(Más tarde)
A poco de quedar solo frente al fuego oí algo como pequeñas voces en un rincón de la sala. Alguien había dejado prendido un aparato de radio, de viejísima estampa, entre las mazorcas y cohombros de una mesa de cocina. Iba a apagarlo cuando sonó, dentro de aquella caja maltrecha, una quinta de trompas que me era harto conocida. Era la misma que me hiciera huir de una sala de conciertos no hacía tantos días. Pero esta noche, cerca de los leños que se rompían en pavesas, con los grillos sonando entre las vigas pardas del techo, esa remota ejecución cobraba un misterioso prestigio. Los ejecutantes sin rostros, desconocidos, invisibles, eran como expositores abstractos de lo escrito. El texto, caído al pie de estas montañas, luego de volar por sobre las cumbres, me venía de no se sabía dónde con sonoridades que no eran de notas, sino de ecos hallados en mí mismo. Acercando la cara, escuché.
Ya la quinta de trompas era aleteada en tresillos por los segundos violines y los violoncellos; pintáronse dos notas en descenso, como caídas de los arcos primeros y de las violas, con un desgano que pronto se hizo angustia, apremio de huida, ante una fuerza de súbito desatada. Y fue, en un desgarre de sombras tormentosas, el primer tema de la Novena Sinfonía. Creí respirar de alivio en una tonalidad afirmada, pero un rápido apagarse de las cuerdas, derrumbe mágico de lo edificado, me devolvió al desasosiego de la frase en gestación. Al cabo de tanto tiempo sin querer saber de su existencia, la oda musical me era devuelta con el caudal de recuerdos que en vano trataba de apartar del crescendo que ahora se iniciaba, vacilante aún y como inseguro del camino. Cada vez que la sonoridad metálica de un corno apoyaba un acorde, creía ver a mi padre, con su barbita puntiaguda, adelantando el perfil para leer la música abierta ante sus ojos, con esa peculiar actitud del cornista que parece ignorar, cuando toca, que sus labios se adhieren a la embocadura de la gran voluta de cobre que da un empaque de capitel corintio a toda su persona. Con ese mimetismo singular que suele hacer flacos y enjutos a los oboístas, jocundos y mofletudos a los trombones, mi padre había terminado por tener una voz de sonoridad cobriza, que vibraba nasalmente cuando, sentándome en una silla de mimbre, a su lado, me mostraba grabados en que eran representados los antecesores de su noble instrumento: olifantes de Bizancio, buxines romanos, añafiles sarracenos y las tubas de plata de Federico Barbarroja. Según él, las murallas de Jericó sólo pudieron haber caído al llamado terrible del horn, cuyo nombre, pronunciado con rodada erre, cobraba un peso de bronce en su boca.
Formado en conservatorios de la Suiza alemana, proclamaba la superioridad del corno de timbre bien metálico, hijo de la trompa de caza que había resonado en todas las Selvas Negras, oponiéndolo a lo que, con tono peyorativo, llamaba en francés le cor, pues estimaba que la técnica enseñada en París asimilaba su instrumento másculo a las femeninas maderas.
Para demostrarlo volteaba el pabellón del instrumento y lanzaba el tema de Sigfrido por sobre las paredes medianeras del patio con un ímpetu de heraldo del Juicio Final. Lo cierto era que a una escena de caza de la Raymunda de Glazounoff se debía mi nacimiento de este lado del Océano. Mi padre había sido sorprendido por el atentado de Sarajevo en lo mejor de una temporada wagneriana del Teatro Real de Madrid, y, encolerizado por el inesperado arresto bélico de los socialistas alemanes y franceses, había renegado del viejo continente podrido, aceptando el atril de primera trompa en una gira que Anna Pawlova llevaba a las Antillas. Un matrimonio cuya elaboración sentimental me resultaba obscura hizo que yo gateara mis primeras aventuras en un patio sombreado por un gran tamarindo, mientras mi madre, atareada con la negra cocinera, cantaba el cuento del Señor Don Gato, sentada en silla de oro, al que preguntan que si quiere ser casado con una gata montesa, sobrina de un gato pardo. La prolongación de la guerra, la escasa demanda de un instrumento que sólo se empleaba en temporadas de ópera, cuando soplaban los nortes del invierno, llevó a mi padre a abrir un pequeño comercio de música.
A veces, agarrado por la nostalgia de los conjuntos sinfónicos en que había tocado, sacaba una batuta de la vitrina, abría la oartitura de la Novena Sinfonía y dábase a dirigir orquestas imaginarias, remedando los gestos de Nikisch o de Mahler, cantando la obra entera con las más tremebundas onomatopeyas de percusión, bajos y metales. Mi madre cerraba apresuradamente las ventanas para que no lo creyeran loco, aceptando, sin embargo, con vieja mansedumbre hispánica, que cuanto hiciera ese esposo, que no bebía ni jugaba, debía tomarse por bueno, aunque pudiera parecer algo estrafalario. Precisamente mi padre era muy aficionado a frasear noblemente, con su voz abaritonada, el movimiento ascendente, a la vez lamentoso, fúnebre y triunfal, de la coda que ahora se iniciaba sobre un temblor cromático en la hondura del registro grave. Dos rápidas escalas desembocaron en el unísono de un exordio arrancado a la orquesta como a puñetazos. Y fue el silencio. Un silencio pronto reconquistado por el alborozo de los grillos y el crepitar de las brasas.
Pero yo esperaba, impaciente, el sobresalto inicial del scherzo. Y ya me dejaba llevar, envolver, por el endiablado arabesco que pintaban los segundos violines, ajeno a todo lo que no fuera la música cuando el «doblado» de trompas, de tan peculiar sonoridad, impuesto por Wagner a la partitura beethoveniana por enmendar un error de escritura, volvió a sentarme al lado de mi padre en los días en que no estuviera ya junto a nosotros, con su costurero de terciopelo azul, la que tanto me había cantado la historia del Señor Don Gato, el romance de Mambrú y el llanto de Alfonso XII por la muerte de Mercedes: Cuatro duques la llevaban, por las calles de Aldaví. Pero entonces las veladas se consagraban a la lectura de la vieja Biblia luterana que el catolicismo de mi madre tuviera oculta, por tantos años, en el fondo de un armario. Ensombrecido por la viudez, amargado por una soledad que no sabía hallar remedios en la calle, mi padre había roto con cuanto le atara a la ciudad cálida y bulliciosa de mi nacimiento, marchando a América del Norte, donde volvió a iniciar su comercio con muy escasa fortuna.
La meditación del Eclesiastés, de los Salmos, se asociaban en su mente a inesperadas añoranzas. Fue entonces cuando comenzó a hablarme de los obreros que escuchaban la Novena Sinfonía. Su fracaso en este continente se iba traduciendo, cada vez más, en la saudade de una Europa contemplada en cimas y alturas, en apoteosis y festivales. Esto, que llamaban el Nuevo Mundo, se había vuelto para él un hemisferio sin historia, ajeno a las grandes tradiciones mediterráneas, tierra de indios y de negros, poblado por los desechos de las grandes naciones europeas, sin olvidar las clásicas rameras embarcadas para la Nueva Orleáns por gendarmes de tricornio, despedidas por marchas de pífano -detalle, este último, que me parecía muy debido al recuerdo de una ópera del repertorio-. Por contraste evocaba las patrias del continente viejo con devoción, edificando ante mis ojos maravillados una Universidad de Heidelberg que sólo podía imaginarme verdecida de yedras venerables.
Iba yo, por la imaginación, de las tiorbas del concierto angélico a las insignes pizarras de la Gewandhause, de los concursos de minnesangers a los conciertos de Potsdam, aprendiendo los nombres de ciudades cuya mera gráfica promovía en mi mente espejismos en ocre, en blanco, en bronce -como Bonn-, en vellón de cisne -como Siena-. Pero mi padre, para quien la afirmación de ciertos principios constituía el haber supremo de la civilización, hacía hincapié, sobre todo, en el respeto que allá se tenía por la sagrada vida del hombre. Me hablaba de escritores que hicieron temblar una monarquía, desde la calma de un descacho, sin que nadie se atreviera a importunarlos. Las evocaciones del Yo Acuso, de las campañas de Rathenau, hijas de la capitulación de Luis XVI ante Mirabeau, desembocaban siempre en las mismas consideraciones acerca del progreso irrefrenable, de la socialización gradual, de la cultura colectiva, llegándose al tema de los obreros ilustrados que allá, en su ciudad natal, junto a una catedral del siglo XIII, pasaban sus ocios en las bibliotecas públicas y los domingos, en vez de embrutecerse en misas -pues allá el culto de la ciencia estaba sustituyendo a las supersticiones- llevaban sus familias a escuchar la Novena Sinfonía.
Y así los había visto yo, desde la adolescencia, con los ojos de la imaginación, esos obreros vestidos de blusa azul y pantalón de pana, noblemente conmo vidos por el soplo genial de la obra beethoveniana, escuchando tal vez este mismo trío, cuya frase tan cálida, tan envolvente, ascendía ahora por las voces de los violoncellos y de las violas. Y tal había sido el sortilegio de esa visión que, al morir mi padre, consagré el escaso dinero de su magra herencia, el fruto de una subasta de sonatas y partitas, al empeño de conocer mis raíces. Atravesé el Océano, un buen día, con el convencimiento de no regresar. Pero al cabo de un aprendizaje del asombro que yo hubiera calificado más tarde, en broma, de adoración de las fachadas, fue el encuentro con realidades que contrariaban singularmente las enseñanzas de mi padre.
Lejos de mirar hacia la Novena Sinfonía , las inteligencias estaban como ávidas de marcar el paso en desfiles que pasaban bajo arcos de triunfo de carpintería y mástiles totémicos de viejos símbolos solares. La transformación del mármol y el bronce de las antiguas apoteosis en gigantescos despilfarros de pinotea, tablas de un día, y emblemas de cartón dorado, hubiera debido hacer más desconfiado.
a quienes escuchaban palabras demasiado amplificadas por los altavoces, pensaba yo. Pero no parecía que así fuera. Cada cual se creía tremendamente investido, y había muchos que se sentaban a la derecha de Dios para juzgar a los hombres del pasado por el delito de no haber adivinado lo futuro. Yo había visto ya, ciertamente, a un metafísico de Heidelberg haciendo de tambor mayor de una parada de jóvenes filósofos que marchaban, sacándose el tranco de la cadera, para votar por quienes hacían escarnio de cuanto pudiera calificarse de intelectual.
Yo había visto a las parejas ascender, en noches de solsticios, al Monte de las Brujas para encender viejos fuegos, votivos, desprovistos ya de todo sentido.
Pero nada me había impresionado tanto como esa citación a juicio, esa resurrección para castigo y profanación de la tumba de quien hubiera rematado una sinfonía con el coral de la Confesión de Augsburgo, o de aquel otro que había clamado, con una voz tan pura, ante las olas verdegrises del gran Norte: «¡Amo el mar como mi alma!». Cansado de tener que recitar el Intermezzo en voz baja y de oír hablar de cadáveres recogidos en las calles, de terrores próximos, de éxodos nuevos, me refugié, como quien se acoge a sagrado, en la penumbra consoladora de los museos, emprendiendo largos viajes a través del tiempo. Pero cuando salí de las pinacotecas las cosas marchaban de mal en peor. Los periódicos invitaban al degüello. Los creyentes temblaban, bajo los pulpitos, cuando sus obispos alzaban la voz. Los rabinos escondían la thorah, mientras los pastores eran arrojados de sus oratorios. Se asistía a la dispersión de los ritos y al quebrantamiento del verbo. De noche, en las plazas públicas, los alumnos de insignes Facultades quemaban libros en grandes hogueras. No podía darse un paso en aquel continente sin ver fotografías de niños muertos en bombardeos de poblaciones abiertas, sin oír hablar de sabios confinados en salinas, de secuestros inexplicados, de acosos y defenestraciones, de campesinos ametrallados en plazas de toros. Yo me asombraba -despechado, herido a lo hondo- de la diferencia que existía entre el mundo añorado por mi padre y el que me había tocado conocer. Donde buscaba la sonrisa de Erasmo, el Discurso del Método, el espíritu humanístico, el fáustico anhelo y el alma apolínea, me topaba con el auto de fe, el tribunal de algún Santo Oficio, el proceso político que no era sino ordalía de nuevo género. Ya no podía contemplarse un tímpano ilustre, un campanil, gárgola o ángel sonriente sin oírse decir que ahí estaban previstas ya las banderías del presente y que los pastores de Nacimientos adoraban algo que no era, en suma, lo que cabalmente iluminaba el pesebre. La época me iba cansando.
Y era terrible pensar que no había fuga posible, fuera de lo imaginario, en aquel mundo sin escondrijos, de naturaleza domada hacía siglos, donde la sincronización casi total de las existencias hubiera centrado las pugnas en torno a dos o tres problemas puestos en carne viva. Los discursos habían sustituido a los mitos; las consignas a los dogmas.
Hastiado del lugar común fundido en hierro, del texto expurgado y de la cátedra desierta, me acerqué nuevamente al Atlántico con el ánimo de pa sarlo ahora en sentido inverso. Y, dos días antes de mi partida, me vi contemplando una olvidada danza macabra que desarrollaba sus motivos sobre las vigas del osario de San Sinforiano, en Blois. Era una suerte de patio de granja, invadido por las yerbas, de una tristeza de siglos, encima de cuyos pilares se conjugaba, una vez más, el inagotable tema de la vanidad de las pompas, del esqueleto hallado bajo la carne lujuriante, del costillar podrido bajo la casulla del prelado, del tambor atronado con dos tibias en medio de un xilofonante concierto de huesos.
Pero aquí, la pobreza del establo que rodeaba el eterno Ejemplo, la proximidad del río revuelto y turbio, la cercanía de granjas y fábricas, la presencia de cochinos gruñendo como el cerdo de San Antón, al pie de las calaveras talladas en una madera engrisada por siglos de lluvias, daban una singular vigencia a ese retablo del polvo, la ceniza, la nada, situándolo dentro de la época presente. Y los timbales que tanto percuten en el scherzo beethoveniano cobraban una fatídica contundencia, ahora que los asociaba, en mi mente, a la visión del osario de Blois, en cuya entrada me sorprendieron las ediciones de la tarde con la noticia de la guerra.
Los leños eran rescoldos. En una ladera, más arriba del techo y de los pinos, un perro aullaba en la bruma. Alejado de la música por la música misma, regresaba a ella por el camino de los grillos, esperando la sonoridad de un si bemol que ya contaba en mi oído. Y ya nacía, de una queda invitación de fagote y clarinete, la frase admirable del Adagio, tan honda dentro del pudor de su lirismo. Este era el único pasaje de la Sinfonía que mi madre -más acostumbraba a la lectura de habaneras y selecciones de ópera- lograba tocar a veces, por su tiempo pausado, en una transcripción para piano que sacaba de una gaveta de la tienda. Al sexto compás, plácidamente rematado en eco por las maderas, acabo de llegar del colegio, luego de mucho correr para resbalar sobre las pequeñas frutas de los álamos que cubren las aceras. Nuestra casa tiene un ancho soportal de columnas encaladas, situado como un peldaño de escalera, entre los soportales vecinos, uno más alto, otro más bajo, todos atravesados por el plano inclinado de la calzada que asciende hacia la Iglesia de Jesús del Monte, que se yergue allá, en lo alto de los tejados, con sus árboles plantados sobre un terraplén cerrado por barandales. La casa fue antaño de gente señora; conserva grandes muebles de madera oscura, armarios profundos y una araña de cristales biselados que se llena de pequeños arcoiris al recibir un último rayo de sol bajado de las lucetas azules, blancas, rojas, que cierran el arco del recibidor como un gran abanico de vidrio.
Me siento de piernas tiesas en el fondo de un sillón de mecedora, demasiado alto y ancho para un niño, y abro el Epítome de Gramática de la Real Academia, que esta tarde tengo que repasar. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora… rezael ejemplo que ha poco regresó a mi memoria. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora… La negra, allá en el hollín de sus ollas, canta algo que se habla de los tiempos de la Colonia y de los mostachos de la Guardia Civil. Ya se ha pegado la tecla del fa sostenido, como de costumbre, en el piano que toca mi madre. En lo último de la casa hay una habitación a cuya reja trepa un tallo de calabaza. Llamo a María del Carmen, que juega entre las arecas en tiestos, los rosales en cazuela, los semilleros de claveles, de calas, los girasoles del traspatio de su padre el jardinero. Se cuela por el boquete de la cerca de cardón y se acuesta a mi lado, en la cesta de lavandería en forma de barca que es la barca de nuestros viajes. Nos envuelve el olor a esparto, a fibra, a heno, de esta cesta traída, cada semana, por un gigante sudoroso, que devora enormes platos de habas a quien llaman Baudilio.
No me canso de estrechar a la niña entre mis brazos.
Su calor me infunde una pereza gozosa que quisiera alargar indefinidamente. Como se aburre de estar así, sin moverse, la aquieto diciéndole que estamos en el mar. y que falta poco para llegar al muelle; que será aquel baúl de tapa redonda, cubierta de hojalata de muchos colores, a cuya agarradera se amarran las naves. En el colegio me han hablado de sucias posibilidades entre varones y hembras. Las he rechazado con indignación, sabiendo que eran porquerías inventadas por los grandes para burlarse de los pequeños.
El día que me lo dijeron no me atreví a mirar a mi madre de frente. Pregunto ahora a María del Carmen si quiere ser mi mujer, y como responde que sí, la aprieto un poco más, imitando con la voz, para que no se aparte de mí, el ruido de las sirenas de barcos. Respiro mal, me lleno de latidos, y este malestar es tan grato, sin embargo, que no comprendo por qué, cuando la negra nos sorprende así, se enoja, nos saca de la cesta, la arroja sobre un armario y grita que estoy muy grande para esos juegos.
Sin embargo, nada dice a mi madre. Acabo por quejarme a ella, y me responde que es hora de estudiar. Vuelvo al Epítome de Gramática, pero me persigue el olor a fibra, a mimbre, a esparto. Este olor cuyo recuerdo regresa del pasado, a veces, con tal realidad que me deja todo estremecido. Ese olor que vuelvo a encontrar esta noche; junto al armario de las yerbas silvestres, cuando el Adagio concluye sobre cuatro acordes pianissimo, el primero arpegiado, y un estremecimiento, perceptible a través de la transmisión, conmueve la masa coral cuya entrada se aproxima. Adivino el gesto enérgico del director invisible, por el cual se entra, de golpe, en el drama que prepara el advenimiento de la Oda de Schiller.
La tempestad de bronces y de timbales que se desata para hallar, más tarde, un eco de sí misma, encuadra una recapitulación de los temas ya escuchados. Pero esos temas aparecen rotos, lacerados, hechos jirones, arrojados a una especie de caos que es gestación del futuro, cada vez que pretenden alzarse, afirmarse, volver a ser lo que fueron. Esa suerte de sinfonía en ruinas que ahora se atraviesa en la sinfonía total, serie de dramático acompañamiento -pienso yo, con profesional deformación- para un documental realizado en los caminos que me tocara recorrer como intérprete militar, al final de la guerra. Eran los caminos del Apocalipsis, trazados entre paredes rotas de tal manera que parecían los caracteres de un alfabeto desconocido; camino de hoyos rellenados con pedazos de estatuas, que atravesaban abadías sin techo, se jalonaban de ángeles decapitados, doblaban frente a una Ultima Cena dejada a la intemperie por los obuses, para desembocar en el polvo y la ceniza de lo que fuera, durante siglos, el archivo máximo del canto ambrosiano. Pero los horrores de la guerra son obra del hombre. Cada época ha dejado los suyos burilados en el cobre o sombreados por las tintas del aguafuerte. Lo nuevo aquí, lo inédito, lo moderno, era aquel antro del horror, aquella cancillería del horror, aquel coto vedado del horror que nos tocara conocer en nuestro avance: la Mansión del Calofrío, donde todo era testimonio de torturas, exterminios en masa, cremaciones, entre murallas salpicadas de sangre y de excrementos, montones de huesos, dentaduras humanas arrinconadas a paletadas, sin hablar de las muertes peores, logradas en frío, por manos enguantadas de caucho, en la blancura aséptica, neta, luminosa, de las cámaras de operaciones. A dos pasos de aquí, una humanidad sensible y cultivada -sin hacer caso del humo abyecto de ciertas chimeneas, por las que habían brotado, un poco antes, plegarias aulladas en yiddish- seguía coleccionando sellos, estudiando las glorias de la raza, tocando pequeñas músicas nocturnas de Mozart, leyendo La Sirenita de Andersen a los niños.
Esto otro también era nuevo, siniestramente moderno, pavorosamente inédito. Algo se derrumbó en mí la tarde en que salí del abominable parque de iniquidades que me esforzara en visitar para cerciorarme de su posibilidad, con la boca seca y la sensación de haber tragado un polvo de yeso. Jamás hubiera podido imaginar una quiebra tan absoluta del hombre de Occidente como la que se había estampado aquí en residuos de espanto. De niño me habían aterrorizado las historias que entonces corrían acerca de las atrocidades cometidas por Pancho Villa, cuyo nombre se asociaba en mi memoria a la sombra velluda y nocturnal de Mandinga. «Cultura obliga», solía decir mi padre ante las fotos de fusilamientos que entonces difundía la prensa, traduciendo, con ese lema de una nueva caballería del espíritu, su fe en el ocaso de la iniquidad por obra de los Libros.
Maniqueísta a su manera, veía el mundo como el campo de una lucha entre la luz de la imprenta y las tinieblas de una animalidad original, propiciadora de toda crueldad en quienes vivían ignorantes de cátedras, músicas y laboratorios. El Mal, para él, estaba personificado por quien, al arrimar sus enemigos al paredón de las ejecuciones, remozaba, al cabo de los siglos, el gesto del príncipe asirio cegando a sus prisioneros con una lanza, o del feroz cruzado que emparedara a los cátaros en las cavernas del Mont-Segur. El Mal, del que estaba ya librada la Europa de Beethoven, tenía su último reducto en el Continente-de-poca-Historia… Pero luego de haberme visto en la Mansión del Calofrío, en este campo imaginado, creado, organizado por gente que sabía de tantas cosas nobles, los disparos de los Charros de Oro, las ciudades tomadas a porfía, los trenes descarrilados entre cactos y chumberas, las balaceras en noche de mitote, me parecían alegres estampas de novela de aventura, llenas de sol de cabalgatas, de viriles alardes, de muertes limpias sobre el cuero sudado de las monturas, junto al rebozo de las soldaderas recién paridas a orillas del camino.
Y lo peor fue que la noche de mi encuentro con la más fría barbarie de la historia, los victimarios y guardianes, y también los que se llevaban los algodones ensangrentados en cubos, y los que tomaban notas en sus cuadernos forrados de hule negro, que estaban presos en un hangar, se dieron a cantar después del rancho. Sentado en mi camastro, sacado del sueño por el asombro, les oía cantar lo mismo que ahora, levantados por un lejano gesto del director, cantaban los del coro:
Freunde, schöner Götterfunken,
Tochter aus Elysium!
Wir betreten feuertrunken,
Himmlische, dein Heiligtum.
Por fin había alcanzado la Novena Sinfonía , causa de mi viaje anterior, aunque no ciertamente donde mi padre la hubiera situado. ¡Alegría! El más bello fulgor divino, hija del Elíseo. Ebrios de tu fuego penetramos, ¡oh Celestial!, en tu santuario… Todos los hombres serán hermanos donde se cierne tu vuelo suave. Las estrofas de Schiller me laceraban a sarcasmos. Eran la culminación de una ascensión de siglos durante la cual se había marchado sin cesar hacia la tolerancia, la bondad, el entendimiento de lo ajeno. La Novena Sinfonía era el tibio hojaldre de Montaigne, el azur de la Utopía, la esencia del Elzevir, la voz de Voltaire en el proceso Calas.
Ahora crecía, henchido de júbilo, el alie Menschen werden Brüder wo dein sanfter Flügel weilt, como la noche aquella en que perdí la fe en quienes mentían al hablar de sus principios, invocando textos cuyo sentido profundo estaba olvidado. Por pensar menos en la Danza Macabra que me envolvía cobré mentalidad de mercenario, dejándome arrastrar por mis compañeros de armas a sus tabernas y burdeles.
Me di a beber como ellos, sumiéndome en una suerte de inconsciencia mantenida del lado de acá del traspié, que me permitió acabar la campaña sin entusiasmarme por palabras ni hechos. Nuestra victoria me dejaba vencido. No logró admirarme siquiera la noche pasada en la utilería del teatro de Bayreuth, bajo una wagneriana zoología de cisnes y caballos colgados del cielo raso, junto a un Fafner deslucido por la polilla, cuya cabeza parecía buscar amparo bajo mi camastro de invasor. Y fue un hombre sin esperanza quien regresó a la gran ciudad y entró en el primer bar para acorazarse de antemano contra todo propósito idealista. El hombre que trató de sentirse fuerte en el robo de la mujer ajena, para volver, en fin de cuentas, a la soledad del hecho no compartido. El hombre llamado Hombre que, la mañana anterior, aceptaba todavía la idea de estafar con instrumentos de rastro a quien hubiera puesto en él su confianza… Y me aburre, de pronto, esta Novena Sinfonía con sus promesas incumplidas, sus anhelos mesiánicos, subrayados por el feriante arsenal de la «música turca» que tan populacheramente se desata en el prestís simo final. No espero el maestoso Tochter aus Elysium! Freude schóner Gotterfunken del exordio. Corto la transmisión, preguntándome cómo he podido escuchar la partitura casi completa, con momentos de olvido de mí mismo, cuando las asociaciones de recuerdos no me absorbían demasiado. Mi mano busca un cohombro cuya frialdad parece salirle de tras de la piel; la otra sopesa el verdor de un ají que rompe el pulgar para bañarse del zumo que luego recoge la boca con deleite. Abro el armario de las plantas y saco un puñado de hojas secas, que aspiro largamente. En la chimenea late aún, en negro y rojo, como algo viviente, un último rescoldo. Me asomo a una ventana: los árboles más próximos se han perdido en la niebla. El ganso del traspatio desenvaina la cabeza de bajo el ala y entreabre el piso, sin acabar de despertarse. En la noche ha caído un fruto.