(Sábado, 10)
Habíamos llegado a Los Altos, poco después de mediodía, en el pequeño tren de carrilera estrecha, parecido a un ferrocarril de parque de diversiones, y tanto me agradaba el lugar que, por tercera vez en la tarde, me había acodado al puentecillo del torrente para contemplar en su conjunto lo que ya había recorrido palmo a palmo, asomándome indiscretamente a las casas, en mis anteriores paseos. Nada de lo que se ofrecía a la mirada era monumental ni insigne; nada había pasado aún a la tarjeta postal, ni se alababa en guías de viajeros. Y, sin embargo, en este rincón de provincia, donde cada esquina, cada puerta claveteada, respondía a un modo particular de vivir, yo encontraba un encanto que habían perdido, en las poblaciones-museos, las piedras demasiado manoseadas y fotografiadas. Vista de noche, la ciudad se hacía aleluya de ciudad adosada a una sierra, con estampas de edificación y estampas de infierno sacadas de las tinieblas por los focos del alumbrado municipal. Pero aquellos quince focos, siempre aleteados por los insectos, tenían la función aisladora de las luminarias de retablos, de los reflectores de teatros, mostrando en plena luz las estaciones del sinuoso camino que conducía al Calvario de la Cumbre. Como los malos siempre arden abajo en toda alegoría de la vida recta y la vida pródiga, el primer foco alumbraba la pulpería de los arrieros, la de piscos, charandas y aguardientes del berro y mora, lugar de envites y mal ejemplo, con borrachos dormidos sobre los barriles del soportal.
El segundo foco se mecía sobre la casa de la Lola, donde Carmen, Ninfa y Esperanza aguardaban, en blanco, rosa y azul bajo faroles chinos, sentadas en el diván de terciopelo raído que había sido de un Oidor de Reales Audiencias. En el ámbito del tercer foco giraban los camellos, leones y avestruces de un tiovivo, en tanto que los asientos colgantes de una estrella giratoria ascendían hacia las sombras y regresaban de ellas -puesto que la luz no alcanzaba a tales alturas- en lo que duraba en plegarse el cartón del Vals de los Patinadores. Como caída del cielo de la Fama, la claridad del cuarto foco blanqueaba la estatua del Poeta, hijo preclaro de la ciudad, autor de un laureado Himno a la Agricultura, quien seguía versificando sobre una cuartilla de mármol con pluma que destilaba el verdín, guiado por el índice de una Musa manca del otro brazo.
Bajo el quinto foco no había cosa notable, fuera de dos burros dormidos. El sexto era el de la Gruta de Lourdes, trabajosa construcción de cemento y piedras traídas de muy lejos, obra tanto más notable si se piensa que, para hacerla, había sido necesario tapiar una gruta verdadera que existiera en aquel lugar. El séptimo foco pertenecía al pino verdinegro y al rosal que trepaba sobre un pórtico siempre cerrado.
Luego, era la catedral de espesos contrafuertes acusados en oscuridades por el octavo foco, que, por estar colgado de un alto poste, alcanzaba el disco del reloj, cuyas saetas estaban dormidas, desde hacía cuarenta años, sobre lo que, según la voz de las beatas y santurronas, eran las siete y media de un próximo Juicio Final en el que rendirían cuentas las mujeres desvergonzadas del vecindario. El noveno foco correspondía al Ateneo de actos culturales y conmemoraciones patrióticas, con su pequeño museo que guardaba una argolla a que había estado colgada, por una noche, la hamaca del héroe de la Campaña de los Riscos, un grano de arroz sobre el que se habían copiado varios párrafos del Quijote, un retrato de Napoleón hecho con las x de una máquina de escribir y una colección completa de las serpientes venenosas de la región, conservadas en pomos. Cerrado, misterioso, encuadrado por dos columnas salomónicas de color gris negro que sostenían un Compás abierto de capitel a capitel, el edificio de la Logia ocupaba todo el campo del décimo foco. Luego, era el Convento de las Recoletas, con su arboleda mal definida por el onceno foco, demasiado llena de insectos muertos. Enfrente era el cuartel, que compartía la luz siguiente con la glorieta dórica, cuya cúpula había sido abierta por un rayo, pero servía aún para retretas de verano, con paseo de la juventud, varones a un lado, mujeres al otro.
En el cono del decimotercer foco se encabritaba un caballo verde, jineteado por un caudillo de bronce muy llovido, cuya espada en claro solía cortar la neblina en dos corrientes lentas. Después, era la faja negra, temblequeante de velas y anafes, de los conucos indios, con sus pequeñas estampas de nacimientos y de velorios. Más arriba, en el penúltimo foco, un pedestal de cemento esperaba el gesto sagitario del Bravo Flechero, matador de conquistadores, que los francmasones y comunistas habían encargado en talla de piedra para molestar a los curas.
Luego, era la noche cerrada. Y al cabo de ella, tan arriba que parecía de otro mundo, la luz cimera que iluminaba tres cruces de madera, plantadas en montículos de guijarros, donde más batía el viento. Ahí terminaba la aleluya urbana, con fondo de estrellas y de nubes, salpicada de luces menores que apenas si se advertían. Todo el resto era barro de tejados, que se iba haciendo uno, en sombras, con el barro de la montaña.
Sobrecogido por el frío que bajaba de las cumbres, yo regresaba ahora, andando por calles tortuosas, hacia la casa de la pintora. Debo decir que ese personaje, al que no había prestado mayor atención en los días anteriores -aceptando el azar de esta convivencia como hubiera aceptado cualquier otra-, se me estaba haciendo cada vez más irritante, desde la salida de la capital, a causa de su crecimiento en la estimación de Mouche. Quien me pareciera una figura incolora al principio, se me iba afirmando, de hora en hora, como una fuerza contrariante. Cierta lentitud estudiada, que daba paso a sus palabras, orientadas las menudas decisiones que nos afectaban a los tres con una autoridad, apenas afirmada y sin embargo tenaz, que mi amiga acataba con una mansedumbre impropia de su carácter. Ella, tan afecta a hacer ley de sus antojos, daba siempre la razón a quien nos albergaba, aunque minutos antes hubiera estado de acuerdo conmigo en desistir de lo que ahora emprendía con ostentoso gusto. Era un continuo salir cuando quería quedarme, y un descansar cuando yo hablaba de subir hasta las brumas de la montaña, que denotaban el deseo de complacer constantemente a la otra, observando sus reacciones y halagándolas. Estaba claro que Mouche concedía a esa nueva amistad una importancia reveladora, de cuanto echaba de menos -al cabo de tan pocos días-, un cierto orden de realidades que habíamos dejado atrás. Mientras los cambios de altitud, la limpidez del aire, el trastorno de las costumbres, el reencuentro con el idioma de mi infancia, estaban operando en mí una especie de regreso, aún vacilante pero ya sensible, a un equilibrio perdido hacía mucho tiempo, en ella se advertían -aunque no lo confesara todavía- indicios de aburrimiento.
Nada de lo visto por nosotros hasta ahora correspondía, evidentemente, a lo que ella hubiera querido encontrar en este viaje, en caso de que hubiese querido encontrar algo, en realidad. Y, sin embargo, Mouche solía hablar inteligentemente del recorrido que hiciera por Italia, antes de nuestro encuentro.
Por lo mismo, al observar cuán falsas o desafortunadas eran sus reacciones ante este país que nos agarraba de sorpresa, indocumentados, sin saber de su pasado, sin formación libresca al respecto, empezaba yo a preguntarme si, en el fondo, sus agudas observaciones acerca de la misteriosa sensualidad de las ventanas del Palacio Barberini, la obsesión de los querubines en los cielos de San Juan de Letrán, la casi femenina intimidad de San Carlos de las Cuatro Puertas, con su claustro todo en curvas y penumbras, no eran sino citas oportunas, puestas al ritmo del día, de cosas leídas, oídas, tomadas a sorbos en las fuentes de uso más generalizado. Por lo pronto, sus juicios siempre respondían a una consigna estética del momento. Iba a lo musgoso y umbroso cuando se tenía por nuevo hablar de musgos y de sombras y, por lo mismo, puesta ante un objeto que le fuera ignorado, un hecho difícilmente asociable, un tipo de arquitectura que no le hubiese sido anunciado por algún libro, yo la veía, de pronto, como desconcertada, vacilante, incapaz de formular una opinión válida, comprando un hipocampo polvoriento, por literatura, donde hubiera podido adquirir una tosca miniatura religiosa de Santa Rosa con su palma florecida. Como la pintora canadiense había sido la amante de un poeta muy conocido por sus ensayos sobre Lewis y Ana Radcliff, Mouche, alborozada, volvía a moverse en terrenos de surrealismo, astrología, interpretación de los sueños, con todo lo que esto acarreaba consigo. Cada vez que se encontraba -y no era frecuente, sin embargo- con una mujer que, según decía en tales casos, «hablaba su mismo idioma», se entregaba a esa nueva amistad con una dedicación de cada hora, un lujo de atenciones, un desasosiego, que llegaban a exasperarme.
No le duraban largo tiempo esas crisis efusivas; concluían el día menos pensado, tan repentinamente como hubieran empezado. Pero mientras transcurrían, llegaban a despertar en mí las más intolerables sospechas. Ahora, como otras veces, era una mera corazonada, una inquietud, una duda; nada me demostraba que hubiera nada culpable.
Pero la idea lacerante se había apoderado de mí la tarde anterior, después del entierro del Kappelmeister.
Al regreso del cementerio, adonde había ido con una comisión de huéspedes, todavía quedaban pétalos de flores mortuorias -demasiado olorosas en este país- en el piso del hall. Los barrenderos de calles procedían a llevarse la carroña cuyo hedor se hiciera sentir tan abominablemente durante nuestro encierro, y como las patas del caballo, descarnadas por los buitres, no cabían en el carro, las cortaban a machetazos, haciendo volar los cascos, con huesos y herraduras, en los enjambres de moscas verdes que revoloteaban sobre el asfalto.
Adentro, vueltos de la revolución como de un tránsito normal, los sirvientes colocaban los muebles en su lugar y bruñían los picaportes con gamuzas. Mouche, al parecer, había salido con su amiga. Cuando ambas reaparecieron, pasado el toque de queda, afirmando que habían estado caminando por las calles, extraviadas en la multitud que celebraba el triunfo del partido victorioso, me pareció que algo raro les ocurría. Las dos tenían un no sé qué de indiferencia fría ante todo, de suficiencia -como de gente que regresara de un viaje a dominios vedados -, que no les era habitual. Yo las había observado tenazmente para sorprender alguna mirada entendida; pensaba cada frase dicha por una u otra, buscándoles un sentido oculto o revelador; trataba de sorprenderlas con preguntas desconcertantes, contradictorias, sin el menor resultado. Mi prolongada frecuentación de ciertos ambientes, mis alardes de cinismo, me decían que ese proceder era grotesco.
Y, sin embargo, sufría por algo mucho peor que los celos: la insoportable sensación de haber sido dejado fuera de un juego tanto más aborrecible por ello mismo. No podía tolerar la perfidia presente, la simulación, la representación mental de ese «algo»
oculto y deleitoso que podía urdirse a mis espaldas por convenio de hembras. De súbito, mi imaginación daba una forma concreta a las más odiosas posibilidades físicas, y, a pesar de haberme repetido mil veces que era un hábito de los sentidos y no amor lo que me unía a Mouche, me veía dispuesto a comportarme como un marido de melodrama. Yo sabía que cuando hubiera pasado la tormenta y confiara esas torturas a mi amiga, ella se encogería de hombros, afirmando que era demasiado ridículo para provocar su enojo, y atribuiría la animalidad de tales reacciones a mi primera educación, transcurrida en un ámbito hispanoamericano. Pero, una vez más, en la quietud de estas calles desiertas, me habían asaltado sospechas. Apreté el paso para llegar cuanto antes a la casa, con el temor y el anhelo, a la vez, de una evidencia. Pero allá me aguardaba lo inesperado: había un tremendo alboroto en el estudio, con mucho trasiego de copas. Tres artistas jóvenes habían llegado de la capital un momento antes, huyendo, como nosotros, de un toque de queda que les obligaba a encerrarse en sus casas desde el crepúsculo. El músico era tan blanco, tan indio el poeta, tan negro el pintor, que no pude menos que pensar en los Reyes Magos al verles rodear la hamaca en que Mouche, perezosamente recostada, respondía a las preguntas que le hacían, como prestándose a una suerte de adoración. El tema era uno solo: París. Y yo observaba ahora que estos jóvenes interrogaban a mi amiga cómo los cristianos del Medioevo podía interrogar al peregrino que regresaba de los Santos Lugares. No se cansaban de pedir detalles acerca de cómo era el físico de tal jefe de escuela que Mouche se jactara de conocer; querían saber si determinado café era frecuentado aún por tal escritor; si otros dos se habían reconciliado después de una polémica acerca de Kierkegaard; si la pintura no figurativa seguía teniendo los mismos defensores.
Y cuando su conocimiento del francés y del inglés no alcanzaba para entender todo lo que les contaba mi amiga, eran miradas implorantes a la pintora para que se dignara traducir alguna anécdota, alguna frase cuya preciosa esencia podía perderse para ellos. Ahora que, habiendo irrumpido en la conversación con el maligno propósito de quitar a Mouche sus oportunidades de lucimiento, yo interrogaba a esos jóvenes sobre la historia de su país, los primeros balbuceos de su literatura colonial, sus tradiciones populares, podía observar cuan poco grato les resultaba el desvío de la conversación. Les pregunté entonces, por no dejar la palabra a mi amiga, si habían ido hacia la selva. El poeta indio respondió, encongiéndose de hombros, que nada había que ver en ese rumbo, por lejos que se anduviera, y que tales viajes se dejaban para los forasteros ávidos de coleccionar arcos y carcajes. La cultura -afirmaba el pintor negro- no estaba en la selva.
Según el músico, el artista de hoy sólo podía vivir donde el pensamiento y la creación estuvieran más activos en el presente, regresándose a la ciudad cuya topografía intelectual estaba en la mente de sus compañeros, muy dados, según propia confesión, a soñar despiertos ante una Carta Taride, cuyas estaciones de «metro» estaban figuradas en espesos círculos azules: Solferino, Oberkampf, Corvisard, Mouton-Duvernet. Entre esos círculos, por sobre el dibujo de las calles, cortando varias veces la arteria clara del Sena, se pintaban las vías mismas, entretejidas como los cordeles de una red. En esa red caerían pronto los jóvenes Reyes Magos, guiados por la estrella encendida sobre el gran pesebre de Saint-Germain-des-Prés. Según el color de los días, les hablarían del anhelo de evasión, de las ventajas del suicidio, de la necesidad de abofetear cadáveres o de disparar sobre el primer transeúnte. Algún maestre de delirios les haría abrazar el culto de un Dyonisos, «dios del éxtasis y del espanto, de la salvajada y la liberación; dios loco cuya sola aparición pone a los seres vivos en estado de delirio», aunque sin decirles que el invocador de ese Dyonisos, el oficial Nietzsche, se hubiera hecho retratar cierta vez luciendo el uniforme de la Reichsweher, con un sable en la mano y el casco puesto sobre un velador de estilo muniquense, como agorera prefiguración del dios del espanto que habría de desatarse, en realidad, sobre la Europa de cierta Novena Sinfonía. Los veía yo enflaquecer y empalidecer en sus estudios sin lumbre -oliváceo el indio, perdida la risa el negro, maleado el blanco-, cada vez más olvidados del Sol dejado atrás, tratando desesperadamente de hacer lo que bajo la red se hacía por derecho propio.
Al cabo de los años, luego de haber perdido la juventud en la empresa, regresarían a sus países con la mirada vacía, los arrestos quebrados, sin ánimo para emprender la única tarea que me pareciera oportuna en el medio que ahora me iba revelando lentamente la índole de sus valores: la tarea de Adán poniendo nombres a las cosas. Yo percibía esta noche, al mirarlos, cuánto daño me hiciera un temprano desarraigo de este medio que había sido el mío hasta la adolescencia; cuánto había contribuido a desorientarme el fácil encandilamiento de los hombres de mi generación, llevados por teorías a los mismos laberintos intelectuales, para hacerse devorar por los mismos Minotauros. Ciertas ideas me cansaban, ahora, de tanto haberlas llevado, y sentía un obscuro deseo de decir algo que no fuera lo cotidianamente dicho aquí, allá, por cuantos se consideraban «al tanto» de cosas que serían negadas, aborrecidas, dentro de quince años. Una vez más me alcanzaban aquí las discusiones que tanto me hubieran divertido, a veces, en la casa de Mouche.
Pero acodado en este balcón, sobre el torrente que bullía sordamente al fondo de la quebrada, sorbiendo un aire cortante que olía a henos mojados, tan cerca de las criaturas de la tierra que reptaban bajo las alfalfas rojiverdes con la muerte contenida en los colmillos; en este momento, cuando la noche se me hacía singularmente tangible, ciertos temas de la «modernidad» me resultaban intolerables. Hubiera querido acallar las voces que hablan a mis espaldas para hallar el diapasón de las ranas, la tonalidad aguda del grillo, el ritmo de una carreta que chirriaba por sus ejes, más arriba del Calvario de las Nieblas. Irritado contra Mouche, contra todo el mundo, con ganas de escribir algo, de componer algo, salí de la casa y bajé hacia las orillas del torrente, para volver a contemplar las estaciones del retablillo urbano. Arriba, en el piano de la pintora, se inició un tanteo de acordes. Luego, el joven músico -la dureza de la pulsación revelaba la presencia del compositor tras de los acordes- empezó a tocar. Por juego conté doce notas, sin ninguna repetida, hasta regresar al mi bemol inicial de aquel crispado andante. Lo hubiera apostado: el atonalismo había llegado al país; ya eran usadas sus recetas en estas tierras. Seguí bajando hasta la taberna para tomar un aguardiente de moras. Arrebujados en sus ruanas, los arrieros hablaban de árboles que sangraban cuando se les hería con el hacha en Viernes Santo, y también de cardos que nacían del vientre de las avispas muertas por el humo de cierta leña de los montes. De pronto, como salido de la noche, un arpista se acercó al mostrador. Descalzo, con su instrumento terciado en la espalda, el sombrero en la mano, pidió permiso para hacer un poco de música.
Venía de muy lejos, de un pueblo del Distrito de las Tembladeras, donde fuera a cumplir, como otros años, la promesa de tocar trente a la iglesia el día de la Invención de la Cruz. Ahora sólo pretendía entonarse, a cambio de arte, con un buen alcohol de maguey. Hubo un silencio, y con la gravedad de quien oficia un rito, el arpista colocó las manos sobre la cuerda, entregándose a la inspiración de un preludiar, para desentumecer los dedos, que me llenó de admiración. Había en sus escalas, en sus recitativos de grave diseño, interrumpidos por acordes majestuosos y amplios, algo que evocaba la festiva grandeza de los preámbulos de órgano de la Edad Media. A la vez, por la afinación arbitraria del instrumento aldeano, que obligaba al ejecutante a mantenerse dentro de una gama exenta de ciertas notas, se tenía la impresión de que todo obedecía a un magistral manejo de los modos antiguos y los tonos eclesiásticos, alcanzándose, por los caminos de un primitivismo verdadero, las búsquedas más válidas de ciertos compositores de la época presente.
Aquella improvisación de gran empaque evocaba las tradiciones del órgano, la vihuela y el laúd, hallando un nuevo pálpito de vida en la caja de resonancia, de cónico diseño, que se afianzaba entre los tobillos escamosos del músico. Y luego, fueron danzas.
Danzas de un vertiginoso movimiento, en que los ritmos binarios corrían con increíble desenfado bajo compases a tres tiempos, todo dentro de un sistema modal que jamás se hubiera visto sometido a semejantes pruebas. Me dieron ganas de subir a la casa y traer al joven compositor arrastrado por una oreja, para que se informara provechosamente de lo que aquí sonaba. Pero en eso llegaron las capas de hule y linternas de la ronda; y la policía ordenó el cierre de la taberna. Fui informado de que aquí también se iba a observar, durante varios días, el toque de queda a la puesta del sol. Esa desagradable evidencia que vendría a estrechar más aún nuestra -para mí ingrata- convivencia con la canadiense, se me tradujo, de súbito, en una decisión que venía a culminar todo un proceso de reflexiones y recapacitaciones. De Los Altos partían precisamente los autobuses que conducían al puerto desde el cual había modo de alcanzar, por río, la gran Selva del Sur. No seguiríamos viviendo la estafa imaginada por mi amiga, puesto que las circunstancias la contrariaban a cada paso. Con la revolución, mis dineros habían subido mucho al cambio con la moneda local. Lo más sencillo, lo más limpio, lo más interesante, en suma, era emplear el tiempo de vacaciones que me quedaba cumpliendo con el Curador y con la Universidad, llevando a cabo, honestamente, la tarea encomendada. Por no darme el tiempo de volver sobre lo resuelto, compré al tabernero dos pasajes para el autobús de la madrugada. No me importaba lo que tensara Mouche: por vez primera me sentía capaz de imponerle mi voluntad.