XXXIV

(18 de julio)


Acabamos de atravesar un manso espesor de nubes sobre el cual pintábamos todavía -a través de arcos truncos, de obeliscos carcomidos, de colosos con cara de humo- las claridades del día, para hallar, abajo, el crepúsculo de la ciudad cuyas luces empiezan a encenderse. Algunos se divierten en ubicar un estadio, un parque, una avenida principal, entre tantas geometrías luminosas, paseando los índices sobre los cristales de las ventanillas. Mientras otros se alegran de llegar, yo me acerco con angustiosa opresión a ese mundo que dejé hace mes y medio, según cálculo hecho sobre los calendarios en uso, cuando en realidad he vivido la pasmosa dilatación de seis inmensas semanas que escaparon a las cronologías de este clima. Mi esposa ha dejado el teatro para interpretar un nuevo papel: el papel de esposa. Esa es la tremenda novedad que me tiene volando sobre los humos de suburbios que jamás creía ver más, en vez de estar preparando ya la vuelta a Santa Mónica de los Venados,, donde Tu mujer me aguarda con los apuntes del Treno, que ya tendrán resmas y resmas de papel donde desarrollarse.

Para más contrasentido, la gente que me rodea, y para quien fui la gran atracción del viaje, parece envidiarme: todos me mostraron recortes de publicaciones en que Ruth aparece, en nuestra casa, rodeada de periodistas, o bien irguiendo una silueta plañidera ante las vitrinas del Museo Organográfico, o mirando un mapa con expresión dramática en el apartamento del Curador. Una noche, estando en escena -me cuentan-, tuvo una corazonada. Rompió a sollozar a media réplica, y, saliendo del drama a poco de iniciar el diálogo con Booth, fue directamente a la redacción de un gran diario, revelando que no se tenían noticias mías, que yo había de estar de regreso desde los comienzos del mes, y que mi maestro -quien fuere a verla aquella tarde- estaba realmente inquieto al no saber de mí. Pronto se evocaron las figuras de exploradores, de viajeros, de sabios, cautivos de tribus sanguinarias -con Fawcett en primer lugar, desde luego-, y Ruth, en el colmo de la emoción, pidió que el periódico exigiera mi rescate, dando un premio a quien me hallara en la gran mancha verde, inexplorada, que el Curador había señalado como la zona geográfica de mi destino.

A la mañana siguiente, Ruth era patética figura de actualidad, y mi desaparición, ignorada la víspera, se hacía noticia de un interés nacional. Todas mis fotografías pasaron a ser publicadas, incluso la de mi primera comunión -esa primera comunión aceptada por mi padre a regañadientes- frente a la iglesia de Jesús del Monte, y las de uniforme, en las ruinas de Monte Cassino, y la otra, frente a la Villa Wahnfried, con los soldados negros. El Curador explicó á la prensa, con grandes elogios, mi teoría -¡tan absurda me parece hoy!- del mimetismo-mágico-rítmico, en tanto que mi esposa ha trazado un hermoso y plácido cuadro de nuestra vida conyugal.

Pero hay algo más, que me irrita sobremanera: el periódico, que tan generosamente acaba de premiar a los aviadores por mi rescate, muy dado a congraciarse con el hogar y la familia, se empeña en presentarme a sus lectores como un personaje ejemplar.

Una temática persistente se hace demasiado audible tras la prosa de los artículos que se refieren a mí: soy un mártir de la investigación científica, que torna al regazo de la esposa admirable; también en el mundo del teatro y del arte puede hallarse la virtud conyugal; el talento no se excusa para infringir las normas de la sociedad; vean la Pequeña Crónica de Ana Magdalena, evoquen el apacible hogar de Mendelssohn, etc. Cuando me voy enterando de todo lo hecho por sacarme de la selva, me siento a la vez avergonzado e irritado. Yo he costado al país una verdadera fortuna: más de lo necesario para asegurar una existencia holgada a varias familias por una vida entera. En mi caso, como en el de Fawcett, me sobrecoge el absurdo de una sociedad capaz de soportar fríamente el espectáculo de ciertos suburbios -como ésos, sobre los cuales estamos volando, con sus niños hacinados bajo planchas de palastro-, pero que se enternece y sufre pensando que un explorador, etnógrafo o cazador, pueda haberse extraviado o ser cautivo de bárbaros, en el desempeño de un oficio libremente elegido, que incluye tales riesgos en sus reglas, como es albur del toreo recibir cornadas. Millones de seres humanos han sido capaces de olvidar, por un tiempo, las guerras que se ciernen sobre el orbe, para estar pendientes de noticias mías. Y los que ahora se disponen a aplaudirme, ignoran que van a aplaudir a un embustero.

Porque todo, en este vuelo que ahora se arrumba hacia la pista es embuste. Estaba yo en el bar del hotel donde habíamos velado al Kappelmeister, cuando, venida del otro extremo del hemisferio, me llegó la voz de Ruth por el hilo del teléfono. Lloraba y reía, y estaba rodeada, allá, de tanta gente, que apenas entendí lo que quería decirme. De pronto, fueron expresiones de amor, y la noticia de que había abandonado el teatro para estar siempre junto a mí, y que iba a tomar el primer avión para reunirse conmigo. Aterrado por ese propósito, que la traería a mi terreno, en la antesala misma de mi evasión, allí donde el divorcio se hacía sumamente largo y difícil en virtud de leyes muy hispánicas, que incluían rogativas al Tribunal de la Rota, le grité que permaneciera en nuestra casa y que quien tomaría el avión aquella misma noche sería yo. En la despedida confusa, entrecortada de sonidos parasitarios, creí oír algo acerca de que quería ser madre.

Pero luego, repasando mentalmente cuanto inteligible hubiera emergido de la conversación, quedé con el pulso en suspenso, preguntándome si había dicho que quería ser madre o que iba a ser madre. Esto ultimo, para desventura mía, estaba dentro de las posibilidades, puesto que me había acoplado con ella, por última vez, en rutinario rito dominical, hacía menos de seis meses. Ese fue el momento en que acepté la suma considerable ofrecida por el periódico de mi rescate para reservarle la exclusividad de innumerables mentiras -ya que son cincuenta cuartillas de mentiras las que voy a vender ahora-. No puedo, en efecto, revelar lo que de maravilloso ha tenido mi viaje, puesto que ello equivaldría a poner los peores visitantes sobre el rumbo de Santa Mónica y del Valle de las Mesetas. Por suerte, los pilotos que me hallaron sólo se refirieron a una misión en sus reportes, por el hábito verbal de llamar «misión» todo lugar apartado donde un fraile ha plantado una cruz. Y como las misiones no inspiran mayor curiosidad al público, puedo callarme muchas cosas.

Lo que venderé, pues, es una patraña que he idr repasando durante el viaje: prisionero de una tribmás desconfiada que cruel; logré fugarme, atravesando, solo, centenares de kilómetros de selva; al fin, extraviado y hambriento, llegué a la «misión» donde me encontraron. Tengo en mi maleta una novela famosa, de un escritor suramericano, en que se precisan los nombres de animales, de árboles, refiriéndose leyendas indígenas, sucedidos antiguos, y todo lo necesario para dar un giro de veracidad a mi relato.

Cobraré mi prosa, y con una suma de dinero que puede asegurar a Ruth unos treinta años de vida apacible, plantearé el divorcio con menos remordimientos.

Porque es indudable que mi caso ha venido a agravarse, en lo moral, con esta duda acerca de su gravidez -gravidez que explicaría su brusca deserción del teatro y la necesidad de acercarse a mí-.

Siento que habré de combatir la más terrible de todas las tiranías: la que suelen ejercer los que aman sobre la persona que no quiere ser amada, asistidos por la tremenda fuerza de una ternura y una humildad que desarman la violencia y acallan las palabras de repudio. No hay peor adversario, en una lucha como la que voy a librar, que quien acepta todas las culpas y pide perdón antes de que le señalen la puerta.

Apenas dejo la escalerilla del avión, la boca de Ruth acude a mi encuentro y su cuerpo me busca en la inesperada intimidad creada por los abrigos abiertos que se hacen uno a ambos lados de nuestros flancos; reconozco el contacto de sus senos y de su vientre bajo el ligero tejido que los viste, y es luego un prorrumpir en sollozos sobre mi hombro.

Estoy cegado por mil relámpagos que son como espejos rotos en el atardecer del aeródromo. Pero llega ya el Curador, que se me abraza emocionado; viene luego la delegación de la Universidad, encabezada por el Rector y los Decanos de las Facultades; varios altos funcionarios del gobierno y de la municipalidad, el director del periódico -¿no estaba también ahí Extieich, con el pintor de las cerámicas y la bailarina?

– , y, finalmente, el personal de mi estudio de sincronización, con el presidente de la empresa y el comisionado de relaciones públicas -completamente borracho ya-. De la confusión y el aturdimiento que me envuelven veo surgir, como venidos de muy lejos, muchos rostros que ya había olvidado: rostros de tantos y tantos que conviven estrechamente con nosotros durante años, por la práctica común de un oficio o la concurrencia obligada a un área de trabajo, y que, sin embargo, a poco de dejar de verse, desaparecen con sus nombres y el sonido de las palabras que decían. Escoltado por esos espectros me encamino hacia la recepción del Ayuntamiento. Y observo a Ruth, ahora, bajo las arañas de la galería de los retratos, y me parece que interpreta el mejor papel de su vida: enredando y desenredando un inacabable arabesco, se hace poco a poco el centro del acto, su eje de gravitación, y quitando toda iniciativa a las demás mujeres, usurpa las funciones de ama de casa con una gracia y una movilidad de bailarina.

Está en todas partes; se desliza detrás de las columnas, desaparece para resurgir en otro lugar, ubicua, inasible; entona el gesto cuando un fotógrafo la acecha; alivia una jaqueca importante, hallando la oblea oportuna en su cartera; regresa a mí con una golosina o una copa en la mano, me contempla con emoción por espacio de un segundo, me roza con su cuerpo con gesto íntimo, que cada cual cree ser el único en haber sorprendido; va, viene, coloca unr palabra ingeniosa donde alguien citó a Shakespeare, da una breve declaración a la prensa, afirma que me acompañará la próxima vez que yo vaya a la selva; se yergue, esbelta, ante el camarógrafo, de las actualidades, y es su actuación tan matizada, diversa, insinuante, dándose sin dejar de guardar las distancias, haciéndose admirar de cerca aunque siempre atenta a mí, usando de mil artimañas inteligentes para ofrecerse a todos como la estampa de la dicha conyugal, que dan ganas de aplaudir. Ruth, en esta recepción, tiene la estremecida alegría de la espos: que va a vivir -esta vez sin el dolor de la desflo ración- una segunda noche de bodas; es Genoveva de Brabante, vuelta al castillo; es Penélope oyendo a Ulises hablarle del lecho conyugal; es Griseldis, engrandecida por la fe y la espera. Al fin, cuando presiente que sus recursos van a agotarse, que una reiteración puede quitar relumbre al juego de la Protagonista, habla tan persuasivamente de mi fatiga, de mi deseo de reposo y de intimidad, después de tantas y tan crueles tribulaciones, que nos dejan marchar, entre los guiños entendidos de los hombres que ven descender a mi esposa la escalinata de honor, colgada de mi brazo, con el cuerpo modelado por el vestido. Tengo la impresión, al salir del Ayuntamiento, que sólo falta bajar el telón y apagar las candilejas. Me siento ajeno a todo esto. He quedado muy lejos de aquí. Cuando hace un momento me dijo el presidente de mi empresa: «Tómese unos días más de reposo», lo miré extrañamente, casi indignado de que se atreviera a arrogarse todavía alguna potestad sobre mi tiempo. Y ahora vuelvo a encontrar la que fue mi casa, como si entrara en casa de otro. Ninguno de los objetos que aquí veo tiene para mí el significado de antes, ni tengo deseos de recuperar esto o aquello. Entre los libros alineados en los entrepaños de la biblioteca hay centenares que para mí han muerto. Toda una literatura que yo tenía por lo más inteligente y sutil que hubiera producido la época, se me viene abajo con sus arsenales de falsas maravillas. El olor peculiar de este apartamento me devuelve a una vida que no quiero vivir por segunda vez… Al entrar, Ruth se había inclinado para recoger un recorte de periódico que alguien -un vecino, sin duda- hubiera deslizado por debajo de la puerta. Parece ahora que su lectura le causa una creciente sorpresa. Me alegro ya de esta distracción de su mente que retarda los temidos gestos de cariño, dándome el tiempo de pensar lo que voy a decirle, cuando hace un ademán violento y se me acerca con los ojos encendidos por la ira. Me entrega un trozo de papel de periódico, y me estremezco al ver una fotografía de Mouche, en coloquio con un periodista conocido por su explotación del escándalo. El título del artículo -tomado de un tabloide despreciable- habla de revelaciones acerca de mi viaje. Su autor relata una conversación tenida con la que fuera mi amante. Esta le declaró del modo más sorpresivo que fue colaboradora mía en la selva: según sus palabras, mientras yo estudiaba los instrumentos primitivos desde el punto de vista organográfico, ella los consideraba bajo el enfoque astrológico -pues, como es sabido, muchos pueblos de la antigüedad relacionaron sus escalas con una jerarquía planetaria. Con una intrepidez aterradora, cometiendo errores risibles para cualquier especialista, Mouche habla de la «danza de la lluvia» de los indios Zunis, con su suerte de sinfonía elemental en siete movimientos; cita los ragas indostánicos, nombra a Pitágoras, con ejemplos debidos, evidentemente, a la amistad de Extieich. Y es hábil, a pesar de todo, ya que con ese despliegue de falsa erudición trata de justificar, ante los ojos del público, su presencia junto a mí en el viaje, haciendo olvidar la verdadera índole de nuestras relaciones.

Se presenta como una estudiosa de la astrología, que se aprovecha de la misión confiada a un amigo para acercarse a las nociones cosmogónicas de los indios más primitivos. Completa su novela afirmando que abandonó voluntariamente la empresa, allí donde la derribara el paludismo, regresando en la canoa del doctor Montsalvatje. No dice más, sabiendo que esto basta para que los interesados entiendan lo que deben entender: en realidad se está vengando de mi fuga con Rosario y del hermoso papel que mi esposa se ha visto atribuir por la opinión, en la vasta impostura. Y lo que no dice, lo hace vislumbrar el periodista con malvada ironía: Ruth ha empeñado la nación entera en el rescate de un hombre que, en realidad, fue a la selva con una querida. El aspecto equívoco de la historia quedaba evidenciado por el silencio de quien, ahora, salía de la sombra con la más pérfida oportunidad. De súbito, el sublime teatro conyugal de mi esposa se hundía en el ridículo. Y ella me miraba, en este instante, con un furor situado más allá de las palabras; su cara parecía hecha de la materia yesosa de las máscaras trágicas, y la boca, inmovilizada en una mueca sardónica, dejaba ver sus dientes -era defecto que ocultaba mucho- en arco demasiado cerrado.

Sus manos crispadas se habían hundido en su cabellera, como buscando algo que apretar y romper.

Comprendí que debía adelantarme al estallido de una cólera que ya no podría contenerse, y precipité la crisis largando de golpe todo lo que no había pensado decir sino varios días después, cuando me asistiera la abyecta pero innegable fuerza del dinero.

Culpé su teatro, su vocación antepuesta a todo, la separación de los cuerpos, el absurdo de una vida conyugal reducida a la fornicación del séptimo día.

Y llevado por una vindicativa necesidad de añadir a lo revelado la precisa hincada del detalle, le dije cómo su carne, un buen día, se me había hecho distante; cómo su persona se había transformado, para mí en la mera imagen del deber que se cumple por pereza ante los trastornos que durante un tiempo acarrea una ruptura aparentemente injustificada.

Le hablé luego de Mouche, de nuestros primeros encuentros, en su estudio adornado con figuraciones astrales, donde, al menos, había encontrado algo del juvenil desorden, del impudor alegre, un tanto animal, que era inseparable, para mí, del amor físico.

Ruth, desplomada sobre la alfombra, jadeante, con todas las venas de la cara dibujadas en verde, sólo acertaba a decirme, en una suerte de estertor gimiente, como queriendo llegar cuanto antes al fin de una operación intolerable: «Sigue… Sigue… Sigue.»

Pero yo había pasado a narrarle mi desprendimiento de Mouche, mi asco presente por sus vicios y mentiras, mi desprecio por cuanto significaban las falacias de su vida, su oficio de engaño y el perenne aturdimiento de sus amigos engañados por las ideas engañosas de otros engañados -desde que lo contemplaba todo con ojos nuevos, como si regresara, con la vista devuelta, de un largo tránsito por moradas de verdad-. Ruth se puso de rodillas para escucharme mejor. Y al punto vi nacer en su mirada el peligro de una compasión demasiado fácil, de una generosa indulgencia que en modo alguno quería aceptar. Su rostro se iba endulzando de humana comprensión ante la debilidad castigada, y pronto habría una mano para el caído y vendría el perdón sollozante y magnánimo. Por una puerta abierta veía su cama demasiado bien arreglada, con las sábanas mejores, las flores en el velador, mis pantuflas colocadas al lado de las suyas, como anticipación de un abrazo previsto, al que no faltaría la reconfortante conclusión de una cena delicada que debía estar dispuesta en alguna parte del departamento, con sus vinos blancos puestos a enfriar. El perdón estaba tan cerca que creí llegado el momento de asestar el golpe decisivo, y saqué a Rosario de su secreto, presentando este imprevisto personaje al estupor de Ruth como algo remoto, singular, incomprensible para los de acá, pues su explicación requería la posesión de ciertas llaves. Le pintaba un ser sin asidero para nuestras leyes, que sería inútil tratar de alcanzar por los caminos comunes; un arcano hecho persona, cuyos prestigios me habían marcado, luego de pruebas que debían callarse, como se callaban los secretos de una orden de caballería. En medio del drama que tenía este conocido aposento por marco, me iba divirtiendo malignamente en aumentar el desconcierto de mi esposa, con el aspecto de Kundry que mis palabras prestaban a Rosario, plantando en torno de ella una decoración de Paraíso Terrenal, donde la boa rastreada por Gavilán hubiera hecho las veces de serpiente. Esa distensión de mí mismo dentro de la invención verbal daba,a mi voz un sonido tan firme y asentado que Ruth, viéndose amenazada por un real peligro, se colocó frente a mí para escuchar con más atención. De repente dejé caer la palabra divorcio, y como ella no parecía comprender, la repetí varias veces, sin enojo, con el tono resuelto y nada alterado de quien expone una decisión inquebrantable. Entonces una gran trágica se alzó ante mí. No podría recordar lo que me dijo durante la media hora en que la habitación fue su escenario. Lo que más me impresionó fueron los gestos: los gestos de sus brazos delgados, que iban del cuerpo inmóvil al semblante de yeso, apoyando las palabras con patética justeza. Sospecho ahora que todas las inhibiciones dramáticas de Ruth, su atadura de años a un mismo papel, sus deseos, siempre aplazados, de lacerarse en escena, viviendo el dolor y la furia de Medea, hallaron de pronto, un alivio en aquel monólogo que ascendía al paroxismo…

Pero de pronto, sus brazos cayeron, bajó la voz al registro grave, y mi esposa fue la Ley. Su idioma se hizo idioma de tribunales, de abogados, de fiscales. Helada y dura, inmovilizada en una actitud acusadora, atiesada por la negrura del vestido que había dejado de modelarla, me advirtió que tenía los medios de tenerme atado por largo tiempo, que llevaría el divorcio por los caminos más enredados y sinuosos, que me confundiría con los lazos legales más pérfidos, con las tramitaciones más embrolladas, para impedir el regreso a donde vivía la que designaba ahora con el término ridiculizante de Tu Átala.

Parecía una estatua majestuosa, apenas femenina, plantada sobre la alfombra verde como un Poder inexorable, como una encarnación de la Justicia. Le pregunté por fin si era cierto lo de su embarazo. En ese momento, Temis se hizo madre: se abrazó a su propio vientre con gesto desolado, doblándose sobre la vida que le estaba naciendo en las entrañas, como para defenderla de mi avilantez, y rompió a llorar de modo humilde, casi infantil, sin mirarme, tan adolorida que sus sollozos, venidos de lo hondo, apenas si se marcaban en leves gemidos. Luego, como calmada, fijó los ojos en la pared, con semblante de contemplar algo remoto; se levantó con gran esfuerzo y fue a su habitación, cerrando la puerta detrás de sí. Cansado por la crisis, necesitado de aire, bajé las escaleras. Al cabo de los peldaños, fue la calle.

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