VI

(Viernes, 9)


Al día siguiente, impedidos de salir, tratamos de acomodarnos a la realidad de bu~go sitiado, de nave en cuarentena, que nos imponían los acontecimientos.

Pero, lejos de inducir a la pereza, la trágica situación que reinaba en las calles se había traducido, entre estas paredes que nos defendían del exterior, en una necesidad de hacer algo. Quien tenía un oficio trataba de armar taller u oficina, como para demostrar a los demás que en las situaciones anormales era necesario afincarse en la permanencia de un empeño. En el estrado de música del comedor, un pianista ejecutaba los trinos y mordentes de un rondó clásico, buscando sonoridades de clavicémbalo bajo las teclas demasiado duras. Las segundas partes de una compañía de ballet hacían barras a lo largo del bar, mientras la estrella perfilaba lentos arabescos sobre el encerado del piso, entre mesas arrimadas a las paredes. Sonaban máquinas de escribir en todo el edificio. En el salón de correspondencia, los negociantes revolvían el contenido de grandes carteras de becerro. Frente al espejo de su habitación, el Kappelmeister austríaco, invitado por la Sociedad Filarmónica de la ciudad, dirigía el Réquiem de Brahms con gestos magníficos, dando las entradas fugadas a un vasto coro imaginario. No quedaba una revista, una novela policíaca, una lectura distrayente, en el puesto de periódicos y publicaciones. Mouche fue en busca de su traje de baño, pues se habían abierto las puertas de un patio resguardado, donde unos pocos inactivos tomaban baños de sol en torno a una fuente de mosaicos, entre arecas en tiestos y ranas de cerámica verde. Noté con alguna alarma que los huéspedes precavidos habían hecho provisión de tabaco, vaciando de cigarrillos el expendio del hotel. Me acerqué a la entrada del hall, cuya reja de bronce estaba cerrada. Afuera, el tiroteo había disminuido en intensidad. Parecía más bien que hubiera como pequeños grupos, guerrillas, que se enfrentaban en distintos barrios, librando batallas cortas, pero implacables, a juzgar por la precipitación con que las armas eran disparadas. En los techos y azoteas sonaban tiros aislados. Había un gran incendio en la parte norte de la ciudad: algunos afirmaban que era un cuartel lo que así ardía. Ante la inexpresividad que tenían para mí los apellidos que parecían dominar los acontecimientos, renuncié a hacer preguntas.

Me sumí en la lectura de periódicos viejos, hallando cierta diversión en las informaciones de localidades lejanas, que a menudo se referían a tormentas, cetáceos arrojados a las playas, sucesos de brujería. Dieron las once -hora que yo esperaba con cierta impaciencia- y observé que las mesas del bar seguían arrimadas a las paredes. Se supo entonces que los últimos sirvientes fieles se habían marchado, poco después del alba, para sumarse a la revolución. Esta noticia, que no me pareció mayormente alarmante, tuvo el efecto de producir un verdadero pánico entre los huéspedes. Abandonando sus ocupaciones, acudieron todos al hall, donde el gerente trataba de aplacar los ánimos. Al saber que no habría pan ese día, una mujer rompió a llorar.

En eso, un grifo abierto escupió una gárgara herrumbrosa, aspirando luego una suerte de tirolesa que corrió por todos los caños del edificio. Al ver caer el chorro que brotaba de la boca del tritón, en medio de la fuente, comprendimos que desde aquel instante sólo podríamos contar con nuestras reservas de agua, que eran pocas. Se habló de epidemias, de plagas, que serían acrecentadas por el clima tropical. Alguien trató de comunicarse con su Consulado: los teléfonos no tenían corriente, y su mudez los hacía tan inútiles, mancos como estaban, con el bracito derecho colgándoles del gancho de las reclamaciones, que muchos, irritados, los zarandeaban, los golpeaban sobre las mesas, para hacerlos hablar. «Es el Gusano»

decía el gerente, repitiendo el chiste que, en la capital, había acabado por ser la explicación de todo lo catastrófico. «Es el Gusano.» Y yo pensaba en lo mucho que se exaspera el hombre, cuando sus máquinas dejan de obedecerle, en tanto que andaba en busca de una escalera de mano, para lanzarme hasta la ventanilla de un baño del cuarto piso, desde la cual podía mirarse afuera sin peligro. Cansado de otear un panorama de tejados, advertí que algo sorprendente ocurría al nivel de mis suelas. Era como si una vida subterránea se hubiera manifestado, de pronto, sacando de las sombras una multitud de bestezuelas extrañas. Por las cañerías sin agua, llenas de hipos remotos, llegaban raras liendres, obleas grises que andaban, cochinillas de caparachos moteados, y, como engolosinados por el jabón unos ciempiés de poco largo, que se ovillaban al menor susto, quedando inmóviles en el piso como una diminuta espiral de cobre. De las bocas de los grifos surgían antenas que avizoraban, desconfiadas, sin sacar el cuerpo que las movía. Los armarios se llenaban de ruidos casi imperceptibles, papel roído, madera rascada, y quien hubiera abierto una puerta, de súbito, habría promovido fugas de insectos todavía inhábiles en correr sobre maderas enceradas, que de un mal resbalón quedaban de patas arriba, haciéndose los muertos. Un pomo de poción azucarada, dejado sobre un velador, atraía una ascensión de hormigas rojas. Había alimañas debajo de las alfombras y arañas que miraban desde el ojo de las cerraduras. Unas horas de desorden, de desatención del hombre por lo edificado, habían bastado, en esta ciudad, para que las criaturas del humus, aprovechando la sequía de los caños interiores, invadieran la plaza sitiada. Una explosión cercana me hizo olvidar los insectos. Volví al hall, donde la nerviosidad llegaba a su colmo. El Kappelmeister apareció en lo alto de la escalera, batuta en mano, atraído por las discusiones gritadas de los presentes.

Ante su cabeza desmelenada, su mirada severa y cejuda, se hizo el silencio. Lo mirábamos con esperanzada expectación, como si hubiese sido investido de extraordinarios poderes para aliviar nuestra angustia. Usando de una autoridad a que lo tenía acostumbrado su oficio, el maestro afeó la pusilanimidad de los alarmistas, y exigió el nombramiento inmediato de una comisión de huéspedes que rindiera exacta cuenta de la situación, en cuanto a la existencia de alimentos en el edificio; en caso necesario, él, habituado a mandar hombres, impondría el racionamiento.

Y para templar los ánimos, terminó invocando el sublime ejemplo del Testamento de Heiligenstadt.

Algún cadáver, algún animal muerto, se estaba pudriendo al sol, cerca del hotel, pues un hedor de carroña se colaba por los tragaluces del bar, únicas ventanas exteriores que podían tenerse abiertas sin peligro, en la planta baja, por estar más arriba de la ménsula que remataba el revestimiento de caoba. Además, desde la media mañana, parecía que las moscas se hubieran multiplicado, volando con exasperante insistencia en torno a las cabezas.

Cansada de estar en el patio, Mouche entró en el hall, anudando el cordón de su bata de felpa, quejándose de que apenas si le habían dado medio balde de agua para bañarse, luego de tomar el sol. La acompañaba la pintora canadiense de voz cantarina y grave, casi fea y sin embargo atractiva, que se nos hubiera presentado la víspera. Conocía el país y tomaba los acontecimientos con una despreocupación que tenía la virtud de aplacar la contrariedad de mi amiga, afirmando que pronto se produciría el desenlace de la situación. Dejé a Mouche con su nueva amiga, y, respondiendo a la llamada del Kappelmeister, bajé al sótano con los de la comisión para proceder a un recuento de las subsistencias. Pronto vimos que era posible resistir el asedio durante unas dos semanas, a condición de no abusar de lo existente. El gerente, auxiliado por el personal extranjero del hotel, se comprometía a preparar para cada comida un guisado sencillo que nosotros mismos iríamos a servirnos en las cocinas. Pisábamos un serrín húmedo y fresco, y la penumbra que reinaba en esa dependencia subterránea, con sus gratos perfumes larderos, invitaba a la molicie. Puestos de buen humor, fuimos a inspeccionar la bodega de licores, donde había botellas y toneles para mucho tiempo… Al ver que no regresábamos tan pronto, los demás bajaron a los corredores del sótano, hasta encontrarnos al pie de las canillas, bebiendo en cuanta vasija teníamos a la mano. Nuestro informe promovió una alegría contagiosa. Con un general trasiego de botellas, el licor fue subiendo al edificio, del basamento al piso cimero, sustituyendo las máquinas de escribir por los gramófonos. La tensión nerviosa de las últimas horas se había transformado, para los más, en un desaforado afán de beber, mientras el hedor de la carroña se hacía más penetrante y los insectos estaban en todas partes. Sólo el Kappelmeister seguía de pésimo talante, imprecando contra los agitados que, con su revolución, habían malogrado los ensayos del Réquiem de Brahms. En su despecho evocaba una carta en que Goethe cantaba la naturaleza domada, «por siempre librada de sus locas y febriles conmociones». «¡Aquí, selva!», rugía, estirando sus larguísimos brazos, como cuando arrancaba un fortissimo a su orquesta. La palabra «selva»

me hizo mirar hacia el patio de las arecas en tiestos, que tenían algo de palmeras grandes cuando se las veía así, desde la penumbra, en la reverberación de paredes cerradas, arriba, por un cielo sin nubes que surcaba, a veces, el vuelo de un buitre atraído por la carroña. Creía que Mouche hubiera regresado a su silla de extensión; al no verla allí, pensé que se estaba vistiendo. Pero tampoco estaba en nuestro cuarto.

Luego de esperarla un momento, el licor bebido tan de mañana, en vasos cargados, me impuso la voluntad de buscarla. Partí del bar, como quien acomete una importante empresa, tomando la escalera que arrancaba del hall, entre dos cariátides, con solemne empaque marmóreo. La añadidura de un aguardiente local, de sabor amelazado, a los alcoholes conocidos, me tenía el rostro como insensible, súbitamente ebrio, yendo del pasamanos a la pared con manos de ciego que tienta en la oscuridad. Cuando me vi en peldaños más angostos, sobre una especie de escagliola amarilla, comprendí que estaba más arriba del cuarto piso, después de muchísimo andar, sin tener mayor idea de dónde estaba mi amiga. Pero proseguía la ruta, sudoroso, obstinado, con una tenacidad que no distraía el gesto de quienes se apartaban burlonamente para dejarme pasar.

Recorría interminables corredores sobre una alfombra encarnada con anchura de camino, ante puertas numeradas -intolerablemente numeradas- que iba contando, al paso, como si esto fuese parte del trabajo impuesto. De pronto, una forma conocida me hizo detenerme, titubeando, con la sensación extraña de que no había viajado, de que siempre estaba allá, en algunos de mis tránsitos cotidianos, en alguna mansión de lo impersonal y sin estilo. Yo conocía este extinguidor de metal rojo, con su placa de instrucciones; yo conocía, de muy largo tiempo también, la alfombra que pisaba, los modillones del cielo raso, y esos guarismos de bronce detrás de los cuales estaban los mismos muebles, enseres, objetos dispuestos de idéntica manera, junto a algún cromo que representaba la Jungfrau, el Niágara o la Torre Inclinada. Esa idea de no haberme movido pasó el calambre de mi rostro al cuerpo. Vuelto a una noción de colmena, me sentí oprimido, comprimido, entre estas paredes paralelas, donde las escobas abandonadas por la servidumbre parecían herramientas dejadas por galeotes en fuga. Era como si estuviera cumpliendo la atroz condena de andar por una eternidad entre cifras, tablas de un gran calendario empotradas en las paredes -cronología de laberinto, que podía ser la de mi existencia, con su perenne obsesión de la hora, dentro de una prisa que sólo servía para devolverme cada mañana, al punto de partida de la víspera. No sabía ya a quién buscaba, en aquel alineamiento de habitaciones, donde los hombres no dejaban recuerdo de su paso. Me agobiaba la realidad de los peldaños que habría de subir, todavía, hasta llegar al piso donde el edificio se desnudaba de yesos y acantos, hecho de cemento gris con remiendos de papel engomado en los cristales, para guarecer de la intemperie a los criados. El absurdo de este andar a través de lo superpuesto me recordó la Teoría del Gusano, única explicación del trabajo de Sísifo, con peña hembra cargada en el lomo, que yo estaba cumpliendo. La risa que me produjo esta ocurrencia arrojó de mi mente el empeño de buscar a Mouche. Yo sabía que cuando ella bebía se tornaba particularmente vulnerable a toda solicitud de los sentidos, y aunque esto no significara una voluntad real de vilipendiarse, podía llevarla al lindero de las curiosidades más equívocas. Pero esto dejaba de importarme ante la pesadez de odre que arrastraban mis piernas. Volví a nuestra habitación en penumbras y me dejé caer en la cama, de bruces, sumiéndome en un sueño que pronto se atormentó de pesadillas que divagaban en torno a ideas de calor y de sed.

Tenía la boca seca, en efecto, cuando oí que me llamaban. Mouche estaba de pie, a mi lado, junto a la pintora canadiense que habíamos conocido el día anterior. Por tercera vez volvía a encontrarme «con esa mujer de cuerpo un tanto anguloso, cuyo rostro de nariz recta bajo una frente tozuda tenía una cierta impavidez estatuaria que contrastaba con una boca a medio hacer, golosa, de adolescente.

Pregunté a mi amiga dónde había estado durante aquel mediodía, «Se terminó la revolución», dijo, a modo de respuesta. Parecía, en efecto, que las estaciones de radio estaban anunciando la victoria del partido vencedor y el encarcelamiento de los miembros del anterior gobierno, pues aquí, según me habían dicho, el tránsito del poder a la prisión era muy frecuente. Iba yo a alegrarme del fin de nuestro encierro, cuando Mouche me avisó que durante un tiempo indefinido regiría el toque de queda, dado a las seis de la tarde, con severísimas sanciones para quien fuera hallado en las calles después de esa hora. Ante el engorro que restaba toda diversión a nuestro viaje, hablé de un regreso inmediato que, además, me permitiría presentarme ante el Curador con las manos vacías, providencialmente eximido de devolver lo gastado en la vana empresa. Pero mi amiga sabía ya que las compañías de aviación, excedidas en solicitudes semejantes, no podrían darnos pasajes antes de una semana, por lo menos. Por lo demás, no me pareció que estuviera mayormente contrariada y atribuí esa conformidad frente a los hechos a la impresión de alivio que produce, por fuerza, el desenlace de cualquier situación convulsiva.

Fue entonces cuando la pintora, respondiendo a una palabra de ella, me pidió que pasáramos algunos días en su casa de Los Altos, apacible población de veraneo, muy favorecida por los extranjeros, a causa de su clima y de sus talleres de platería, en la que, por lo mismo, se aplicaban blandamente las disposiciones policiales. Allí tenía su estudio, en una casa del siglo XVII, conseguida por una bagatela, cuyo patio principal parecía una réplica del patio de la Posada de la Sangre, de Toledo. Mouche había aceptado ya la invitación, sin consultarme, y hablaba de paseos florecidos de hortensias silvestres, de un convento que tenía altares barrocos, magníficos artesonados, y una sala donde se flagelaban las profesas al pie de un Cristo negro, frente a la horripilante reliquia de la lengua de un obispo, conservada en alcohol para recuerdo de su elocuencia. Permanecí indeciso, sin responder, menos por falta de ganas que un tanto ardido por el desenfado de mi amiga, y, como había cesado el peligro, abrí la ventana sobre un atardecer que ya pasaba a ser noche. Noté entonces que las dos mujeres se habían puesto del más lucido atuendo para bajar al comedor. Iba a hacer mofa de ello cuando advertí en la calle algo que mucho me interesó: una tienda de víveres, que me había llamado la atención por su raro nombre de La Fe en Dios, con ristras de ajos colgadas de las vigas, abría su puerta más pequeña para dar entrada a un hombre que se acercaba rasando las paredes, con una cesta colgada del brazo. A poco volvía a salir, cargando panes y botellas, con un veguero recién prendido. Como me había despertado con una lacerante necesidad de fumar y no quedaba tabaco en el hotel, señalé aquello a Mouche, que estaba ya en trance de aprovechar colillas. Bajé las escaleras y, urgido por el temor de que se cerrara aquel comercio, crucé la plaza a todo correr. Ya tenía veinte paquetes de cigarrillos en las manos cuando se abrió una recia fusilería en la bocacalle más próxima. Varios francotiradores, apostados sobre la vertiente interior de un tejado, respondieron con rifles y pistolas por sobre la crestería. El dueño de la tienda cerró apresuradamente la puerta, pasando gruesas trancas detrás de los batientes. Me senté en un escabel, cariacontecido, dándome cuenta de la imprudencia cometida por confiar en las palabras de mi amiga. La revolución había terminado, tal vez, en lo que se refería a la toma de los centros vitales de la ciudad; pero seguía la persecución de grupos rebeldes. En la trastienda, varias voces femeninas abejeaban el rosario. Un olor a salmuera de abadejo se me atravesó en la garganta. Volteé unos naipes dejados sobre el mostrador, reconociendo los bastos, copas, oros y espadas de los juegos españoles, cuya pinta había olvidado. Ahora, los disparos se hacían más espaciados. El tendero me miraba en silencio, fumando una breva, bajo la litografía de la miseria de quien vendió al crédito y la feliz opulencia de quien vendió de contado. La calma que dentro de esta casa reinaba, el perfume de los jazmines que crecían bajo un granado en el patio interior, la gota de agua que filtraba un tinajero antiguo, me sumieron en una suerte de modorra: un dormir sin dormir, entre cabeceadas que me devolvían a lo circundante por unos segundos. Dieron las ocho en el reloj de pared. Ya no se oían tiros. Entreabrí la puerta y miré hacia el hotel. En medio de las tinieblas que lo rodeaban brillaba por todos los tragaluces del bar y las arañas del hall que se divisaban a través de las rejas de la puerta de marquesina.

Sonaban aplausos. Al oír en seguida los primeros compases de Les Barricades Mysterieuses, comprendí que el pianista estaba ejecutando algunas de las piezas estudiadas aquella mañana en el piano del comedor, y con muchas copas bebidas, sin duda, pues a menudo los dedos se le descarrilaban en los ornamentos y appogiaiuras. En el entresuelo, detrás de las persianas de hierro, se bailaba. Todo el edificio estaba de fiesta. Estreché la mano al almacenista y me dispuse a correr, cuando sonó un tiro -uno solo -y una bala zumbó a pocos metros, a una altura que pudo ser la de mi pecho. Retrocedí, con un miedo atroz. Yo había conocido la guerra, ciertamente; pero la guerra, vivida como intérprete de Estado Mayor, era cosa distinta: el riesgo se repartía entre varios y el retroceder no dependía de uno. Aquí, en cambio, la muerte había estado a punto de darme la zancadilla por mi propia culpa. Más de diez minutos transcurrieron sin que un estampido rasgara la noche. Pero cuando me preguntaba si iba a salir nuevamente, se oyó otro disparo. Había como un atalayador solitario, apostado en alguna parte, que, de cuando en cuando, vaciaba su arma -un arma vieja, de vaqueta, sin duda- para tener la calle despejada. Unos segundos nada más tardaría yo en llegar a la acera del frente; pero esos segundos bastarían para que yo librara un terrible juego de azar. Pensaba por inesperada asociación de ideas, en el jugador de Buffon que arroja una varilla sobre un tablado, con la esperanza de que no se cruce con las paralelas del tablado. Aquí las paralelas eran esas balas disparadas sin blanco ni tino, ajenas a mis designios, que cortaban el espacio externo cuando menos se esperaba, y me aterraba la evidencia de que yo pudiera ser la varilla del jugador, y que, en un punto, en un ángulo de incidencia posible, mi carne se encontraría sobre la trayectoria del proyectil. Por otra parte, la presencia de una fatalidad no intervenía en ese cálculo de posibilidades ya que de mí dependía arriesgarme a perderlo todo por no ganar nada. Yo debía reconocer, al fin y al cabo, que no era el deseo de volver al hotel lo que me tenía exasperado en una banda de la calle. Repetíase lo que me había impulsado horas antes, dentro de mi borrachera, a viajar a través de aquel edificio de tantos corredores. Mi impaciencia presente se debía a mi poca confianza en Mouche. Pensándola desde aquí, en este lado del foso, del aborrecible tablado de las posibilidades, la creía capaz de las peores perfidias físicas, aunque nunca hubiera podido formular un cargo concreto contra ella, desde que nos conocíamos. Yo no tenía en qué fundar mi suspicacia, mi eterno recelo; pero demasiado sabía que su formación intelectual, rica en ideas justificadoras de todo, en razonamientos-pretextos, podía inducirla a prestarse a cualquier experiencia insólita, propiciada por la anormalidad del medio que esta noche la envolvía. Me decía que, por lo mismo, no valía la pena arrostrar la muerte por quitarme una mera duda de encima. Y, sin embargo, no podía tolerar la idea de saberla allí, en aquel edificio habitado por la ebriedad, libre del peso de mi vigilancia. Todo era posible en aquella casa de la confusión, con sus bodegas oscuras y sus incontables habitaciones, acostumbradas a los acoplamientos que no dejan huella.

No sé por qué se insinuó en mi mente la idea de que este cauce de la calle que cada tiro ensanchaba, ese foso, esa hondura que cada bala hacía más insalvable, era como una advertencia, como una prefiguración de acontecimientos por venir. En aquel instante ocurrió algo raro en el hotel. Las músicas, las risas, se quebraron a un tiempo. Sonaron gritos, llantos, llamadas, en todo el edificio. Se apagaron luces, se encendieron otras. Había como una sorda conmoción allí dentro; un pánico sin fuga. Y de nuevo se abrió la fusilería en la bocacalle más cercana.

Pero esta vez vi aparecer varias patrullas de infantería, con armas largas y ametralladoras. Los soldados empezaron a progresar lentamente, tras de las columnas de los soportales, alcanzando el lugar en donde estaba la tienda. Los francotiradores habían abandonado el tejado y las tropas regulares cubrían ahora el tramo de calle que me tocaba atravesar.

Haciéndome acompañar por un sargento llegué por fin al hotel. Cuando abrieron la reja y entré en el hall me detuve estupefacto: sobre una gran mesa de nogal transformada en túmulo, yacía el Kappelmeister, con un crucifijo entre las solapas de su frac.

Cuatro candelabros de plata, con adornos de pámpanos, sostenían -a falta de otros más apropiados- las velas encendidas: el maestro había sido derribado por una bala fría, recibida en la sien, al acercarse imprudentemente a la ventana de su cuarto.

Miré las caras que lo rodeaban: caras sin rasurar, sucias, estiradas por una borrachera que había pasmado la muerte. Los insectos seguían entrando por los caños y los cuerpos olían a sudor agrio. En el edificio entero reinaba un hedor de letrinas. Flacas, macilentas, las bailarinas parecían espectros. Dos de ellas, vestidas aún con los tules y mallas de un adagio bailado poco antes, se hundieron sollozando en las sombras de la gran escalera de mármol. Las moscas, ahora, estaban en todas partes, zumbando en las luces, corriendo por las paredes, volando a las cabelleras de las mujeres. Afuera, la carroña crecía.

Hallé a Mouche desplomada en la cama de nuestra habitación, con una crisis de nervios. «La llevaremos a Los Altos en cuanto amanezca», dijo la pintora.

Los gallos empezaron a cantar en los patios.

Abajo, sobre la acera de granito, los candelabros de pompas fúnebres eran bajados de un camión negro y plata por hombres vestidos de negro.

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