(Domingo, 24 de junio)
El Adelantado ha alzado el brazo, señalando el rumbo del Oro, y Yannes se despide de nosotros para buscar el tesoro de la tierra. Solitario rn de ser el minero que no quiere compartir su hallazgo; avaro en sus manejos, mentiroso en sus decires, borrando el camino detrás de sí como el animal que barre sus huellas con la cola. Hay un instante de emoción cuando nos abrazamos a ese campesino con perfil de acaieno, conocedor de Homero, que tanto parecía haberse apegado a nosotros. Hoy lo guía la codicia del metal precioso que hacía de Micenas una ciudad de oro, y emprende la ruta de los aventureros.
Quiere hacernos un presente, y no teniendo más que la ropa que lleva puesta, nos tiende, a Rosario y a mí, el tomo de La Odisea , Alborozada, Tu mujer lo agarra creyendo que es una Historia Sagrada y que nos traerá buena suerte. Antes de que yo pueda desengañarla, Yannes se aleja de nosotros, camino de su barca, de torso desnudo en el amanecer, llevando su remo en el hombro con sorprendente estampa de Ulises. Fray Pedro lo bendice, y proseguimos nuestra navegación en las aguas de un angosto caño que habrá de conducirnos al muelle de la Ciudad Porque, ahora que el griego ha partido, puede hablar se a voces del secreto: el Adelantado ha fundado una ciudad. No me canso de repetírmelo, desde que esto de una ciudad me fuera confiado, hace pocas noches, encendiendo más luminarias en mi imaginación que los hombres de las gemas más codiciadas.
Fundar una ciudad. Yo fundo una ciudad. El ha fundado una ciudad. Es posible conjugar semejante verbo. Se puede ser Fundador de una Ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figure en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así, de la voluntad de un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad. La ciudad de Henoch, edificada cuando aún no habían nacido Tubalcain el herrero, ni Jubal, el tañedor del arpa y del órgano… Recuesto la cabeza en el regazo de Rosario, pensando en los inmensos territorios, en las sierras inexploradas, en las mesetas sin cuento, donde podrían fundarse ciudades en este continente de naturaleza todavía invencida por el hombre; me arrulla el acompasado chapoteo de la boga y me sumo en una somnolencia feliz, en medio de las aguas vivas, cerca de plantas que ya recobran fragancias de montaña, respirando un aire delgado que ignora las exasperantes plagas de la selva. Transcurren las horas en calma, bordeándose las mesetas, pasándose de un curso a otro por pequeños laberintos de aguas mansas que, de pronto, nos hacen volver las espaldas al sol, para recibirlo de frente, luego, a la vuelta de un farallón revestido de yedras raras. Y cae la tarde cuando por fin se amarra la barca y puedo asomarme al portento de Santa Mónica de los Venados.
Pero la verdad es que me detengo, desconcertado.
Lo que veo allí, en medio del pequeño valle, es un espacio de unos doscientos metros de lado, limpiado a machete, en cuyo extremo se divisa una casa grande, de paredes de bahareque, con una puerta y cuatro ventanas. Hay dos viviendas más pequeñas, semejantes a la primera en cuanto a construcción, situadas a ambos lados de una suerte de almacén o establo. También se ven unas diez chozas indias, de cuyas hogueras se levanta un humo blanquecino.
El Adelantado me dice, con un temblor de orgullo en la voz: «Esta es la Plaza Mayor… Esa, la Casa de Gobierno… Allí vive mi hijo Marcos… Allá, mis tres hijas… En la nave tenemos granos y enseres y algunas bestias… Detrás, el barrio de los indios…»
Y añade, volviéndose hacia fray Pedro: «Frente a la Casa de Gobierno levantaremos la Catedral.» No ha terminado de señalarme la huerta, los sembrados de maíz, el cercado en que se inicia una cría de cerdos y de cabras, gracias a los verracos y chivatos traídos, con increíbles penalidades, desde Puerto Anunciación, cuando se desborda el vecindario, se arma la grita de bienvenida, y acuden las esposas indias, y las hijas mestizas, y el hijo alcalde, y todos los indios, a recibir a su Gobernador, acompañado del primer Obispo.
«Santa Mónica de los Venados -me advierte fray Pedro-, porque ésta es tierra del venado rojo; y Mónica se llamaba la madre del fundador: Mónica, aquella que parió a San Agustín, santa que fuera mujer de un solo varón, y que por sí misma había criado a sus hijos.» Le confieso, sin embargo, que la palabra ciudad me había sugerido algo más imponente o raro. «¿Manoa?», me pregunta el fraile con sorna. No es eso. Ni Manoa, ni El Dorado. Pero yo había pensado en algo distinto. «Así eran en sus primeros años las ciudades que fundaron Francisco Pizarro, Diego de Losada o Pedro de Mendoza», observa fray Pedro. Mi silencio aquiescente no excluye, empero, una serie de interrogaciones nuevas que los preparativos de un festín de perniles asados en un fuego de leña me impide formular de inmediato. No comprendo cómo el Adelantado, en oportunidad impar de fundar una villa fuera de la Época, se echa encima el estorbo de una iglesia que le trae el tremendo fardo de sus cánones, interdictos, aspiraciones e intransigencias, teniéndose en cuenta, sobre todo, que no alienta una fe muy sólida y acepta las misas, preferentemente cuando se dicen en acción de gracias por peligros vencidos. Pero no hay muchas oportunidades, ahora, para hacer preguntas. Me dejo invadir por la alegría de haber llegado a alguna parte. Ayudo a asar la carne, voy por leña, me intereso por el canto de los que cantan, y me ablando las articulaciones con una suerte de pulque burbujeante, con sabor a tierra y resina, que todos beben en jicaras pasadas de boca en boca… Y más tarde, cuando todos se hayan hartado, cuando duerman los del caserío indio y las hijas del Fundador se recojan en su gineceo, escucharé, junto al hogar de la Casa de Gobierno, una historia que es historia de rumbos.
«Pues, señor -dice el Adelantado, arrojando una rama al fuego-, me llamo Pablo, y mi apellido es tan corriente como llamarse Pablo, y si a grandes hechos suena el título de Adelantado, les diré que sólo se trata de un mote que me dieron unos mineros, al ver que siempre me adelantaba a los demás en lo de hacer pasar por mi batea las arenas de un río…»
Bajo el emblema del caduceo, un hombre de veinte años, con el pecho desgarrado por una tos rebelde, mira a la calle a través de las bolas de cristal, llenas de agua tinta, de una farmacia de viejos. Hacia allí es la provincia de los maitines y rosarios, de las melcochas y hojaldres de monjas; pasa el cura con su teja, y todavía hay sereno que canta por Marías Santísimas la hora en noche nublada. Más allá son las Tierras del Caballo, durante jornadas y jornadas; luego, los caminos que suben, y la ciudad de casas crecidas, donde el adolescente no halló sino oficios de sombras, de sótanos, de carboneras y de cloacas. Vencido y enfermo, se ha ofrecido a trabajar en botica, a cambio de remedios y albergue. Algo le enseñaron de maceraciones, y le confían las recetas de prescripción casera, a base de nuez vómica, raíz de altea o tártaro emético. Y a la hora de la siesta, cuando nadie transita a la sombra de los aleros, el mozo se encuentra solo en el laboratorio, de espaldas a la calle, y ocurre que las manos se le duermen sobre la linaza, contemplando, por entre las moletas y almireces, el correr despacioso de un ancho río cuyas aguas vienen de las tierras del oro. A veces, traídos por barcos tan viejos que cargan una estampa de otros tiempos, bajan al desembarcadero cercano unos hombres de andar agobiado, que tientan con bastones las tablas podridas del andén, como si al llegar al puerto desconfiaran todavía de las añagazas y tembladeras de la tierra. Son mineros palúdicos, caucheros que se rascan las sarnas, leprosos de las misiones abandonadas, que acuden a la farmacia, quien por quinina, quien por chalmugra, quien por azufre, y al hablar de las comarcas donde creen haber contraído sus plagas, van descorriendo, ante el oscuro pasante, las cortinas de un mundo ignorado.
Llegan los vencidos, pero llegan, también, los que arrancaron al barro una mirífica gema, y, durante ocho días, se hartarán de hembras y de música. Pasan los que nada hallaron, pero traen los ojos enfebrecidos por el barrunto de un tesoro posible. Esos no descansan ni preguntan dónde hay mujeres. Se encierran con llave en sus habitaciones, examinando las muestras que traen en frascos, y, apenas curados de una llaga o aliviados de una buba, parten, de noche, a la hora en que todos duermen, sin revelar el secreto de su rumbo. El joven no envidia a los de su edad que, cada lunes del año, después de haber oído una última misa en la iglesia del púlpito carcomido, salen con sus ropas de domingos, para irse a la ciudad lejana. Andando de frascos a recetarios, aprende a hablar de yacimientos nuevos: conoce los nombres de quienes encargan bombonas de agua de azahar para bañar a sus indias; repasa los extraños nombres de ríos ignorados por los libros; obsesionado por la percutiente sonoridad del Cataniapo o del Cunucunuma, sueña frente a los mapas, contemplando incansablemente las zonas coloreadas en verde, desnudas, donde no aparecen nombres de poblaciones.
Y un día, al alba, sale por una ventana de su laboratorio, hacia el embarcadero donde los mineros izan la vela de su barca, y ofrece remedios a cambio de ser llevado. Durante diez años comparte las miserias, desengaños, rencores, insistencias más o menos afortunadas, de los buscadores. Nunca favorecido, se aventura más lejos, cada vez más lejos, cada vez más solo, habituado ya a hablar con su propia sombra. Y una mañana se asoma al mundo de las Grandes Mesetas. Camina durante noventa días, perdido entre montañas sin nombre, comiendo larvas de avispas, hormigas, saltamontes, como hacen los indios en meses de hambruna. Cuando desemboca en este valle, una llaga engusanada le está dejando una pierna en el hueso. Los indios del lugar -gente asentada, de una cultura semejante a los factores de la jarra funeraria- lo curan con hierbas. Sólo un hombre blanco vieron antes que él, y piensan, como los de muchos pueblos de la selva, que somos los últimos vástagos de una especie industriosa pero endeble, muy numerosa en otros tiempos, pero que está ahora en vías de extinción. Su larga convalecencia lo hace solidario de las penurias y trabajos de esos hombres que lo rodean. Encuentra algún oro al pie de aquella peña que la luna, esta noche, hace de estaño. Al volver de cambiarlo en Puerto Anunciación, trae semillas, posturas y algún apero de labranza y carpintería. Al regreso del segundo viaje trae una pareja de cerdos atados de patas en el fondo de la barca. Luego, es la cabra preñada y el becerro destetado, para el cual tienen los indios, como Adán, que inventar un nombre, pues jamás vieron semejante animal. Poco a poco, el Adelantado se va interesando por la vida que aquí prospera.
Cuando se baña al pie de alguna cascada, en las tardes, las mozas indias le arrojan pequeños guijarros blancos, desde la orilla, en señal de apremio.
Un día toma mujer, y hay grande holgorio al pie de las rocas. Piensa, entonces, que si sigue apareciendo en Puerto Anunciación con algún polvo de oro en los bolsillos, no tardarán los mineros en seguirle el rastro, invadiendo este valle ignorado para trastornarlo con sus excesos, rencores y apetencias. Con el ánimo de burlar las suspicacias, comercia ostensiblemente con pájaros embalsamados, orquídeas, huevos de tortugas. Un día se percata de que ha fundado una ciudad. Siente, probablemente, la sorpresa que yo mismo tuve al comprender que era conjugable el verbo «fundar» al hablarse de una ciudad. Puesto que todas las ciudades nacieron así, hay razón para esperar que Santa Mónica de los Venados, en el futuro, llegue a tener monumentos, puentes y arcadas. El Adelantado traza el contorno de la Plaza Mayor. Levanta la Casa de Gobierno.
Firma un acta, y la entierra bajo una lápida en lugar visible. Señala el lugar del cementerio para que la misma muerte se haga cosa de orden. Ahora sabe dónde hay oro. Pero ya no le afana el oro. Ha abandonado la búsqueda de Manoa, porque mucho más le interesa ya la tierra, y, sobre ella, el poder de legislar por cuenta propia. El no pretende que esto sea algo semejante al Paraíso Terrenal de los antiguos cartógrafos. Aquí hay enfermedades, azotes, reptiles venenosos, insectos, fieras que devoran los animales trabajosamente levantados; hay días de inundación y días de hambruna, y días de impotencia ante el brazo que se gangrena. Pero el hombre, por muy largo atavismo, está hecho a sobrellevar tales males. Y cuando sucumbe, es trabado en una lucha primordial que figura entre las más auténticas leyes del juego de existir. «El oro -dice el Adelantado- es para los que regresan allá.» y ese allá suena en su boca con timbre de menosprecio -como si las ocupaciones y empeños de los de allá fuesen propias de gente inferior-. Es indudable que la naturaleza que aquí nos circunda es implacable, terrible, a pesar de su belleza. Pero los que en medio de ella viven la consideran menos mala, más tratable, que los espantos y sobresaltos, las crueldades frías, las amenazas siempre renovadas, del mundo de allá. Aquí, las plagas, los padecimientos posibles, los peligros naturales, son aceptados de antemano: forman parte de un Orden que tiene sus rigores. La Creación no es algo divertido, y todos lo admiten por instinto, aceptando el papel asignado a cada cual en la vasta tragedia de lo creado. Pero es tragedia con unidades de tiempo, de acción y de lugar, donde la misma muerte opera por acción de mandatarios conocidos, cuyos trajes de veneno, de escama, de fuego, de miasmas, se acompañan del rayo del trueno que siguen usando, en días de ira, los dioses de más larga residencia entre nosotros. A la luz del sol o al calor de la hoguera, los hombres que aquí viven sus destinos se contentan de cosas muy simples, hallando motivo de júbilo en la tibieza de una mañana, una pesca abundante, la lluvia que cae tras de la sequía, con explosiones de alegría colectiva, de cantos y de tambores, promovidos por sucesos muy sencillos como fue el de nuestra llegada. «Así debió vivirse en la ciudad de Henoch», pienso yo, y al punto vuelve a mi mente una de las interrogaciones que me asaltaron al desembarcar. En ese momento salimos de la Casa de Gobierno para aspirar el aire de la noche.
El Adelantado me muestra entonces, un paredón de roca, unos signos trazados a gran altura por artesanos desconocidos -artesanos que hubieran sido izados hasta el nivel de su tarea por un andamiaje imposible en tales tránsitos de su cultura material-.
A la luz de la luna se dibujan figuras de escorpiones, serpientes, pájaros, entre otros signos sin sentido para mis ojos, que tal vez fueran figuraciones astrales.
Una explicación inesperada viene, de pronto, al encuentro de mis escrúpulos: un día, al regresar de un viaje -cuenta el Fundador-, su hijo Marcos, entonces adolescente, le dejó atónito al narrarle la historia del Diluvio Universal. En su ausencia, los indios habían enseñado al mozo que esos petroglifos que ahora contemplábamos, fueron trazados en días de gigantesca creciente, cuando el río se hinchara hasta allí, por un hombre que, al ver subir las aguas, salvó una pareja de cada especie animal en una gran canoa. Y luego llovió durante un tiempo que pudo ser de cuarenta días y cuarenta noches, al cabo del cual, para saber si la gran inundación había cesado, despachó una rata que le volvió con una mazorca de maíz entre las patas. El Adelantado no hubiera querido enseñar la historia de Noé -por ser patraña – a sus hijos; pero al ver que la sabían sin más variante que una rata puesta en lugar de la paloma, y una mazorca de maíz en lugar de la rama de olivo, confió el secreto de esta ciudad naciente a fray Pedro, a quien consideraba un hombre, porque era de los que viajaban solos por regiones desconocidas y sabía hacer curas y distinguir las yerbas.
«Ya que al fin y al cabo les contarán los mismos cuentos, que los aprendan como los aprendí yo.» Pensando en los Noés de tantas religiones, se me ocurre objetar que el Noé indio me parece más ajustado a la realidad de estas tierras, con su mazorca de maíz, que la paloma con su ramo de olivo, puesto que nadie vio nunca un olivo en la selva. Pero el fraile me interrumpe abruptamente, con tono agresivo, preguntándome si he olvidado el hecho de la Redención: «Alguien ha muerto por los que aquí nacieron, y era menester que la noticia les fuese dada.» Y atando dos ramas en cruz con una liana, la planta de modo casi rabioso, en el lugar donde comenzará a erigirse, mañana, la choza redonda que será el primer templo de la ciudad de Henoch. «Además, viene a sembrar cebollas», me advierte el Adelantado, a modo de excusa.