XVII

(Domingo, 17 de junio)


Regreso ahora de la mina y me regocijo de antemano al pensar en la decepción de Mouche cuando vea que la caverna maravillosa, rutilante de gemas, el tesoro de Agamenón que ella se esperaba seguramente, es un lecho de torrente, cavado, escarbado, revuelto; un lodazal que las palas han interrogado lateralmente, en profundidad, de arriba abajo, regresando veinte veces al lugar del hallazgo primero, con la esperanza de haber dejado en el barro, por un mero desvío de la mano, por un margen de milímetros, la portentosa Piedra de la Riqueza. El más joven de los buscadores de diamantes me habla, por el camino, de las grandes miserias del oficio, de las desesperanzas de cada día y de la rara fatalidad que siempre hace regresar al descubridor de una gran gema, pobre y endeudado, al lugar de su encuentro.

Sin embargo, la ilusión se reaviva cada vez que surge de la tierra el diamante singular, y su fulgor futuro, adivinado antes de la talla, salta por encima de selvas y cordilleras, desacompasando el pulso de quienes, al cabo de una jornada infructuosa, se desprenden del cuerpo de costra de fango que lo cubre.

Pregunto por las mujeres, y me dicen que se están bañando en un caño cercano, cuyas pocetas no albergan alimañas peligrosas. Sin embargo, he aquí que se oyen voces. Voces que, al acercarse, me hacen salir de la vivienda, extrañado por la violencia del tono y lo inexplicable de la grita. Al punto pensamos que alguien hubiera ido a sorprender su desnudez en la orilla o las afrentara con el propósito villano.

Pero Mouche aparece ahora, con la ropa empapada, pidiendo ayuda, como huyendo de algo terrible. Antes de haber podido dar un paso, veo a Rosario, mal cubierta por un grueso refajo, que alcanza a mi amiga, la arroja al suelo de un empellón y la golpea bárbaramente con una estaca. Con la cabellera suelta sobre los hombros, escupiendo insultos, pegando a la vez con los pies, la madera y la mano libre, nos ofrece una tal estampa de ferocidad que corremos todos a agarrarla. Todavía se retuerce, patea, muerde a quienes la sujetan, con un furor que se traduce en gruñidos roncos, en bufidos, por no encontrar la palabra. Cuando levanto a Mouche, apenas si puede tenerse en pie. Un golpe le ha roto dos dientes. Le sangra la nariz. Está cubierta de arañazos y desollones.

El doctor Montsalvatje la lleva a la choza de los herbarios, para curarla. Mientras tanto, rodeando a Rosario, tratamos de saber qué ha ocurrido. Pero ahora se sume en un mutismo obstinado, negándose a responder. Está sentada en una piedra, con la cabeza gacha, repitiendo, con exasperante testarudez, un gesto de denegación que arroja su cabellera negra a un lado y otro, cerrándole cada vez el semblante aún enfurecido. Voy a la choza. Hedionda a farmacia, rubricada de esparadrapos, Mouche gimotea en la hamaca del Herborizador. A mis preguntas responde que ignora el motivo de la agresión; que la otra se había vuelto como loca, y sin insistir más sobre esto, rompe a llorar, diciendo que quiere regresar en el acto, que no soporta más, que este viaje la agota, que se siente en el borde de la demencia.

Ahora suplica y sé que, hace muy poco todavía, la súplica, por inhabitual en su boca, lo hubiera logrado todo de mí. Pero en este momento, junto a ella, viendo su cuerpo sacudido por los sollozos de una desesperación que parece sentida, permanezco frío, acorazado por una dureza que me admira y alabo, como pudiera alabarse, por oportuna y firme, una voluntad ajena. Nunca hubiera pensado que Mouche, al cabo de una tan prolongada convivencia, llegara un día a serme tan extraña. Apagado el amor que tal vez le tuviera -hasta dudas me asaltaban ahora acerca de la realidad de ese sentimiento-, hubiera podido subsistir, al menos, el vínculo de una amistosa ternura.

Pero los retornos, cambios, recapacitaciones, que se habían sucedido en mí, en menos de dos semanas, añadidos al descubrimiento de la víspera me tenían insensible a sus ruegos. Dejándola gemir su desamparo, regresé a la casa de los griegos, donde Rosario, algo calmada, se había ovillado, silenciosa, con los brazos atravesados sobre la cara, en un chinchorro.

Una suerte de malestar fruncía el ceño a los hombres, aunque parecieran pensar en otra cosa. Los griegos ponían demasiada nerviosidad en el adobo de una sopa de pescados que hervía en una enorme olla de barro, dándose a discusiones en torno al aceite, y al ají y el ajo, que sonaban en falsete. Los caucheros remendaban sus alpargatas en silencio. El Adelantado estaba bañando a Gavilán, que se había regodeado sobre una carroña, y como el perro se sentía agraviado por las jicaras de agua que le caían encima, enseñaba los dientes a quienes lo miraban.

Fray Pedro desgranaba las cuentas de su rosario de semillas. Y yo sentía, en todos ellos, una tácita solidaridad con Rosario. Aquí, el factor de disturbios, que todos repelían por instinto, era Mouche. Todos adivinaban que la violenta reacción de la otra se debía a algo que le confería el derecho de haber agredido con tal furia -algo que los caucheros, por ejemplo, podían atribuir al despecho de Rosario, tal vez enamorada de Yannes y enardecida por el insinuante comportamiento de mi amiga. Transcurrieron varias horas de sofocante calor, durante las cuales cada cual se encerró en sí mismo. A medida que nos acercábamos a la selva, yo advertía, en los hombres, una mayor aptitud para el silencio. A ello se debía, acaso, el tono sentencioso, casi bíblico, de ciertas reflexiones formuladas con muy pocas palabras.

Cuando se hablaba era en tiempo pausado, cada cual escuchando y concluyendo antes de responder. Cuando la sombra de las piedras comenzó a espesarse, el doctor Montsalvatje nos trajo de la choza de los herbarios la más inesperada noticia: Mouche tiritaba de fiebre. Al salir de un sueño profundo, se había incorporado, delirando, para hundirse luego en una inconsciencia estremecida de temblores. Fray Pedro, autorizado por la larga experiencia de sus andanzas, diagnosticó la crisis de paludismo -enfermedad a la cual, por lo demás, no se concedía gran importancia en estas regiones-. Se deslizaron comprimidos de quinina en la boca de la enferma, y quedé a su lado rezongando de rabia. A dos jornadas del término de mi encomienda, cuando hollábamos las fronteras de lo desconocido y el ambiente se embellecía con la cercanía de posibles maravillas, tenía Mouche que haber caído así, estúpidamente, picada por un insecto que la eligiera a ella, la menos apta para soportar la enfermedad. En pocos días, una naturaleza fuerte, honda y dura, se había divertido en desarmarla, cansarla, afearla, quebrarla, asestándole, de pronto, el golpe de gracia. Me asombraba ante la rapidez de la derrota, que era como un ejemplar desquite de lo cabal y auténtico. Mouche, aquí, era un personaje absurdo, sacado de un futuro en que el arcabuco fuera sustituido por la alameda. Su tiempo, su época, eran otros. Para los que con nosotros convivían ahora, la fidelidad al varón, el respeto a los padres, la rectitud de proceder, la palabra dada, el honor que obligaba y las obligaciones que honraban, eran valores constantes, eternos, insoslayables, que excluían toda posibilidad de discusión. Faltar a ciertas leyes era perder el derecho a la estimación ajena, aunque matar por hombría no fuese culpa mayor. Como en ios más clásicos teatros, los personajes eran, en este gran escenario presente y real, los tallados en una pieza del Bueno y el Malo, la Esposa Ejemplar o la Amante Fiel, el Villano y el Amigo Leal, la Madre digna o indigna. Las canciones ribereñas cantaban, en décimas de romance, la trágica historia de una esposa violada y muerta de vergüenza, y la fidelidad de la zamba que durante diez años esperó el regreso de un marido a quien todos daban por comido de hormigas en lo más remoto de la selva. Era evidente que Mouche estaba de más en tal escenario, y yo debía reconocerlo así, a menos de renunciar a toda dignidad, desde que había sido avisado de su ida a la isla de Santa Prisca, en compañía del griego. Sin embargo, ahora que había sido derribada por la crisis palúdica, su regreso implicaba el mío; lo cual equivalía a renunciar a mi única obra, a volver endeudado, con las manos vacías, avergonzado ante la sola persona cuya estimación me fuera preciosa -y todo por cumplir una tonta función de escolta junto a un ser que ahora aborrecía. Adivinando tal vez la causa de la tortura que debía reflejarse en mi semblante, Montsalvatje me trajo el más providencial alivio, dicendo que no tendría inconveniente en llevarse a Mouche, mañana. La conduciría hasta donde pudiera aguardarme con toda comodidad: forzarla a seguir más adelante, débil como quedaría después del primer acceso, era poco menos que imposible.

Ella no era mujer para tales andanzas. Anima, vágula, blándula -concluyó irónicamente-. Le respondí con un abrazo.

La luna ha vuelto a alzarse. Allá, al pie de una piedra grande muere el fuego que reunió a los hombres en las primeras horas de la noche. Mouche suspira más que respira y su sueño febril se puebla de palabras que más parecen estertores y garrasperas.

Una mano se posa sobre mi hombro: Rosario se siente a mi lado en la estera, sin hablar. Comprendo, sin embargo, que una explicación se aproxima, y espero en silencio. El graznido de un pájaro que vuela hacia el río, despertando a las chicharras del techo, parece decidirla. Empezando con voz tan queda que apenas si la oigo, me cuenta lo que demasiado sospecho. El baño en la orilla del río. Mouche, que presume de la belleza de su cuerpo y nunca pierde oportunidad de probarlo, que la incita, con fingidas dudas sobre la dureza de su carne, a que se despoje del refajo conservado por aldeano pudor.

Luego, es la insistencia, el hábil reto, la desnudez que se muestra, las alabanzas a la firmeza de sus senos, a la tersura de su vientre, el gesto de cariño, y el gesto de más que revela a Rosario, repentinamente, una intención que subleva sus instintos más profundos. Mouche, sin imaginárselo, ha inferido una ofensa que es, para las mujeres de aquí, peor que el peor epíteto, peor que el insulto a la madre, peor que arrojar de la casa, peor que escupir las entrañas que parieron, peor que dudar de la fidelidad al marido, peor que el nombre de perra, peor que el nombre de puta. Tanto se encienden sus ojos en la sombra al recordar la riña de aquella mañana, que llego a temer nueva irrupción de violencias. Agarro a Rosario por las muñecas para tenerla quieta, y, con la brusquedad del gesto, mi pie derriba una de las cestas en que el Herborizador guarda sus plantas secas, entre carnadas de hojas de malanga. Un heno espeso y crujiente se nos viene encima, envolviéndonos en perfumes que recuerdan, a la vez, el alcanfor, el sándalo y el azafrán. Una repentina emoción deja mi resuello en suspenso: así -casi así- olía la cesta de los viajes mágicos, aquella en que yo estrechaba a María del Carmen, cuando éramos niños, junto a los canteros donde su padre sembraba la albahaca y la yerbabuena. Miro a Rosario de muy cerca, sintiendo en las manos el pálpito de sus venas, y, de súbito, veo algo tan ansioso, tan entregado, tan impaciente, en su sonrisa -más que sonrisa, risa detenida, crispación de espera-, que el deseo me arroja sobre ella, con una voluntad ajena a todo lo que no sea el gesto de la posesión. Es un abrazo rápido y brutal, sin ternura, que más parece una lucha por quebrarse y vencerse por una trabazón deleitosa.

Pero cuando volvemos a hallarnos, lado a lado, jadeantes aún, y cobramos conciencia cabal de lo hecho, nos invade un gran contento, como si los cuerpos hubieran sellado un pacto que fuera el comienzo de un nuevo modo de vivir. Yacemos sobre las yerbas esparcidas, sin más conciencia que la de nuestro deleite. La claridad de la luna que entra en la cabaña por la puerta sin batiente se sube lentamente a nuestras piernas: la tuvimos en los tobillos, y ahora alcanza las corvas de Rosario, que ya me acaricia con mano impaciente. Es ella, esta vez, la que se echa sobre mí, arqueando el talle con ansioso apremio. Pero aún buscamos el mejor acomodo, cuando una voz ronca, quebrada, escupe insultos junto a nuestros oídos, desemparejándonos de golpe. Habíamos rodado bajo la hamaca, olvidados de la que tan cerca gemía. Y la cabeza de Mouche estaba asomada sobre nosotros, crispada, sardónica, de boca babeante, con algo de cabeza de Gorgona en el desorden de las greñas caídas sobre la frente «¡Cochinos! -grita-. ¡Cochinos!» Desde el suelo, Rosario dispara golpes a la hamaca con los pies, para hacerla callar. Pronto la voz de arriba se extravía en divagaciones de delirio. Los cuerpos desunidos vuelven a encontrarse, y, entre mi cara y el rostro mortecino de Mouche, que cuelga fuera del chinchorro con un brazo inerte, se atraviesa, en espesa caída, la cabellera de Rosario, que afinca los codos en el suelo para imponerme su ritmo. Cuando volvemos a tener oídos para lo que nos rodea, nada nos importa ya la mujer que estertora en la oscuridad.

Pudiera morirse ahora mismo, aullando de dolor, sin que nos conmoviera su agonía. Somos dos, en un mundo distinto. Me he sembrado bajo el vellón que acaricio con mano de amo, y mi gesto cierra una gozosa confluencia de sangres que se encontraron.

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