Acabo de tener una desagradable sorpresa. El Adelantado, a quien fui a pedir otro cuaderno, me preguntó si me los tragaba. Le expliqué por qué necesitaba más papel. «Te doy el último», me dijo, de mal humor, explicándome luego que esas libretas se destinaban a levantar actas, consignar acuerdos, tomar apuntes de utilidad, y en modo alguno podían despilfarrarse en músicas. Para calmar mi despecho, me ofrece la guitarra de su hijo Marcos. Según veo, no establece relación alguna entre el hecho de componer y la necesidad de escribir. Todas las músicas que conoce son de arpistas, tocadores de bandola, gentes de plectro, que siguen siendo ministriles del Medievo, como los venidos en las carabelas primeras, y para nada necesitan de partituras ni saben, siquiera, de papeles pautados. Enojado, voy a quejarme a fray Pedro. Pero el capuchino da toda la razón al Adelantado, añadiendo que éste, además, parece olvidar que pronto habrán de llevarse Libros de Bautizo y Libros de Entierros, en la comunidad, sin olvidar el Registro de Casamientos. Y, de súbito, se encara conmigo, preguntándome si pienso seguir en concubinato por toda la vida. Tan poco me esperaba esto que balbuceo cualquier cosa ajena a la cuestión.
Fray Pedro, ahora, increpa a los que se tienen por personas cultas y sensatas, y empiezan por entorpecer su labor de evangelización, dando malos ejemplos a los indios. Afirma que estoy en la obligación de casarme con Rosario, pues las uniones santificadas y legales deben ser la base del orden que habrá de instaurarse en Santa Mónica de los Venados. Repentinamente me vuelve el aplomo y tengo una reacción irónica, diciéndole que muy bien se vivía aquí sin su ministerio.
Todas las venas de la cara del fraile parecen hincharse a un tiempo; iracundo, me grita, con la violencia de quien insulta o profiere improperios, que no tolera dudas acerca de la legitimidad de su ministerio, justificando su presencia con una frase en que Cristo hablaba de las ovejas que no eran de su rebaño y tenían que recogerse para que oyeran su voz. Sorprendido por la ira de fray Pedro, que golpea el suelo con su cayado, me encojo de hombros y miro a otra parte, guardando para mí lo que iba a decirle: He aquí para lo que sirve una iglesia. Ya salen a relucir las ataduras hasta ahora escondidas bajo el sayal samaritano. No pueden dos cuerpos yacer y gozarse, sin que unos dedos de uñas negras tracen sobre ellos el signo de la cruz. Habrá que asperjar de agua bendita las esteras en que nos abrazamos, un domingo en que hayamos consentido a ser los personajes de una edificante estampa. Tan ridículo me parece el cromo nupcial, que prorrumpo en una carcajada y salgo de la iglesia, cuya pared abierta en rajaduras ha sido calafateada temporalmente con anchas hojas de malangas, sobre las que corre la lluvia con sordo tamborileo. Vuelvo a nuestra choza, y debo confesarme, entonces, que mi burla, mi risa desafiante, no eran sino fáciles reacciones de quien buscaba, en muy literarios principios de libertad, una manera de ocultar la verdad molesta: estoy casado ya. Y poco importaría esto si no amara hondamente, entrañablemente, a Rosario. La bigamia, a tales distancias de mi país y de sus tribunales, sería un delito incomprobable. Podría prestarme a la comedia ejemplar pedida por el fraile, y todos quedarían contentos. Pero pasaron los tiempos de las estafas. Por lo mismo que he vuelto a sentirme un hombre, me he prohibido el uso de la mentira; ya que la lealtad puesta por Rosario a cuanto me atañe es algo que estimo sobre todas las cosas, me subleva la idea de engañarla -y más, en materia a que tanta importancia atribuye, por instinto, la mujer llevada a buscar casa donde albergar la viviente casa de su gravidez siempre posible-. No podría aceptar el espectáculo atroz de verla guardar entre sus ropas, tal vez con alegría de niña endomingada, el acta, suscrita en papel de libreta, en que se nos declare «marido y mujer ante Dios». La conciencia de mi conciencia me impide ya semejantes canalladas. Por lo mismo, tengo temor a las probables tácticas frailunas: firme en su propósito, Pedro de Henestrosa actuará sobre el ánimo de Tu mujer, para que sea ella quien se coloque en el disparadero.
Me veré en el dilema de confesar lo cierto o de mentir. La verdad -si la digo- me pondrá en situación difícil ante el misionero, falseándose, de hecho, la plácida y simple armonía de mi vida con Rosario. La mentira -si la acepto- echará abajo, con un acto grave, la rectitud de proceder que yo me había propuesto como ley inquebrantable en esta nueva vida. Por huir de la zozobra, del acoso de esta cavilación, trato de concentrarme en el trabajo de mi partitura, lográndolo al fin con arduo esfuerzo.
Estoy en el momento, sumamente difícil, de la aparición de Anticleia, que hace pasar la voz de Ulises a un plano de simple discantus, bajo el lamento melismático de Elpenor, introduciendo el primer episodio lírico de la cantata -episodio cuya materia pasará a la orquesta, luego de la entrada de Tiresias, sirviendo de alimento al primer desarrollo de tipo instrumental, bajo una polifonía establecida en el plano de las voces… Al final del día, a pesar de haber apretado la escritura hasta donde fuera posible, veo que he llenado ya la tercera parte del segundo cuaderno. Es evidente que debo hallar con urgencia un modo de resolver este problema. Alguna materia debe haber en la selva, tan pródiga en tejidos naturales, yutas extrañas, yaguas, envolturas de fibra, en que se haga posible escribir. Pero llueve sin cesar. Nada está seco en todo el Valle de las Mesetas. Aprieto un poco más la gráfica, con astucias de pendolista, para aprovechar cada milímetro de papel; pero esa preocupación mezquina, avara, contraria a la generosidad de la inspiración, cohibe mi discurso, haciéndome pensar en pequeño lo que debo ver en grande. Me siento maniatado, menguado, ridículo, y acabo por abandonar la tarea, poco antes del crepúsculo, con resquemante despecho. Nunca pensé que la imaginación pudiera toparse alguna vez con un escollo tan estúpido como la falta de papel.
Y cuando más exasperado me encuentro, Rosario me pregunta a quién estoy escribiendo cartas, puesto que aquí no hay correo. Esa confusión, la imagen de la carta hecha para viajar y que no puede viajar, me hace pensar, de súbito, en la vanidad de todo lo que estoy haciendo desde ayer. De nada sirve la partitura que no ha de ser ejecutada. La obra de arte se destina a los demás, y muy especialmente la música, que tiene los medios de alcanzar las más vastas audiencias. He esperado el momento en que se ha consumado mi evasión de los lugares en donde podría ser escuchada una obra mía, para empezar a componer realmente. Es absurdo, insentato, risible.
Y, sin embargo, puedo prometerme, jurarme en voz baja que el Treno se quedará ahí, que no pasará del primer tercio de la segunda libreta: sé que mañana, al alba, una fuerza que me posee me hará tomar el lápiz y esbozar la página en la aparición de Tiresias, que suena ya en mis oídos con su festiva sonoridad de órgano: tres oboes, tres clarinetes, un fagot, dos cornos, trombón. No importa que el Treno no se ejecute nunca. Debo escribirlo y lo escribiré, sea como sea; aunque fuera para demostrarme que no estaba vacío, totalmente vacío – como quise hacérselo creer, un día de este año, al Curador. Algo calmado, me recuesto en mi hamaca. Pienso nuevamente en el fraile y su exigencia. Tu mujer está detrás de mí, acabando de asar unas mazorcas de maíz sobre un fuego que mucho le ha costado encender, a causa de la humedad. Desde donde se encuentra no puede ver mi rostro en sombra, ni podrá observar mi expresión cuando le hable. Me decido por fin a preguntarle, con voz que no me suena muy firme, si ella cree útil o deseable que nos casemos.
Y cuando creo que se va a agarrar de la oportunidad para hacerme el protagonista de un cromo dominical para uso de catecúmenos, la oigo decir, asombrado, que de ninguna manera quiere el matrimonio.
Al punto se transforma mi sorpresa en celoso despecho.
Voy hacia Rosario, muy dolido, a pedirle explicaciones.
Pero me deja desconcertado con una argumentación que es la de sus hermanas, fue sin duda la de su madre, y es probablemente la razón del recóndito orgullo de esas mujeres que nada temen: según ella, el casamiento, la atadura legal, quita todo recurso a la mujer para defenderse contra el hombre.
El arma que asiste a la mujer frente al compañero que se descarría es la facultad de abandonarlo en todo momento, de dejarlo solo, sin que tenga medios de hacer valer derecho alguno. La esposa legal, para Rosario, es una mujer a quien pueden mandar a buscar con guardias, cuando abandona la casa en que el marido ha entronizado el engaño, la sevicia o los desórdenes del licor. Casarse es caer bajo el peso de leyes que hicieron los hombres y no las mujeres.
En una libre unión, en cambio -afirma Rosario, sentenciosa-, «el varón sabe que de su trato depende tener quien le dé gusto y cuidado». Confieso que la campesina lógica de este concepto me deja sin réplica. Frente a la vida, es evidente que Tu mujer se mueve en un mundo de nociones, de usos, de principios, que no es el mío. Y, sin embargo, me siento humillado, en un plano de molesta inferioridad, porque soy yo, ahora, el que quisiera obligarla a casarse; soy yo quien aspira a verse pintado en la edificante estampa nupcial, oyendo a fray Pedro pronunciar la fórmula ritual de casamiento, ante la indiada reunida. Pero hay un papel firmado y legalizado, allá, muy lejos, que me quita toda fuerza moral.
Allá, sobre el papel que aquí tanto falta… En ese momento, un grito de Rosario, seguido de un jadeo de terror, me hace mirar atrás. Lo que apareció allí, en el marco de la ventana, es la lepra; la gran lepra de la antigüedad, la clásica, la olvidada por tantos pueblos, la lepra del Levítico, que aún tiene horribles depositarios en el fondo de estas selvas. Bajo un gorro puntiagudo hay un residuo, una piltrafa de semblante, una escoria de carne que aún se sujeta en torno a un agujero negro, abierto en sombras de garganta, cerca de dos ojos sin expresión, que son como de llanto endurecido, prestos a disolverse también, a licuarse, dentro de la desintegración del ser que los mueve y despide por la tráquea una suerte de ronquido bronco, señalando las mazorcas con una mano de ceniza. No sé qué hacer frente a esa pesadilla, a ese cuerpo presente, a ese cadáver que gesticula tan cerca, agitando pedazos de dedos, y tiene a Rosario arrodillada en el suelo, muda de pavor.
«¡Vete, Nicasio! -dice la voz de Marcos, que se acerca sin enojo-. ¡Vete, Nicasio! ¡Vete!» Y lo empuja suavemente con una rama horquillada, para separarlo de la ventana. Luego entra en nuestra choza riendo, toma una mazorca y la arroja al miserable, que se la guarda en una alforja, y se aleja hacia la montaña, arrastrándose más que andando. Sé ahora que he visto a Nicasio, un buscador de oro a quien el Adelantado encontró aquí al llegar, ya muy enfermo, y que vive en una caverna distante, esperando una muerte que le tiene demasiado olvidado. Le está prohibido venir a la población. Pero hace tanto tiempo que no se atrevía a acercarse, que hoy no hubo mayores sanciones. Horrorizado por la idea de que el leproso pueda regresar, invito al hijo del Adelantado a compartir nuestra cena. Presto corre bajo la lluvia a buscar su vieja guitarra de cuatro cuerdas -la misma que sonó a bordo de las carabelas- y sobre un ritmo que hace correr sangre de negros bajo la melodía del romance, empieza a cantar:
Soy hijo del rey Mulato
y de la reina Mulatina;
la que conmigo casara
mulata se volvería.