CAPÍTULO 18

Emma temía las despedidas en la academia y había anticipado lágrimas de pesar cuando llegara el momento. Adrian le había prometido repetidamente que volverían a Londres o trasladarían la escuela a un lugar en Berkshire antes que terminara la primavera. Mientras tanto, Charlotte, la señorita Peppertree y su cuñada Eloise, se habían hecho cargo. Se tranquilizó porque había dejado a sus pupilas en buenas manos.

Lo que no había previsto era el impacto que su romance tendría sobre la reputación de la academia. Se había olvidado de la motivación básica de los padres que les enviaban a sus hijas, en primer lugar… un matrimonio ventajoso.

Al día siguiente de su boda, bajó del carruaje de su esposo para encontrar toda la calle obstruida con vehículos desconocidos. Una congestión que normalmente se esperaría en una de las elaboradas veladas de su hermano Grayson. -Algo debe ir mal -le dijo a Adrian que se quedó mirando confundido la calle de arriba abajo.

– Espero que nadie haya muerto durante la noche -dijo sin pensar mucho.

La posibilidad la hizo subir corriendo la escalera de la casa de Heath y caer directamente en los brazos de su hermano.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó alarmada.

Él movió la cabeza. Unas voces venían del salón; los criados iban y venían acarreando bandejas de plata con té y pasteles. Con gran alivio, no vio a nadie, incluyendo a Heath, con una banda negra en el brazo, ni había nada ominoso colgando de las ventanas que indicase que un pariente había fallecido.

En realidad, parecía que había una inexplicable excitación en el aire… una excitación que, aparentemente, hacía que su hermano estuviese escapando. Heath la besó en la mejilla, y dijo -Felicitaciones, Duquesa. Preocúpate de que todos se hayan marchado cuando yo vuelva. Estaré en el club, si Adrian quiere verme.

Emma se lo quedó mirando perpleja mientras se iba. -No soy una duquesa todavía. Soy…

– Oh, Emma, gracias a Dios que has llegado. No puedo soportar esto un minuto más. Tengo los nervios destrozados. Es divertido, pero desconcertante al mismo tiempo.

Se volvió para observar a su prima Charlotte, desaliñada, apoyada en una columna del pasillo. ¿O se estaba escondiendo?

Se quitó los guantes. -¿Qué está pasando?

– He estado protegiéndome de ellos desde las siete de la mañana -dijo Charlotte agotada.

– Por otra parte, ¿cómo fue tu noche de bodas?

– Nada que te pueda interesar, querida, pero gracias por preguntar. ¿De quién te has estado protegiendo?

Charlotte le dirigió una mirada aturdida. -Lo único que se, es que desde tu boda cada madre y padre de una debutante, parece estar emocionado con la esperanza de casar a su hija con un duque. Parece que estableciste un patrón. La alta sociedad está decidida a saber tus secretos.

Sus secretos.

Miró a través de la sala, con la risa burbujeando en su interior. Ahí estaba, el hijo de un duque, su esposo, maravillosamente perplejo al verse separado de ella. Dios lo bendiga. Realmente no tenía conciencia de su propia importancia, incluso si lo hubiera hecho, Emma sospechaba que no le atraerían las ventajas.

Mío, pensó.

Es mío.

– Oh, Emma, gracias al cielo -exclamó Eloise detrás de ella. Cierra la puerta, ¿sí? Las muchachas no han sido capaces de absorber un solo pasaje de poesía italiana con la aldaba golpeando a cada segundo. ¿Tuviste, u… una buena noche?

Emma le sonrió a su cuñada. -Muy bien, gracias. ¿Has conseguido introducir a Dante?

– Apenas -replicó Eloise-. Me habría gustado que me hubieses puesto sobre aviso que tu matrimonio iba a causar tanto revuelo. Tuve que animar a las estudiantes y llevarlas al campo por un día. Toda esta excitación pone los nervios de punta.

Emma tropezó con un montón de cajas y baúles de viaje que no estaban ahí hacía unos minutos. -¿De quién es todo este equipaje? -preguntó consternada.

El silencio mortal con que fue recibida su pregunta, la llenó de temor. Se agachó para mirar el monograma dorado estampado en la esquina de un baúl de cuero desgastado, susurrando, -Oh, no

La dueña misma descendía las escaleras justo cuando Emma se enderezaba. -Estoy lista, queridas. ¿Todavía Odham no ha hecho cargar mi equipaje?

Emma y Adrian compartieron una mirada de diversión horrorizada. -¿Se marcha de viaje, Lady Dalrymple? -preguntó educadamente-. Sí es así, estaré encantado que mis lacayos…

– ¿Coloquen mi equipaje en su coche? -Hermia pasó por su lado distraída soplándole un beso-. Eres un joven muy dulce. Odham y yo nos instalaremos en el carruaje mientras Emma y tú os despedís. ¿No te importará que me siente junto a una ventana? Viajar por esos caminos rurales afecta a estos viejos huesos.

Sin pensarlo, se deslizó por la alfombra hacia la puerta, se detuvo para agitar su mano en una despedida dirigida a su sobrina, Julia, que había salido del salón a investigar la conmoción.

Emma se volvió hacia Julia. -¿Hermia va a regresar a su casa de campo? -preguntó esperanzada.

Julia vaciló. -¿No te lo dijo? Decidió acompañaros con Odham a la finca del duque.

– ¿Por qué? -preguntó Adrian.

Julia exhaló un suspiro. -Parece que siente cierta responsabilidad contigo y Emma. Porque… podría decirse que os unió.

– No nos mantendrá unidos por acompañarnos en nuestra luna de miel -dijo bruscamente.

Emma negó con la cabeza. -¿Ella no puede venir con nosotros?

– Me temo que sí -respondió Julia-. Por lo menos tendrás a Odham para que te haga compañía.

– ¿Odham? -Adrian dijo, casi dejando caer su sombreo de seda negro-. ¿Alguien más?

Julia movió la cabeza comprensiva. -Hamm se ofreció a ir, pero decidieron que no cabría en el carruaje.

– Pero si nos casamos -dijo con una sonrisa forzada-. No necesitamos una acompañante. -Miró a Emma-. ¿Verdad?

– Tenemos una deuda enorme con ella -susurró Emma, resignada.

– Me doy cuenta de eso, pero ¿no podríamos pagar nuestra deuda más adelante?

Julia bajó la vista. -Al perecer está haciendo esto por ti, Adrian. Cree que puede hacer de mediadora entre tú y tu padre. Ellos fueron amigos.

– Qué amable -murmuró Emma, mientras Adrian la tomaba de un brazo y la llevaba a la puerta-. Qué generosa.

Una multitud de espectadores se había unido en la calle para presenciar al heredero del duque llevándose a su novia Boscastle al campo. Una vendedora de arenques comentó que le recordaba la leyenda de Pluto llevándose a Proserpina a su reino interior. Otro joven vendedor de pescados pequeños le respondió que era tan vieja como para recordar la época de los romanos.

Harriet salió corriendo de la casa y le arrojo una corona encintada de laurel. Hamm le gritó una advertencia al cochero, que tuviera cuidado con los salteadores de camino en el campo. El cochero levantó el sombrero a la multitud, e hizo sonar el látigo en los seis caballos musculosos, tensos con sus pulidos arneses.

Los caballos partieron, con Hermia saludando a la muchedumbre en la calle. La mirada de Emma fue atraída por una figura envuelta en una capa, de pie sola en una esquina.

Lady Clipstone. Con un ruido nasal, hizo como si no la hubiese visto. Sería malicioso y se rebajaría si reconociese el interés de su rival.

Pero Hermia, sacando la cabeza por la ventana y riendo, dijo: -Alice, querida, hágase a un lado. ¡Viene la duquesa!

Emma bajó la cortina con un grito ahogado de vergüenza. -Eso es muy vulgar. -Se echó hacia atrás en el asiento. Pronto el repicar de las campanas de la iglesia y el estruendo del tráfico de la ciudad quedaron atrás-. Aunque se lo merecía.


En el segundo día de viaje, tomaron el camino Windsor durante cinco millas, pasando Camberly, entonces giraron hacia las llanuras desoladas. Poco después una niebla sutil los envolvió. Hacia el atardecer el cochero había disminuido mucho la velocidad, apenas avanzando, y se le podía escuchar, a través de su gruesa bufanda de lana, mascullando terribles advertencias contra los peligros de tener que viajar en medio de la niebla.

A Adrian el humor se le iba oscureciendo con cada milla que los acercaba a Scarfield. Creía que había olvidado todos los antiguos insultos. Había tratado de olvidar.

Pero los hitos familiares sobresalían en la neblina como viejos fantasmas esperando para saludarlo.

Se habían burlado de él cuando se había ido. Seguramente, todavía estarían ahí cuando muriera y se hiciese polvo.

Una abadía abandonada.

Los antiguos bosques de arboles de haya donde, de niño, solía esconderse días enteros hasta que el administrador de su padre lo encontraba.

Los misteriosos montículos funerarios de sus antepasados prehistóricos.

Se sentó hacia adelante sin previo aviso y golpeo su puño en el techo. -Toma un desvío en el próximo puente -le dio las instrucciones al cochero-. Gira a la izquierda alrededor del bosque de robles o nos pasaremos todo el tiempo en esta niebla.

Emma y Odham dormían. Solo Hermia estaba despierta para cuestionar su juicio, arropándose con la capa alrededor de sus hombros robustos. -¿Un desvío, Adrian? -preguntó frunciendo el ceño-. ¿Con esta niebla? Espero que no nos lleve a un lago.

Él se hundió hacia atrás, pensando en Scarfield y todo lo que representaba. Su mirada cariñosa se desvió hacia su esposa dormida. -Espero que no vayamos a algo peor.


La voz de Adrian sacó a Emma de un sueño agradable. -Tenemos que elegir, continuar y llegar antes que caiga la noche, o regresar a ‘Tu Vieja Cama con pulgas’ hasta que tu tiempo inglés mejore.

Ella levantó la vista, perdida en el calor perverso de su mirada. -Naciste en este clima igual que yo. ¿Por qué tiene que ser mi tiempo?

– No sé. Tal vez porque eres mujer y sujeta a cambios de humor impredecibles, como el tiempo.

Se arropó con la manta. -Tal vez podrías haber previsto una ruta más directa. Tal vez, incluso deberías haber consultado un mapa.

– No estamos perdidos -la dijo con una sonrisa severa.

Miró más allá de él, a lo poco que podía ver por la ventana. Árboles retorcidos en la niebla, sombras grises como una congregación de espíritus.

– Nos estamos acercando al puente Buxton, mientras hablamos -dijo tomándole la mano-. Tiene cinco arcos, y cada primavera, se escoge a una doncella…

Súbitamente el coche se paró. Miró hacia arriba, sintiendo cómo la mano de Adrian le apretaba la suya. Fuera había una calma mortal, excepto el relincho de los seis caballos y el flujo rítmico del río por el lecho de piedras más abajo. Los resortes bajo el carruaje crujieron cuando los hombres saltaron de la caseta al camino.

– Nos hemos detenido -dijo ella sentándose.

El conde de Odham abrió los ojos. -¿Pasa algo?

– Un lugar extraño para descansar -dijo Hermia en voz baja-. Una siempre se acuerda de esos mitos de monstruos que viven bajo los viejos puentes.

Adrian miró hacia arriba lentamente y le frunció el ceño a Odham. -Reténgalas dentro.

Emma encontró la mirada de Adrian. Lo había visto deslizar la mano dentro de la chaqueta. -Ten cuidado -le dijo con voz ansiosa-. No todos los monstruos son mitos.

Él sonrió y se volvió a la puerta. Emma dio un salto cuando se abrió de repente. Bones, el mozo de Adrian, estaba parado en la niebla. Sin éxito, trataba de esconder la espada de su amo atrás de su espalda. Emma entendió el mensaje tras el leve asentimiento de reconocimiento que hizo su marido. Si era necesario, iba a enfrentar a quien fuese que había detenido el carruaje en este lugar aislado.

– Se llevaron al cochero y al lacayo al puente, milord -susurró Bones rápidamente-. No notaron que yo estaba detrás. Estaban esperando al otro lado.

– ¿Cuántos? -preguntó, bajando al camino.

– Tres. Los vi señor.

– Los superamos en número, entonces. -A Emma su voz no le pareció tan natural. ¿Es que el hombre no se daba cuenta del peligro? Oh, que tonta era. Por supuesto que sabía, y casi parecía que gozaba con lo que vendría.

– Quédate detrás del coche, Bones, a menos que te llame. Por ningún motivo abandones a mi esposa.

– Sí, milord. -En un abrir y cerrar de ojos, Bones parecía menos un mozo londinense que un soldado, testigo de las brutalidades de la vida-. Desarmaron al cochero y al ayudante antes que pudiesen pedir ayuda -añadió en voz baja.

Adrian caminó varios pasos, deteniéndose para ubicarse. Conocía este lugar y este puente. Incluso en esta niebla espesa, recordaba el sendero que cortaba entre los árboles, los incontables lugares donde una persona podía esconderse.

Hasta donde podía ver, solo había dos hombres subidos en el puente. Lo que significaba que el tercero, que Bones había mencionado, estaba… la sangre le hirvió. ¿Dónde estaba escondido el bastardo?

Se dio la vuelta y miró el carruaje. Parecía una joya tentadora en este sendero apartado. Maldita impaciencia. Maldita insistencia en el desvío. Maldito él mismo por no tomar en cuenta la advertencia de Cedric acerca de los peligros en los caminos de Scarfield.

Si alguien siquiera se acercaba a Emma y a sus compañeros, no viviría para ver el día siguiente. Y su esposa de maneras delicadas sabría sin lugar a dudas que sus esfuerzos para civilizarlo, habían sido en vano.

Que así sea.

Inglaterra no era más civilizada que la mayoría de las tierras paganas que había defendido. Los hombres eran hombres, sujetos a las mismas tentaciones y codicias en todo el mundo, no importaba como uno lo disfrazase.

En la neblina húmeda, soltó una yegua y saltó a su espalda. Ésta sintió su urgencia, paró las orejas, y aceleró el paso. Levantó su espada, la cimitarra persa artísticamente tallada que le habían dado para proteger un harem. Tenía una cabeza de lobo grabada en la empuñadura de plata esmaltada. Había aceptado el regalo, pensando que nunca lo usaría en Inglaterra. O en otra parte, en todo caso.

El eco de una pistola sonó a través de la niebla en dirección al puente. Creyó oír a alguien o algo, caer en las aguas del rio. Resistió la necesidad de dar la vuelta. En su lugar, salió a toda velocidad tras el jinete enmascarado que acababa de salir de entre los árboles.

Se sentía extraño y sin embargo, reconoció lo que era, la muerte en el aire, el pulso de la sangre a través de sus venas. La niebla pudo haber sido una tormenta de arena. El asaltante enmascarado podría haber sido uno de sus enemigos sin rostro. Súbitamente el peso de la cimitarra en su mano se sintió tranquilizador, en vez de extraño. Tomo la pistola con la otra mano y atacó.

El jinete que se acercaba al carruaje pareció sobresaltarse con su presencia. Adrian tuvo un momento de humor negro. Era obvio que el salteador de caminos, no esperaba encontrar a una víctima empuñado una cimitarra mortal, defendiendo un transporte ducal.


Era lo más difícil del mundo sentarse impotente mientras su esposo se enfrentaba a un grupo de bandidos. Emma observaba a través de la ventana, con su bolso bajo la capa de viaje. ¿A quién se enfrentaba Adrian, realmente? Sintió un nudo en la garganta. Su figura poderosa se había perdido en la niebla. El eco de los cascos de los caballos golpeando con fuerza en medio de la niebla, la alteraba.

Odham le puso una mano consoladora en el hombro. -Mejor que no mire, querida.

– Por supuesto que tiene que mirar -dijo Hermia, sentándose delante de él-. ¿Cómo vamos a saber lo que está ocurriendo, si nos quedamos aquí sentados, temblando como solteronas?

Él se echó hacia atrás, ocupado con la caja de cuero que había colocado en su regazo. -No tema, querida. Las protegeré con mi vida y lo considero un honor.

Hermia poco a poco volvió la cabeza para mirarlo. -Si alguien piensa que me voy a quedar con los brazos cruzados mientras nos asaltan…

La miró con ojos brillantes de emoción. -Es una dama valiente, Hermia. Me siento muy honrado de haberla conocido.

– Por Dios, Odham, todavía no estamos muertos. ¿Necesitas un frasquito de vinagre para reponerte, Emma? -preguntó preocupada.

Emma abrió su bolso, y contestó firme. -Pregúnteme cuando esto haya pasado, y seguramente le diré que sí.


Adrian tomó ventaja de la sorpresa de su adversario, azuzó a su robusta montura e hizo un ataque de caballería. El caballo respondió con una vacilante pero satisfactoria velocidad. El asaltante miró alrededor, evidentemente desconcertado, y levantó su arma de fuego para disparar.

Adrian giró su cintura y dirigió su montura en un curso zigzagueante hacia el otro jinete. Una bala pasó sobre su cabeza. Con una intuición sorprendente, vio al otro hombre detenerse para cargar el arma. -Ahora -le dijo suavemente al animal debajo de él-. No tengas miedo, sigue adelante. No va a pasar nada.

Enterró sus talones, con el brazo armado tenso de anticipación, galopó en semicírculo. El asaltante levanto la vista con un grito de pánico. Su mirada parecía fija en la cimitarra que destellaba como mercurio en la niebla del crepúsculo. Tal vez creyó que era una ilusión.

La hoja curva cantó en el aire. Había acabado con muchas vidas, y nunca falló en proteger la suya propia, o así le habían dicho a Adrian. Bajó el brazo y vio al hombre oscilar en la silla, antes de caer hacia atrás. Su pecho brillaba con una mancha roja fuerte, ante los rayos grises.

Con una mirada sobre su hombro miro hacia el carruaje, dio una vuelta alrededor y se marchó galopando al puente. Solo lograba distinguir el perfil delgado de Bones, de centinela en el lugar donde lo había dejado. Como Adrian apenas podía ver a través de la niebla que parecía humo, prefería creer que Emma no había sido testigo de lo que acababa de hacer su esposo. Sin embargo, parecía demasiado pedir que ella y Hermia no se hubiesen sentido tentadas a mirar por la ventana, a pesar de que él les había pedido que no lo hiciesen.

Desmontó en el puente y vio dos caballos sin jinete atados a las ramas bajas de un árbol. Los criminales a los que pertenecían, habían desaparecido. Apretó su pistola y detectó un débil, pero enojado gemido bajo el puente. El cochero yacía de lado en la orilla del río, semi-escondido tras una cortina de juncos.

– Fueron hacia el carruaje, milord -dijo con la voz alterada-. El lacayo está amarrado a un árbol, pero está vivo. Dijeron que le iban a buscar.

¿A él?

Dejo el caballo y echó a correr. Otro disparo hizo eco en la niebla. Pateó una rama caída fuera de su camino y maldijo. El corazón le palpitaba con fuerza debido al pánico. ¿Por qué había dejado el carruaje? Ese maldito carruaje ostentoso, un señuelo para los bandidos en un camino solitario.

El puente no estaba lejos de la finca. Unas cuantas millas como mucho. ¿A quién le habían disparado? No a su esposa. No a Emma. Le había dicho que se quedara con los otros.

Dos figuras a pie se materializaron en la oscura lluvia, y huyeron a los árboles. Levantó el revólver, lo pensó mejor y rodeo el carruaje. Otro hombre surgió debajo del coche.

– ¡Jesús, es usted! -Bones exclamó, bajando abruptamente su revólver-. Uno de ellos me disparó pero falló. Bastardos estúpidos.

Adrian se acercó al cuerpo cubierto con una capa, que yacía amontonado contra la rueda trasera. Bones había hecho un intento decente de cubrir el hombre que Adrian había eliminado. Un disparo para Bones significaba que había fallado. Eso era lo que Adrian había escuchado. Sin embargo tenía que preguntar, que asegurarse. -¿Mi esposa y Lady Dalrymple?

Antes de que Bones pudiese darle una respuesta, Adrian prácticamente arrancó la puerta del carruaje para comprobarlo por sí mismo. Tres pistolas se levantaron al unísono en el interior oscuro. Levantó la mano libre en una falsa rendición, a merced de una infantería de aficionados compuesta por su esposa, Lady Dalrymple y Odham.

Se habría reído si hubiese sido capaz de respirar bien. Su alivio al encontrar a Emma ilesa, lo había hecho sentirse penosamente débil.

Como soldado irregular, había sido testigo de actos terribles que hombres sin principios infligían a los inocentes. De verdad, había defendido una aldea de mujeres de tales abusos. Si alguien se hubiese atrevido a manchar a su delicada esposa… movió la cabeza, y entonces se rió. Su elegante esposa que acababa de ponerle una pistola entre los ojos con tanta destreza como manejaba un abanico de encaje.

– Oh, Adrian -susurró aliviada. Se lanzó sobre él en una reacción tardía de la emoción que coincidía con la de él-. Todos estábamos enfermos de preocupación.

Tenía la cimitarra ensangrentada en la espalda, hasta que Bones, recuperando su buen sentido, se la quito de manera encubierta y la guardó segura entre el equipaje.

Con la mano libre, abrazó a Emma por la cintura, se contentó sosteniéndola muy cerca, todo el tiempo notando que Hermia no había bajado su arma.

Enterró su rostro en el cuello cálido de su esposa. -¿Una pistola… en tus manos, Emma? -Cuidadosamente levantó el revólver que ella sostenía-. Una pistola muy bonita, además. Es una Manton. -La miró sorprendido-. Espero que Heath no te haya dicho que la uses contra mí.

Vaciló, sonriendo. -No, viene de parte de Julia, sin instrucciones específicas respecto a quién debía disparar, solo que debía usarla en caso de necesidad. No la necesito, ¿verdad?

– No, Emma.

– ¿Qué pasó con nuestro cochero y nuestro lacayo? -Hermia preguntó preocupada.

Adrian le pasó la mano por el hombro a Emma, sabiendo que haría cualquier cosa para mantener segura a su esposa. Había tenido la esperanza de que nunca se diera cuenta de la clase de hombre que había sido. Qué había ciertas cosas en él que nunca podría cambiar.

– Son ellos los que vienen ahora -dijo en voz baja.

– Uno de ellos está cojeando -exclamó Hermia.

Adrian se separó de Emma con pesar. -Quédate aquí por si acaso.

Dejó escapar la respiración mientras él corría en la lluvia, con Bones unos cuantos pasos por delante. Los dos hombres que venían, se veían desaliñados, pero sin ninguna herida mortal por lo que podía percibir. Al acercarse, parecía que el lacayo sostenía al cochero apoyado contra su hombro.

Odham la miró desconcertado. -¿Por qué no le dice lo que ha visto?

– Él no quería que lo viera -susurró.

– Ah -sonrió, con el ánimo mejorado-. Creo que a ustedes, damas valientes, les vendría muy bien una taza de té.

Se apartó de la ventana, recuperando el color de sus mejillas. -Oh, al infierno con el té, Odham. Creo que cada uno nos merecemos una botella de oporto.

Hermia sonrió con aprobación. -Bien dicho, querida. De hecho, creo que es el primero de sus consejos que me siento tentada a seguir.

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