XII

(Jueves, 14)


Reanudamos la navegación con la luna llena, pues el patrón tenía que recoger a un capuchino en el puerto de Santiago de los Aguinaldos, en la orilla opuesta del río, y quería salvar en horas de la mañana un paso de raudales particularmente impetuosos, aprovechándose la tarde para hacer algún alijo. Cumplido el propósito, con magistral manejo del timón y una que otra peña sorteada a la pértiga, me hallé aquel mediodía en una prodigiosa ciudad en ruinas. Eran largas calles, desiertas, de casas deshabitadas, con las puertas podridas, reducidas a las jambas o al cabestrillo, cuyos tejados musgosos se hundían a veces por el mero centro, siguiendo la rotura de una viga maestra, roída por los comejenes, ennegrecida de escarzos. Quedaba la columnata de un soportal cargando con los restos de una cornisa rota por las raíces de una higuera. Había escaleras sin principio ni fin, como suspendidas en el vacío, y balcones ajemizados, colgados de un marco de ventana abierto sobre el hielo. Las matas de campanas blancas ponían ligereza de cortinas en la vastedad de los salones que aún conservaban sus baldosas rajadas, y eran oros viejos de aromos, encarnado de flores de Pascuas en los rincones oscuros, y cactos de brazos en candelera que temblaban en los corredores, en el eje de las corrientes de aire, como alzados por manos de invisibles servidores. Había hongos en los umbrales y cardones en las chimeneas. Los árboles trepaban a lo largo de los paredones, hincando garfios en las hendeduras de la mampostería, y de una iglesia quemada quedaban algunos contrafuertes y archivoltas y un arco monumental, presto a desplomarse, en cuyo tímpano divisábanse aún, en borroso relieve, las figuras de un concierto celestial, con ángeles que tocaban el bajón, la tiorba, el órgano de tecla, la viola y las maracas. Esto último me dejó tan admirado que quise regresar al barco en busca de lápiz y papel, para revelar al Curador, por medio de algunos croquis, esta rara referencia organográfica. Pero en ese instante sonaron tambores y agudas flautas y varios Diablos aparecieron en una esquina de la plaza, dirigiéndose a una mísera iglesia, de yeso y ladrillo, situada frente a la catedral incendiada. Los danzantes tenían las caras ocultas por paños negros, como los penitentes de cofradías cristianas; avanzaban lentamente, a saltos cortos, detrás de una suerte de jefe y bastonero que hubiera podido oficiar de Belcebú de Misterio de la Pasión, de Tarasca y de Rey de los Locos, por su máscara de demonio con tres cuernos y hocico de marrano. Una sensación de miedo me demudó ante aquellos hombres sin rostro, como cubiertos por el velo de los parricidas; ante aquellas máscaras, salidas del misterio de los tiempos, para perpetuar la eterna afición del hombre por el Falso Semblante, el disfraz, el fingirse animal, monstruo o espíritu nefando. Los extraños danzantes llegaron a la puerta de la iglesia y golpearon repetidas veces con la aldaba. Largo tiempo permanecieron de pie ante la puerta cerrada, llorando y plañendo. Pero, de súbito, los batientes se abrieron con estrépito y en una nube de incienso apareció el Apóstol Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé, montado en un caballo blanco que los fieles llevaban en hombros. Ante su corona de oro retrocedieron los diablos despavoridos, como atacados de convulsiones, tropezando unos con otros, cayendo, rodando en tierra. Detrás de la imagen había brotado un himno, apoyado, en vieja sonoridad de sacabuche y chirimía, con un clarinete y un trombón:


Primus ex apostolis

Mártir Jerosolimis

Jacobus egregio

Sacer est martirio.


Una campana era volteada arriba, a todo lo que diera, por varios niños montados a horcajadas sobre la espadaña, que la impulsaban a patadas. La procesión dio lentamente la vuelta a la iglesia, siempre llevada por el falsete nasal del párroco, mientras los diablos, remedando tormentos de exorcisados, retrocedían en grupo gimiente bajo las aspersiones del hisopo. Al fin, la figura de Santiago Apóstol, el de Campus Stellae, sombreado por un palio de terciopelo raído, volvió a engolfarse en el templo, cuyas puertas se cerraron con rudo encontronazo de los batientes sobre un tembloroso escarceo de luminarias y cirios. Entonces los diablos, dejados afuera, echaron a correr, riendo y brincando, pasados de demonios a bufones, y se perdieron entre las ruinas de la ciudad preguntando por las ventanas, a gritos groseros, si allí las mujeres seguían pariendo. Los fieles se dispersaron. Y quedé solo en medio de la plaza triste, cuyo embaldosado era levantado y roto por raíces de árboles. Rosario, que había ido a encender una vela por el restablecimiento de su padre, apareció poco después en compañía del capuchino barbudo que iba a embarcar con nosotros, y se me presentó como fray Pedro de Henestrosa. Usando de muy pocas palabras, en un hablar sentencioso y lento, el fraile me explicó que era costumbre singular sacar aquí el Santiago en la festividad del Corpus, porque en tarde de Corpus había llegado a esta villa, a poco de fundada, la imagen del santo tutelar, y desde entonces se observaba la tradición. Pronto se nos juntaron dos punteadores negros, de bandolas terciadas, quejosos de que este año la fiesta se hubiera reducido a meras salvas y procesiones, prometiendo no regresar más. Supe entonces que esto había sido antaño una ciudad de arcas repletas, próspera en ajuares, en armarios llenos de sábanas de Holanda; pero los continuos saqueos de una larga guerra local habían arruinado sus palacios y heredades, colgando la yedra de los blasones. Quien lo pudo emigró, deshaciéndose de las casas solariegas a cualquier precio. Luego había sido el azote de las plagas surgidas de arrozales que, por abandono, se volvieron pantanos. Esa vez, la muerte acabó por entregar los palacios a las gramas y guisaseras, iniciándose la ruina de los arcos, techos y dinteles. Hoy no era sino una población de sombras, en la sombra de lo que hubiera sido, un tiempo, la rica villa de Santiago de los Aguinaldos. Muy interesado por el relato del misionero, estaba pensando en ciudades arruinadas por guerras de Barones, asoladas por la peste, cuando los punteadores, invitados por Rosario a distraernos con alguna música de su antojo, preludiaron en las bandolas. Y de súbito, su canto me llevó mucho más allá de mis evocaciones. Aquellos dos juglares de caras negras cantaban décimas que hablaban de Carlomagno, de Rolando, del obispo Turpín, de la felonía de Ganelón y de la espada que tajara moros en Roncesvalles. Cuando llegamos al atracadero se dieron a evocar la historia de unos Infantes de Lara, que me era desconocida, pero cuyo añejo acento tenía algo de sobrecogedor al pie de tantos paredones resquebrajados y cubiertos de hongos, como los de muy antiguos castillos abandonados. Al fin zarpamos cuando el crepúsculo alargó las sombras de las ruinas.

Acodada en la borda, Mouche acertó a decir que la vista de aquella ciudad fantasmal aventajaba en misterio, en sugerencia de lo maravilloso, a lo mejor que hubieran podido imaginar los pintores que más estimaba entre los modernos. Aquí, los temas del arte fantástico eran cosas de tres dimensiones; se les palpaba, se les vivía. No eran arquitecturas imaginarias, ni piezas de baratillo poético: se andaba en sus laberintos reales, se subía por sus escaleras, rotas en el rellano, alargadas por algún pasamanos sin balaustres que se hundía en la noche de un árbol. No eran tontas las observaciones de Mouche; pero yo había llegado, frente a ella, al grado de saturación en que el hombre, hastiado de una mujer, se aburre hasta de oírle decir cosas inteligentes. Con su carga de toros bramantes, gallinas enjauladas, cochinos sueltos en cubierta, que corrían bajo la hamaca del capuchino, enredándose en su rosario de semillas; con el canto de las cocineras negras, la risa del griego de los diamantes, la prostituta de camisón de luto que se bañaba en la proa, el alboroto de los punteadores que hacían bailar a los marineros, este barco nuestro me hacía pensar en la Nave de los Locos del Bosco: nave de locos que se desprendía, ahora, de una ribera que no podía situar en parte alguna, pues aunque las raíces de lo visto se hincaran en estilos, razones, mitos, que me eran fácilmente identificables, el resultado de todo ello, el árbol crecido en este suelo, me resultaba desconcertante y nuevo como los árboles enormes que comenzaban a cerrar las orillas, y que, reunidos por grupos en las entradas de los caños, se pintaban sobre el poniente -con redondez de lomo en las frondas y algo de hocico perruno en las copas- como concilios de gigantescos cinocéfalos. Yo identificaba los elementos de la escenografía, ciertamente. Pero en la humedad de este mundo, las ruinas eran más ruinas, las enredaderas dislocaban las piedras de distinta manera, los insectos tenían otras mañas y los diablos eran más diablos cuando bajo sus cuerpos gemían danzantes negros. Un ángel y una maraca no eran cosas nuevas en sí. Pero un ángel maraquero, esculpido en el tímpano de una iglesia, incendiada, era algo que no había visto en otras partes. Me preguntaba ya si el papel de estas tierras en la historia humana no sería el de hacer posibles, por vez primera, ciertas simbiosis de culturas, cuando fui distraído de mis reflexiones por algo que me sonaba a cosa a la vez muy próxima y muy lejana. A mi lado, para refrescarme la memoria en día de Corpus Christi, fray Pedro de Henestrosa salmodiaba a media voz un canto gregoriano que se imprimía en neumas sobre las páginas amarillas, picadas de insectos, de un Líber Usualis de muy larga historia:


Sumite psalmum, et date tympanum:

Psalterium jocundum cum cítara.

Buccinate in Neomenia tuba

In insigni dei solemnitatis vestrae.

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