XXXVI

(20 de octubre)


Cuando, hace tres meses, me fueron devueltas las cuartillas de mi reportaje, sin una excusa, el terror me dobló las piernas, dejándome todo tembloroso.

Había caído en la trampa, al hacerse pública la noticia de mi instancia de divorcio. El periódico no me perdonaba el dinero gastado en mi rescate, ni el ridículo de haber armado el más edificante alboroto en torno mío, frente a un público cuyos Pastores deben considerarme como transgresor de la Ley, objeto de abominación. Tuve que vender mi relato a vil precio a una revista de cuarto orden, y un acontecimiento internacional llegó a tiempo para difuminar la actualidad de mi figura. Y empezó mi lucha encarnizada con una Ruth vestida de negro, sin carmín en los labios, empeñada en seguir representando su papel de esposa herida en el corazón y en el vientre ante los jueces de la nación. Lo de su embarazo fue una mera alarma. Pero esto, en vez de simplificar mi caso, lo ha enredado un poco más, pues su hábil abogado explota el hecho de que mi esposa hubiera querido romper su carrera dramática al menor indicio de gravidez. Era yo, pues, el hombre despreciable de las Escrituras, que edifica casa y no vive en ella, que planta la viña y no la vendimia. Ahora, aquel escenario de la Guerra de Secesión que tanto torturara a Ruth por el automatismo cotidiano de la tarea impuesta, pasaba a ser un santuario del arte, el camino real de una carrera, del que ella no había vacilado en salir, sacrificando gloria y fama, para darse más plenamente a la sublime labor de tornear una vida -una vida que la amoralidad de mi procedimiento le negaba-. Tengo todas las de perder en ese embrollo que mi esposa alarga indefinidamente con el ánimo de poner el tiempo de su lado y hacerme regresar, olvidado de mi evasión, a la existencia de antes. En fin de cuentas, ella ha tenido el mejor papel en la gran comedia armada, y Mouche quedó eliminada de su terreno. Así, desde hace tres meses, una tarde y otra tarde, doblo las mismas esquinas, viajo de piso a piso, abro puertas, aguardo, interrogo a los secretarios, firmo lo que quieren hacerme firmar, encontrándome nuevamente, luego, en las mismas aceras enrojecidas por los anuncios luminosos.

Mi abogado me recibe ya con mal humor, hastiado de mi impaciencia, advirtiendo, a la vez, con ojo experto, que me es cada vez más difícil hacer frente a ciertas costas del divorcio. Y la verdad es que he pasado del gran hotel al hotel de estudiantes, y de ahí al albergue de la Calle Catorce, cuyas alfombras huelen a margarinas y grasas derramadas. Tampoco me perdona, mi empresa publicitaria, la demora en regresar, en tanto que Hugo, mi antiguo asistente, ha pasado a ser jefe de estudios. He buscado infructuosamente alguna tarea en esta ciudad donde hay cien aspirantes para cada cargo. Me fugaré de aquí, divorciado o no. Pero para llegar hasta Puerto Anunciación necesito dinero, un dinero que crece en importancia, en cuantía, a medida que transcurre el tiempo, y sólo encuentro pequeños encargos de instrumentación, que ejecuto con desgana, sabiendo, al cobrarlos, que estaré nuevamente sin recursos dentro de una semana. La ciudad no me deja ir. Sus calles se entretejen en torno mío como los cordeles de una masa, de una red, que me hubieran lanzado desde lo alto. De semana en semana me he ido acercando al mundo de los que lavan la camisa única en la noche, cruzan la nieve con las suelas agujereadas, fuman colillas de colillas y cocinan en armarios.

Aún no he llegado a tales extremos, pero el reverbero de alcohol, la cazuela de aluminio y el paquete de avena forman parte ya del moblaje de mi cuarto, anunciando algo que contemplo con horror.

Paso días enteros en la cama, tratando de olvidar lo que me amenaza con lecturas maravilladas del Popol-Vuh, del Inca Garcilaso, de los viajes de fray Servando de Castillejos. A veces abro el tomo de Vidas de Santos, encuadernado en terciopelo morado donde se estampan en oro las iniciales de mi madre, y busco la hagiografía de Santa Rosa que se abriera bajo mis ojos, por misteriosa casualidad, el día de la partida de Ruth -día en que tantos rumbos se trastocaron sin estrépito, por obra de una asombrosa convergencia de hechos fortuitos-. Y, cada vez, hallo una mayor amargura al encontrarme con la tierna letrilla que parece cargarse de lacerantes alusiones:


¡Ay de mí! ¿A mi querido

quién le suspende?

Tarda y es mediodía,

pero no viene.


Cuando el recuerdo de Rosario se encaja en mi carne como un dolor intolerable, emprendo interminables caminatas que me conducen siempre al Parque Central, donde el olor de los árboles herrumbrosos de otoño, que ya se adormilan en brumas, me procura algún aplacamiento. Algunas cortezas, húmedas de lluvia, me recuerdan, al tacto, las leñas mojadas de nuestras últimas fogatas, con su humo acre que hacía llorar riendo a Tu mujer, junto a la ventana donde se asomaba a tomar resuello. Contemplo la Danza de los Abetos, buscando en el movimiento de sus agujas algún signo propiciatorio. Y a tanto llega mi imposibilidad de pensar en nada que no sea mi regreso a lo que allá me espera, que veo, cada mañana, presagios en las primeras cosas que me salen al paso: la araña es de mal agüero, como la piel de serpiente expuesta en una vitrina; pero el perro que se me acerca y deja acariciar es excelente.

Leo los horóscopos de la prensa. Busco augurios en todo. Anoche soñé que estaba en una prisión de muros tan altos como naves de catedrales, entre cuyos pilares se mecían cuerdas destinadas al suplicio de la estrapada; también había bóvedas espesas, que se multiplicaban en lontananza, con una ligera desviación hacia arriba, cada vez, como cuando un objeto se mira en dos espejos colocados frente a frente. Al final, eran penumbras de subterráneos, donde sonaba el galope sordo de un caballo. El colorido de aguafuerte de todo aquello me hizo pensar, al abrir los ojos, que algún recuerdo de museo me había hecho cautivo de las Invenzioni di Carceri del Piranesi. No pensé más en esto durante todo el día.

Pero, ahora, que cae la noche, entro en una librería para hojear un tratado de interpretación de los sueños: «CÁRCEL. Egipto: se afirma la posición. Ciencias ocultas: en perspectiva, amor de una persona de la que no se espera o desea ningún afecto. Psicoanálisis: vinculada a circunstancias, cosas y personas, de las que hay que librarse.» Me sobresalta un perfume conocido, y la figura de una mujer se añade a la mía en un espejo cercano. Mouche está a mi lado, mirando socarronamente hacia el libro. Y es luego su voz: «Si es para una consulta, te haré un precio de amigo.» La calle está cerca. Siete, ocho, nueve pasos y estaré fuera. No quiero hablarle. No quiero escucharla.

No quiero discutir. Esa es culpable de todo lo que ahora me apesadumbra. Pero hay, a la vez, esa conocida blandura en los muslos y en las ingles, con el escozor que parece subirse a las corvas. No es deseo definido ni excitación afirmada, sino más bien una sensación de aquiescencia muscular, de debilidad ante la incitación, parecida a la que, en la adolescencia, condujera muchas veces mi cuerpo al burdel, mientras el espíritu luchaba por impedirlo.

En esos casos yo había conocido un desdoblamiento interior, cuyo recuerdo me producía luego indecibles sufrimientos: mientras la mente, aterrorizada, trataba de agarrarse a Dios, al recuerdo de mi madre, amenazaba con enfermedades, rezaba el Padrenuestro, los pasos iban lentamente, firmemente, hacia la habitación con cubrecama de cintas rojas en los calados, sabiendo que al percibir el olor peculiar de ciertos afeites revueltos sobre el mármol de un tocador, mi voluntad cedería ante el sexo, dejando el alma fuera, en tinieblas y desamparo. Luego, mi espíritu quedaba enojado con el cuerpo, reñido con él hasta la noche, en que la obligación de descansar juntos nos unía en una plegaria, preparándose el arrepentimiento de los días siguientes, cuando vivía en espera de los humores y llagas que castigan el pecado de lujuria. Comprendí que había remozado esos combates de adolescencia cuando me vi andando al lado de Mouche, junto al paredón rojizo de la iglesia de San Nicolás. Ella hablaba rápidamente, como para aturdirse, afirmando que era inocente del escándalo armado en la prensa, que había sido víctima de un abuso de confianza por parte del periodista, etc. -sin haber perdido, desde luego, su habitual poder de mentir con los ojos limpios, mirando rectamente-. No me echaba en cara lo hecho con ella, cuando se enfermara de paludismo, atribuyéndolo magnánimamente a mi empeño de alcanzar los instrumentos verdaderos. Como, en verdad, estaba bajo los efectos de la fiebre cuando yo había abrazado a Rosario, por vez primera, en la cabaña de los griegos, me quedaba la duda de que nos hubiese visto realmente. Con tristeza toleraba su compañía esta noche por hablar con alguien, por no verme solo en mi mal alumbrada habitación, andando de pared a pared sobre el hedor de la margarina; y como estaba bien decidido a frustrar sus intentos de seducción, me dejé llevar al Venusberg donde tenía crédito de largo tiempo atrás. Así no habría de confesar mi miseria presente, cuidando, por lo demás, de beber con moderación. Pero, de todos modos, el licor había de arreglarse para socavar mi entereza con la suficiente alevosía para que me viera, bastante temprano, en el salón de las consultas astrológicas, cuyas pinturas estaban terminadas. Mouche llenó varias veces mi copa, me pidió permiso para ponerse ropas más holgadas, y cuando lo hizo me trató de necio por privarme de un placer sin consecuencia; afirmó que lo hecho ahora no me comprometería en nada, y tan hábilmente manejó su persona que accedí a lo que quiso con una facilidad debida, en mucho, a varias semanas de una abstinencia inhabitual en mí. Al cabo de algunos minutos supe del agobio y la decepción de quienes vuelven a una carne ya sin sorpresas, luego de una separación que pudo ser definitiva, cuando nada une ya al ser que esa carne envuelve. Me hallé triste, enojado conmigo mismo, más solo que antes, al lado de un cuerpo que volvía a mirar con desprecio. Cualquier prostituta hallada en el bar, poseída después de pago, hubiera sido preferible a esto. Por la puerta abierta veía las pinturas del salón de consultas. «Este viaje estaba escrito en la pared», había dicho Mouche, la víspera de nuestra partida, dando un sentido agorero a la presencia del Sagitario, el Navio Argos y la Cabellera de Berenice, en el conjunto de la decoración, personificándose ella misma en la tercera figura.

Ahora, el sentido agorero de todo aquello -en caso de que lo tuviera- cobraba una sorprendente claridad en mi espíritu: la Cabellera de Berenice era Rosario, con su cabellera virgen, jamás cortada, mientras Ruth se asimilaba a la Hidra que cerraba la composición, amenazadoramente plantada detrás del piano que podía tomarse como el instrumento de mi oficio. Mouche sintió que mi silencio, mi falta de interés por lo recobrado, no le eran favorables.

Por sacarme de mis pensamientos tomó una publicación que se hallaba sobre el velador. Era una pequeña revista religiosa, a la que había sido suscrita en el avión de regreso por una monja negra que compartiera su asiento durante unas horas. Mouche me explicó, riendo, que como se estaba sorteando un fuerte mal tiempo, había aceptado la suscripción en la duda de que Jehovah fuese el dios verdadero.

Abriendo el modesto boletín de misiones, impreso en papel barato, lo puso en mis manos: «Creo que se habla aquí del capuchino que conocimos; hay un retrato de él.» En un marco de espesa orla negra Popol-Vuh, del Inca Garcilaso, de los viajes de fray Pedro de Henestrosa, tomada muchos años atrás, sin duda, pues le lucía joven todavía el semblante, a pesar de la barba entrecana. Supe, con creciente emoción, que el fraile había emprendido el viaje a las tierras de indios bravios que me hubiera señalado, cierta vez, desde lo alto del Cerro de los Petroglifos.

Por un buscador de oro -decía el artículo- llegado recientemente a Puerto Asunción, se sabía que el cuerpo de fray Pedro de Henestrosa había sido hallado, atrozmente mutilado, en una canoa echada al río por sus matadores, para que llegara a tierra de blancos, a modo de horrenda advertencia. Me vestí rápidamente, sin responder a las preguntas de Mouche, y huí de la casa sabiendo que jamás regresaría a ella. Hasta el alba anduve entre lonjas desiertas, bancos, funerarias en silencio, hospitales dormidos.

Incapaz de descansar, tomé el ferry cuando amaneció, crucé el río y seguí caminando entre los almacenes y aduanas Hoboken. Pienso que los matadores deben haber desnudado a fray Pedro, luego de flecharlo, y levantando sus costillas flacas con un pedernal, deben haberle arrancado el corazón, en remembranza de un viejísimo acto ritual. Tal vez lo hayan castrado; tal vez lo hayan desollado, escuadrado, desmenuzado, como una res. Puedo imaginar las posibilidades más crueles, las ablaciones más sangrientas, las peores mutilaciones impuestas a su viejo cuerpo. Pero no acabo de hallar en su terrible muerte el horror que me causaron otras muertes de hombres que no sabían por qué morían, invocando a la madre o tratando de detener, con las manos, el desfiguro de un rostro ya sin nariz ni mejillas.

Fray Pedro de Henestrosa había tenido la suprema merced que el hombre puede otorgarse a sí mismo: la de salir al encuentro de su propia muerte, retarla y caer traspasado en lucha que sea, para el vencido, asaeteada victoria de Sebastián: confusión y derrota final de la muerte.

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