XXVI

(27 de junio)


Amanece sobre las Grandes Mesetas. Las nieblas de la noche demoran entre las Formas, tendiendo velos que se adelgazan y aclaran cuando la luz se refleja en un acantilado de granito rosa y baja al plano de las inmensas sombras recostadas. Al pie de los paredones verdes, grises, negros, cuyas cimas parecen diluirse entre brumas, los helechos sacuden el leve cierzo que los esmalta. Asomado a una oquedad en la que apenas pudiera ocultarse un niño, contemplo una vida de líquenes, de musgos, de pigmentos plateados, de herrumbres vegetales, que es, en escala minúscula, un mundo tan complejo como el de la gran selva de abajo. Hay tantas vegetaciones distintas, en un palmo de humedad, como especies se disputan allá el espacio que debiera bastar para un solo árbol. Este plancton de la tierra es como una pátina que se espesa al pie de una cascada caída de muy alto, cuyo constante hervor de espumas ha cavado un estanque en la roca. Aquí es donde nos bañamos desnudos, los de la Pareja, en agua que bulle y corre, brotando de cimas ya encendidas por el sol, para caer en blanco verde, y derramarse, más abajo, en cauces que las raíces del tanino tiñen de ocre. No hay alarde, no hay fingimiento edénico, en esta limpia desnudez, muy distinta de la que jadea y se vence en las noches de nuestra choza, y que aquí liberamos con una suerte de travesura, asombrados de que sea tan grato sentir la brisa y la luz en partes del cuerpo que la gente de allá muere sin haber expuesto alguna vez al aire libre. El sol me ennegrece la franja de caderas a muslo que los nanadores de mi país conservan blanca, aunque se hayan bañado en mares de sol. Y el sol me entra por entre las piernas, me calienta los testículos, se trepa a mi columna vertebral, me revienta por los pectorales, oscurece mis axilas, cubre de sudor mi nuca, me posee, me invade, y siento que en su ardor se endurecen mis conductos seminales y vuelvo a ser la tensión y el latido que buscan las oscuras pulsaciones de entrañas caladas a lo más hondo, sin hallar límite a un deseo de integrarme que se hace añoranza de matriz. Y luego, es el agua otra vez, a cuyo fondo desembocan manantiales helados que voy a buscar con la cara, metiendo las manos en una arena gruesa, que es como limalla de mármol. Más tarde vendrán los indios y se bañarán en cueros, sin más traje que el de las manos abiertas sobre el pene.

Y a mediodía será fray Pedro, sin cubrir siquiera las canas de su sexo, huesudo y enjuto como un San Juan predicando en el desierto… Hoy he tomado la gran decisión de no regresar allá. Trataré de aprender los simples oficios que se practican en Santa Mónica de los Venados y que ya se enseñan a quien observe las obras de edificación de su iglesia. Voy a sustraerme al destino de Sísifo que me impuso el mundo de donde vengo, huyendo de las profesiones hueras, el girar de la ardilla presa en tambor de alambre, del tiempo medido y de los oficios de tinieblas. Los lunes dejarán de ser, para mí, lunes de ceniza, ni habrá por qué recordar que el lunes es lunes, y la piedra que yo cargaba será de quien quiera agobiarse con su peso inútil. Prefiero empuñar la sierra y la azada a seguir encanallando la música en menesteres de pregonero. Lo digo a Rosario, que acepta mi propósito con alegre docilidad, como siempre recibirá la voluntad de quien reciba por varón.

Tu mujer no ha comprendido que esa determinación es, para mí, mucho más grave de lo que parece, puesto que implica una renuncia a todo lo de allá.

Para ella, nacida en el lindero de la selva, con hermanas amaridadas a mineros, es normal que un hombre prefiera la vastedad de lo remoto al hacinamiento de las ciudades. Además, no creo que para habituarse a mí haya tenido que hacer tantos acomodos intelectuales como yo. Ella no me ve como un hombre muy distinto de los otros que haya conocido.

Yo, para amarla -pues creo amarla entrañablemente ahora-, he tenido que establecer una nueva escala de valores, en punto a lo que debe apegar un hombre de mi formación a una mujer que es toda una mujer, sin ser más que una mujer.

Me quedo, pues, con toda conciencia de lo que hago.

Y al repetirme que me quedo, que mis claridades serán ahora las del sol y las de la hoguera, que cada mañana hundiré el cuerpo en el agua de esta cascada, y que una hembra cabal y entera, sin torceduras, estará siempre al alcance de mi deseo, me invade una inmensa alegría. Recostado sobre una laja, mientras Rosario, de senos al desgaire, lava sus cabellos en la corriente, tomo la vieja Odisea del griego, tropezando, al abrir el tomo, con un párrafo que me hace sonreír: aquel en que se habla de los hombres que Ulises despacha al país de los lotófagos, y que, al probar la fruta que allí se daba, se olvidan de regresar a la patria. «Tuve que traerlos a la fuerza, sollozantes -cuenta el héroe- y encadenarlos bajo los bancos, en el fondo de sus naves.»

Siempre me había molestado, en el maravilloso relato, la crueldad de quien arranca sus compañeros a la felicidad hallada, sin ofrecerles más recompensa que la de servirlo. En ese mito veo como un reflejo de la irritación que causan siempre a la sociedad los actos de quienes encuentran, en el amor, en el disfrute de un privilegio físico, en un don inesperado, el modo de sustraerse a las fealdades, prohibiciones y vigilancias padecidos por los más. Doy media vuelta sobre la piedra cálida, y esto me hace mirar hacia donde varios indios, sentados en torno a Marcos, el primogénito del Adelantado, trabajan en obras de cestería. Pienso ahora que mi vieja teoría acerca de los orígenes de la música era absurda. Veo cuan vanas son las especulaciones de quienes pretenden situarse en los albores de ciertas artes o instituciones del hombre, sin conocer, en su vida cotidiana, en sus prácticas curativas y religiosas, al hombre prehistórico, contemporáneo nuestro. Muy ingeniosa era mi idea de hermanar el propósito mágico de la plástica primitiva -la representación del animal que otorga poderes sobre ese animal- con la fijación primera del ritmo musical, debida al afán de remedar el galope, trote, paso, de los animales.

Pero yo asistí, hace días, al nacimiento de la música.

Pude ver más allá del treno con que Esquilo resucita al emperador de los persas; más allá de la oda con que los hijos de Autolicos detienen la sangre negra que mana de las heridas de Ulises; más allá del canto destinado a preservar al faraón. Una de las mordeduras de sierpes, en su viaje de ultratumba. Lo que he visto confirma, desde luego, la tesis de quienes dijeron que la música tiene un origen mágico. Pero ésos llegaron a tal razonamiento a través de los libros, de los tratados de psicología, construyendo hipótesis arriesgadas acerca de la pervivencia, en la tragedia antigua, de prácticas derivadas de una hechicería ya remota. Yo, en cambio, he visto cómo la palabra emprendía su camino hacia el canto, sin llegar a él; he visto cómo la repetición de un mismo monosílabo originaba un ritmo cierto; he visto, en el juego de la voz real y de la voz fingida que obligaba al ensalmador a alternar dos alturas de tono, cómo podía originarse un tema musical de una práctica extramusical. Pienso en las tonterías dichas por quienes llegaron a sostener que el hombre prehistórico halló la música en el afán de imitar la belleza del gorjeo de los pájaros -como si el trino del ave tuviese un sentido musical-estético para quien lo oye constantemente en la selva, dentro de un concierto de rumores, ronquidos, chapuzones, fugas, gritos, cosas que caen, aguas que brotan, interpretado por el cazador como una suerte de código sonoro, cuyo entendimiento es parte principal del oficio. Pienso en otras teorías falaces y me pongo a soñar en la polvareda que levantarían mis observaciones en ciertos medios musicales aferrados a tesis librescas.

También sería útil recoger algunos de los cantos de indios de este lugar, muy bellos dentro de su elementalidad, con sus escalas singulares, destructoras de esa otra noción generalizada según la cual los indios sólo saben cantar en gamas pentáfonas… Pero, de pronto, me enojo conmigo mismo, al verme entregado a tales cavilaciones. He tomado la decisión de quedarme aquí y debo dejar de lado, de una vez, esas vanas especulaciones de tipo intelectual.

Para zafarme de ellas me pongo la poca ropa que aquí uso y voy a reunirme con los que están acabando de construir la iglesia. Es una cabaña redonda, amplia, de techo puntiagudo como el de las churuatas, de hojas de moriche sobre viguetería de ramas, rematada por una cruz de madera. Fray Pedro se ha empeñado en que las ventanas tuviesen un figuración gótica, con arco quebrado, y el repetido encuentro de dos líneas curvas en una pared de bahareque es, en estas lejanías, una premonición de canto llano. Colgamos un tronco ahuecado de la espadaña, pues, a falta de campanas, lo que sonará aquí es una suerte de teponaxtle ideado por mí. La fabricación de aquel instrumento me fue sugerida por el tambor-bastón-de-ritmo que está en la choza, y me es preciso confesar que el estudio de su principio resonante se acompañó de una prueba dolorosa. Cuando, dos días antes, desaté las lianas que sujetaban las esteras protectoras, éstas, hinchadas por la humedad, se atiesaron de golpe, echando a rodar la jarra funeraria, las sonajeras, los caramillos, sobre el suelo. De pronto me vi rodeado de objetos-acreedores, y de nada me sirvió arrinconarlos, como a niños castigados, para olvidar su acusadora presencia. Vine a estas selvas, solté mi fardo, hallé mujer, gracias al dinero que debo a estos instrumentos que no me pertenecen. Por evadirme estoy atando, desde aquí, a mi fiador. Y me digo que lo estoy atando, porque el Curador aceptará seguramente la responsabilidad de mi defección, devolviendo los fondos que se me entregaron, a costa de empeños, sacrificios y, tal vez, de préstamos usurarios.

Yo sería feliz, plácidamente feliz, si junto a la cabecera de mi hamaca no se hallaran esas piezas de museo, en perpetuo reclamo de fichas y vitrinas.

Debería sacar esos instrumentos de aquí, romperlos acaso, enterrar sus restos al pie de alguna peña. No puedo hacerlo, sin embargo, porque mi conciencia ha vuelto al asiento desertado, y tanto la tuve ausente que me ha venido llena de desconfianza y resquemores.

Rosario sopla en una de las cañas de la botija ritual y suena un bramido bronco, como de animal caído en las tinieblas de un pozo. La aparto con un gesto tan brusco, que se aleja, dolida, sin comprender. Para desarrugar su ceño, le cuento la razón de mi enojo. Ella no demora en dar con la solución más simple: enviaré esos instrumentos a Puerto Anunciación, dentro de algunos meses, cuando el Adelantado haga su viaje acostumbrado, para proveerse de remedios indispensables y reponer algún enser dañado por el mucho uso. Allí se encargará una hermana suya de hacerles descender el río hasta donde haya correo. Mi conciencia deja de torturarme, pues el día en que los bultos se pongan en camino habré pagado las llaves de la evasión.

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