CAPÍTULO 06

Emma subió volando las escaleras, lo que se había convertido en un calmante ritual nocturno. Heath, generosamente había reabierto la última planta de su casa de la ciudad, como dormitorios privados para las pupilas internas. Por un breve período, su hermano menor Devon también la había permitido usar su casa para su escuela, pero Heath podía proveer de alojamientos más espaciosos, y como él y su esposa julia viajaban a menudo, éste era un arreglo más conveniente. Naturalmente, Emma esperaba establecer la academia algún día en un lugar propio. Ahora que sus hermanos habían encontrado pareja, bueno, ya era hora. Esperaba que para finales del verano pudiera decidirse por un lugar en el campo.

Por primera vez el pensamiento de sus pupilas y sus caras frescas, esperanzadas y a veces impertinentes, fracaso en despertar su espíritu luchador. Las había traicionado con su desliz de esa noche. Se había transformado en el más espantoso de todos los males de la sociedad; una hipócrita, y tal vez en algo peor.

No se atrevía a ponerle nombre, pero lo hecho, hecho estaba. Lo más asombroso había sido la facilidad con la que se había perdido en el placer sensual. No se creía capaz de tal goce físico.

Hizo una pausa en el umbral de la ordenada antecámara del ático, para calmarse. Ahora tenían trece chicas. Suficientes, pensó distraídamente, para una reunión de brujas. Verdaderamente, ideaban suficientes travesuras como para alterar a su directora.

En la última quincena, otras cuatro señoritas que vivían fuera de Londres habían presentado solicitudes para entrar a la academia. Una de sus estudiantes actuales decía tener antepasados reales. Otra estaba comprometida con el primo de un marqués francés. Naturalmente, los padres de “madeimoselle” deseaban darle a su hija un cierto “savoir fair”, antes que se marchara a residir a Burgundy. Que le confiaran el perfeccionamiento de señoritas de la Alta Sociedad, que tendrían gran influencia en el mundo, era un deber sagrado para el corazón de Emma.

Una conocida de sus propios días escolares, Lady Clipstone, se había convertido en su enemiga número uno, al establecer su propia academia apenas un mes antes; haciendo a Emma más decidida a triunfar.

Y ahora, después de ese día…de esa noche…

¿Qué había de su indiscreción? Del acto incalificable que suponía fingir que no había ocurrido.

Me muero de deseo por ti.

Deseo. Por ella. Una sonrisa espontanea cruzó su rostro.

Sabía como la llamaban. La Delicada Dictadora. La señora Aguafiestas. Nadie creería que era la mujer que solo media hora antes casi había sucumbido a la seducción de un mercenario. Ni siquiera ella misma, y sin embargo, bueno, casi lo había hecho. Su sangre había burbujeado con toda la pujante pasión de sus ancestros Boscastle.

Pensar que no había sido diferente en nada. De hecho, podría terminar peor que sus hermanos. Por lo menos ellos pecaban abiertamente y no se excusaban por ello.

Emma había decidido dejar su imprudente conducta en secreto. O por lo menos eso esperaba. En todo caso, se perdonaría menos de lo que había perdonado a su familia, si su indiscreción saliera a la luz. Había sido una dura juez con las fechorías de sus hermanos. Quizás todos estaban cortados por el mismo patrón.

Un suave ronquido brotó de una de las camas de sus durmientes pupilas. Suspirando, caminó lentamente por la habitación.

Debía haber adivinado que la inquieta muchacha era una de sus pupilas más recientes, Harriet Gardner, un caso de caridad proveniente de las alcantarillas de St. Giles. Se había preguntado por lo menos cien veces desde ese día el por qué había tomado a Harriet, la del cabello como fuego bajo su ala, por qué había decidido ayudar a una golfilla de la calle, que juraba que nunca se reformaría.

Se temía que tenía mucho que ver con sus instintos maternales, que por mucho que intentara, no podía negar. Y el hecho de que a los diecisiete años su familia la hubiera preparado para una vida de hurto y prostitución. Emma sufría por ella. ¿Qué oportunidad tenía en Londres una muchacha como ella? Su difícil situación le llegaba profundamente, y a la vez, desafiaba a Emma, pues ya había aprendido que había problemas en los que no podía ayudar.

Como esperaba, Harriet era la que emitía los ofensivos ronquidos, con sus delgados dedos blancos alrededor del palo con el que dormía cada noche. Emma se inclinó para arrebatarle el arma, pero se detuvo.

¿Quién sabía los horrores que Harriet enfrentaba en sus sueños? ¿O los que había encarado en la vida? Mientras se enderezaba, Emma supuso que si necesitaba un palo para poder dormir, podía permitírselo unos días más.

– Asqueroso chulo -gritó Harriet sentándose en la cama levantando el palo-. ¡Devuélveme mi guinea, o te golpearé en tu tripa de cerdo!

Emma se puso blanca y corrió a quitarle el palo, susurrando, -¡Harriet, Harriet, despierta! Solo es un sueño, querida mía.

Entonces, más suavemente, agregó. -Estás a salvo en esta casa, ¿Me oyes? No hay… la lengua se le trabó con la palabra… chulos asquerosos, solo amigos.

– ¿Lady Lyons? -Harriet parpadeó varias veces antes de ofrecerle una sonrisa avergonzada, al reconocer a Emma-. Esto debería enseñarle a no acercarse de puntillas a alguien que duerme. Casi la tumbo, como a un pájaro de mal agüero, señora Princum Prancum.

Emma la miró sin pestañar, pensando que no podía permitir que dos personas la “tumbaran” en un solo día. -Ya te he advertido acerca del lenguaje, Harriet -hizo una pausa-. Y sobre esa pronunciación. Pronunciaste una “h”, y desafías las reglas fonéticas muy a menudo. De hecho, tu dicción podría parar un desfile de Guardias a Caballo.

Harriet sonrió de oreja a oreja. -Bueno, gracias, madame -metió sus huesudas rodillas en su muy lavado camisón, y se acomodó para una larga charla-. Está merodeando tarde, ¿no? ¿Ha estado haciendo amistad con su gracia? Bonita apariencia, la de ese tipo. Una chica se estremece cerca de él.

Emma sintió que le tiraba el cuero cabelludo. O Harriet tenía poderes casi sobrenaturales, o parecía tan culpable como se sentía. -Baja la voz Harriet, y abstente de esos comentarios groseros. Su Gracia… por dios, no ha heredado todavía. Es Lord Wolverton para nosotras.

– Lobo -la corrigió Harriet con una sonrisa cómplice-. ¿Y no sabemos lo que eso quiere decir?

Emma levantó una ceja, asombrada. -Si lo sabemos, ciertamente no lo admitiremos, y no compartiremos nuestra embarazosa percepción con las demás, más inocentes -dijo desconcertada.

Las comisuras de Harriet subieron. -Alguien debiera de educarlas, ¿No es así?

Emma se estaba sintiendo un poco mareada, una reacción tardía, estaba segura, de su no planeada lección de amor. -No en esas materias, niña. Cuando una mujer se casa, bueno, su marido es el mejor para instruirla en esos asuntos.

Harriet resopló. -El ciego guiando al ciego, en mi ignorante opinión. Si nos quiere dar una educación adecuada, debería llevarnos a casa de la Sra. Watson en la calle Bruton, unas cuantas noches. Escuché decir que da lecciones de amor.

– Se me hiela la sangre con la mera sugerencia.

– No estaría helada por mucho rato en ese sitio.

– Tranquilízame, Harriet, dime que nunca estuviste empleada en ese lugar -susurró Emma, enferma solo de pensarlo.

– Lo estuve una vez -susurró Harriet-. Pero solo como una ayudante de la criada, hasta que me pillaron mirando por una cerradura. Cielos, las cosas que vi. Algunos de ellos hacen cosas no naturales, ¿sabe lo que quiero decir? Los lugares donde los hombres meten su…

Emma cerró los ojos. -Nunca, pero nunca, nunca, debes admitir ante nadie otra vez, que trabajaste en un burdel. ¿Lo has entendido? Ese tipo de cosas quedó atrás. Vamos a pretender que nunca ocurrió. -Al menos este era el consejo que el padre de Emma siempre dispensaba cuando se enfrentaba a las travesuras de sus hijos. Sin embargo Emma no estaba segura de que se pudiera olvidar siempre.

Harriet la estudiaba con una intensidad desconcertante. -¿Nunca ha hecho algo malo en su vida, Lady Lyons?

– Por supuesto. Todos lo hemos hecho.

– Na. No estoy hablando de robar una galleta de la bandeja del desayuno. Quiero decir algo verdaderamente perverso. Pecaminoso. Siendo mujer adulta. Algo que te mantenga despierta por la noche.

Emma negó con la cabeza. -Una dama nunca lo preguntaría, y te guste o no, por las buenas o las malas, serás una dama. Ahora vete a dormir. Tu voz está molestando a las demás.

Harriet se hundió en la cama, solo para apoyarse en un codo. -No la traicionaré si es buena conmigo.

Emma se giró al pie de la cama, el vello de la nuca erizado. -¿Traicionarme? -Sabía que era mejor ignorar la pulla-. ¿Qué estás diciendo?

– Tu rival, madame. Esa pecho plano de Lady Clipstone. Mandó cartas a los padres de todas las chicas ofreciéndoles instrucción gratis tres meses.

Emma achicó los ojos. -Esa vengativa mujer.

– Sí. ¿Y quieres oír lo peor?

– No, no quiero. -Aunque naturalmente, Emma quería.

– Está tratando de llevarme. Moi. Allí. Esto es una lección de francés para usted. ¿No está orgullosa?

Emma sintió que estaba al borde de una fosa séptica. -¿Por qué, dime por favor, Lady Clipstone querría llevarte, Harriet?

Harriet se golpeó la sien con el índice. -Para agarrar este viejo cerebro de aquí.

– ¿Agarrarlo para qué? -preguntó Emma vacilante-. Acabas de comenzar tu vida como joven dama.

– Bueno. Tengo el desván lleno de secretos, ya sabe. Lo veo y lo escucho todo.

– Ves y escuchas todo -dijo Emma con voz resignada-. Llevas aquí menos de quince días. Imagino que no ha habido nada que ver u oír muy interesante.

– Se equivocaría, entonces, -replicó Harriet con sonrisa sagaz. -Soy como un ratoncito, estoy en todas partes.

Emma la miró apenada. -Bueno, lo que sea que imaginas que has visto u oído, confío que te lo guardes para ti misma. Tienes que concentrarte en tus lecciones, Harriet.

– ¿Mordería la mano que me da de comer? -se burló Harriet-. Demonios, no es probable, ¿verdad?

Emma respiró. -Espero que no.

– Me quedo con usted en lo bueno y en lo malo, Lady Lyons.

– Que afortunada soy -murmuró Emma volviéndose a las otras camas. ¿Cómo, en nombre del cielo, iba a transformar a esta problemática muchacha en una dama?

– Mantenga la barbilla alta mañana, Lady Lyons. No la deje tirarla al suelo.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Emma con los dientes apretados.

– Quiero decir que cuando Lady Clipstone… que una vez que olfatee el escándalo, y ese “Lobo” es un escándalo si alguna vez vi uno, bueno… -se pasó la mano por la garganta-. El fin.

Emma achicó los ojos. -¿Crees que es tan fácil derrotarme?

Harriet se deslizó bajo la colcha. -No conmigo a su lado. Usted rasca mi espalda y yo rascaré la suya. ¿Hacemos el trato?

– Antes haría un trato con el demonio, Harriet. Pero… si tengo que darte la mano para ganar tu confianza, lo haré.


Harriet esperó otros quince minutos antes de poner sus pies desnudos en el suelo, y comenzó a despertar al resto de las muchachas. -Bien -dijo, mientras las otras doce bostezaban resentidas -. ¿Quién quiere divertirse esta noche?

La señorita Lydia Potter cruzó los brazos sobre su prominente busto. -Mi idea de diversión no es andar corriendo por un húmedo callejón para escudriñar por la ventana de otro burdel.

Harriet la miró con desprecio. -¿Quién quiere ver al duque y defensor de Lady Lyons en carne y hueso?

Una a una las otras muchachas dejaron la cháchara de lado y miraron a Harriet desconcertadas. -¿Qué quieres decir? -preguntó una de las delegadas.

– Quiero decir exactamente lo que he dicho -respondió Harriet-. ¿A alguien le interesa? ¿O estáis demasiado asustadas como para darle un buen vistazo al tipo de hombre con el que aspiráis a casaros?


Una chirriante voz femenina invadió su placentero sueño. Por un instante pensó que era Emma otra vez. Luchó a través de su confusa mente drogada por responder… ¿Risitas al pie de la cama? Seguro que no era ella haciendo esos ruidos molestos.

Se estremeció, esforzándose por contestar. Finalmente abrió los ojos y vio el rostro travieso de una señorita, cuya maliciosa sonrisa le despertó como si le hubiesen tirado un balde de agua fría a la cara. Su mano estaba retirando las sábanas.

– ¡Renacuajo del demonio! -gritó molesto-. ¿Dónde está mi espada? ¡Voy a cortarte la maldita cabecita!

La chica bailó hacia atrás, fuera de su alcance. Para su disgusto, descubrió un grupo de muchachas detrás de ella, mirándole desde la puerta con ojos enormes y espantados.

Él se levantó tambaleante, zigzagueó varios pasos a través de la habitación, con la ropa de cama enrollada en las piernas. Las muchachas se alejaron con grititos miedosos. Pronto se dio cuenta que Emma no estaba entre el grupo de tontas féminas gritonas, y súbitamente, mientras el vértigo lo sobrecogía, se preguntó si todavía estaba soñando.

– ¡Váyanse, plaga de duendes! -gruñó, agitando la mano con gesto amenazador.

– Entonces este es el aspecto de un Duque -murmuró atrevidamente una de ellas-. Nunca hubiera adivinado que fueran tan grandes.

¿Tan grande? ¿Se verían partes impropias del cuerpo? Extrañamente había perdido cualquier sensación de cintura para abajo. Pero al parecer, todavía llevaba puesto los pantalones bajo la bata. Sentía los pies como losas de piedra.

Como a través de la niebla, escuchaba gritos ahogados de terror, y las observaba escurrirse en la oscuridad como tímidos ratones. Que osadía. Molestar a un hombre dormido solo para chillar de miedo, como si él hubiera instigado esta humillación, tan débil como… ¿cómo había dicho ella antes? Como una mariposa.

Hizo un torpe esfuerzo para echarlas, o por lo menos decirles que se marcharan. Pero la dosis del sedante que Heath Boscastle había insistido que tomara, hubiera puesto a un hombre menos fuerte que él a dormir durante tres días. A Adrian, con su resistencia de acero, la haría efecto sólo hasta la mañana. En ese momento le atontaba.

Por principios, bramó una vez más para demostrar su ira, y se volvió a grandes pasos a la cama. La cabeza latía con fuerza. Sentía los miembros torpes y descoordinados.

Por la mañana, tal vez recobraría fuerzas suficientes para perseguir a los impertinentes ratones, e informarles que no era hombre con el que se pudiera jugar. Pero no antes de encontrar a Emma Boscastle sola, para disculparse por haberla ofendido.

Para ser honesto, no estaba arrepentido por lo que había pasado. El placentero interludio entre ellos había sido el único momento luminoso de su sombrío retorno a Inglaterra. Era posiblemente el único ser humano, y sin duda la única mujer, que había mostrado genuina preocupación por su bienestar sin pensar en recibir algo a cambio. Él siempre había sentido una extraña debilidad por una mujer con agudo ingenio.

Casi todos en este detestable país se habían postrado a sus pies al enterarse que era heredero de un duque. Como si esa desgracia de nacimiento lo elevara de estatus.

Desgracia de nacimiento. Durante sus años de aprendizaje, eso era exactamente lo que Adrian había llegado a creer que era su existencia. Una desgracia. La consecuencia del pecado.

Y no le había importado particularmente si esa creencia era verdadera o no. Hasta unas horas antes, cuando Emma Boscastle había robado unos confites de la tarta de boda para complacerle.


Emma se había ido a la cama con la débil esperanza de que al despertar, descubriría que el día anterior no había ocurrido realmente. Pero lo primero que pensó al abrir los ojos, fue en él. Su herido Lord escandaloso. Lord Wolf mintiendo, acostado. ¿Todavía herido, o esperando? No tenía ningún precedente sobre el que especular.

Sin embargo, estaba bastante segura de que, cuando se enfrentara durante el día a sus estudiantes, esos salvajes brotes de futuras mujeres, sería capaz de quitarse de la mente a Adrian Ruxley y reanudar sus asuntos cotidianos. Las exigencias de la enseñanza nunca dejaban que se distrajera.

Llovía levemente y el carbón de la chimenea se había acabado, dejando olor a cenizas antiguas, y humedad en la habitación.

Se acurrucó bajo el edredón y escuchó las ruedas de los carruajes salpicando agua, y los cascos de los caballos en los charcos de la calle. A través del rítmico repiqueteo en el techo de la casa, escuchó tenuemente los gritos de los vendedores de pasteles ofreciendo sus artículos recién horneados. Su estómago vacío gruñó.

Súbitamente sintió un apetito voraz, hambre de algo más substancial que su acostumbrado desayuno con té, tostada, y una delgada loncha de queso blanco. Tal vez carne mechada y pastel de cebolla. Una comida para hincar el diente.

Se levanto lentamente de la cama. Sentía el cuerpo inexplicablemente exuberante y ágil. Incluso el aire frío parecía acariciar su piel.

Cómo había osado.

¿Habría tenido una noche tranquila?

Se lavó animadamente con su precioso jabón español de flores de naranjo, generalmente reservado para las ocasiones especiales, como apariciones en la corte, o mañanas de Navidad. Bueno, hoy era un día especial. El día en que ella volvía a la vida ordinaria que había escogido. Y a las jóvenes damas, cuyos padres se las habían confiado para que inculcara en sus hijas los más altos valores.

Preguntó por Lord Wolverton en el desayuno y Heath le informó que aparentemente Adrian continuaba con vida, aunque dormido. Emma tuvo miedo de preguntar qué quería decir con eso.

Por ahora parecía mejor dejar dormir a los lobos. Si Adrian había pasado una noche tranquila, era más de lo que podía decir de sí misma.

– Si estás preocupada por él -agregó Heath tras el diario de la mañana-, estaré feliz de acompañarte a su habitación.

Ella negó, descartándolo. -Tal vez más tarde. Tengo un día muy ocupado. Es posible que lo visite cuando tenga oportunidad de descansar.

Él levantó una ceja, al menos eso fue lo que imaginó, pues todavía tenía la cara tras las noticias de la mañana. Ella solo podía asumir que todavía no había ninguna mención en los diarios de la pelea en la boda.

– ¿Puedo darle recuerdos de tu parte mientras tanto? -le preguntó, mientras ella se levantaba de la mesa.

Ella suspiró. -Por supuesto.

– Y le explicaré -continuó con tono casual-, lo ocupada que estas. Demasiado ocupada como para sentarte al lado de su cama.

Ella se quedó mirando la puerta. Se recordó lo mucho que quería a sus cuatro hermanos. Realmente los quería, aunque la provocaran. -Deberías decirlo de una manera menos brusca.

– No te preocupes por los sentimientos de Wolf, Emma. No es del tipo que solloza por la falta de cortesía.

– Estoy segura de ello.

– Yo me ocuparé de él por ti -susurró él.

Ella agarró el pomo de la puerta. -Es un consuelo para mí.

Él soltó una risita. -Sabía que lo sería.

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