Maldiciendo, Sir Gabriel Boscastle saltó sobre el banco que había desplazado de la puerta. Dios sabía que era una táctica simple para retrasar su entrada al jardín. Sin embargo, fue eficaz. No había querido romper la puerta. Si hubiera conocido la disposición de la casa un poco mejor, habría encontrado otro punto de salida. Bueno, quería ser incluido en todas las intrigas de la familia Boscastle en Londres. Era el momento de demostrar que podía convivir mejor con sus primos. Su propia familia le había dado más angustia que felicidad. ¿Quién hubiera pensado, que lo recibirían con los brazos abiertos, a pesar de lo mal que se había portado?
El jardín lucia tranquilo bajo la luz de la luna. Por lo que parecía dos de los sirvientes habían estado disfrutando de unos momentos robados a solas y él había arruinado sus planes. Casi se sentía culpable. Mientras paseaba alrededor, vio un gato gris sentado en la pared. Nada que levantara sospechas hasta que…, entrecerrando sus ojos, se detuvo. Una figura de cabello claro acababa de salir de la casa, sus movimientos mostraban una actitud sospechosa.
– ¿Qué diablos?
– ¿Charlotte? -dudando, dio un paso hacia ella, riéndose del pequeño grito que dio-. ¿Qué estás haciendo en el jardín?
Ella respiro sobresaltada. -Podría preguntarte lo mismo.
– Salí a fumar un cigarro -respondió, dando unas palmaditas en el bolsillo del chaleco, como para verificar la mentira.
– Bueno, estaba buscando… a Harriet. -Olfateó el aire-. No huelo el humo.
Miró a su alrededor. -No veo a Harriet, tampoco.
De repente, como si de una espía se tratara vio la escalera que estaba apoyada en precario equilibrio a un lado de la glorieta. Casi al mismo tiempo que Charlotte, a juzgar por su audible inspiración.
Ninguno de los dos dijo una palabra. Gabriel no tenía idea de cómo Charlotte hizo el descubrimiento. O lo que la escalera contra la pared significaba exactamente, a pesar de que esto era algo que Heath querría saber. No era asunto suyo juzgar, solo informar a los hermanos Boscastle tan pronto como fuera posible.
No podía imaginar a Wolf fugándose con Emma. O a alguien lo suficientemente valiente para ayudarla a hacerlo. Pensaba que era una pena que fuera tan mojigata. Con ese cabello de oro y una piel de alabastro, era una mujer hermosa y algún día tendría a algún pobre hombre completamente deslumbrado y obsesionado con ella.
– ¿Fue Lord Wolf?
– Bien, supongo que deberíamos regresar, antes de perdernos -dijo casualmente.
Charlotte prácticamente lo empujo en su prisa por llegar primero a la puerta. -Esplendida idea.
Un hilo de voz llegó hacia ellos desde la ventana de la buhardilla. Su cara pálida oculta bajo las sombras del volante rizado de su cofia, Harriet estaba encaramada en el alfeizar. -¿No preferirían tener esta charla en el interior?
Gabriel frunció el ceño. -¿No estaba hablándome a mi verdad, Srta. Sauce-Box?
– Bueno, ¿qué ocurre si le hablo a usted? -Harriet lo miro durante unos instantes-. Un momento, yo he visto su cara en otro lugar.
Soltó un bufido. -Si se refiere a mí, lo dudo.
– Lo he visto en los barrios pobres -insistió Harriet-. Tengo la sensación de que era usted.
– Está equivocada -dijo Gabriel con molestia. Por lo menos, no en los últimos años.
– Tal vez tienes un gemelo malvado -susurró Charlotte.
– Tal vez soy tan malvado como para ser trillizo -replico Gabriel-. Lo que me recuerda, ¿cómo son sus hermanos?
– No pregunte -lanzándole una mirada sospechosa-, ¿cómo son los suyos?
Se encogió de hombros. -No sé.
– Ah.
Harriet golpeó su puño en el alfeizar de la ventana. -Algunos de nosotros necesitamos un sueño reparador. Si continúan así, despertaran a toda la casa en un minuto.
Gabriel levantó la ceja. Tenía el presentimiento de que no solo toda la casa, sino todos en Mayfair, estarían alborotados antes de que amaneciera.
Emma gemía, hundiéndose en el colchón. -Por favor, cierra las cortinas -susurró. Como si la oscuridad pudiera ocultar el deseo indecente que sentían.
Inclinado sobre ella, su camisa colgando abierta hasta su cintura con su mirada cruda y sexual.
– ¿Y si me gusta mirarte?
– No deberías.
– Sssh, amor -dijo él, desabrochándose los pantalones.
– Me da vueltas la cabeza -dijo en voz baja-. Creo que voy a desmayarme.
Con los ojos entrecerrados, se apoyó en la cama. Con sus grandes manos recorrió suavemente su cara, su cuello, sus pechos. Su erección presionando con fuerza contra su cadera desnuda. Su aroma a limpio, menta y a hombre robaron seductoramente sus sentidos.
– No te vas a desmayar. -Besó las puntas de sus pechos hinchados, su voz en un susurro seductor sobre su piel. -Por lo menos, no hasta después de haber f…
– Adrian -exclamo ella, abriendo los ojos-. No digas esa palabra.
Riendo, coloco sus piernas sobre las de ella. -Bien -murmuro-. No la diré, pero lo haré Lady Emma. ¿Me dejaras chupar tus pechos primero o acariciar tu sexo?
Emma mordió su labio superior. -¿Debes describir todos los detalles de lo que vamos a hacer?
Sus dientes blancos y afilados se cerraron alrededor de un delicado pezón. Su columna se inclino del placer. -Todo está en los detalles, ¿no? -murmuró, haciéndose eco de lo que había hablado con él en la boda-. Los pequeños detalles.
Una risa ahogada lo dejo sin aliento. -Te iniciaré en tus deberes… más tarde.
Extendió el pulgar a través de los rizos empapados en roció que coronaban su hendidura. Inhaló entrecortadamente y comenzó a girar la perla dura de su sexo. -Estás tan mojada -dijo, con un suave gruñido-. Tentadora.
Tentadora. Ella. De todos los nombres que usaba para describirla, este era probablemente el más hermoso. -Oh, cielos. -Él introdujo otro dedo en su hendidura, tanto que podía sentirse tan estirada, llorando contra su mano, suplicando.
– Todavía no -susurró.
Dejó caer su cabeza, colocó su mano en su muslo. Su cuerpo temblaba de necesidad irreprimible. Su pulgar rodeó su clítoris, un gemido de profunda frustración brotó de su garganta. Sintió su grueso eje contra su muslo. Se humedeció el labio inferior con la lengua, imaginando su pene en la boca, entre sus piernas.
– Se siente como crema liquida, Emma -dijo, su rostro tenso-. Me gustaría probarte.
Se estaba muriendo, perdida, desesperada. Tan desesperada. -No lo digas.
– Me gustaría frotar mi cara aquí. Sobre toda esta crema.
Sus caderas corcovearon. Abrió las piernas sin pudor, montando sus nudillos cuando lo que realmente quería, necesitaba, era su grueso miembro en su interior, saciando su hambre. -No puedo…
– ¿Puedo probarte, por favor?
– Respira.
– No puedo pensar, ni respirar.
Retiró la mano, esperó un instante antes de hundir sus dedos en su esponjoso canal. Su espalda se arqueo, su vagina lo apretó con tanta fuerza que soltó un quejido, empezó a mover sus dedos con mayor rapidez. Sus sensibles músculos se estremecieron.
– Eso es mi amor -susurro, suave y perverso-. Así es como una dama le demuestra a su señor lo que quiere.
Lloraba, mientras su cuerpo se convulsionaba. Luego, antes que el placer se deshiciera por completo, él inclinó la cabeza sin previo aviso y enterró su rostro entre sus muslos. Una explosión de calor corrió por sus venas cuando su lengua sustituyó a sus dedos y la empujo entre sus pliegues hinchados.
Una dama.
Oh, sí. Sí. Pensaba, mientras apretaba sus hombros con sus piernas, abrazándose contra su duro cuerpo. Y a él parecía gustarle, aun estremeciéndose contra su boca. Con un gruñido enlazó sus manos en sus nalgas para acercarla.
Las pulsaciones seguían haciendo eco en todo su cuerpo cuando se retiro de encima de ella. Se deslizó fuera de la cama, su rostro en sombras. Se quedó estudiando las formas de su cuerpo; desnudo con su ágil elegancia él parecía adivinar cómo se dolía por contemplar su cuerpo. En efecto, Emma no podía apartar sus ojos de él.
Lujuriosa, eso es lo que era. Tan mal se comportó, al igual que Hermia al perseguir aristócratas para sus bocetos de arte. Pero Adrian era una obra maestra de la naturaleza. Su pecho desnudo podría haber sido esculpido en mármol, sus fuertes músculos y cicatrices eran un testimonio de su fuerza.
De hecho, estaba tan impresionada que bajó su mirada apreciativamente por sobre su duro y pesado pene que colgaba como acero pulido entre sus muslos. Un suspiro de puro deseo se le escapó. Era un hombre por el que cualquier mujer lloraría.
Cerró sus ojos colocando una máscara sobre sus pensamientos. Y le oyó reír mientras deslizaba su hermoso cuerpo en la cama. -Está bien que me mires, lo sabes -dijo, deslizando sus dedos por sus pechos, dando a cada pezón un pequeño tirón hasta que se pusieron duros y rugosos.
– Quiero verte -susurró-. Eres tan hermosa.
– Eres mejor que las cerezas con nata. ¿Te gustó lo que hice?
Ella se retorció contra su suave caricia, estaba insoportablemente sensible. -Yo creo que mi posición actual habla por sí misma.
Deslizó su mano libre por su parte inferior poniéndola de costado. -Entonces probaremos otra posición.
Levantó su mano de la palpitante carne que había estimulado recientemente, inhalando profundamente. Y entonces como si fuera un manjar, lamió la esencia de sus dedos. Estaba demasiado sorprendida y excitada para reaccionar. Sentía la satinada piel de su pene presionando entre las mejillas de su trasero, penetrando poco a apoco en su hendidura. La sensación, el placer de su enorme eje presionando en su vagina, le robó el aliento.
Ella arqueó sus hombros anticipándose. Él llevó sus manos hasta sus pechos y tiró de sus pezones entre sus dedos.
– Ahora -susurró, mordiendo su nuca-, quiero que olvides todo lo que sabes sobre ser una dama.
Rio entre dientes ante su indignado grito de asombro, pero un momento después estaba demasiado absorta en su pene hundiéndose en su vagina para pensar mucho menos hablar. Las paredes húmedas de su envoltura lo abrazaban en señal de bienvenida. Con cada centímetro que introducía en su interior podía sentir su carne resistiendo, las pulsaciones de su eje.
Sintió un escalofrió que recorrió su espalda. Enviándolo por encima del borde. Su dulce Emma tenía una espalda preciosa, mucho atractivo sexual y un bien formado trasero de cortesana. Suya. Casi estaba completamente en su interior. Sus dientes dolían.
Solo suya.
Levantó sus brazos sobre su cabeza, lanzando un gruñido suave, embistió fuertemente. Ella se resistió, gimiendo sobre la almohada, y elevándose sobre sus rodillas.
Él giró la cabeza, temiendo que si veía su delicioso cuerpo introduciéndolo en ella, derramaría su semilla sobre su muslo.
– ¿Te duele? -susurró, no muy seguro de poder detenerse en ese punto, de todos modos.
Ella sacudió su pequeña cabeza. -Solo un poco.
Él empujó. Ella arqueó su pelvis y giró sus caderas con una lentitud exquisita, enfundándose hasta la empuñadura. Se retiró, luchando por respirar, bombeándola cada vez más rápido hasta que sintió su pene a punto de estallar. Ella se quejó suavemente, tensando su cuerpo, mientras él se repetía que ya no era virgen, aunque no tenía mucha experiencia. Era una mujer que no había hecho el amor en años, pero que lo estremecía tanto que se quedaba sin palabras.
Por un momento tuvo miedo. Su falo era excepcionalmente grueso, y estaba a punto de perder el control. Escuchó sus jadeos, sintió sus suaves manos agarrar sus nalgas, frotar su suave botón contra él, animándolo a continuar. -No te detengas -susurró en voz baja, excitándolo-. Hagas lo que hagas…
No necesitaba decir nada más para dar rienda suelta a sus instintos.
Echó la cabeza hacia atrás y le dio lo que su cuerpo anhelaba. Sin sentido, se impulsó dentro y fuera, tan apretado, empujando fuerte en su interior. Su vagina absorbió todo el calor, el dolor de cada pulgada de él. Un gruñido de placer salió de su garganta.
– Muy bien -murmuro él. Ella se hundió en él, profundamente, tanto que lo asustó. Tenía que poseerla. Estaba consumido de deseo.
Tiró de sus caderas y la levantó contra él, tensando su cuerpo con los espasmos del clímax más potente que había conocido, moviéndose hasta que no podía respirar, entregándose a ella, con sus sentidos fragmentados y su corazón retumbando en su pecho y su cabeza.
Ella se sacudió debajo suyo, como si también se estuviera rompiendo, sostenida por su fuertes brazos alrededor de su cintura. Abrazada a él. Rogando a Dios tenerla entre sus brazos y hacerle el amor todas las noches, durante el resto de su vida, junto a él, en paz, con la única mujer que lo entendía y que llenaba de luz su vida.
Por fin se retorció contra su brazo, besando su cuello. Con renuencia se retiró de su cálido cuerpo para acostarse a su lado. Su dorado cabello cubriendo su piel como un velo. Lamentó nuevamente, su propósito de seducirla con una intensidad excesiva esa primera vez. Deseaba haber esperado para poder darle la atención que se merecía.
Era un hombre que había aprendido a marcar el paso del tiempo, solo a través de grandes acontecimientos. La muerte de su madre. La primera Navidad en que su padre admitió que pensaba que él no era su hijo. El día que abandonó su hogar, en octubre, mientras los graznidos de los cuervos se oían en la distancia.
El día que conoció a Emma.
Era una bendición no haberla perdido, que sus hermanos no la enviaran lejos. Y como no podía encontrar palabras para expresar lo que sentía, rodó sobre su costado y la besó, con la esperanza de que de alguna manera ella lo entendiera.
Ella cruzó los brazos alrededor de su cuello y se apretó contra su cuerpo húmedo. Una oleada de deseo arrojó por tierra sus nobles intenciones. -Emma -deslizando una mano por su trasero-. Tengo que hablar con tu hermano. Tus hermanos.
– ¿Ahora?
Su delicado cuerpo se deslizo fuera de su alcance. Antes de darse cuenta, ambos estaban sentados sobre la cama con la colcha entre sus piernas. Se veía tan desaliñada, tan deseable que anhelaba haber tenido el buen sentido de mantener la boca cerrada.
Pero había llegado el momento. Esta no era una indiscreción de la que se reiría en pocos meses. Lo que hizo, entrar en su habitación y seducirla, contrayendo así una deuda de honor. Afortunadamente, estaba más que dispuesto a pagarla, aunque deseaba haberlo hecho con más delicadeza.
– Seguramente no estarás pensando bajar y anunciar tus intenciones ¿ahora? -preguntó con una voz que no solo le hizo enderezar sus hombros, sino alcanzar una sabana para cubrir sus partes privadas-. ¿Después de lo que acabamos de hacer?
– Es preferible a que nos encuentren aquí, ¿no?
Ella lo miró con horror. -Preferiría ahogarme en el Támesis.
El hizo una mueca. Su ansiedad era contagiosa. -Voy a admitirlo ante toda tu familia…, el Príncipe Regente y cada poder de Europa, para reclamarte como mía.
Lo miró fijamente y comenzó a reír.
Alzó la frente. -¿Es que eso será de ayuda?
– No eres justa con todos los poderes de Europa.
Él le dio un beso en la nariz, cuando le dio otro ataque de risa. -¿Que le pasó a tu decoro, señora?
– Tú.
Él se levantó y se dirigió hacia la ventana, luciendo su escultural cuerpo desnudo.
– Proteger mi honor está muy bien- dijo Emma a su espalda-. Sin embargo, debes esperar hasta mañana.
– ¿Estás segura? de alguna manera siento que no debemos esperar.
Emma recuperó sus prendas de debajo de la ropa de cama desarreglada y se las colocó rápidamente. Nada unía mejor a los Hermanos Boscastle como una crisis. Emma literalmente resplandecía cuando los demás se veían obligados a depender de ella. -Creo que deberías salir silenciosamente.
– Demasiado tarde -murmuró desde la ventana por la que había entrado en su habitación.
La sangre se le enfrió mientras se colocaba detrás de él. -¿Que dices?
Sacudió la cabeza con incredulidad. -La escalera no está. Esa golfilla debe haberla movido. Me ha traicionado.
Miro sobre su hombro impotente. -¿Golfilla? -Se dio cuenta de lo que había dicho. Incluso completamente vestido, su proximidad perturbaba su lógica-. Oh, no, Adrian. Por favor, no me digas que solicitaste la ayuda de Harriet para tramar esto. De todas las ideas estúpidas…
– Quería verte. No había alguien más neutral en esta casa que me ayudara -él se encogió de hombros tímidamente luego se paso una mano por el pelo en un gesto que despertó arraigados instintos protectores en Emma. Ella había curado narices rotas de sus hermanos, vendado sus cortes y arreglado sus espadas de juguete en más ocasiones de las que podía contar. Curando el orgullo herido cuando era necesario, aunque no estaba totalmente convencida de que sus hermanos hubieran aprendido mucho de sus fechorías juveniles.
En cambio, había adquirido una experiencia invaluable de la mente masculina. Parecía un hombre lleno de orgullo y vulnerabilidad a partes iguales, de crudeza y una violencia indescriptible en sus peores momentos, de valor y sacrificio en su mejor momento.
Ella siempre había insistido que sus hermanos se defendieran por sí mismos, incluso cuando se escondían bajo sus alas para que los defendiera si era necesario.
Ahora, tan increíble como era, se estaba enfrentando contra los mismos hombres que había formado para ser sus protectores.
Adrian se echo a reír. -Parece que voy a tener que encontrar otra forma de escapar.
– ¿Crees que podrías trepar por el árbol que esta fuera de mi ventana? -le pregunto con ansiedad.
– Podría subir incluso dormido -replico él-. Sin embargo, no serviría de nada mientras Drake esté sentado en el banco del jardín, debajo de la ventana, fumando un cigarrillo.
– ¿Drake? ¿Estás seguro?
– No, a menos que haya un gnomo en tu jardín que fuma puros.
– No creo haber visto jamás a Drake sentado debajo de mi ventana antes. ¿Qué se supone que voy a hacer contigo ahora?
Se puso la camisa y los pantalones, para cubrir su desnudez. -Voy a salir a hurtadillas por las escaleras y si alguien me atrapa, supongo que tendré que decir de acabo de entrar en la casa.
Ella negó con la cabeza. -Es de mala educación entrar en una casa sin ser invitado. Nadie te creerá.
Beso la parte superior de su cabeza. -No es tan grosero como lo que estábamos haciendo, confía en mí. Dame mis botas, mi amor. No importa lo que me pase, valió la pena.
Con un bufido, salió debajo de la cama. Un momento después, estaba entre sus piernas, besándole, su lengua acariciando la suya como si tuvieran todo el tiempo del mundo para satisfacer su pasión.
– Me voy ahora -murmuró, liberándola con renuencia-. Pero que sepas que me está matando. Regresaré cuando haya hablado con tu familia. Oh, Emma, necesito estar contigo. Nos necesitamos.
Miro hacia la ventana. -Tal vez Drake ya se fue. Echaré un vistazo.
– Mirare fuera de tu puerta -dijo suspirando con desgana.
Se reunieron de nuevo en el centro del dormitorio quince segundos después.
– ¡Todavía está allí! -exclamó.
Adrian frunció el ceño. -Disimulando está recostado en el rellano de la escalera en una posición estratégica. Por lo que vi, está listo para acampar toda la noche.
– Es una trampa -dijo de espaldas contra la pared-. Adrian, hemos caído en una trampa Boscastle.
Miro a su alrededor ansiosamente. -¿Supongo que no hay puertas secretas o agujeros donde ocultarme a mi alcance?
– Lo siento -murmuró.
– Tus hermanos habrán tenido sus andanzas a escondidas en sus días, ¿no?
Ella le frunció el ceño. -Lamentablemente eso no lo puedo negar.
Se colocó a su lado. -¿A dónde lleva esta puerta? -pregunto, señalando hacia su vestidor.
– Allí duerme mi dama de compañía, y no entraremos sin anunciarnos antes. Tiene cuarenta y dos años y nunca ha tenido un hombre en su habitación.
Se arrodilló y miró por la cerradura de bronce. -Bueno, hay dos hombres allí ahora, pero ni rastro de la señora.
– ¿Qué? -incrédula, inclino la cabeza para mirar ella misma. -Que Dios nos ayude. Son Grayson y Weed.
Se enderezo con una resignada sonrisa. -Entonces, es una emboscada. Supongo que solo nos queda enfrentarlos juntos. Toda ruta de escape está bloqueada. Devon debe estar en la puerta de en frente.
Se levantó, alejándose de él. -Prefiero quedarme en mi habitación por el resto de mi vida antes que enfrentarme a mis hermanos en una situación así. Me harán la vida imposible y van a saborear cada momento.
– No tendrás la culpa de nada -le aseguro-. Yo soy al que darán una paliza. Por favor, asegúrate de darme un entierro apropiado.
Ella palideció ante la sola idea de una confrontación en su dormitorio entre Adrian y sus hermanos. Solo podía rezar para que controlaran su indignación y recordarles a sus alumnas. El escándalo de su romance aparecería por la mañana en todas las casas de Londres. Solo podía imaginar el cacareo de alegría de la vengativa Alice Clipstone al enterarse como su rival había sido sorprendida infraganti.
Sonrió de repente. Adrian tenía razón, sin embargo. Atrapados o no, esta noche juntos había valido la pena. Su amor significaba para ella mucho más que su reputación, que aun le importaba, pero ella no quería manchar a los demás por asociación. Pero la felicidad, la pasión, el amor de su vida.
Él valía la pena.
Él la necesitaba.
Regresó hacia el dormitorio. Arrastrándola con él. -Estás equivocado -murmuró-. Soy yo. Ellos quieren azotarme. He sido de todo menos humilde en la búsqueda de sus mejores intereses.
– ¿Discúlpame -se preguntó, girando para mirarla-, tus hermanos te lastimarían?
Ella sacudió la cabeza con impaciencia. -No de una manera física. Sin embargo, me veré obligada a escuchar sus burlas por el resto de mi vida. Nada les gustaría más a esos picaros que cogerme en una falta después de todos los sermones que les he dado. Brújula moral de la familia, suelen llamarme.
– Es mi culpa, sin embargo. -Tomando sus manos entre las suyas-. Déjalo en mis manos, Emma. ¿Alguna vez has tenido una relación con otro hombre?
– Por supuesto que no -señaló con un suspiro, con una vacilante sonrisa-. Muy bien. Lo enfrentaremos juntos. Seremos valientes.
Alguien llamó suavemente a la puerta principal de su dormitorio. Se quedó sin aliento, de repente no se sentía tan valiente.
– ¿Quieres que abra la puerta? -ofreció.
– Escóndete en el armario, hasta que te diga que puedes salir -susurró-. Tal vez pueda convencer a quien sea que se vaya.
Sonrió con tristeza. -¿Crees que hay una oportunidad?
Trago saliva. -Creo que Napoleón tiene más posibilidades de escapar de la isla Elba que tu de dejar esta habitación sin ser detectado.
Adrian le permitió dar dos vacilantes pasos hacia la puerta antes de decidir que tendría que intervenir. Paso junto a ella, sin darle tiempo a detenerlo. Realmente quería decir lo que dijo acerca de estar juntos el resto de sus vidas, era hora de probarse que era un hombre de palabra.
Su mirada buscó a Emma. Parecía tan aterrada que por un instante dudó. Él no era un hábil diplomático o un maestro de las buenas costumbres. Pero entonces el orgullo masculino se impuso.
Y abrió la puerta.