(Martes, 12)
Cuando Mouche salió de la habitación, poco después del alba, parecía más cansada que la víspera.
Habían bastado las incomodidades de un día de rodar por carreteras difíciles, el lecho duro, la necesidad de madrugar, de someter el cuerpo a una disciplina, para provocar una suerte de descoloramiento de su persona. Quien tan piafante y vivaz se mostraba en el desorden de nuestras noches de allá, era aquí la estampa del desgano. Parecía que se hubiera empañado la claridad de su cutis, y mal guardaba un pañuelo sus cabellos que se le iban en greñas de un rubio como verdecido. Su expresión de desagrado la avejentaba de modo sorprendente, adelgazando, con fea caída de las comisuras, unos labios que los malos espejos y la escasa luz no le permitían pintar debidamente. Durante el desayuno, por distraerla, le hablé de la viajera a quien había conocido la noche anterior. En eso llegó la aludida, toda temblorosa, riendo de su temblor, pues había ido a asearse a una fuente cercana con las mujeres de la casa. Su cabellera, torcida en trenzas en torno a la cabeza, goteaba todavía sobre su rostro mate.
Se dirigió a Mouche con familiaridad, tuteándola como si la conociera de mucho tiempo, en preguntas que yo iba traduciendo. Cuando subimos al autobús, las dos mujeres habían concertado un lenguaje de gestos y palabras sueltas que les bastaba para entenderse.
Mi compañera, nuevamente fatigada, descansó la cabeza sobre el hombro de la que -lo sabíamos ahora- llamábase Rosario, y escuchaba sus quejas por los quebrantos de tan intómodo viaje con una solicitud maternal en la que yo vislumbraba, sin embargo, un dejo de ironía. Contento por verme algo descargado de Mouche, emprendí alegremente la jornada, solo en un ancho asiento. Esta misma tarde llegaríamos al puerto fluvial de donde salían embarcaciones para los linderos de la Selva del Sur, y 'de recodo en recodo, siguiendo laderas, descendiendo siempre, íbamos hacia horas más soleadas.
Nos deteníamos a veces en pueblos apacibles, de pocas ventanas abiertas, rodeados por una vegetación cada vez más tropical. Aquí aparecían enredaderas florecidas, cactos, bambúes; allá una palmera brotaba de un patio, abriéndose sobre el tejado de una casa donde las zurcidoras trabajaban al fresco. Tan cerrada y continua fue la lluvia que rompió sobre nosotros a mediodía que, hasta el final de la tarde, no acerté a ver cosa alguna a través de los cristales engrisados por el agua. Mouche sacó un libro de su maleta. Rosario, por imitarle, buscó un tomo en su hato. Era un volumen impreso en papel malo, lleno de escorias, cuya portada en tricromía mostraba una mujer cubierta de pieles de oso o algo parecido, que era abrazada por un magnífico caballero en la entrada de una gruta, bajo la mirada complacida de una cierva de largo cuello: Historia de Genoveva de Brabante. En mi mente se hizo al punto un chusco contraste entre tal lectura y cierta famosa novela moderna que estaba en las manos de Mouche, y que yo había dejado en el tercer capítulo, agobiado por una especie de vergüenza triste ante su caudal de obscenidad. Enemigo de toda continencia sexual, de toda hipocresía en lo que miraba el juego de los cuerpos, me irritaba, sin embargo, cualquier literatura o vocabulario que encanallara el amor físico, por vías de la burla, el sarcasmo o la grosería. Me parecía que el hombre debía guardar, en sus acoplamientos, la sencilla impulsividad, el espíritu de retozo que eran propios del celo de las bestias, dándose alegremente a su placentera actividad a sabiendas de que el aislamiento tras de cerrojos, la ausencia de testigos, la complicidad en la busca del deleite, excluían cuanto pudiera promover la ironía o la chanza -por el desajuste de los físicos, por la animalidad de ciertos machihembramientos- en las trabazones de una pareja que no podía contemplarse a sí misma con ojos ajenos. Por lo mismo la pornografía me era tan intolerable como ciertos cuentos verdes, ciertas desinencias sucias, ciertos verbos metafóricamente aplicados a la actividad sexual, y no podía considerar sin repulsión una determinada literatura, muy gustada en el presente, que parecía empeñada en degradar y afear cuanto podía hacer que el hombre, en momentos de tropiezos y desalientos, hallara una compensación a sus fracasos en la más fuerte afirmación de su virilidad, sintiendo en la carne por él dividida su presencia más entera. Yo leía por sobre los hombros de las dos mujeres, tratando de contrapuntear la prosa negra y la prosa rosa; pero pronto se me hizo imposible el juego, por la rapidez con que Mouche doblaba las páginas, y la lentitud de lectura de Rosario, que llevaba los ojos, pausadamente, del comienzo al extremo de los renglones, con el movimiento de labios de quien deletrea, hallando aventuras apasionantes en la sucesión de palabras que no siempre se ordenaban como ella hubiese querido. A veces se detenía ante una infamia hecha a la desventurada Genoveva, con un pequeño gesto de indignación; volvía a comenzar el párrafo, dudando de que tanta maldad fuese posible. Y pasaba nuevamente por sobre el penoso episodio, como consternada de su impotencia ante los hechos. Su rostro reflejaba una profunda ansiedad, ahora que se precisaban los sombríos designios de Golo. «Son cuentos de otros tiempos», le dije, por hacerla hablar.
Sobresaltada se volvió hacia mí al saber que había estado leyendo por encima de su hombro. «Lo que los libros di:en es verdad», contestó. Miré hacia el tomo de Mouche, pensando que si era verdad lo que allí se contaba, en una prosa que el editor, aterrado, había tenido que amputar varias veces, no por ello se había alcanzado -con laboriosos alardes- unas obscenidad que los escultores hindúes o los simples alfareros incaicos habían situado en un plano de auténtica grandeza. Ahora Rosario cerraba los ojos. «Lo que dicen los libros es verdad.» Es probable que, para ella, la historia de Genoveva fuera algo actual: algo que transcurría, al ritmo de su lectura, en un país del presente. El pasado no es imaginable para quien ignora el ropero, decorado y utilería de la historia. Así, debía imaginarse los castillos del Brabante como las ricas haciendas de acá, que solían tener paredes almacenadas. Los hábitos de la caza y la monta se perpetuaban en estas tierras, donde el venado y el váquiro eran entregados al acoso de las jaurías. Y en cuanto al traje, Rosario debía ver su novela como ciertos pintores del temprano Renacimiento veían el Evangelio, vistiendo a los personajes de la Pasión a la manera de los notables del día, arrojando al infierno, cabeza abajo, algún Pilato con atuendo de magistrado florentino… Cayó la noche y la luz se hizo tan escasa que cada cual se encerró en sí mismo. Hubo un prolongado rodar en la oscuridad y, de súbito, a la vuelta de un peñasco, salimos a la encendida vastedad del Valle de las Llamas.
Ya me habían hablado algunos, durante el viaje, de la población nacida allá abajo, en unas pocas semanas, al brotar el petróleo sobre una tierra encenagada.
Pero esa referencia no me había sugerido la posibilidad del espectáculo prodigioso que ahora se ampliaba a cada vuelta del camino. Sobre una llanura pelada, era un vasto bailar de llamaradas que restallaban al viento como las banderas de algún divino asolamiento. Atadas al escape de gases de los pozos se mecían, tremolaban, envolviéndose en sí mismas, girando, a la vez libres y sujetas a corta distancia de los mechurrios -astas de ese fuego enjambre, de ese fuego árbol, parado sobre el suelo, que volaba sin poder volar, todo silbante de púrpuras exasperadas. El aire las transformaba, de súbito, en luces de exterminio, en teas enfurecidas, para reunirlas luego en un haz de antorchas, en un solo tronco rojinegro que tenía fugaces esguinces de torso humano; pero pronto se rompía lo amasado y el ardiente cuerpo, sacudido de convulsiones amarillas, se enroscaba en zarza ardiente, hincada de chispas, sonora de bramidos, antes de estirarse hacia la ciudad, en mil latigazos zumbantes, como para castigo de una población impía. Junto a esas piras encadenadas proseguían su trabajo de extracción, incansables, regulares, obsesionantes, unas máquinas cuyo volante tenía el perfil de una gran ave negra, con pico que hincaba isócronamente la tierra, en movimientos de pájaro horadando un tronco. Había algo impasible, obstinado, maléfico, en esas siluetas que se mecían sin quemarse, como salamandras nacidas del flujo y reflujo de las fogaradas que el viento encrespaba, en marejadas, hasta el horizonte. Daban ganas de darles nombres que fuesen buenos para demonios y me divertía en llamarlas Flacocuervo, Buitrehierro o Maltrídente, cuando terminó nuestro camino en un patio donde unos cochinos negros, enrojecidos por el resplandor de las llamas, chapaleaban en charcos cuyas aguas tenían costras jaspeadas y ojos de aceite. El comedor de la fonda estaba lleno de hombres que hablaban a gritos, como aneblados por el humo de las parrilladas. Con las máscaras antigases colgadas aún debajo de la barbilla, sin haberse quitado todavía las ropas del trabajo, parecía que sobre ellos se hubieran fijado, en coladas, borrones y pringues, las más negras exudaciones de la tierra. Todos bebían desaforadamente con las botellas empuñadas por el gollete, entre naipes y fichas revueltas sobre las mesas. Pero de pronto, las briscas quedaron en suspenso y los jugadores se volvieron hacia el patio en una grita de júbilo. Allí se producía un golpe de teatro: traídas por no sé qué vehículo, habían aparecido mujeres en traje de baile, con zapato de tacón y muchas luces en el pelo y el cuello, cuya presencia en aquel corral fangoso, orlado de pesebres, me pareció alucinante. Además, la mostacilla, las cuentas, los abalorios que adornaban los vestidos, reflejaban a la vez las llamaradas que a cada cambio de viento daban nuevo rumbo a su ronda de resplandores. Esas mujeres rojas corrían y trajinaban entre los hombres oscuros, llevando fardos y maletas, en una algarabía que acababa de atolondrarse con el espanto de los burros y el despertar de las gallinas dormidas en las vigas de los sobradillos. Supe entonces que mañana sería la fiesta del patrón del pueblo, y que aquellas mujeres eran prostitutas que viajaban así todo el año, de un lugar a otro, de ferias a procesiones, de minas a romerías, para aprovecharse de los días en que los hombres se mostraban espléndidos. Así, seguían el itinerario de los campanarios, fornicando por San Cristóbal o por Santa Lucía, los fieles Difuntos o los Santos Inocentes, a las orillas de los caminos, junto a las tapias de los cementerios, sobre las playas de los grandes ríos o en los cuartos estrechos, de palangana en tierra, que alquilaban en la trastienda de las tabernas. Lo que más me asombraba era el buen humor con que las recién llegadas eran acogidas por la gente de fundamento, sin que las mujeres honestas de la casa, la esposa, la joven hija del posadero, hicieran el menor gesto de menosprecio.
Me parecía que se las miraba un poco como a los bobos, gitanos o locos graciosos, y las fámulas de cocina reían al verlas saltar, con sus vestidos de baile, por sobre los cochinos y los charcos, cargando sus hatos con ayuda de algunos mineros ya resueltos a gozarse de sus primicias. Yo pensaba que esas prostitutas errantes, que venían a nuestro encuentro, metiéndonse en nuestro tiempo, eran primas de las ribaldas del Medioevo, de las que iban de Bremen a Hamburgo, de Amberes a Gante, en tiempos de feria, para sacar malos humores a maestros y aprendices, aliviándose de paso a algún romero de Compostela, por el permiso de besar la venera de tan lejos traída. Después de recoger sus cosas, las mujeres entraron en el comedor de la fonda con gran alboroto. Mouche, maravillada, me invitó a seguirlas, para observar mejor sus vestidos y peinados. Ella, que hasta ahora había permanecido indiferente y soñolienta, estaba como transfigurada. Hay seres cuyos ojos se encienden cuando sienten la proximidad del sexo. Insensible, quejosa desde la víspera, mi amiga parecía revivir en la primera atmósfera turbia que la salía al paso. Declarando ahora que esas prostitutas eran formidables, únicas, de un estilo que se había perdido, comenzó a acercarse a ellas. Al ver que se sentaba en uno de los bancos del fondo, junto a una mesa que ocupaban las recién llegadas, buscando conversación por gestos con una de las más vistosas, Rosario me miró con extrañeza, como queriendo decirme algo. Por eludir una explicación que probablemente no entendería, cargué con el equipaje y fui en busca de nuestro cuarto. Sobre las bardas del patio danzaba el resplandor de los fuegos. Estaba sacando cuentas de lo gastado últimamente cuando me pareció que Mouche me llamaba con voz angustiada.
En el espejo del armario la vi pasar, al otro extremo del corredor, como huyendo de un hombre que la perseguía. Cuando llegué adonde estaban, el hombre la había agarrado por el talle y la empujaba dentro de una habitación. Al recibir mi puñetazo se volteó bruscamente y su golpe me arrojó sobre una mesa cubierta de botellas vacías que se estrellaron al caer. Me colgué de mi adversario y rodamos en el piso, sintiendo las hincadas de los vidrios en las manos y en los brazos. Al cabo de una rápida lucha, en que el otro me dejó sin fuerzas, me vi preso entre sus rodillas, de espaldas en el suelo, bajo la anchura de dos puños que se levantaban para caer mejor, como una maza, sobre mi cara. En aquel instante, Rosario entró en el cuarto, seguida del posadero.
«¡Yannes! -gritó-. ¡Yannes!» Agarrado por las muñecas, el hombre se levantó lentamente, como avergonzado de lo hecho. El posadero le explicaba algo que por mi excitación nerviosa no acertaba a oír. Mi adversario parecía humilde; ahora me hablaba con tono compungido: «Yo no sabía… Equivocación…
Debió decir tenía marido.» Rosario me limpiaba la cara con un paño untado de ron: «La culpa fue de ella; estaba metida entre las otras.» Lo peor de todo era que yo no sentía verdadera cólera contra el que me había golpeado, sino contra Mouche, que, en efecto, por un alarde muy propio de su carácter, había ido a sentarse con las prostitutas. «No ha pasado nada… No ha pasado nada», proclamaba el posadero ante los curiosos que llenaban el corredor.
Y Rosario, como si nada hubiera ocurrido, en efecto, me hizo dar la mano al que ahora se deshacía en excusas. Para acabar de aplacarme, me hablaba de él, afirmando que lo conocía de mucho tiempo, pues no era de este lugar, sino de Puerto Anunciación, el pueblo cercano a la Selva del Sur, donde la esperaba su padre enfermo con el remedio de la milagrosa estampa. El título de Buscador de Diamantes me hizo interesante, de pronto, al que poco antes me golpeara. Pronto nos vimos en la cantina, con media botella de aguardiente bebida, olvidados de la estúpida pelea. Ancho de pecho, espigado de cintura, con algo de ave de presa en la mirada, el minero movía un semblante sombreado por un filo de barba que podía haberse desprendido de un arco de triunfo por la decisión y el empaque del perfil. Al saber que era griego -explicándoseme así la tremenda eliminación de artículos que caracterizaba su manera de hablar- estuve a punto de preguntarle, por broma, si era uno de los Siete contra Tebas. Pero en eso apareció Mouche, con aire indiferente, como si ignorara lo de la riña que nos había llenado las manos de cortaduras. Le hice algunos reproches a medias palabras que expresaban insuficientemente mi irritación. Ella se sentó del otro lado de la mesa, sin hacer caso, y se dio a examinar al griego -tan respetuoso ahora, que había apartado su escabel para no estar demasiado cerca de mi amiga- con un interés que me pareció un reto exasperante en semejante momento. A las excusas del Buscador de Diamantes, que se calificaba a sí mismo de «bruto idiota maldecido», respondió que el suceso no tenía importancia.
Me volví hacia Rosario. Ella me miraba soslayadamente, con cierta gravedad irónica que no sabía cómo interpretar. Quise iniciar una conversación cualquiera que nos alejara de lo presente, pero las palabras no me venían a la boca. Mouche, mientras tanto, se había acercado al griego con una sonrisa tan incitante y nerviosa que la ira me encendió las sienes. Apenas habíamos salido de un percance que hubiera podido tener consecuencias lamentables, se gozaba en aturdir al minero que la tratara media hora antes como a una prostituta. Esa actitud era tan literaria, debía tanto al espíritu que había exaltado, en este tiempo, la taberna de marineros y los muelles de brumas, que la hallé increíblemente grotesca, de pronto, en su incapacidad de desasirse, ante cualquier realidad, de los lugares comunes de su generación. Tenía que elegir un hipocampo, por pensar en Rimbaud, donde vendían toscos relicarios de artesanía colonial; había de burlarse de la ópera romántica en el teatro que, precisamente, devolvía su fragancia al jardín de Lamermoore, y no veía que la prostituta de las novelas de la Evasión se había transformado, aquí, en una mezcla de feriante oportuna y de Egipcíaca sin olor de santidad. La miré de modo tan ambiguo que Rosario, creyendo tal vez que iba a pelear de nuevo, por celos, me salió al paso en maniobra de aplacamiento con una frase oscura que tenía de proverbio y de sentencia: «Cuando el hombre pelea, que sea por defender su casa.» No sé lo que entendía Rosario por «mi casa»; pero tenía razón si pretendía decir lo que quise comprender: Mouche no era «mi casa».
Era, por el contrario, aquella hembra alborotosa y rencillosa de las Escrituras, cuyos pies no podían estar en la casa. Con la frase se tendía un puente por sobre el ancho de la mesa entre Rosario y yo, y sentí, en aquel momento, el apoyo de una simpatía que se hubiera dolido, tal vez, de verme vencido nuevamente. Por lo demás, la joven crecía ante mis ojos a medida que transcurrían las horas, al establecer con el ambiente ciertas relaciones que me eran cada vez más perceptibles. Mouche, en cambio, iba resultando tremendamente forastera dentro de un creciente desajuste entre su persona y cuanto nos circundaba. Un aura de exotismo se espesaba en torno a ella, estableciendo distancias entre su figura y las demás figuras; entre sus acciones, sus maneras, y los modos de actuar que aquí eran normales. Se tornaba, poco a poco, en algo ajeno, mal situado, excéntrico, que llamaba la atención, como llamaba la antención antaño, en las cortes cristianas, el turbante de los embajadores de la Sublime Puerta. Rosario, en cambio, era como la Cecilia o la Lucía que vuelve a engastarse en sus cristales cuando termina de restaurarse un vitral. De la mañana a la tarde y de la tarde a la noche se hacía más auténtica, más verdadera, más cabalmente dibujada en un paisaje que fijaba sus constantes a medida que nos acercábamos al río. Entre su carne y la tierra que se pisaba se establecían relaciones escritas en las pieles ensombrecidas por la luz, en la semejanza de las cabelleras visibles, en la unidad de formas que daba a los talles, a los hombros, a los muslos que aquí se alababan, una factura común de obra salida de un mismo torno. Me sentía cada vez más cerca de Rosario, que embellecía de hora en hora, frente a la otra que se difuminaba en su distancia presente, aprobando cuanto decía y expresaba. Y, sin embargo, al mirar a la mujer como mujer, me veía torpe, cohibido, consciente de mi propio exotismo, ante una dignidad innata que parecía negada de antemano a la acometida fácil. No eran tan sólo botellas las que se alzaban ahí, en barrera de vidrio que imponía cuidado a las manos: eran los mil libros leídos por mí, ignorados por ella; eran creencias de ella, costumbres, supersticiones, nociones, que yo desconocía y que, sin embargo, alentaban razones de vivir tan válidas como las mías. Mi formación, sus prejuicios, lo que le habían enseñado, lo que sobre ella pasaba, eran otros tantos factores que, en aquel momento, me parecían inconciliables. Me repetía a mí mismo que nada de esto tenía que ver con el siempre posible acoplamiento de un cuerpo de hombre y un cuerpo de mujer, y, no obstante, reconocía que toda una cultura, con sus deformaciones y exigencias, me separaba de esa frente detrás de la cual no debía haber siquiera una noción muy clara de la redondez de la tierra, ni de la disposición de los países sobre el mapa. Eso pensaba yo al recordar sus creencias sobre el espíritu unípedo de los bosques. Y al ver la pequeña cruz de oro que le colgaba del cuello, observé que el único terreno de entendimiento que podíamos tener en común, el de la fe en Cristo, lo habían desertado mis antepasados paternos hacía mucho tiempo: desde que, hugonotes expulsados de la Saboya por la revocación del Edicto de Nantes, pasados a la Enciclopedia por un tatarabuelo mío, amigo del barón de Holbach, conservaran Biblias en la familia, sin creer ya en las Escrituras, únicamente por aquello de que no estaban exentas de una cierta poesía… La taberna se vio invadida por los mineros de otro turno. Las mujeres rojas regresaban de los cuartos del patio, guardándose el dinero de los primeros tratos. Por acabar con la situación falsa que nos tenía desasosegados en torno a la mesa, propuse que anduviéramos hacia el río. El Buscador de Diamantes estaba como cohibido ante la insinuante deferencia de Mouche, que le hacía contar sus andanzas en la selva, aunque sin escucharlo, en un francés de tan pocas palabras que nunca lograba cerrar una frase. Ante mi propuesta de salir, compró botellas de cerveza fría, como aliviado, y nos llevó a una calle recta que se perdía en la noche, alejándose de los fuegos del valle. Pronto llegamos a la orilla del río que corría en la sombra, con un ruido vasto, continuando, profundo, de masa de agua dividiendo las tierras. No era el agitado escurrirse de las corrientes delgadas, ni el chapoteo de los torrentes, ni la fresca placidez de las ondas de poco cauce que tantas veces hubiera oído de noche en otras riberas: era el empuje sostenido, el ritmo genésico de un descenso iniciado a centenares y centenares de leguas más arriba, en las reuniones de otros ríos venidos de más lejos aún, con todo su peso de cataratas y manantiales.
En la oscuridad parecía que el agua, que empujaba el agua desde siempre, no tuviera otra orilla y que su rumor lo cubriera todo, en lo adelante, hasta los confines del mundo. Andando en silencio llegamos a una ensenada -un remanso más bien- que era cementerio de viejos barcos abandonados, con sus timones dejados al garete y los sollados llenos de ranas. En medio, encallado en el limo, había un antiguo velero, de muy noble estampa, con proa de mascarón que era una Anfitrite de madera tallada, cuyos senos desnudos surgían de velos alargados hasta los escobenes, en movimiento de alas. Cerca del casco nos detuvimos, casi al pie de la figura que parecía volar sobre nosotros cuando era enrojecida de súbito por la llamarada tornadiza de un mechurrio. Emperezados por el frescor de la noche y el ruido perenne del río en marcha, acabamos por recostarnos en la grava de la orilla. Rosario se soltó el pelo y empezó a peinarlo lentamente, con gesto tan íntimo, tan sabedor de la proximidad del sueño, que no me atreví a hablarle. Mouche, en cambio, contaba nimiedades, interrogaba al griego, celebraba sus respuestas con risas en diapasón agudo, sin advertir, al parecer, que estábamos en un lugar cuyos elementos componían una de esas escenografías inolvidables que el hombre encuentra muy pocas veces en su camino. El mascarón, las llamas, el río, los barcos abandonados, las constelaciones: nada de lo visible parecía emocionarla. Creo que fue ése el momento en que su presencia comenzó a pesar sobre mí como un fardo que cada jornada cargaría de nuevos lastres.