Cedric, el hermano de Adrian, los alcanzó a menos de una milla del puente. Un pequeño grupo de jinetes de la finca lo acompañaban. Explicó que habían estado esperando en el cruce de los caminos principales para escoltarlos a Scarfield y estaba preocupado por el retraso. Se puso pálido cuando Adrian le contó lo que les había pasado durante el desvío.
– Gracias a Dios no mataron a ninguno de ustedes -Cedric dijo alterado-. Esta no es la vuelta a casa que habíamos previsto.
Lady Dalrymple sacó la cabeza por la ventana. -Dos escaparon al bosque. No voy a poder dormir por semanas.
Adrian llevó a su hermano a un lado. -Mi cochero recibió una bala en la parte superior de la pierna y necesita atención médica. También quedó un cuerpo atrás, antes del puente al que hay que enterrar rápidamente.
– ¿M… mataste a uno?
Adrian frunció el ceño. -Ojalá no hayas esperado que le diera la mano y lo invitase a conocer a mi padre. Claro que lo maté, Cedric. La que va en el coche es mi esposa. Y hubiera matado a cada uno de esos perros si los hubiese agarrado.
– Ya veo -dijo débilmente, parpadeó varias veces-. Pero tú no, bien, tú sabes.
Adrian se quedó mirando a su hermano. ¿Era este cobarde señorito el resultado de la constante intimidación de su padre? – Yo no, qué, hombre. Por el amor de Dios, escúpelo.
– Tú no, mmm -Cedric se soltó su corbata blanca inmaculada-, decapitaste a ese hombre, ¿verdad? Los diarios estaban llenos de artículos, solo pregunto para poder advertir a los criados con qué se van a encontrar.
Adrian casi se rió a carcajadas. Se dio cuenta que su familia se mantenía informada de sus hazañas. Las cartas de su padre le revelaban lo mismo. Pero lo que no se imaginó es que creyesen cada cuento exagerado que habían escrito acerca de él. -No te preocupes -le dijo con un tonillo socarrón-, le podemos dejar la cabeza a mi manada de lobos para después.
Cedric asintió débilmente. -Te estás burlando de mí. Siempre te burlaste de mí. No es justo, sabes. Florence y yo lloramos inconsolablemente cuando te fuiste. No tenía quién me defendiera cuando te marchaste.
Adrian le tomó firme el brazo. -Estoy en casa, al menos por ahora. Y si lo permites, te defenderé cada vez que sea necesario.
Cedric logró una sonrisa grande, tibia. -Claro que lo permitiré. Estoy feliz de verte otra vez, Adrian. Y la vida aquí no ha sido tan trágica como la pinté. Triste, tal vez, pero esperemos que todo eso quede atrás.
Estaba anocheciendo cuando el coche ducal llegó a la finca, con la guardia montada. Emma estaba agradecida de buscar refugio en las piezas que les habían asignado a ella y Adrian, aunque el conde había hecho hincapié en solicitar ver a su hijo solo.
– Sé que será desagradable -Le susurró a Adrian mientras estaban parados en la entrada abovedada con su ornamento de cabezas de venados, mientras les descargaban el equipaje-. Esfuérzate lo que más puedas para recordar su edad y el respeto que le debes.
Se quedó a su lado hasta que un criado con librea formal llegó a avisar que las habitaciones de arriba estaban calientes y cómodas para pasar la noche. En seguida se lanzó en un discurso preparado acerca de lo emocionante que era tener al hijo del duque en casa.
Por su parte Adrian tuvo que luchar contra el impulso diabólico de darle un golpe en la espalda a ese tipo pesado y rogarle que cortara la interminable bienvenida. Emma, por otra parte, asentía como si le debieran toda esa formalidad y seguía al hombrecillo con su cháchara, por el pasillo.
Y súbitamente Adrian se sintió vacío y tenso.
Vio cómo su esposa desaparecía en la oscura escalera jacobina con Hermia y Odham. De niño había jugado en esas escaleras, se había deslizado por la balaustrada con su espada de madera para aterrar a los criados y a sus dos hermanos menores.
Pequeño demonio salvaje, habían susurrado. Hijo de una puta y un soldado. Nadie creyó que terminaría bien.
Había vuelto a reclamar su pasado, su herencia. Era un fantasma, pensó, el niño que había jugado tanto en esta casa, había muerto hacía años.
Hermia se apoyó levemente en Emma mientras subían la larga escalera, Odham y el locuaz lacayo llevaban la delantera.
– El duque nos ha dado un ala completa -dijo Hermia aprobándolo.
Ahora Adrian tenía que estar yendo a las habitaciones privadas del duque al otro lado del patio. Sabía que quería que lo acompañara, pero ella había declarado estar exhausta por la experiencia de ese día. Pobre Adrian, pensó, seguro que hubiese preferido pelear con otra banda de bandidos en vez de enfrentarse a su padre.
Dos camareras la guiaron por el pasillo decorado con altos espejos venecianos. -Señora -dijo la criada mayor-, una de nosotras dormirá en el banco afuera de la habitación toda la noche por si necesita algo.
Emma asintió, sin escuchar realmente. A Hermia y Odham les habían asignado piezas separadas al otro extremo del pasillo, Hermia ya le estaba pidiendo al lacayo que se asegurara que cualquier puerta comunicante estuviese cerrada con llave.
Una de las camareras se tragó un bostezo. -Se beberá a la salud de Lord y Lady Wolverton en la casa local esta noche.
Emma vaciló, viendo que venía Hermia, era totalmente inaceptable darle un empujoncito a una criada para que repitiera las habladurías, sin embargo no lo pudo resistir. -Lord Wolverton debe tener muchos parientes y amigos cercanos, que han esperado su vuelta.
– Todos estamos muy aliviados de que el joven amo esté en casa, su señoría -dijo la mujer. Lo que era una respuesta educada, pero carecía de la información que Emma esperaba.
– Qué agradable de su parte. -Hermia se paró en la puerta. Había hecho una pausa para admirar su reflejo en un espejo-. Las niñas -apuntó, limpiándose la garganta-, las damas locales estarán muy felices de verlo otra vez, supongo.
Por un momento las criadas se quedaron mirándola con tal carencia de comprensión, que hubiese gritado. -Supongo que sí -fue la respuesta formal e insatisfactoria de la primera.
– Por los cielos, Emma -dijo Hermia, yendo hacia ellas-. Deja de rodear el asunto y pregunta directamente.
Emma frunció el entrecejo. -Tenemos tanto tacto como un trueno, ¿verdad, querida?
– Cuando la edad avanza, una no se inclina a perder un tiempo precioso preocupándose por lo que los otros piensan.
Emma le dio una mirada irónica. -Me parece que a alguna gente no le preocupaba el mundo bien educado incluso cuando eran jóvenes.
Hermia sonrió. -Algunos de nosotros aprendimos nuestras lecciones a una tierna edad, gracias a Dios, no me podría imaginar una vida más desperdiciada que una dedicada a agradar a los otros. -Dirigió su atención a las dos criadas, que lo más probable ya habían sido advertidas acerca de lo peculiar que podían actuar a veces las damas de Londres-. Lo que Lady Wolverton desea saber es si Lord Wolverton tiene novias que estén esperando su regreso.
– Oh -la más vieja de las criadas se iluminó-. Oh.
– Creo que me iré a la cama ahora. Gracias por esta humillación Hermia. Voy a pretender que lo que pasó hoy es la causa de esta espantosa ruptura de confianza.
Hermia se puso las manos en las caderas. -¿Necesito una cucharada de melaza para soltar esa lengua? -le preguntó a la criada-. ¿Hay o no hay una joven enamorada esperando la vuelta del amo?
La camarera asintió lentamente. -¿Quiere decir Lady Serena? ¿Por qué no lo dijo?
A Hermia se le endureció la boca. -Al fin. ¿Esta Lady Serena está casada?
– Oh, no, señora.
Emma bajó la cabeza. Abrió la puerta de la habitación iluminada con el fuego. -Buenas noches a todas.
– No -dijo la criada-, no ha tenido tiempo de casarse con todo el trabajo que le cayó cuando su padre se enfermó. Pronto le llegará el día, espero.
La criada joven se metió. -No hay nadie en veinte millas a la redonda que no venere a Lady Serena.
– Ya veo -dijo Hermia, entrecerrando los ojos-. Una cuestión, no quiero ser cruel, esta dama suena como si fuese un poco solterona.
– Todo lo que sé, es que es una belleza, señora -contestó, la segunda criada-. Un punto de sol en un frío día de invierno.
Adrian se paró tras su sillón varios segundos mirando el salón con paneles de roble de su padre. No había sido un lugar familiar en su juventud, a los niños se les prohibía la entrada al santuario sagrado de su padre, ahora toda la familia, su hermana y su hermano, su anciana tía, incluso el administrador encorvado, se habían reunido a recibir al pródigo.
La gratitud en sus rostros, el cariño, todos más viejos y más importantes para él de lo que había creído, lo hicieron sentirse humilde.
– El joven vizconde está en casa -Bridgewater, el secretario calvo, repetía una y otra vez-. En casa después de todos estos años.
– ¿Dónde has estado, en todo caso? -su tía-abuela preguntó.
Su padre lo miró, alto, más delgado, pero todavía un hombre que se imponía. -No importa dónde ha estado. Está en casa.
Su hermana Florence le sonrió calurosamente. -Y trajo una esposa. ¿Dónde está, Adrian?
– ¿Es una extranjera? -preguntó su tía.
Adrian se rió por lo bajo. Lo único bueno que podría decir de su familia reuniéndose con Emma, era que ella los podría manejar y además, con mucha más gracia que él.
– Adrian fue atacado por bandidos en el puente -explicó Florence delicadamente-. Los combatió, tía Thea. Todos parecen estar bien.
La mujer mayor asintió aprobando. -Bandidos extranjeros, supongo. ¿Por qué te marchaste, Adrian? He echado mucho de menos tu compañía, Cedric es aburrido y Florence se ha olvidado de reír.
Adrian le sonrió. -Yo también te he echado de menos.
– ¿Cómo se llama tu esposa, querido?
– Emma. Emma Boscastle.
– No suena muy extranjero.
El duque, que había estado observando silenciosamente como se desarrollaba esta escena, fue hacia su administrador. -¿Te importaría llevarlos al invernadero para un vino y tarta, Bridgewater? Adrian y yo los seguiremos dentro de poco.
Y un momento después, Adrian se quedó solo con el duque, todavía incapaz de pensar en él como su padre, pero tampoco capaz de sentir su antiguo odio por él. Esperó resignadamente. En una pared había un cuadro de su madre en traje de equitación, con su amado spaniel. Un dolor intenso se agitó en su interior, no había merecido morir condenada.
– Te ves bien -le dijo al duque-, para un hombre que está sufriendo una enfermedad terminal.
– Podría haber muerto diez veces en el tiempo que te tomó llegar aquí -respondió el duque.
– Yo…
– No mientas. No tengo ningún deseo de pelear contigo. Tenemos muchos asuntos que tratar referentes a la finca.
– ¿Eres realmente un antigua amigo de Lady Dalrymple? -preguntó, buscando un tema más neutral.
– ¿Hermia? -Los rasgos agobiados del duque parecieron suavizarse-. Busqué su preferencia como un joven inexperto y perdí. Habla bien de ti que sea tu amiga. -Súbitamente se llevó la mano al esternón, con los ojos oscurecidos-. Indigestión, Adrian -dijo, con una mueca-. ¿Terminaste de evadir el asunto de tus responsabilidades?
Adrian vaciló. En su memoria, lo mejor de su padre era que siempre había sido omnipotente, invulnerable, distante, lo peor, Scarfield había parecido de voluntad débil y malicioso. ¿Y ahora? No podía negar que había envejecido e inesperadamente sintió pena de él.
Se movió. -Ha sido un día largo.
Como si hubiese estado escuchando a escondidas, Bridgewater entró con una bandeja con una medicina a la habitación. -Es hora del tónico de la noche, su gracia.
– ¿No tienes nada mejor que hacer contigo mismo que interrumpirme cada cinco minutos? -preguntó el duque con más resignación que rabia.
Bridgewater sonrió. También mostró signos de edad y servicio.
Adrian se paró. Bridgewater y su familia se habían dedicado a los Scarfield desde, bueno, según Bridgewater, desde las malditas cruzadas y aunque Adrian no podía pretender afecto por el duque, no le deseaba nada malo. No sabía qué sentía, si es que sentía ago.
– ¿No tienes la más mínima curiosidad acerca de tu antiguo amor? -le preguntó su padre.
Adrian se las arregló para sonreír. -¿Mi perro pastor todavía está vivo?
El duque se rió bajo, mientras Bridgewater se paraba inmóvil a su lado con el vaso de medicina. -Hablo de Serena, la niña con la cual debías haberte casado.
Adrian levantó una ceja. -No me digas que lograste convencerla que me esperara.
Su padre se rió, y súbitamente, para sorpresa de Adrian, parte de la tensión entre ellos pareció relajarse. -Para ser franco, Adrian, creo que Serena siempre ha estado más enamorada de sus caballos que de ti. Bien, ¿cuándo me vas a presentar a tu esposa?
Adrian se encontró con los ojos de su padre. -Mañana.
– Una Boscastle -el duque musitó-. ¿Cómo lo lograste?
Movió la cabeza negando, incapaz de ocultar su orgullo y felicidad. -No sé, pero es lo mejor que me ha pasado en la vida.
– Casado y obviamente enamorado. Estoy ansioso por conocer a tu esposa mañana en el desayuno.
Enamorado.
Adrian corrió el cerrojo de la puerta de su habitación y se quedó mirando la atractiva figura en la cama. Tenía un libro, todavía abierto en la mano.
La vela de la mesita casi se había acabado, la apagó. Se quitó la ropa y lentamente se metió a la cama al lado de su esposa.
Ella se sentó con un pequeño chillido de protesta. -Adrian, estás absolutamente congelado.
Él se rió y la tiró hacia atrás a sus brazos. -Tú estás muy caliente -susurró, enterrando las manos en su pelo.
– ¿Qué pasó con tu padre?
– No sé. Diría que tendió más hacia el lado frío, pero si realmente tienes curiosidad, podrías preguntárselo a Bridgewater.
Ella levantó las cejas. -Como estás sonriendo, voy a asumir que todo salió bien.
– Lo suficiente. No discutimos.
Suspiró como si sintiese lo que él dejó sin decir. Enseguida se enroscó alrededor de su cuerpo. -Aun así, debe sentirse bien estar de vuelta en casa.
El calor de su presencia lo relajó. Su esposa. -Es bueno estar aquí contigo. No hubiese vuelto solo.
Su voz bajó a un susurro soñoliento. -Es una hermosa finca, Adrian, el parque parecía el paraíso a la luz de la luna.
Le pasó la mano por la espalda. -Mañana te mostraré el resto.
– ¿Y conoceré a todos?
Cerró los ojos. No era el hogar. Demasiados recuerdos dolorosos perduraban, en cada habitación, en cada cara. -Ya conociste a mi hermano, Florence y mi padre están impacientes por ver a la dama que me domesticó.
– ¿Ningún amigo antiguo apareció con la vuelta del hijo pródigo? -preguntó inocentemente.
– Si te refieres a Serena -dijo sagazmente-, entonces, no.
Se quedó quieta un momento. Quería que entendiera, que nunca había habido, ni nunca habría, una mujer que se pudiese comparar con ella.
– ¿Crees -preguntó después de varios segundos-, que te pudiese gustar quedarte aquí?
– Tal vez en Berkshire. Te prometí un colegio en el campo, pero no aquí, no ahora.
– Me siento culpable -susurró- de haber dejado sin cumplir mis deberes en el colegio.
– Nos podemos ir cuando lo desees -le dijo relajadamente. Nunca había discutido sus inversiones en el extranjero con ella. El típico aristócrata inglés pensaba que ganar dinero era una ocupación vulgar, pero la verdad era que podía hacer su hogar donde ella quisiese.
Ella se sentó de repente, dejándolo sin su agradable cuerpo caliente. -¿Tienes una prisa especial como para volver con Hermia y Odham, milord?
– Eso -dijo tirándola de nuevo contra él con una carcajada-, es un pensamiento que lo detiene a uno.