CAPÍTULO 14

El carruaje brillante de Heath rodaba por las relucientes calles empedradas de la ciudad. Los tres hermanos que iban adentro miraban atrás, en silencio, al museo que iba desapareciendo, hasta que Devon tiró sus guantes de cuero negro sobre asiento disgustado, por no decir derrotado.

– Esto se está poniendo un poco ridículo. No podemos seguir a Emma a todas partes. Está planeando ir a la exposición de trabajos de agujas flamencos esta tarde en la Plaza Cavendish. Un hombre tiene su orgullo.

– Dios mío -murmuró Drake-. Yo creía que la alfarería antigua era más que suficiente.

– Por lo menos no tuviste que comprar encaje rosado en público -Heath comentó secamente-. Y mañana en la mañana la invitaron a inspeccionar un colegio parroquial para los niños de las prostitutas solteras.

– Bueno, no cuenten conmigo para eso -dijo Devon-. Creo que Chloe la acompañará.

Heath resopló. -Y como todos recordamos, Chloe no sabe absolutamente nada de asuntos ilícitos y de alejarse de hombres peligrosos. En todo caso, Chloe va a empujar a Emma justo a los brazos de Adrian.

– Bueno, no podemos acompañarla siempre en todas esas incursiones -murmuró Devon-. Me estoy empezando a sentir como mi tía viuda. Aun más, creo que Jocelyn está empezando a sospechar que no ando en nada bueno.

Heath suspiró. -Debemos seguir con esto solo hasta que Grayson vuelva y tengamos un foro para decidir qué acción tomar.

– Nuestra presencia no parece haber disuadido a Wolf a mantenerse alejado de ella -dijo Drake.

Heath se rió.

– Tal vez ni él mismo pueda evitarlo.

Drake le dio una gran sonrisa.

– Emma y Wolf. Es el polo opuesto a nuestra hermana. La antítesis de todo lo que ella quiere.

– En realidad no lo es -dijo Heath pensativamente-. Un día él será duque, y si lo pulen un poco, ¿quién sabe? No hace mucho, nadie hubiese apostado a que ninguno de nosotros se reformaría.

– Hasta donde yo puedo decir, ella está haciendo todo para no hablarle -dijo Devon poniendo los brazos atrás de la cabeza-. En todo caso, ¿Cuándo vuelve Grayson?

Heath corrió la cortina. -Esta noche, si la tormenta no empeora.


Jane, la marquesa de Sedgecroft y joven matriarca del clan Boscastle debido al matrimonio, había llegado a su residencia de Londres dos horas antes que su esposo, Grayson. Ya estaba oscuro cuando había dejado a su hijo Rowan en la pieza de los niños con su niñera, la Sra. O’Brian.

Apenas había tenido tiempo para recuperarse con una taza de café con un poco de brandy, cuando volvió a salir en su pequeño carruaje para ir a la casa de su cuñado. Esperaba que Heath no estuviera en casa, pero incluso si estaba, sería más seguro sostener una reunión con las damas allí que en casa, donde Grayson era capaz de irrumpir e interrumpir.

Además la esposa de Heath, Julia, había llamado a esta reunión de emergencia. Tal vez la misma Emma asistiría, aunque Jane más bien lo dudaba.

El mensaje de Julia insistía en el secreto y sugería pánico. Jane concluyó que no había un momento que perder.

Era verdad, el saludo inicial de Julia en la puerta, reforzó sus sospechas.

– Gracias a Dios que estás aquí, Jane. Rápido. ¡Rápido! Al salón familiar.

Jane se iba despojando de su capa y de sus guantes, mientras seguía a la mujer más alta a la escalera privada a un lado de la casa. -Qué intriga. ¿No habría más privacidad en tu pieza?

– No de mi esposo -dijo abruptamente.

– Ah.

– Quiero decir…

– Las explicaciones no son necesarias, Julia. Yo también estoy casada con un Boscastle. -Y eran una raza de sangre caliente, incluyendo a los miembros femeninos de la familia, una de las cuales estaba esperando en el salón iluminado por las velas.

Chloe Boscastle, la hermana menor de Emma, de pelo negro, se levantó de su sillón para abrazar a Jane. Chloe misma no desconocía la mala reputación. De hecho, se había casado con el amigo más antiguo de Adrian, el sombrío Dominic Breckland, Vizconde Stratfield, después de un romance que se había encendido cuando ella lo había encontrado medio muerto, escondido en su armario.

Sentadas cómodamente en un sofá atrás de Chloe, estaban Charlotte, la prima de Emma; la joven esposa de Devon, la ex Jocelyn Lydbury; y la esposa de Drake, una institutriz en el pasado, Eloísa.

La tía de Julia, Hermia, estaba sentada en el sillón francés cerca del fuego. Aunque se asociaba con los Boscastles solo a través del matrimonio de su sobrina Julia con Heath, el clan entero la había adoptado extraoficialmente. Su entusiasmo por la vida y su tendencia a los problemas, le habían ganado un lugar favorito. El verdadero amor de su vida, el Conde de Odham, le había sido infiel hacía muchos años, y todavía estaba tratando de lograr su perdón.

– ¿Cómo está tu encantador hijo, Jane? -Hermia preguntó afectuosamente.

– Tan gordito y vivaz como siempre.

– Siempre tan travieso, ¿verdad? -Hermia preguntó con aprobación.

Jane suspiró.

– Especialmente cuando Grayson juega con él.

Hermia sonrió por lo bajo.

– Me encantaría pintarlo como el joven Cupido para agregarlo a nuestra colección.

– Me imagino que te estás refiriendo a Rowan, no a mi marido. -Jane tomó el vaso de oporto que Julia le pasó. Todas las mujeres habían estado bebiendo unas copas desde el final de la tarde, una clara indicación de su preocupación-. Parece que llegué de Kent justo a tiempo.

– Todo depende -dijo Julia-. Incluso puede que sea demasiado tarde para frustrar los planes de nuestros análogos masculinos.

Hermia dejó su vaso en la mesa.

– ¿Demasiado tarde para qué? Solo son como las diez. En mi día, el entretenimiento de la noche ya estaría pasando. Vosotras, las mujeres jóvenes, parece que fuisteis alimentadas con espuma.

– Me refiero a la situación que se ha producido entre Emma y Adrian Ruxley -dijo Julia molesta-. ¿Nunca me prestas atención, tía Hermia?

Chloe, que había estado jugando inconscientemente con su brazalete de perlas, levantó la vista con una expresión de incredulidad.

– ¿Emma? ¿Adrian? ¿Una situación? Esto es demasiado delicioso.

Eloise Boscastle, la antigua institutriz que una vez había tenido esperanzas de trabajar en la apreciada academia de Emma antes de casarse y formar parte de la familia, parecía horrorizada. -¿Lady Lyons y ese… mercenario? Tienes que estar equivocada.

– Por supuesto que está equivocada -dijo Jocelyn, casi ahogándose con su jerez-. Emma y Lord Wolverton es la pareja más inverosímil de todo Londres.

– De toda Inglaterra -la corrigió feliz, Chloe.

– De toda Europa, en todo caso -dijo Eloise, claramente en defensa del ideal a quién ella todavía tenía en su corazón como el ejemplo sin manchas de todo lo que una dama debiese aspirar ser. En realidad, no era ningún secreto para la familia del gran respeto que Eloise sentía por Emma hacía años.

– Julia, tienes que hablarnos claramente -dijo Jane-. Si este es un asunto sobre el cual nos vemos obligadas a actuar, no hay que cortar las palabras. Todo lo que sé es que Adrian salió al rescate de Emma, en una boda. Tal vez no en la más graciosa de las formas, pero…

– Ya es demasiado tarde -irrumpió Charlotte Boscastle, con mucha calma.

Jane tomó aliento.

– Ya veo. ¿Entonces cómo está, exactamente, la situación entre nuestros dos… podría atreverme a decir… amantes?

– Yo diría que la situación está en un estancamiento total -respondió Charlotte-. No creo que en estos días Emma pueda dar un solo paso sin que uno de mis primos no esté mirando sobre el hombro de ella.

Chloe resopló levemente.

– Yo misma recuerdo esa guardia sofocante. Es un milagro que Dominic y yo terminamos casándonos con los cuatro diablos encajonándome. Y ahora han agregado a Gabriel a su tropa. Pobre Emma. Pensar que encontró el amor al fin, tan tarde, solo para…

Jane fue a la ventana. -Probablemente, tienes razón. Se lo arruinarán… oh, Dios del cielo. Él está aquí.

– ¿Lord Wolverton? -Hermia preguntó con entusiasmo, levantándose a medias del sillón.

– No. Grayson, el líder del grupo. Viene a decidir si Emma…

Un ruido sordo estremeció la pared.

– ¿Oísteis eso? -Jane preguntó dando vuelta alarmada.

Chloe examinó una perla suelta del empeine de su zapatilla.

– Sí. Grayson nunca ha cerrado una puerta sin dar un portazo. Ya deberías saberlo, Jane.

– No fue la puerta -exclamó Jane-. Es…

– Del otro lado de la casa. -Charlotte se inclinó hacia adelante apuntando sobre el hombro-. De la parte donde está ubicada la suite de Emma.


Adrian trepó la escalera de madera desvencijada y osciló un brazo, subiendo en seguida la pierna derecha sobre el alféizar de la ventana, agradecido que la diablilla de Harriet se hubiese acordado de dejar abierta la ventana de Emma. Por supuesto que le pagaría bien a la codiciosa tunante, por el favor. Sin duda, aun trataría de chantajearlo para quedarse callada. Bueno, mañana trataría con la señorita Gardner. Si todo salía bien esta noche, capaz que hasta quisiese recompensarla.

Miró alrededor, evaluando la pieza oscura. Había aterrizado en el dormitorio, de pura buena suerte. Un fuego de carbones rojo-ámbar ardía en la parrilla. Qué bueno. Ella no se helaría después que le declarara sus intenciones y la llevara a la cama.

A través de la puerta, la vislumbró sentada en un sillón de palo de rosa con patas curvas, en la antecámara del dormitorio, con un libro en su falda. Tenía su hermoso cabello suelto a un lado, en un hombro. Rapunzel. Deseó enrollárselo alrededor de su cuello, sus brazos, sus caderas. Casi podía sentir los suaves mechones acariciando su espalda, su barriga.

Su hermoso ángel del Renacimiento.

Se movió silenciosamente hacia ella. Todavía no lo había visto. En sus días, él se podía introducir a hurtadillas a un barco de piratas y cortarles las gargantas mientras roncaban, antes de perturbarles los sueños. Seguro que podía llegar furtivamente hasta la mujer que deseaba y… ponerse de rodillas a su lado.

Pisó justo un macetero que estaba en un pedestal de mármol al lado de la puerta. Ella se paró de un salto, los ojos enormes con la impresión.

– ¡Tú!

– Maldición, Emma. -Agarró el macetero de hiedra inglesa antes que se quebrara en el piso y lo volvió a estabilizar cuidadosamente en el pedestal-. Por favor, haz lo que quieras, pero no grites.

– Absolutamente, no tengo la menor intención de entregarme a un acto tan inútil. -Levantó lentamente la vista a la cara de él-. Si tu aparición aquí tiene que ver con las lecciones de comportamiento otra vez, que necesitas desesperadamente, te referiré a un cierto conde francés conocido de Devon. Tengo entendido que se siente más que contento en instruir a los ingleses en las artes del refinamiento.

Él la llevó de vuelta al sillón.

– Querida, no me importan para nada mis maneras. Nunca me importaron.

La respiración se le detuvo. Un leve contratiempo que desmentía su compostura.

– Es obvio.

Subió las manos y las puso en los hombros de ella.

– Vine aquí con un propósito solamente.

A ella se le abrió la boca. -Adrian Ruxley, si no te vas en este instante, tendré que…

– Te adoro -le dijo bajando su boca a la de ella-. Y quiero que seas mi esposa. Emma, por favor, sácame de esta tortura. ¿Sientes lo mismo que yo? No, no me respondas. Yo ya lo sé.

La besó antes que ella pudiese pronunciar una sola palabra. Como soldado de fortuna que era, se aprovechó de su inmovilidad asombrada para rozar su boca a través de la de ella. La atrajo contra él y la tomó de tal manera que no había forma de escapar. El placer sensual pulsaba a través de su cuerpo mientras sentía los labios de ella, entonces su cuerpo se relajó contra el de él.

Conociendo a Emma, él tenía poco tiempo para debilitar sus defensas antes que se pusiese en guardia. Pero esperó su respuesta, de todas maneras, con su corazón latiendo, salvaje y esperanzado. Le pasó la mano por el pelo, desenredando un nudo, acunando su nuca, dando palmaditas a la piel caliente.

Ella se movió levemente, de manera que la boca de él quedó en su mejilla.

– ¿Estás haciéndome un proposición de matrimonio? -preguntó con una voz suave y precisa.

– Sí. -Se rió incrédulo, más feliz de lo que nunca había sido en su vida-. Sí.

Los ojos de ella buscaban en su cara alguna señal de engaño. Debía verse y sonar como un tonto. Tampoco le importaba, si ella aceptaba su propuesta. -¿Y esto es lo que querías discutir conmigo? -le preguntó su pequeña directora escéptica, la capataz sin la cual no podía sobrevivir-. ¿Por qué no lo dijiste desde un comienzo?

– ¿Y cuándo tuve una oportunidad? -exigió incrédulo-. Te seguí al puesto de los encajes, listo a lanzar la pregunta, solo para encontrar a Heath escogiendo un lindo pañuelo para él. No era un momento propicio para una propuesta.

Ella movió la cabeza apenada. -Ellos lo saben. Y nos matarán si nos pillan.

– Fuguémonos.

– ¿Fugarnos? ¿Esta noche?

Pasó el pulgar enguantado por su boca exuberante, en seguida lo deslizó hacia abajo por la barbilla al escote del vestido. -¿Por qué no? -preguntó con la mirada oscuramente tentadora.

Ella tuvo un escalofrío.

– ¿Y tener a mis hermanos persiguiéndonos por toda Inglaterra? Qué luna de miel, hecha en el infierno. Y qué ejemplo para la academia. Tendremos una boda adecuada, o ninguna.

Él sonrió abiertamente, frotando con el pulgar la curva rellena de su pecho. El pezón se anudó contra la palma grande y caliente.

– Entonces aceptaste.

– ¿Lo hice? -preguntó mirándolo a la cara, mientras él, audazmente, la acariciaba dejándola en un estado de placer aturdido.

Los ojos se le arrugaron levemente en las esquinas, cálidos, burlones. Lentamente sacó las manos para desamarrar los lazos del vestido y dejar libre los pechos blancos y firmes de ella. -Lo hiciste.

Ella cruzó las manos sobre sus pezones rosados e hinchados. Adrian sintió que la respiración se le aceleraba.

– Pero mis hermanos…

– Bésame Emma. -La llevó sobre sus rodillas al sofá-. Pon tus brazos alrededor de mi cuello -dijo con voz pastosa-. Necesito tus besos.

Agarró su chaqueta en un puño. A él se le contrajo el cuerpo, decepcionado, hasta que se dio cuenta que ella no lo estaba empujando lejos. No, bendita. Lo estaba acercando. Bajándolo hasta quedar encima de ella, abanicando el fuego que ardía en su interior.

Se robaban besos uno al otro. Hambrientos, violentos, desesperados. Ninguno de los dos era inocente. Adrian entendía el deseo, cómo excitar sexualmente, cómo satisfacer. Y prolongar el placer tanto, que la amante rogaba por el alivio.

Ella echó la cabeza hacia atrás en el respaldo del sofá, su directora sensual, sus miembros relajados, sus curvas invitantes. La miró con desesperación impotente. Se le contrajeron las ingles cuando ella le puso una mano en su rodilla.

Súbitamente sintió el cuerpo tan pesado de sexualidad que incluso la chaqueta se le hizo intolerable.

Comenzó a luchar para quitársela, solo para detenerse al sentir las manos de ella en sus hombros ayudándolo. Cerró los ojos y respiró irregularmente. -Esa primera noche fue un desorden. Me aproveché de ti, aunque no ha propósito.

– ¿Y lo admites? -le preguntó firme.

– Para mi desgracia.

– Acepto tu disculpa. -Ella torció los labios. Parecía de mal gusto dar voz a sus deseos. Pero su cuerpo no mantenía tales restricciones.

– No fue tanto una disculpa -susurró-. Más bien fue un aviso.

Los músculos profundos de ella se estremecieron.

– ¿Un aviso?

Inhaló. La voz sonó profunda con el placer. -Esta vez no va ser un desorden…

– Adrian…

– … y no me vas a convencer que este es un acto impropio entre un hombre y una mujer que ahora se van a casar…

– Por amor de Dios, no deseo ninguna disculpa, lo que quiero es acción.

A él se le oscurecieron los ojos de placer. -Entonces voy a actuar.

– Y si no me tocas pronto, Lord Wolf -susurró muy bajo, sacándole la chaqueta por los hombros-, avergonzaré a la misma palabra etiqueta.

Él gimió.

– Como tu futuro esposo, nada me gustaría más que obedecer tus deseos. -Movió la cabeza y le tomó una mano-. Pero primero las damas, ¿verdad? Mira, yo sigo instrucciones…

Entonces deslizó su mano enguantada bajo la bata de ella, y con provocación deliberada, acarició del tobillo a la rodilla desnuda, a la barriga. La respiración de ella se hizo más profunda. Volvió la cara hacia el cojín, murmurando, -Guantes, milord -con una risa fascinada, que le revolvió sus instintos predadores-. Un caballero siempre se debe quitar los guantes cuando toca íntimamente a una dama.

– ¿Es esa una regla inquebrantable en tu manual? -preguntó relajadamente acomodando los dedos enguantados entre sus pliegues-. ¿O estás creando reglas nuevas de acuerdo a lo que hacemos?

– Adrian -respiró deleitada e impresionada mientras el índice enguantado se introducía en su interior-. Esto…

Él se inclinó acercándose, introdujo otro dedo en su pasaje estrecho, -Nunca me he guiado por ningún libro. Parece que soy un animal instintivo. Perdóname.

– Esto -se movió, la mirada ampliándose con anticipación; los hombros se le arquearon-, no es civilizado. Esto, bien. No sé que es.

– Yo tampoco, pero me gusta demasiado y sugiero que esperes antes de decidir.

Ella puso la mano en su poderosa muñeca, los músculos internos apretando sus dedos enguantados. Era decadente. Era deseo. Y sintió la pureza y el poder de eso que le llegaba hasta el alma. -¿Cuánto más debo esperar? -susurró bajo.

Él le subió la bata más arriba de la cintura. Su mano pesada yacía posesivamente entre los muslos lisos y los rizos con visos dorados que delicadamente escondían la hendidura de su mirada voraz.

Para ser su amante, se habría arrodillado y suplicado. Estaba como tonto. Embrujado. Él, cuyas destrezas en la guerra había hecho que los hombres pidiesen clemencia, dejaría de lado su espada para siempre y dedicaría su vida a agradarla, si se lo permitía.

– Desde la primera vez que estuvimos juntos, no he tenido un momento que haya dejado de pensar en ti -dijo ronco.

Su suave suspiro de placer, lo animó. Lentamente terminó de desamarrar las cintas de los hombros. Ella no hizo ningún intento de disuadirlo. Sus manos ayudaron a la delgada muselina a que se deslizara por su graciosa espalda. Sus pechos se cernían sobre el delicado género transparente, con sus pezones rosa sedosos y exquisitos. -Oh, Emma. -Con sus rasgos aristocráticos y su pelo suelto, parecía una concubina elegante. Sintió cómo su erección sobresalía en sus pantalones, presionando las costuras apretadas a punto de romperlas.

– Lentamente -se dijo a sí mismo. Ella se merecía el tiempo, el mejor que pudiese ofrecerle, después de la torpe indiscreción inicial-. Estoy tratando de controlarme, -explicó-. Me temo que a veces me siento un poco salvaje.

– Mi Lobo salvaje.

– Domestícame, Emma.

– ¿Por qué? -susurró-. A veces una dama sabe cuando apreciar lo que la naturaleza deja libre. Una tormenta en las montañas. La lluvia en un picnic de verano. Un duque que no sigue las reglas de su dominio…

Su corazón se aceleró tanto, que le dolía el aire que entraba a sus pulmones. La tensión sexual le contraía los músculos, espesaba el mismo aire que compartían. El órgano en los pantalones le dolía y pesaba. Cómo anhelaba a esta mujer.

Ella hizo presión contra su mano.

Con un leve gemido ante esta inesperada tentación, se sacó el guante mojado y buscó la suave carne tierna. Su sumisión. Había esperado por su capitulación, sabiendo que él era de ella desde el primer momento que la había visto.

– Debes creer que soy un diablo -dijo con una voz ronca-. Te he atraído deliberadamente para que abandones esos principios que estimas.

– ¿Y qué harías si admito, mi diablo, que es a ti a quién más estimo? -preguntó con una voz más ronca aun-. ¿Qué renunciaría a todo para ser tuya?

Se frotó la cara con la mano libre.

– Entonces soy tuyo para que hagas lo que quieras. Púleme. Instrúyeme. Conviérteme en uno de esos ingleses que tanto admiras. No me importa. Solo no me rechaces, Emma, pero te ruego con todo mi corazón que me hagas tuyo.


Los Boscastles, Heath reflexionó molesto, nunca habían sido conocidos por su paciencia, exactamente. Drake había tamborileado en el escritorio hasta prácticamente casi hacer un hoyo. Gabriel ya había acabado con tres de los mejores cigarros puros de Heath. Devon caminaba de allá para acá hasta la ventana, hasta que al final se sentó en su sillón a dormitar.

Fue un alivio cuando, al fin, el mayor de los hermanos Boscastles, Grayson, los agració con su presencia dominante.

– ¿Oíste un ruido sospechoso cuando entraste a la casa? -Heath preguntó, y no le gustaba desperdiciar las palabras.

Grayson se sacó la capa mientras se encogía de hombros.

– Seguramente fui yo que di un portazo. ¿Llegué muy tarde?

– Eso depende -dijo Heath echándose hacia atrás en su sillón-. ¿Sabe Jane que estás aquí?

– Por supuesto que no -Grayson dijo-. ¿Es que no he sido siempre el alma de la discreción? Jane anda ocupada con un nuevo zapatero. Al menos eso es lo que ella dice.

Devon empezó a reír. -Ya lo sabe.

– ¿Precisamente qué es lo que sabe, que yo no me he enterado? -Grayson preguntó dando una mirada sombría alrededor de la sala.

– Siéntate -dijo Heath-, y te diré los hechos como los entiendo. Empezó hace como dos semanas atrás en una boda…

Grayson frunció el ceño. -Siempre empieza en una boda.

Heath hizo una pausa. -Pensándolo bien, me sentiría mejor si uno de vosotros se da una vuelta por la casa para investigar el ruido que acabamos de oír. Apostaría que no fue un portazo.


Harriet estaba vigilando bajo el dormitorio de Lady Lyons, como lo había hecho incontables veces para sus hermanos en el curso de sus robos en Mayfair. Aunque esto era más fácil, era menos excitante. No veía nada desde su escondite y aunque no iba a ir a la cárcel si la pillaban, tampoco le iban a dar una bolsa de joyas.

Nada había pasado.

Ni un vistazo del gran señor jugando rantum scantum [5] con Lady L, un hecho que, según el cálculo de Harriet, tenía que estar pasando ahora.

Se hundió en los escalones del pabellón. Esperaba a medias que la dama se desgañitara gritando por su buhardilla, a pesar de sus buenas maneras y todo.

– Su silencio lo dice todo, ¿verdad? -le susurró al gato flaco gris que se acercó a olerle los zapatos-. Tú y yo compartimos secretos, ¿eh, gatito?

Harriet había visto suficiente de la vida en las Siete Esferas, como para sacar por conclusión que los hombres y las mujeres disfrutaban mucho uniendo sus entrañas. Pero aunque ella fuese una mentirosa y una ladrona, apreciaba su virtud. No es que importara mucho en una niña destinada a Newgate. Aun así Harriet…

El gato volvió la cabeza. Harriet parpadeó, escuchando pasos que venían desde la cocina. Alguien reclamaba en voz baja por el banco que ella había puesto atravesado en la puerta en caso que a un intruso se le ocurriera salir a olfatear al jardín. Lord Wolf no le había pagado por esta precaución especial.

Después se lo cobraría, con intereses, si pasaba una buena noche.

La puerta repiqueteo más duro. Una voz la llamó desde la ventana de arriba.

Psss. Harriet. -Era la vocecilla de la insignificante de Butterfield la que la llamaba-. La señorita Boscastle te anda buscando.

Se paró de un salto. -Por las malditas campanas del infierno.

No había nada que hacer. Tenía que esconder la escalera de Romeo del idiota que golpeaba la puerta más allá, sin contar su propia persona descompuesta, de la patrulla de Charlotte Boscastle. No era la primera vez que acarreaba una escalera en su pequeña espalda escuálida en nombre de lo impropio; probablemente no sería la última. Claro que a este ritmo, ella podría retirarse, con todo lo que Su Señoría le debía por cumplir con su deber.

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