ver a una alumna desplomada en el pupitre. -Dios del cielo -exclamó -. ¿Está durmiendo La Srta. Butterfield? Esto no debería ocurrir nunca.

– La culpa la tiene Harriet -refunfuñó una de las chicas-. Anoche nos tuvo despiertas a todas.

Emma dejó su libro en el escritorio con un ruido leve. -Amy, Amy.

La Srta. Butterfield despertó con un sobresalto, avergonzada. Las demás alumnas sonrieron malignamente. Nunca era agradable ser la parte receptora de los reproches de la Sra. Lyons, pero era un entretenimiento maravilloso ser testigo de la regañina a una compañera.

Emma frunció el ceño. La imagen de unos ojos avellana y una boca sensual, burlándose en su mente. Su concentración se alteró. Esto no iba a dar resultado. ¿Cómo era posible que un hombre al que había conocido el día anterior, se inmiscuyera en los principios que la guiaban?

No había ocurrido. Él lo había prometido.

Subió el volumen. -Nuestra próxima discusión será como tomar una cuchara y tenedor.

Harriet se repantigó en la silla con un gran suspiro. -¿Seguimos hablando de ese aburrido tema?

– Es culpa tuya, Harriet Gardner -explotó la Srta. Butterfield, con lágrimas de rabia en los ojos -. Se molestó conmigo porque nos mantuviste despierta toda la noche con tus vulgares juegos.

Emma palideció. Otro hilo se desenredaba.

– ¿Juegos vulgares? -Se acercó a la silla de Harriet-. Espero haber escuchado mal. ¿No te escabullirías anoche llevándote a las otras niñas? ¿No las involucrarías en tu antigua vida?

Harriet agachó la cabeza con actitud sumisa. -No, Lady Lyons, por mi humilde alma, no soy culpable del crimen por el que soy injustamente acusada.

La Srta. Butterfield saltó de su silla. -¡Tú, inmunda niñita de alcantarilla! Dile lo que hiciste, entonces. Díselo, Harriet Gardner.

Harriet levantó la cabeza de golpe. Con los puños en alto saltó disparada de su silla, como un púgil, solo para ser detenida por la mano de Emma. -¿A quién malditos infiernos, estás llamando sucia, quiero saber? ¿Quién…?

Emma amordazó la boca de Harriet con su otra mano, sofocando lo que sabía que serían una retahíla vergonzosa de palabrotas, capaz de sacar ampollas a los oídos. La Srta. Butterfield sonrió maligna, para ser empujada por el codo de Charlotte Boscastle de regreso a su silla.

Otra niña saltó en su lugar. -No salió de la casa, nos hizo subir las escaleras a todas, para que echáramos un vistazo al heredero del duque.

– ¿Al heredero del duque? -dijo Emma, horrorizada-. ¿Molestó a Lord Wolverton? -Retiró la mano de la boca de Harriet-. ¿En qué estabas pensando?

Harriet retrocedió. -Solo quería darle un vistazo al Señorón mientras dormía. Eso no es un crimen, ¿verdad?

Una de las más jóvenes habló. -Ella nos ordenó mirarle mientras dormía, Lady Lyons. Nos dijo que si buscábamos casarnos con un duque, teníamos que saber cómo se veía uno en la oscuridad.

Emma no se atrevió a preguntar qué habían visto.


Menos de una hora después, Adrian estaba reconsiderando la sensatez de prolongar su recuperación como método poco honrado para atraer la atención continuada de Emma. Ni siquiera sabía si podría permanecer postrado otro día más. Los rudos hombres que habían peleado bajo su mando, se desternillarían si le vieran tomando el desayuno en la cama.

Él, que había rehusado beber brandy cuando un cirujano lo había suturado desde la muñeca al omóplato, con solo un palo apretado entre los dientes para reprimir los gritos de dolor. Infiernos. El cirujano estaba borracho, y sudaba más que Adrian.

Si se quedaba una hora más en esta casa, sería solo por una razón. Que no tenía absolutamente nada que ver con heridas ni debilidad. Tenía que ver con su deseo de estar cerca de Emma Boscastle.

Y como ella había dejado dolorosamente claro que no deseaba tener nada más que ver con él, tendría que ser un poco más sutil acerca de como arreglárselas con eso. Tendría que comportarse. Y como nunca antes se había preocupado de producir buena impresión, y como era cualquier cosa excepto sutil en sus maneras, se daba cuenta de que tenía un problema.

Así que se quedó en la cama un rato más, sin hacer nada, estudiando las agujas de la iglesia y el cielo gris que se veían por la ventana.

Desafortunadamente, no había reflexionado mucho, cuando apareció otra visita interrumpiendo su concentración. Él gruñó por dentro al reconocer al primo de Emma, Sir Gabriel Boscastle, jugador agradable y soldado experimentado, con un sombrío sentido del humor, que había caminado por el lado peligroso de la vida unas cuantas veces. En el pasado, había tenido peleas con sus primos de Londres. Y parecía que las dos facciones de la familia habían hecho las paces. -Miren a nuestro pequeño paciente. Escuché que ayer arruinaste una silla en perfectas condiciones con tu cabeza.

Adrian gruñó. Gabriel era un hombre entre los hombres, un mujeriego, y había vivido tantos años como él al margen de la sociedad. -Estoy dispuesto a saltar de la cama y estrangular a la próxima persona que me recuerde ese hecho humillante.

Gabriel le obsequió con una gran sonrisa. -Al menos pusieron a descansar tu cabeza en lindos cojines de seda. ¿Quieres que te traiga flores?

Adrian se rió de mala gana. -Creo que podría empezar a leer revistas de moda.

– Dejando las bromas de lado, ¿estás bien? -preguntó Gabriel columpiando sus largas piernas en un banco.

– ¿Qué aspecto tengo?

Gabriel negó con la cabeza. -Diría que espantosamente peculiar en esa tumbona. De todas maneras, ¿Por qué continúas aquí todavía?

– Supongo que me divierto fácilmente.

Gabriel bajó la voz. Había nacido con la belleza oscura de los Boscastle y su pasión por la vida. -No sabes lo que te puede caer encima.

Adrian se echó hacia adelante con su interés despertado. -Explícate.

– Escápate, amigo mío, mientras tengas oportunidad. Este no es un lugar para hombres como nosotros, que valoran su libertad.

– Supongo que te estarás refiriendo a las jóvenes damas de la academia -replicó Adrian -. Creo que las puedo mantener a raya.

– Demonios, ellas no -dijo Gabriel rudamente-. Me refiero a la directora, Emma. Márchate a toda prisa y salva tu vida, antes que sus guantes te sujeten con sus delicadas pero mortales garras.

Ahora la curiosidad de Adrian no solo estaba picada, sino que se había despertado sin control. -¿Huir de Emma? Ella tiene la mitad de mi tamaño -reflexionó él. Y más del doble de su peso en espíritu.

Gabriel sonrió sombríamente. -Cuando se entere de tu miserable pasado, moverá cielo y tierra para convertir tu vida en correcta y decente.

Adrian se aclaró la garganta. Le gustaba lo poco que sabía de Gabriel. Pero, francamente estaba más intrigado por las terribles amenazas sobre las intenciones de Emma, que desanimado. -Tengo que decirte, Gabriel, que si ella trató de redimirte, no hizo un buen trabajo.

– Algunos de nosotros estamos más allá de la redención -respondió Gabriel sin ofenderse-. Yo trato de evitarla todo lo que puedo. Por supuesto tú no puedes elegir. ¿Sabes cómo la llama la familia? La delicada dictadora.

Adrian escondió su diversión tras una expresión insípida. Se le ocurrió que Emma había desarrollado su facilidad de liderazgo por necesidad, en una familia de personalidades dominantes. Una violeta delicada sería pisoteada a temprana edad en este clan.

– Supongo que yo habría hecho lo mismo al ver que la insultaban -reflexionó Gabriel-. De todas maneras, creo que debieras haberte agachado antes de arruinar esa silla.

– Gracias por tu buen consejo. -Adrian sacó un cojín de la espalda para arrojárselo al pecho a Gabriel-. Agáchate.

Gabriel cogió el cojín con una gran sonrisa. -Después no digas que no te avisé. Yacer herido aquí te hace el blanco ideal para una de las cruzadas de mejora de Emma. Es realmente doloroso cuando decide redimirte, porque, bueno, hay algo en ella que hace que un hombre desee ser mejor. Ella predica. Tú pretendes escuchar. Y entonces, antes de darte cuente, empiezas a oír su voz como un ángel de tu conciencia, en el hombro, justo cuando estás tentado a pasar un buen rato.

– Bueno, ella no va tener suerte con nosotros a la larga.

– En mi opinión, no. -Gabriel volvió a tirar el cojín de vuelta a la tumbona-. Pero eso no significa que ella no vaya a tomarlo como un desafío, y atormentarnos mientras tanto.

Adrian rió. Nadie, que él recordara, lo había tomado nunca como causa. Sonaba casi agradable.

– Ella mejora a muchachitas, Gabriel, no a soldados con cicatrices de batallas, como tú y yo.

Gabriel retrocedió hacia la puerta. -Bueno, sigue creyéndolo. Ella te puede pulir con cera de abejas para una de sus debutantes. Se lo podría sugerir antes de marcharme.

– ¿Por qué, en el nombre de Dios?

Gabriel sonrió. -Porque mientras tenga las manos ocupadas con un pecador, no es probable que trate de reformarme. No dejes que su delicada apariencia te engañe, Adrian. Emma es igual a sus hermanos cuando se trata de obtener lo que quiere.


A Emma le empezaron a palpitar las sienes con fuerza. ¿Qué se había apoderado de ella, para hacerla creer que podría convertir a una niña de las alcantarillas de Seven Dials, en una dama?

Un vistazo a Lord Wolverton mientras dormía.

¿Había estado siquiera dormido? -¿A qué hora perpetraron esa intromisión imperdonable, Harriet? -preguntó con voz ahogada.

Harriet encogió sus delgados hombros. -No mucho después de su patrulla nocturna.

– No es una patrulla -dijo Emma molesta-. ¿Estaba lord Wolverton despierto durante vuestra fechoría? -exigió ella.

– ¿No lo escuchó? -dijo Harriet con una sonrisa-. Roncaba tanto que parecía que iba a tumbar las paredes.

– Debería devolverla a sus tugurios, Lady Lyons -sugirió Lydia Potter-. Mis padres estarían muy disgustados si se enteraran de que estoy codo a codo, con gente como ella.

Harriet sonrió, maligna. -Esta noche, mientras duermas, voy a meterte una gran araña marrón por la nariz.

Emma cogió a Harriet por el brazo. -Tú no harás nada de eso. Por favor, Harriet. Compórtate.

– ¿Por qué se molesta? -preguntó Harriet, como si fuera algo que hubiera escuchado miles de veces-. Soy una causa perdida. Todos lo saben. Terminaré mal y arrastraré conmigo al resto cuando caiga. ¿Por qué diablos molestarse?

Lo dijo sin pena ni desafío, como si se hubiese resignado hacía mucho tiempo. Emma se sintió desgarrada. Tenía obligaciones hacia sus alumnas de pago, promesas que había hecho a sus padres, de que sus hijas saldrían del capullo de la torpeza, transformadas en encantadoras mariposas sociales.

Pero nadie quería ayudar a las niñas de las calles de Londres, los huérfanos, los abandonados, los explotados. ¿Eran realmente casos sin esperanza? Seguramente no todos. Seguramente una mujer con conciencia no podría dormir por las noches sin intentar solucionarlo.

Le soltó el brazo a Harriet. -Lo intentaré una vez más. -Recogió el manual del escritorio-. La invención de los utensilios para comer, precede a la rueda.

– Bueno, demonios -dijo Harriet-. ¿Quién lo hubiera adivinado? ¿O importado, de cualquier manera?

Emma continuó como si no hubiese notado la interrupción. -¿Alguien sabe lo que se dice para distinguir a un caballero -y me encojo con solo decir la palabra- de un ignorante?

– ¿Sus ancestros? -preguntó brillantemente la señorita Butterfield.

– No. -Emma permitió que una fugaz mirada de desdén apareciera en su aristocrático rostro -. Es el uso de un tenedor.

– Un tenedor -dijo Harriet-. Vaya, pueden pegarme un tiro.

– …sobre una cuchara -continuó Emma calmadamente-. El uso de un tenedor sobre una cuchara, separa al caballero de sus inferiores. Y me atrevo a decir que todavía criamos campesinos en nuestra orgullosa isla, que prefieren comer con una pala, tan desastrosas son sus maneras en la mesa.

Harriet la miró con suavidad. -Lady Lyons, si piensa honestamente que comer con cuchara es el peor crimen que un hombre puede cometer, estoy dispuesta a mostrarle que no es así.

– Por favor, no -dijo Emma rápidamente. Presionó un nudillo en la vena que le parpadeaba bajo la ceja derecha. Sentía que su cabeza iba a tener una poco delicada explosión-. En realidad, creo que es un buen momento para que tomen sus chales y den un paseo por el jardín con sus cuadernos de dibujo. Espero que esbocen con todo detalle cualquier bonito objeto que les llame la atención.

– Yo sé lo que Harriet va a dibujar -dijo la señorita Butterfield con voz desagradable.

Harriet resopló. -Bueno, puedo decirte que no sería la primera en dibujarlo en ezta casa.

– Ve arriba, Harriet -dijo Emma tajante-. Lee un libro… o duerme una siesta.

– ¿Una siesta?

– Por ningún motivo vas a molestar a Lord Wolverton otra vez, ¿me oyes?

– Todo lo que desee.

– Muy gracioso Emma -dijo Charlotte, echándose apresuradamente la capa en los hombros mientras las niñas salían en fila de la sala-. Tendré que acompañarlas. Harriet es capaz de empezar una revuelta si se queda sin vigilancia.

Emma suspiró. -Lo sé.

– ¿Qué vas hacer con ella, Emma? Es bastante incorregible.

– No estoy segura.

– Yo estaría tentada de sacarla de una oreja.

– Yo también estoy tentada, créeme. Y sí, ya sé que todos creen que estoy un poco loca por tratar de reformar una muchacha de la calle, en primer lugar. Y tal vez lo estoy.

– Tal vez todos los demás estén equivocados -Charlotte ofreció una sonrisa compasiva-. Has hecho maravillas con algunas de tus estudiantes.

– He tenido modestos éxitos.

De hecho, había cumplido su deber con tres casos de altruismo que había tomado bajo su ala. Una había llegado a ser una competente ama de llaves, su hermana se había casado con un juez. La tercera era una dedicada maestra de escuela en Gloucester, que estaba prometida con un boticario.

Nadie sabía cómo esos pequeños triunfos le habían levantado el ánimo a Emma. Cómo su misión personal de transformar a toda Inglaterra en un refugio refinado la había ayudado a superar la pena sorda que la había embargado al perder a un hermano, a su padre y a su esposo, en un período muy corto de tiempo.

Tal vez era pura arrogancia Boscastle creer estar imbuida con el poder de mejorar a otros.

Al menos en su caso, al contrario que sus hermanos, ella había canalizado el espíritu Boscastle para bien de la humanidad.

Hasta la noche anterior.

La noche anterior… cuando había comprobado, aunque fuese a sí misma, que Emma Boscastle en realidad no era diferente, o mejor que el resto de los miembros de su familia, inclinados al escándalo. Era posiblemente la más perversa del lote, y si era verdad, bueno, no había nadie en la familia para continuar su labor.


Adrian se frotó con una toalla su lisa mandíbula. Su ayuda de cámara, Bones, podía afeitar a un hombre en menos de un minuto. También podía degollar a uno si era necesario, un talento útil para el subalterno de un mercenario e improvisado sepulturero, pero uno que difícilmente lo dejaría en buen lugar con la sociedad inglesa. Ellos se habían conocido defendiendo a la compañía de las Indias Orientales de los piratas franceses en el Golfo Pérsico, siendo su deber evitar el crecimiento de la industria francesa. Un año más tarde Bones había perdido un ojo mientras defendía Lahore, y como consecuencia se había ofrecido como ayuda de cámara de Adrian, para navegar a Java bajo las órdenes de Stamford Ruffles. Bones había hecho su parte para que los británicos tomaran Batavia.

– ¿Cómo estoy? -preguntó Adrian, agachándose para examinarse el rostro en el espejo de cuerpo de borde dorado.

– Un verdadero cuadro de buena salud, milord.

– Eso es lo que temía.

– ¿Perdón?

Adrian miraba su tez bruñida por el sol, con desagrado. -No parezco tener algo malo.

– Verdaderamente no lo parece -el ayuda de cámara estuvo de acuerdo-. Creí que había dicho que nunca se había sentido mejor en su vida, que había pasado algo que le había sacado del bache.

– Maldición.

– ¿Milord? -preguntó Bones, ocupado guardando jabones y navajas.

– Tu preparaste a algún hombre para su funeral después de la batalla del Punjab, ¿no? -preguntó Adrian.

– ¡Ay! a más de uno. Era lo menos que podía hacer, sin ningún profesional que pudiera preparar sus cuerpos para enterrarlos. Me pareció compasión artística. Acuérdese que por algún tiempo quise trabajar en el teatro.

– ¿Crees que podrías hacerme parecer un poco menos sano? -lo interrumpió Adrian-. No mortalmente enfermo, ¿entiendes? Solo un poco enfermo. Un hombre que te parezca que necesita un poco de ternura.

– Podría hacer que se viera como si le hubiesen pisoteado un rebaño de elefantes -dijo Bones con aire contemplativo-. O un carruaje, teniendo en cuenta que estamos de vuelta en lo que llamamos, dudosamente, mundo civilizado.

– Dudo que necesitemos llegar a esos extremos -dijo Adrian pensativamente-. Dar la impresión de tener molestias, sería suficiente para mis propósitos.

Afortunadamente Bones no preguntó cuales eran esos propósitos. Ya estaba revisando los frascos de rouge y papel de arroz que estaban en filas ordenadas en el tocador. -Ah, sí solo hubiese un poco de plomo blanco… ¿Está seguro de esto, milord? El médico está esperando afuera. Va a insistir que se quede en cama si no le ve bien. Sé lo que le desagrada estar quieto.

Adrian se dejó caer en el sillón, reclinándose con anticipación. -Tendré que seguir su consejo si lo hace, ¿verdad? ¿Quién soy yo para discutir con una mente superior?


A Emma le pareció que apenas habían pasado quince minutos de relativa paz, cuando se presentó otra crisis. Charlotte la interceptó en la puerta, con sus mejillas de color subido.

– Justo ahora iba al jardín -dijo Emma atando las cintas de su bonete de seda-. ¿Se han calmado las niñas?

– Las niñas están bien. -Charlotte hizo una pausa para respirar.

– Eso me recuerda, Charlotte. ¿Ha llegado alguna noticia de la sobrina del conde, o de cuándo llegará? Odiaría que fuese testigo de una de esas escenas con Harriet, en su primer día aquí. Cuando ella…

Charlotte espetó calmadamente. -Es él.

– ¿Qué? -Pero en su interior ya lo sabía. ¿Cómo no iba a ser así, si nada más había ocupado sus pensamientos?

– Es Lord Wolverton. -La voz de Charlotte era suave pero consternada-. Oí a los lacayos en la casa hablando de Heath. Parece que el médico acaba de examinar a Lord Wolverton, y se teme que ha empeorado. Ya nos advirtió que podía pasar.

Oh no. Un escalofrío puso carne de gallina en sus brazos. -Él se veía tan… vital cuando lo vi anoche -más bien demasiado vital-. Debería haberle visitado esta mañana. Todo es por mi culpa.

– Por supuesto que no -le aseguró Charlotte, siempre fiel a su patrona y prima-. Su condición empeoró durante la noche. ¿Por qué va a culparte alguien?

– ¿Durante la noche? -Emma se sumió en un silencio preocupado. Si bien no había animado los avances amorosos de Adrian, tampoco los había rechazado. Pensar que el esfuerzo del episodio no planificado pudiera ser el catalizador de su empeoramiento. No. Rehusó considerar una posibilidad tan humillante. ¿La pasión física de Emma Boscastle haciendo daño a un hombre? De repente se sintió levemente mal.

– ¿Lo viste, Charlotte? -Preguntó, con ojos oscuros como tinta de la preocupación.

– Sí, pero por pocos minutos, dejé a Julia con las niñas y acompañé al doctor.

– ¿Cómo se le veía?

– Un poco pálido, su piel se veía cerosa. No, no sé, bueno, no quería que pareciera que lo estaba examinando.

– Dios mío -a Emma le costaba imaginar su deterioro, habiendo dejado a un hombre cuya energía era sorprendente.

– Fue un caballero al respecto, Emma. Podría decirse que estaba esforzándose por ocultar lo que sentía. Un verdadero caballero de corazón, ese hombre, si es que alguna vez vi alguno, no me importa lo que haya hecho en el pasado. Incluso insistió en que no te molestara con las noticias de su recaída.

– Lo que tú hiciste, y muy apropiadamente.

Charlotte exhalo un sincero suspiro, mientras Emma pasaba a su lado en dirección a la escalera. -Sí, bueno, sé que me hubieras matado si no lo hubiera hecho.

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