(Noche del sábado)
En la obra de construir la vivienda revela el hombre su prosapia. La casa de los griegos está hecha con los mismos materiales que sirven a los indios para levantar sus bohíos, y esa fibra, esa hoja de palmera, ese bahareque, han dictado sus normas, en función de resistencia, como ha ocurrido con todas las arquitecturas del mundo. Pero ha bastado un menor empinamiento de los aleros, una mayor anchura de las vigas de sostén, para que el hastial cobrara empaque de frontis y quedara inventado el arquitrabe. Para servir de pilastras se eligieron troncos de un mayor diámetro en la base, en virtud de una instintiva voluntad de remedar el fuste dórico.
El paisaje de piedras que nos rodea añade algo, también, a ese inesperado helenismo del ambiente.
En cuanto a los tres hermanos de Yannes, que ahora conozco, éstos reproducen, en caras de años más o menos, el mismo perfil de bajorrelieve para un arco de triunfo. Se me anuncia que en una choza cercana, que sirve de resguardo a las cabras durante la noche, se encuentra el doctor Montsalvatje -de quien ya me hablara el Adelantado la víspera-, ordenando y refrescando sus colecciones de plantas raras. Y ya viene hacia nosotros, gesticulando, hablando con engolado acento, este científico aventurero, colector de curare, de yopo, de peyotles y de cuantos tósigos y estupefacientes selváticos, de acción mal conocida aún, pretende estudiar y experimentar.
Sin interesarse mayormente por saber quiénes somos, el herborizador nos agobia bajo una terminología latina que destina a la clasificación de hongos nunca vistos, de los que tritura una muestra con los dedos, explicándonos por qué cree haberlos bautizado acertadamente. De pronto repara en que no somos botánicos, se burla de sí mismo, calificándose del Señor-de-los-Venenos, y pide noticias del mundo de donde venimos. Algo cuento en respuesta, pero es evidente -lo noto en la desatención de las gentes- que mis nuevas no interesan a nadie aquí.
El doctor Montsalvatje quería saber, en realidad, de hechos relacionados con la vida misma del río. Ahora traga un comprimido de quinina que pide a fray Pedro de Henestrosa. El lunes bajará a Puerto Anunciación con sus herbarios, para regresar muy pronto, pues ha dado con una clavaria desconocida cuyo solo olor produce alucinaciones visuales, y una crucifera cuya proximidad enmohece ciertos metales.
Los griegos se llevan el índice a la sien, como buscándose la piedra de la locura. El Adelantado se mofa de la sonoridad extraña que cobran, en su boca, ciertos vocablos indígenas. Los caucheros, en cambio, dicen que es un gran médico, y cuentan de una bolsa de humor aliviada por él con la punta de un cuchillo mellado. Rosario lo conoce, y considera su inagotable deseo de hablar, tras de larguísimos silencios, como muy propio del personaje.
Mouche, que le ha puesto el mote de Señor Macbeth y se entiende con él en francés, acaba por cansarse de sus historias de plantas y pide a Yannes que cuelgue su hamaca dentro de la casa. Fray Pedro me explica que el herborizador, nada loco, pero muy dado a fantasear, en descanso de sus soledades de meses en la espesura, se ha forjado una divertida prosapia de alquimistas y herejes que le hace proclamarse descendiente directo de Raimundo Lulio -a quien llama obstinadamente Ramón Llull-, afirmando que la obsesión del árbol, en los tratados del Doctor Iluminado, le daban ya, en los días del Ars Magna, un aire de familia. Pero el alboroto de la llegada y los primeros encuentros se aplaca en torno a las toscas bateas en que los mineros traen el queso de sus cabras, los rábanos y tomates de una diminuta huerta, junto al casabe, la sal y el aguardiente que ofrecen primero -en remembranza, tal vez involuntaria, del rito secular de la sal, el pan y el vino-. Y estamos sentados, ahora alrededor de la hoguera, unidos por la necesidad ancestral de saber el fuego vivo en la noche. Unos apoyados en un codo, otros con el mentón en las manos, el capuchino arrodillado en su hábito, las mujeres recostadas sobre una manta, Gavilán con la lengua de fuera, junto a Polifemo, el dogo tuerto de los griegos: todos miramos las llamas que crecen a saltos entre las ramas demasiado húmedas, muriendo en amarillo aquí, para renacer azules sobre una astilla propicia, mientras, abajo, los leños primeros se van haciendo brasas. Las grandes lajas paradas en el repecho pizarroso que ocupamos cobran una fantástica apostura de estelas, de cipos, de monolitos, erguidos en una escalinata cuyos peldaños cimeros se pierden en las tinieblas. La jornada fue fatigosa. Y, sin embargo, ninguno se decide a dormir. Estamos ahí, como ensalmados por el fuego, un poco ebrios de su calor, cada cual encerrado en sí mismo, pensando sin pensar, solidario de los demás por una sensación de bienestar, de sosiego, que compartimos y gozamos por una razón primordial. A poco, sobre el horizonte de bloques erráticos, se pinta una claridad fría, y la luna aparece tras de un árbol copudo, de muchas lianas, que empieza a cantar por todos sus grillos.
Pasan, graznando, dos pájaros blancos, de un volar cayéndose. Prendido el hogar, se desatan las palabras: uno de los griegos se queja de que la mina parezca exhausta. Pero Montsalvatje se encoge de hombros, afirmando que más adelante, hacia las Grandes Mesetas, hay diamantes en todos los cauces.
Con sus antiparras de ancha armadura, su calva requemada por el sol, sus manos cortas, cubiertas de pecas, de dedos carnosos que tienen algo de estrellas de mar, el Herborizador se hace un poco espíritu de la tierra, gnomo guardián de cavernas, en mi imaginación que encienden sus palabras. Habla del Oro, y al punto todos callan, porque agrada al hombre hablar de Tesoros. El narrador -narrador junto al fuego, como debe ser- ha estudiado en lejanas bibliotecas todo lo que al oro de este mundo se refiere.
Y pronto aparece, remoto, teñido de luna, el espejismo del Dorado. Fray Pedro sonríe con sorna. El Adelantado escucha con cazurra máscara, arrojando ramillas a la lumbre. Para el recolector de plantas, el mito sólo es reflejo de una realidad. Donde se buscó la ciudad de Manoa, más arriba, más abajo, en todo lo que abarca su vasta y fantasmal provincia, hay diamantes en los lodos orilleros y oro en el fondo de las aguas. «Aluviones», objeta Yannes. «Luego -arguye Montsalvatje-, hay un macizo central que desconocemos, un laboratorio de alquimia telúrica, en el inmenso escalonamiento de montañas de formas extrañas, todas empavesadas de cascadas, que cubren esta zona -la menos explorada del planeta-, en cuyos umbrales nos hallamos. Hay lo que Walter Raleigh llamara "la veta madre", madre de las vetas, paridora de la inacabable grava de material precioso arrojada a centenares de ríos.» El nombre de aquel a quien los españoles llamaban Serguaterale lleva al Herborizadpr, de inmediato, a invocar los testimonios de prodigiosos aventureros que surgen de las sombras, llamados por sus nombres, para calentar sus cotas y escaupiles a las llamas de nuestro fuego.
Son los Federmann, los Belalcázar, los Espira, los Orellana, seguidos de sus capellanes, atabaleros y sacabuches; escoltados por la nigromante compañía de los algebristas, herbolarios y tenedores de difuntos.
Son los alemanes rubios y de barbas rizadas, y los extremeños enjutos de barbas de chivo, envueltos en el vuelo de sus estandartes, cabalgando corceles que, como los de Gonzalo Pizarro, calzaron herraduras de oro macizo a poco de asentar el casco en el movedizo ámbito del Dorado. Y es sobre todo Felipe de Hutten, el Urre de los castellanos, quien, una tarde memorable, desde lo alto de un cerro, contempló alucinado la gran ciudad de Manoa y sus portentosos alcázares, mudo de estupor, en medio de sus hombres. Desde entonces había corrido la noticia, y durante un siglo había sido un tremebundo tanteo de la selva, un trágico fracaso de expediciones, un extraviarse, girar en redondo, comerse las monturas, sorber la sangre de los caballos, un reiterado morir de Sebastián traspasado de dardos. Esto, en cuanto a las entradas conocidas; pues las crónicas habían olvidado los nombres de quienes, por pequeñas partidas, se habían quemado al fuego del mito, dejando el esqueleto dentro de la armadura, al pie de alguna inaccesible muralla de rocas. Irguiéndose en sombra ante las llamas, el Adelantado arrimó al fuego un hacha que me había llamado la atención, aquella tarde, por la extrañeza de su perfil: era una segur de forja castellana, con un astil de olivo que había ennegrecido sin desabrazarse del metal. En esa madera se estampaba una fecha escrita a punta de cuchillo por algún campesino soldado -fecha que era de tiempos de los Conquistadores. Mientras nos pasábamos el arma de mano en mano, acallados por una misteriosa emoción, el Adelantado nos narró cómo la había encontrado en lo más cerrado de la selva, revuelta con osamentas humanas, junto a un lúgubre desorden de morriones, espadas, arcabuces, que las raíces de un árbol tenían agarrados, alzando una alabarda a tan humana estatura que aún parecían sostenerla manos ausentes. La frialdad de la segur ponía el prodigio en la yema de nuestros dedos.
Y nos dejábamos envolver por lo maravilloso, anhelantes de mayores portentos. Ya aparecían junto al hogar llamados por Montsalvatje, los curanderos que cerraban heridas recitando el Ensalmo de Bogotá, la Reina gigante Cicañocohora, los hombres anfibios que iban a dormir al fondo de los lagos, y los que se alimentaban con el solo olor de las flores. Ya aceptábamos a los Perrillos Carbunclos que llevaban una piedra resplandeciente entre los ojos de la Hidra vista por la gente de Federmann, a la Piedra Bezar, de prodigiosas virtudes, hallada en las entrañas de los venados, a los tatunachas, bajo cuyas orejas podían cobijarse hasta cinco personas o aquellos otros salvajes que tenían las piernas rematadas por pezuñas de avestruz -según fidedigno relato de un santo prior-. Durante dos siglos habían cantado los ciegos del Camino de Santiago los portentos de una Arpía Americana exhibida en Constantinopla, donde murió rabiando y rugiendo… Fray Pedro de Henescrosa se creyó obligado a endosar tales consejas a la obra del Maligno, cuando las relaciones, por ser de frailes, tenían alguna seriedad de acento, y al afán de difundir embustes, cuando de cuentos de soldados se trataba. Pero Montsalvatje se hizo entonces el Abogado de los Prodigios, afirmando que la realidad del Reino de Manoa había sido aceptada por misioneros que fueron en su busca en pleno Siglo de las Luces. Setenta años antes, en científica narración, un geógrafo reputado afirmaba haber divisado, en el ámbito de las Grandes Mesetas, algo como la ciudad fantasmal contemplada un día por el Urre. Las Amazonas habían existido: eran las mujeres de los varones muertos por los caribes, en su misteriosa migración hacia el Imperio del Maíz. De la selva de los Mayas surgían escalinatas, atracaderos, monumentos, templos llenos de pinturas portentosas, que representaban ritos de sacerdotes-peces y de sacerdotes-langostas. Unas cabezas enormes aparecían de pronto, tras de los árboles derribados, mirando a los que acababan de hallarla con ojos de párpados caídos, más terribles aún que dos pupilas fijas, por su contemplación interior de la Muerte. En otra parte había largas Avenidas de Dioses, erguidos frente a frente, lado a lado, cuyos nombres quedarían por siempre ignorados -dioses derrocados, fenecidos, luego de que, por siglos y siglos, hubiesen sido la imagen de una inmortalidad negada a los hombres.
Descubríanse en las costas del Pacífico unos dibujos gigantescos, tan vastos que se había transitado sobre ellos desde siempre sin saber de su presencia bajo los pasos, trazados como para ser vistos desde otro planeta por los pueblos que hubieran escrito con nudos, castigando toda invención de alfabetos con la pena máxima. Cada día aparecían nuevas piedras talladas en la selva; la Serpiente Emplumada se pintaba en remotos acantilados, y nadie había logrado descifrar los millares de petroglifos que hablaban, por formas de animales, figuraciones astrales, signos misteriosos, en las orillas de los Grandes Ríos. El doctor Montsalvatje, erguido junto a la hoguera, señalaba las mesetas lejanas que se pintaban en azul profundo hacia donde iba la luna: «Nadie sabe lo que hay detrás de esas Formas», decía, con un tono que nos devolvió una emoción olvidada desde la infancia. Todos tuvimos ganas de pararnos, de echar a andar, de llegar antes del alba a la puerta de los prodigios. Una vez más rebrillaban las aguas de la Laguna de Parima. Una vez más se edificaban, en nosotros, los alcázares de Manoa. La posibilidad de su existencia quedaba nuevamente planteada, ya que su mito vivía en la imaginación de cuantos moraban en las cercanías de la selva -es decir: de lo Desconocido-. Y no pude menos que pensar que el Adelantado, los mineros griegos, los dos caucheros y todos los que, cada año, tomaban los rumbos de la Espesura, al cabo de las lluvias, no eran sino buscadores del Dorado, como los primeros que marcharon al conjuro de su nombre.
El doctor destapó un tubo de cristal, lleno de piedrecitas oscuras que al punto amarillearon en nuestras manos, a la claridad del fuego. Palpábamos el Oro. Lo acercábamos a los ojos, para hacerlo crecer. Lo sopesábamos con gesto alquimista. Mouche lo tentó con la lengua, para conocer su sabor.
Y cuando sus pepitas volvieron al cristal, pareció que el fuego alumbraba menos y que la noche se tornaba más fría. En el río mugían enormes ranas.
De súbito, fray Pedro arrojó su bastón al fuego, y el bastón se hizo vara de Moisés al levantar la serpiente que acababa de matar.