Había un papel sobre el piano, en que Mouche me dejaba dicho que la esperara. Por hacer algo me puse a jugar con las teclas, combinando acordes sin objeto, con un vaso puesto al borde de la última octava. Olía a pintura fresca. Al cabo, de la caja de resonancia, en la pared del fondo, comenzaban a definirse las esbozadas figuraciones de la Hidra, el Navio Argos, el Sagitario y la Cabellera de Berenice, que pronto darían una útil singularidad al estudio de mi amiga. Después de mucho mofarme de su competencia astrológica, yo había tenido que inclinarme ante el rendimiento del negocio de horóscopos que ella manejaba por correspondencia, dueña de su tiempo, otorgando una que otra consulta personal, como favor ya bastante solicitado, con la más regocijante gravedad. Así, de Júpiter en Cáncer a Saturno en Libra, Mouche, adoctrinada por curiosos tratados, sacaba de sus pocilios de aguada, de sus tinteros, unos Mapas de Destinos que viajaban a remotas localidades del país, con el adorno de signos del Zodíaco que yo le había ayudado a solemnizar con De Coeleste Fisonomiea, Prognosticum supercoeleste y otros latines de buen ver. Muy asustados por su tiempo debían estar los hombres -pensaba yo a veces- para interrogar tanto a los astrólogos, contemplar con tal aplicación las líneas de sus manos, las hebras de su escritura, angustiarse ante las borrajas de negro signo, remozando las más viejas técnicas adivinatorias, a falta de tener modo de leer en las entrañas de bestias sacrificadas o de observar el vuelo de las aves con el cayado de los auríspices.
Mi amiga, que mucho creía en las videntes de rostro velado y se había formado intelectualmente en el gran baratillo surrealista, encontraba placer, además de provecho, en contemplar el cielo por el espejo de los libros, barajando los bellos nombres de las constelaciones.
Era su manera actual de hacer poesía, ya que sus únicos intentos de hacerla con palabras, dejados en una plaquette ilustrada con fotomontajes de monstruos y estatuas, la habían desengañado -pasada la sobreestimación primaria debida al olor de la tinta de imprenta- en cuanto a la originalidad de su inspiración. La había conocido dos años antes, durante una de las tantas ausencias profesionales de Ruth, y aunque mis noches se iniciaran o terminaran en su lecho, entre nosotros se decían muy pocas frases de cariño. Reñíamos, a veces, de tremenda manera, para abrazarnos luego con ira, mientras las caras, tan cercanas que no podían verse, intercambiaban injurias que la reconciliación de los cuerpos iba transformando en crudas alabanzas del placer recibido. Mouche, que era muy comedida y hasta parsimoniosa en el hablar, adoptaba en esos momentos un idioma de ramera, al que había que responder en iguales términos para que de esa hez del lenguaje surgiera, más agudo, el deleite. Me era difícil saber si era amor real lo que a ella me ataba.
A menudo me exasperaba por su dogmático apego a ideas y actitudes conocidas en las cervecerías de Saint-Germain-des-Prés, cuya estéril discusión me hacía huir de su casa con el ánimo de no volver. Pero a la noche siguiente me enternecía con sólo pensar en sus desplantes, y regresaba a su carne que me era necesaria, pues hallaba en su hondura la exigente y egoísta animalidad que tenía el poder de modificar el carácter de mi perenne fatiga, pasándola del plano nervioso al plano físico. Cuando esto se lograba, conocía a veces el género de sueño tan raro y tan apetecido que me cerraba los ojos al regreso de un día de campo -esos muy escasos días del año en que el olor de los árboles, causando una distensión de todo mi ser, me dejaba como atontado. Hastiado de la espera, ataqué con furia los acordes iniciales de un gran concierto romántico; pero en eso se abrieron las puertas y el apartamento se llenó de gente. Mouche, cuya cara estaba sonrosada como cuando había bebido un poco, llegaba de cenar con el pintor de su estudio, dos de mis asistentes, a quienes no esperaba ver aquí, la decoradora del piso bajo, que siempre andaba fisgoneando en torno a las demás mujeres, y la danzarina que preparaba, en aquellos días, un ballet sobre meros ritmos de palmadas.
«Traemos una sorpresa», anunció mi amiga, riendo. Y pronto quedó montado el proyector con la copia de la película presentada la víspera, cuya calurosa aceptación había determinado el comienzo inmediato de mis vacaciones. Ahora, apagadas las luces, renacían las imágenes ante mis ojos: la pesca del atún, con el ritmo admirable de las almadrabas y el exasperado hervor de los peces cercados por barcas negras; las lampreas asomadas a las oquedades de sus torres de roca; el envolvente desperezo del pulpo; la llegada de las anguilas y el vasto viñedo cobrizo del Mar de los Sargazos. Y luego, aquellas naturalezas muertas de caracoles y anzuelos, la selva de corales y la alucinante batalla de los crustáceos, tan hábilmente agrandada, que las langostas parecían espantables dragones acorazados. Habíamos trabajado bien. Volvían a sonar los mejores momentos de la partitura, con sus líquidos arpegios de celesta, los portamenti fluidos del Martenot, el oleaje de las arpas y el desenfreno de xilófono, piano y percusión, durante la secuencia del combate. Aquello había costado tres meses de discusiones, perplejidades, experimentos y enojos, pero el resultado era sorprendente. El texto mismo, escrito por un joven poeta, en colaboración con un oceanógrafo, bajo la vigilancia de los especialistas de nuestra empresa, era digno de figurar en una antología del género.
Y en cuanto al montaje y la supervisión musical, no hallaba crítica que hacerme a mí mismo. «Una obra maestra», decía Mouche en la oscuridad. «Una obra maestra», coreaban los demás. Al encenderse las luces, todos me congratularon pidiendo que se pasara nuevamente el film. Y después de la segunda proyección, como llegaban invitados, se me rogó por una tercera. Pero cada vez que mis ojos, a la vuelta de una nueva revisión de lo hecho, alcanzaban el «fin» floreado de algas que servía de colofón a aquella labor ejemplar, me hallaba menos orgulloso de lo hecho. Una verdad envenenaba mi satisfacción primera: y era que todo aquel encarnizado trabajo, los alardes de buen gusto, de dominio del oficio, la elección y coordinación de mis colaboradores y asistentes, habían parido, en fin de cuentas, una película publicitaria, encargada a la empresa que me empleaba por un Consorcio Pesquero, trabado en lucha feroz con una red de cooperativas. Un equipo de técnicos y artistas se había extenuado durante semanas y semanas en salas oscuras para lograr esa obra del celuloide, cuyo único propósito era atraer la atención de cierto público de Altas Alacenas sobre los recursos de una actividad industrial capaz de promover, día tras día, la multiplicación de los peces.
Me pareció oír la voz de mi padre, tal como le sonaba en los días grises de su viudez, cuando era tan dado a citar las Escrituras: «Lo torcido no se puede enderezar y lo falto no puede contarse.» Siempre andaba con esa sentencia en la boca, aplicándola en cualquier oportunidad. Y amarga me sabía ahora la prosa del Eclesiastés al pensar que el Curador, por ejemplo, se hubiera encogido de hombros ante ese trabajo mío, considerando, tal vez, que podía equipararse a trazar letras con humo en el cielo, o a provocar, con un magistral dibujo, la salivación meridiana de quien contemplara un anuncio de corruscantes hojaldres. Me consideraría como un cómplice de los afeadores de paisajes, de los empapeladores de murallas, de los pregoneros del Orvietano. Pero también -radiaba yo- el Curador era hombre de una generación atosigada por «lo sublime», que iba a amar a los palcos de Bayreuth, en sombras olientes a viejos terciopelos rojos… Llegaba gente, cuyas cabezas se atravesaban en la luz del proyector. «¡Donde evolucionan las técnicas es en la publicidad!» -gritó a mi lado, como adivinando mi pensamiento, el pintor ruso que había dejado poco antes el óleo por la cerámica-. «Los mosaicos de Ravenc no eran sino publicidad», dijo el arquitecto que tanto amaba lo abstracto. Y eran voces nuevas las que ahora emergían de la sombra: «Toda pintura religiosa es publicidad.» «Como ciertas cantatas de Bach.» «La Gott der Herr, est Sonn und Schild parte de un auténtico slogan.» «El cine es trabajo de equipo; el fresco debe ser hecho por equipos; el arte del futuro será un arte de equipos.»
Como llegaban otros más, trayenao botellas, las conversaciones comenzaban a dispersarse. El pintor mostraba una serie de dibujos de lisiados y desollados que pensaba pasar a sus bandejas y platos, como «planchas anatómicas con volumen», que simbolizarían el espíritu de la época. «La música verdadera es una mera especulación sobre frecuencias», decía mi asistente grabador, arrojando sus dados chinos sobre el piano, para mostrar cómo podía conseguirse un tema musical por el azar. Y a gritos hablábamos todos cuando un «¡Halt!» enérgico, arrojado desde la entrada, por una voz de bajo, inmovilizó a cada cual, como figura de museo de cera, en el gesto esbozado, a la media palabra pronunciada, en el aliento de devolver una bocanada de humo. Unos estaban detenidos en el arsis de un paso; otros tenían su copa en el aire a medio camino entre la mesa y la boca. («Yo soy yo. Estoy sentado en un diván. Iba a rascar un fósforo sobre el esmeril de la caja. Los dados de Hugo me habían recordado el verso de Mallarmé. Pero mis manos iban a encender un fósforo sin mandato de mi conciencia. Luego, estaba dormido. Dormido como todos los que me rodean.») Sonó otro mandato del recién llegado, y cada cual concluyó la frase, el ademán, el paso que hubiera quedado en suspenso. Era uno de los tantos ejercicios que X. T. H. -nunca lo llamábamos sino por sus iniciales, que el hábito de pronunciación había transformado en el apellido Extieich- solía imponernos para «despertarnos», según decía, y ponernos en estado de conciencia y análisis de nuestros actos presentes, por nimios que éstos fueran. Invirtiendo, para uso propio, un principio filosófico que nos era común, solía decir que quien actuaba de «modo automático era esencia sin existencia». Mouche, por vocación, se había entusiasmado con los aspectos astrológicos de su enseñanza, cuyos planteamientos eran muy atrayentes, pero luego se enredaban demasiado, a mi juicio, en místicas orientales, el pitagorismo, los tantras tibetanos y no sabría decir cuántas cosas más. El caso era que Extieich había logrado imponernos una serie de prácticas emparentadas con los asamas yogas, haciéndonos respirar de ciertas maneras, contando el tiempo de las inspiraciones y espiraciones por «matras». Mouche y sus amigos pretendían llegar con ello a un mayor dominio de sí mismos y adquirir unos poderes que siempre me resultaban problemáticos, sobre todo en gente que bebía diariamente para defenderse contra el desaliento, las congojas del fracaso, el descontento de sí mismos, el miedo al rechazo de un manuscrito o la dureza, simplemente, de aquella ciudad del perenne anonimato dentro de la multitud, de la eterna prisa, donde los ojos sólo se encontraban por casualidad, y la sonrisa, cuando era de un desconocido, siempre ocultaba una proposición. Extieich procedía ahora a curar a la bailarina de una súbita jaqueca, por la imposición de las manos. Aturdido por el entrecruzamiento de conversaciones, que iban del dasein al boxeo, del marxismo al empeño de Hugo de modificar la sonoridad del piano poniendo trozos de vidrio, lápices, papeles de seda, tallos de flores, bajo las cuerdas, salí a la terraza, donde la, lluvia de la tarde había limpiado los tilos enanos de Mouche del inevitable hollín veraniego de una fábrica cuyas chimeneas se alzaban en la otra orilla del río. Siempre me había divertido mucho en esas reuniones con el desaforado tornasol de ideas que, de repente, pasaban de la Kábala a la Angustia, por el camino de los proyectos del que pretendía instalar una granja en el Oeste, donde el arte de unos cuantos iba a ser salvado por la cría de gallinas Leghorn o Rod-Island Red. Siempre había amado esos saltos de lo trascendental a lo raro, del teatro isabelino a la Gnosis, del platonismo a la acupuntura.
Tenía el propósito, incluso, de grabar algún día, por medio de un dispositivo, oculto debajo de un mueble, esas conversaciones, cuya fijación demostraría cuán vertiginoso es el proceso elíptico del pensamiento y del lenguaje. En esas gimnasias mentales, en esa alta acrobacia de la cultura, encontraba yo la justificación, además, de muchos desórdenes morales que, en otra gente, me hubieran sido odiosos. Pero la elección entre hombres y hombres no era muy problemática.
Por un lado estaban los mercaderes, los negociantes, para los cuales trabajaba durante el día, y que sólo sabían gastar lo ganado en diversiones tan necias, tan exentas de imaginación, que me sentía, por fuerza, un animal de distinta lana. Por el otro estaban los que aquí se encontraban, felices por haber dado con algunas botellas de licor, fascinados por los Poderes que les prometía Extieich, siempre hirvientes de proyectos grandiosos. En la implacable ordenación de la urbe moderna, cumplían con una forma de ascetismo, renunciando a los bienes materiales, padeciendo hambre y penurias, a cambio de un problemático encuentro de sí mismos en la obra realizada. Y sin embargo, esta noche me cansaban tanto estos hombres como los de cantidad y beneficio.
Y es que, en el fondo de mí mismo, estaba impresionado por la escena en la casa del Curador, y no me dejaba engañar por el entusiasmo que había acogido la película publicitaria que tanto trabajo me hubiera costado realizar. Las paradojas emitidas acerca de la publicidad y del arte por equipos, no eran sino maneras de zarandear el pasado, buscando una justificación a lo poco alcanzado en la propia obra. Tan poco me dejaba satisfecho, por lo irrisorio de su finalidad, lo recién realizado, que cuando Mouche se me acercó con el elogio presto, cambié abruptamente la conversación, contándole mi aventura de la tarde. Con gran sorpresa mía se me abrazó, clamando que la noticia era formidable, pues corroboraba el vaticinio de un sueño reciente en que se viera volando junto a grandes aves de plumaje azafrán, lo que significaba inequívocamente: viaje y éxito, cambio por traslado. Y sin darme tiempo para enderezar el equívoco, se entregó a los grandes tópicos del anhelo de evasión, la llamada de lo desconocido, los encuentros fortuitos, en un tono que algo debía a los Sirgadores Flechados y las Increíbles Floridas del Barco Ebrio. Pronto la atajé, contándole cómo me había escapado de la casa del Curador sin aprovechar la oferta. «¡Pero eso es absolutamente cretino!», exclamó.
«¡Pudiste haber pensado en mí!» Le hice notar que no disponía del dinero suficiente para pagarle un viaje a regiones tan remotas; que, por otra parte, la Universidad sólo hubiera sufragado, en todo caso, los gastos de una sola persona. Después de un silencio desagradable, en que sus ojos cobraron una fea expresión de despecho, Mouche se echó a reír. «¡Y teníamos aquí al pintor de la Venus de Cranach!»… Mi amiga me explicó su repentina ocurrencia: para llegar adonde vivían los pueblos que hacían sonar el tambor-bastón y la jarra funeraria, era menester que fuéramos, de primer intento, a la gran ciudad tropical, famosa por la hermosura de sus playas y el colorido de su vida popular; se trataba simplemente de permanecer allá, con alguna excursión a las selvas que decían cercanas, dejándonos vivir gratamente hasta donde alcanzara el dinero.
Nadie estaría presente para saber si yo seguía el itinerario impuesto a mi labor de colección. Y, para quedar con honra, yo entregaría a mi regreso unos instrumentos «primitivos» -cabales, científicos, fidedignos – irreprochablemente ejecutados, de acuerdo con mis bocetos y medidas, por el pintor amigo, gran aficionado a las artes primitivas, y tan diabólicamente hábil en trabajos de artesanía, copia y reproducción, que vivía de falsificar estilos maestros, tallaba vírgenes catalanas del siglo XIV con desdorados, picadas de insectos y rajaduras, y había logrado su faena máxima con la venta al Museo de Glasgow de una Venus de Cranach, ejecutada y envejecida por él en algunas semanas. Tan sucia, tan denigrante me resultó la proposición, que la rechacé con asco. La Universidad se irguió en mi mente con la majestad de un templo sobre cuyas columnas blancas me invitaran a arrojar inmundicias. Hablé largamente, pero Mouche no me escuchaba. Regresó al estudio, donde dio la noticia de nuestro viaje, que fue recibida con gritos de júbilo. Y ahora, sin hacerme caso, iba de cuarto en cuarto, en alegre ajetreo, arrastrando maletas, envolviendo y desenvolviendo ropas, haciendo un recuento de cosas por comprar. Ante tal desenfado, más hiriente que una burla, salí del apartamento dando un portazo. Pero la calle me fue particularmente triste, en esta noche de domingo, ya temerosa de las angustias del lunes, con sus cafés desertados por quienes pensaban en la hora de mañana y buscaban las llaves de sus puertas a la luz de focos que ponían coladas de estaño sobre el asfalto llovido. Me detuve indeciso. En mi casa me esperaba el desorden dejado por Ruth en su partida; la mera huella de su cabeza en la almohada; los olores del teatro. Y cuando sonara un timbre sería el despertar sin objeto, y el miedo a encontrarme con un personaje, sacado de mí mismo, que solía esperarme cada año en el umbral de mis vacaciones.
El personaje lleno de reproches y de razones amargas que yo había visto aparecer horas antes en el espejo barroco del Curador para vaciarme de cenizas.
La necesidad de revisar los equipos de sincronización y de acomodar nuevos locales revestidos de materias aislantes propiciaba, al comienzo de cada verano, ese encuentro que promovía un cambio de carga, pues donde arrojaba mi piedra de Sísifo se me montaba el otro en el hombro todavía desollado, y no sabría decir si, a veces, no llegaba a preferir el peso del basalto al peso del juez. Una bruma surgida de los muelles cercanos se alzaba sobre las aceras, difuminando las luces de la calle en irisaciones que atravesaban, como alfilerazos, las gotas caídas de nubes bajas. Cerrábanse las rejas de los cines sobre los pisos de largos vestíbulos, espolvoreados de tickets rotos. Más allá tendría que atravesar la calle desierta, fríamente iluminada, y subir la acera en cuesta, hacia el Oratorio en sombras, cuya reja rozaría con los dedos, contando cincuenta y dos barrotes.
Me adosé a un poste, pensando en el vacío de tres semanas hueras, demasiado breves para emprender algo, y que serían amargadas, mientras más corrieran las fechas, por el sentimiento de la posibilidad desdeñada.
Yo no había dado un paso hacia la misión propuesta. Todo me había venido al encuentro, y yo no era responsable de una exagerada valoración de mis capacidades. El Curador, en fin de cuentas, nada desembolsaría, y en lo que miraba la Universidad, difícil sería que sus eruditos, envejecidos entre libros, sin contacto directo con los artesanos de la selva, se percataran del engaño. Al fin y al cabo, los instrumentos descritos por Fray Servando de Castillejos no eran obras de arte, sino objetos debidos a una técnica primitiva, todavía presente. Si los museos tesoraban más de un Stradivarius sospechoso, bien poco delito habría, en suma, en falsificar un tambor de salvajes. Los instrumentos pedidos podían ser de una factura antigua o actual… «Este viaje estaba escrito en la pared», me dijo Mouche, al verme regresar, señalando las figuras del Sagitario, el Navio Argos y la Cabellera de Berenice, más dibujados en sus trazos ocre, ahora que habían atenuado la luz.
Por la mañana, mientras mi amiga corría con los trámites consulares, fui a la Universidad, donde el Curador, levantado desde muy temprano, trabajaba en la reparación de una viola de amor, en compañía de un luthier de delantal azul. Me vio llegar sin sorpresa, mirándome por encima de sus gafas. «¡Enhorabuena!
», dijo, sin que yo supiera a ciencia cierta si quería felicitarme por mi decisión, o adivinaba que si en aquel momento podía hilar dos ideas era gracias a una droga que Mouche me había administrado al despertar. Pronto fui llevado al despacho del Rector, que me hizo firmar un contrato, dándome el dinero de mi viaje junto a un pliego donde se detallaban los puntos principales de la tarea confiada.
Algo aturdido por la rapidez del arreglo, sin tener todavía una idea muy clara de lo que me esperaba, me vi después en una larga sala desierta donde el Curador me suplicó que lo aguardara un momento, mientras iba a la Biblioteca, para saludar al Decano de la Facultad de Filosofía, recién llegado del Congreso de Amsterdam. Observé con agrado que aquella galería era un museo de reproducciones fotográficas y de vaciados en yeso, destinado a los estudiantes de Historia del Arte. De súbito, la universalidad de ciertas imágenes, una Ninfa impresionista, una familia de Manet, la misteriosa mirada de Madame Riviere, me llevó a los días ya lejanos en que había tratado de aliviar una congoja de viajero decepcionado, de peregrino frustrado por la profanación de Santos Lugares, en el mundo -casi sin ventanas- de los museos. Eran los meses en que visitaba las tiendas de artesanos, los palcos de ópera, los jardines y cementerios de las estampas románticas, antes de asistir con Goya a los combates del Dos de Mayo, o de seguirlo en el Entierro de la Sardina, cuyas máscaras inquietantes más tenían de penitentes borrachos, de mengues de auto sacramental, que de disfraces de jolgorio. Luego de un descanso entre los labriegos de Le Nain, iba a caer en pleno Renacimiento, gracias a algún retrato de condottiero, de los que cabalgan caballos más mármol que carne, entre columnas afestivadas de banderolas.
Agradábame a veces convivir con los burgueses medievales, que tan abundosamente tragaban su vino de especies, se hacían pintar con la Virgen donada -para constancia de la donación-, trinchaban lechones de tetas chamuscadas, echaban sus gallos flamencos a pelear, y metían la mano en el escote de ribaldas de ceroso semblante que, más que lascivas, parecían alegres mozas de tarde de domingo, puestas en venia de pecar nuevamente por la absolución de un confesor. Una hebilla de hierro, una bárbara corona erizada de púas martilladas, que llevaban, luego a la Europa merovingia, de selvas profundas, tierras sin caminos, migraciones de ratas, fieras famosas por haber llegado espumajeantes de rabia, en día de feria, hasta la Plaza Mayor de una ciudad. Luego, eran las piedras de Micenas, las galas sepulcrales, las alfarerías pesadas de una Grecia tosca y aventurera, anterior a sus propios clasicismos, toda oliente a reses asadas a la llama, a cardadas y boñigas, a sudor de garañones en celo. Y así, de peldaño en peldaño, llegaba a las vitrinas de los rascadores, hachas, cuchillos de sílex, en cuya orilla me detenía, fascinado por la noche del magdaleniense, solutrense, prechelense, sintiéndome llegado a los confines del hombre, a aquel límite de lo posible que podía haber sido, según ciertos cosmógrafos primitivos, el borde de la tierra plana, allí donde asomándose la cabeza al vértigo sideral del infinito, debía verse el cielo también abajo… El Cronos de Goya me devolvió a la época, por el camino de vastas cocinas ennoblecidas de bodegones. Encendía su pipa el síndico con una brasa, escaldaba la fámula una liebre en el hervor de un gran caldero, y por una ventana abierta, veíase el departir de las hilanderas en el silencio del patio sombreado por un olmo. Ante las conocidas imágenes me preguntaba si, en épocas pasadas, los hombres añorarían las épocas pasadas, como yo, en esta mañana de estío, añoraba -como por haberlos conocido – ciertos modos de vivir que el hombre había perdido para siempre.