(Miércoles, 13)
Silencio es palabra de mi vocabulario. Habiendo trabajado la música, la he usado más que los hombres de otros oficios. Sé cómo puede especularse con el silencio; cómo se le mide y encuadra. Pero ahora, sentado en esta piedra, vivo el silencio; un silencio venido de tan lejos, espeso de tantos silencios, que en él cobraría la palabra un fragor de creación, Si yo dijera algo, si yo hablara a solas, como a menudo hago, me asustaría a mí mismo. Los marineros han quedado abajo, en la orilla, cortando pasto para los toros sementales que viajaban con nosotros.
Sus voces no me alcanzan. Sin pensar en ellos contemplo esta llanura inmensa, cuyos límites se disuelven en un leve oscurecimiento circular del cielo. Desde mi punto de vista de guijarro, de grama, abarco, en su casi totalidad, una circunferencia que es parte cabal, entera, del planeta en que vivo. No tengo ya que alzar los ojos para hallar una nube: aquellos cirros inmóviles, que parecen detenidos allá desde siempre, están a la altura de la mano que da sombra a mis párpados. De lejanía en lejanía se yergue un árbol copudo y solitario, siempre acompañado de un cacto, que es como un largo candelabro de piedra verde, sobre el cual descansan los gavilanes, impasibles, pesados, como pájaros de heráldica.
Nada hace ruido, nada topa con nada, nada rueda ni vibra. Cuando una mosca da con el vuelo en una telaraña, el zumbido de su horror adquiere el valor de un estruendo. Luego vuelve a estar el aire en calma, de confín a confín, sin un sonido. Llevo más de una hora aquí, sin moverme, sabiendo cuán inútil es andar donde siempre se estará al centro de lo contemplado. Muy lejos asoma un venado entre las junqueras de un ojo de agua. Y se detiene, noblemente erguida la cabeza, tan inmóvil sobre la planicie que su figura tiene algo de monumento y algo, también, de emblema totémico. Es como el antepasado mítico de hombres por nacer; como el fundador de un clan que hará de su cornamenta clavada en un palo, blasón, himno y bandera. Al sentirme en la brisa se aleja a pasos medidos, sin prisa, dejándome solo con el mundo. Me vuelvo hacia el río. Su caudal es tan vasto que los raudales, torbellinos, resabios, que agitan su perenne descenso se funden en la unidad de un pulso que late de estíos a lluvias, con los mismos descansos y paroxismos, desde antes de que el hombre fuese inventado. Embarcamos hoy, al alba, y he pasado largas horas mirando a las riberas, sin apartar mucho la vista de la relación de Fray Servando de Castillejos, que trajo sus sandalias aquí hace tres siglos. La añeja prosa sigue válida. Donde el autor señalaba una piedra con perfil de saurio, erguida en la orilla derecha, he visto la piedra con perfil de saurio, erguida en la orilla derecha. Donde el cronista se asombraba ante la presencia de árboles gigantescos, he visto árboles gigantes, hijos de aquéllos, nacidos en el mismo lugar, habitados por los mismos pájaros, fulminados por los mismos rayos.
El río entra, en el espacio que abarcan mis ojos, por una especie de tajo, de desgarradura hecha al horizonte de los ponientes; se ensancha frente a mí hasta esfumar su orilla opuesta en una niebla verdecida de árboles, y sale del paisaje como entró, abriendo el horizonte de las albas para derramarse en la otra vertiente, allá donde comienza la proliferación de sus islas incontables, a cien leguas del Océano. Junto a él, que es granero, manantial y camino, no valen agitaciones humanas, ni se toman en cuenta las prisas particulares. El riel y la carretera han quedado atrás. Se navega contra la corriente o con ella.
En ambos casos hay que ajustarse a tiempos inmutables.
Aquí, los viajes del hombre se rigen por el Código de los Lluvias. Observo ahora que yo, maniático medidor del tiempo, atento al metrónomo por vocación y al cronógrafo por oficio, he dejado, desde hace días, de pensar en la hora, relacionando la altura del sol con el apetito o el sueño. El descubrimiento de que mi reloj está sin cuerda me hace reír a solas, estruendosamente, en esta llanura sin tiempo, Hay un revuelo de codornices a mi alrededor: el patrón del Manatí me reclama a bordo, con gritos que parecen salomas, levantando graznidos en todas partes. Vuelvo a acostarme sobre las pacas de forraje, bajo el ancho toldo de lona, con los sementales a un lado y las negras cocineras al otro. Por las negras sudorosas que majan ajíes cantando, los toros en celo y el acre perfume de la alfalfa, reina, donde me hallo, un olor que me tiene como ebrio. Nada hay en ese olor que pueda calificarse de agradable.
Y, sin embargo, me tonifica, como si su verdad respondiera a una oculta necesidad de mi organismo.
Me ocurre algo parecido a lo del campesino que regresa a la granja paterna, después de pasar algunos años en la ciudad, y se echa a llorar de emoción al husmear la brisa que huele a estiércol. Algo de esto había -reparo en ello ahora- en el traspatio de mi infancia: también allí una negra sudorosa majaba ajíes cantando, y había reses que pastaban más lejos. Y había sobre todo -¡sobre todo!- aquella cesta de esparto, barco de mis viajes con María del Carmen, que olía como esta alfalfa en que hundo el rostro con un desasosiego casi doloroso. Mouche, cuya hamaca está colgada donde más bate la brisa, charla con el minero griego, sin saber de este lugar que tiene de desván y de escondrijo. Rosario, en cambio, se trepa a menudo al montón de pacas, nada molesta por algún chubasco que trasuda de la lona, poniendo frescor en el pasto recién cortado. Se acuesta a alguna distancia de mí y sonríe mordiendo una fruta. Me asombra el valor de esa mujer, que realiza sola, sin vacilaciones ni miedos, un viaje que los directores del Museo para quienes trabajo consideran como una muy riesgosa empresa. Este sólido temple de las hembras parece cosa muy corriente aquí. En la popa se está bañando, con baldes de agua derramados sobre el camisón floreado, una mulata de cuerpo adolescente que va a reunirse con su amante, buscador de oro, en las cabeceras de un afluente casi inexplorado. Otra, vestida de luto, va a probar fortuna, como prostituta -con la esperanza de pasar de prostituta a «comprometida»- en un villorrio próximo a la selva, donde todavía se conocen hambrunas en los meses de crecientes e inundaciones.
Me pesa cada vez más haber traído a Mouche en este viaje. Yo hubiera querido mezclarme mejor con la tripulación, comiendo del matalotaje que creen demasiado tosco para paladares finos; convivir más estrechamente con esas mujeres sólidas y resueltas, haciéndoles contar sus historias. Pero, sobre todo, hubiera querido acercarme más libremente a Rosario, cuya entidad profunda escapa a mis medios de indagación aguzados por el trato de las mujeres, bastante semejantes entre sí, que hasta ahora me fuera dado conocer. A cada paso temo ofenderla, molestarla, llegar demasiado lejos en la familiaridad o hacerla objeto de atenciones que puedan parecerle tontas o pocos viriles. A veces pienso que un rato de aislamiento entre los estrechos corrales de las bestias, allí donde nadie puede vernos, exige una acometida brutal de mi parte; todo parece invitarme a ello, y, sin embargo, no me atrevo. Observo, no obstante, que a bordo, los hombres tratan a las mujeres con una suerte de rudeza irónica y desenfadada que parece agradarles. Pero esa gente tiene reglas, santos y señas, manera de hablar, que yo ignoro. Ayer, al ver una camisa de alta factura, que yo había comprado en una de las tiendas más famosas del mundo, Rosario se echó a reír, afirmando que tales prendas eran más propias de hembras.
Junto a ella me desasosiega continuamente el temor al ridículo, ridículo ante el cual no vale pensar que los otros «no saben», puesto que son ellos, aquí los que saben. Mouche ignora que si aún parezco celarla, si finjo que me importan sus coloquios con el griego, es porque me imagino que Rosario me cree en el deber de vigilar un poco a quien comparte conmigo los azares del viaje. A veces llego a creer que una mirada, un ademán, una palabra cuyo sentido no me resulta claro, fijan una cita. Me trepo a lo alto de las pacas y espero. Pero es precisamente cuando habré de esperar en vano. Braman los toros en celo, cantan las negras para retar y enardecer a los marineros; el olor de la alfalfa me emborracha. Con las sienes y el sexo llenos de latidos, cierro los ojos para caer en el exasperante absurdo de los sueños eróticos.
A la puesta del sol atracamos junto a un tosco muelle de pilones plantados en el barro. Al penetrar en un pueblo donde mucho se hablaba de coleadas y manganas, advertí que habíamos llegado a las Tierras del Caballo. Era, ante todo, ese olor a pista de circo, a sudor de ijares, que por tanto tiempo anduvo por el mundo, pregonando la cultura con el relincho.
Era ese martilleo de sonido mate que me anunció la proximidad del herrero, aún atareado sobre sus yunques y fuelles, pintado en sombra, con su mandil de cuero, ante las llamas de la fragua. Era el bullir de la herradura al rojo apagada en. el agua fría, y la canción que rimaba la hincada de los clavos en el casco. Y era luego el gualtrapear nervioso del corcel con zapatos nuevos, aún temeroso de resbalar sobre las piedras, y los encabritamientos y resabios, logrados a brida, ante la joven asomada a su ventana, luciendo una cinta en el pelo. Con el caballo había reaparecido la talabartería, perfumada de cueros, fresca de cordobanes, con sus operarios atareados bajo colgaduras de cinchas, estribos vaqueros, arciones de guadamecí y cabezadas para domingos con tachuelas de plata en la frontolera. En las Tierras del Caballo parecía que el hombre fuera más hombre.
Volvía a ser dueño de técnicas milenarias que ponían sus manos en trato directo con el hierro y el pellejo, le enseñaban las artes de la doma y la monta, desarrollando destrezas físicas de que alardear en días de fiesta, frente a las mujeres admiradas de quien tanto sabía apretar con las piernas, de quien tanto sabía hacer con los brazos. Renacían los juegos machos de amansar al garañón relinchante y colear y derribar al toro, la bestia solar, haciendo rodar su arrogancia en el polvo. Una misteriosa solidaridad se establecía entre el animal de testículos bien colgados, que penetraba sus hembras más hondamente que ningún otro, y el hombre, que tenía por símbolo de universal coraje aquello que los escultores de estatuas ecuestres tenían que modelar y fundir en bronce, o tallar en mármol, para que el corcel de buen ver respondiera por el Héroe sobre él montado, dando buena sombra a los enamorados que se daban cita en los parques municipales. Gran reunión de hombres había en las casas de muchos caballos cabeceando en los soportales; pero donde un solo caballo aguardaba en la noche, medio oculto entre malezas, debía el amo haberse quitado las espuelas para entrar más quedo en la casa donde le aguardaba una sombra. Me resultaba interesante observar ahora que, luego de haber sido la máxima fortuna del hombre de Europa, su máquina de guerra, su vehículo, su mensajero, el pedestal de sus próceres, el adorno de sus metopas y arcos de triunfo, el caballo alargaba en América su grande historia, pues sólo en el Nuevo Mundo seguía desempeñando cabalmente y en tan enorme escala sus oficios seculares. De haberse dejado en claro sobre los mapas, como las tierras ignotas de medioevo, las Tierras del Caballo blanquearían la cuarta parte del hemisferio, evidenciándose la magna presencia de la Herradura en un ámbito donde la Cruz de Cristo hiciera su entrada a caballo, no arrastrada, sino enhiesta, llevada en alto por hombres que fueron tomados por centauros.