(Miércoles, 7 de junio)
Desde hacía algunos minutos, nuestros oídos nos advertían que estábamos descendiendo. De pronto las nubes quedaron arriba, y el volar del avión se hizo vacilante, como desconfiado de un aire inestable que lo soltaba inesperadamente, lo recogía, dejaba un ala sin apoyo, lo entregaba luego al ritmo de olas invisibles. A la derecha se alzaba una cordillera de un verde de musgo, difuminada por la lluvia. Allá, en pleno sol, estaba la ciudad. El periodista que se había instalado a mi lado -pues Mouche dormía en toda la anchura del asiento de atrás-, me hablaba con una mezcla de sorna y cariño de aquella capital dispersa, sin estilo, anárquica en su topografía, cuyas primeras calles se dibujaban ya debajo de nosotros.
Para seguir creciendo a lo largo del mar, sobre una angosta faja de arena delimitada por los cerros que servían de asiento a las fortificaciones construidas por orden de Felipe II, la población había tenido que librar una guerra de siglos a las marismas, la fiebre amarilla, los insectos y la inconmovilidad de peñones de roca negra que se alzaban, aquí y allá, inescalables, solitarios, pulidos, con algo de tiro de aerolito salido de una mano celestial. Esas moles inútiles, paradas entre los edificios, las torres de las iglesias modernas, las antenas, los campanarios antiguos, los cimborrios de comienzo del siglo, falseaban las realidades de la escala, estableciendo otra nueva, que no era la del hombre, como si fueran edificaciones destinadas a un uso desconocido, obra de una civilización inimaginable, abismada en noches remotas. Durante centenares de años se había luchado contra raíces que levantaban los pisos y resquebrajaban las murallas; pero cuando un rico propietario se iba por unos meses a París, dejando la custodia de su residencia a servidumbres indolentes, las raíces aprovechaban el descuido de canciones y siestas para arquear el lomo en todas partes, acabando en veinte días con la mejor voluntad funcional de Le Corbusier. Habían arrojado las palmeras de los suburbios trazados por eminentes urbanistas, pero las palmeras resurgían en los patios de las casas coloniales, dando un columnal empaque de guardarrayas a las avenidas más céntricas -las primeras que trazaran, a punta de espada, en el sitio más apropiado, los fundadores de la primitiva villa-. Dominando el hormigueo de las calles de Bolsas y periódicos, por sobre los mármoles de los Bancos, la riqueza de las Lonjas, la blancura de los edificios públicos, se alzaba bajo un sol en perenne canícula el mundo de las balanzas, caduceos, cruces, genios alados, banderas, trompetas de la Fama, ruedas dentadas, martillos y victorias, con que se proclamaban, en bronce y piedra, la abundancia y prosperidad de la urbe ejemplarmente legislada en sus textos. Pero cuando llegaban las lluvias de abril nunca eran suficientes los desagües, y se inundaban las plazas céntricas con tal desconcierto del tránsito, que los vehículos conducidos a barrios desconocidos, derribaban estatuas, se extraviaban en callejones ciegos, estrellándose, a veces, en barrancas que no se mostraban a los forasteros ni a los visitantes ilustres, porque estaban habitadas por gente que se pasaba la vida a medio vestir, templando el guitarrico, aporreando el tambor y bebiendo ron en jarros de hojalata. La luz eléctrica penetraba en todas partes y la mecánica trepidaba bajo el techo de los goterones.
Aquí las técnicas eran asimiladas con sorprendente facilidad, aceptándose como rutina cotidiana ciertos métodos que eran cautelosamente experimentados, todavía, por los pueblos de vieja historia. El progreso se reflejaba en la lisura de los céspedes, en el fausto de las embajadas, en la multiplicación de los panes y de los vinos, en el contento de los mercaderes, cuyos decanos habían alcanzado a conocer el terrible tiempo de los anofeles. Sin embargo, había algo como un polen maligno en el aire -polen duende, carcoma impalpable, moho volante- que se,ponía a actuar, de pronto, con misteriosos designios, para abrir lo cerrado y cerrar lo abierto, embrollar los cálculos, trastocar el peso de los objetos, malear lo garantizado. Una mañana, las ampolletas de suero de un hospital amanecían llenas de hongos; los aparatos de precisión se desajustaban; ciertos licores empezaban a burbujear dentro de las botellas; el Rubens del Museo Nacional era mordido por un parásito desconocido que desafiaba los ácidos; la gente se lanzaba a las ventanillas de un banco en que nada había ocurrido; llevada al pánico por los decires de una negra vieja que la policía buscaba en vano. Cuando esas cosas ocurrían, una sola explicación era aceptada por buena entre los que estaban en los secretos de la ciudad: «¡Es el Gusano!» Nadie había visto al Gusano. Pero el Gusano existía, entregado a sus artes de confusión, surgiendo donde menos se le esperaba, para desconcertar la más probada experiencia. Por lo demás, las lluvias de rayos en tormenta seca eran frecuentes y, cada diez años, centenares de casas eran derribadas por un ciclón que iniciaba su danza circular en algún lugar del Océano. Como ya volábamos muy bajo, enfilando la pista de aterrizaje, pregunté a mi compañero por aquella casa tan vasta y amable, toda rodeada de jardines en terrazas, cuyas estatuas y surtidores descendían hasta la orilla del mar. Supe que allí vivía el nuevo Presidente de la República, y que, por muy pocos días, me había faltado de asistir a los festejos populares, con desfiles de moros y romanos, que acompañaran su solemne investidura. Pero ya desaparece la hermosa residencia bajo el ala izquierda del avión. Y es luego el placentero regreso a la tierra, el rodar en firme, y la salida de los sordos a la oficina de los cuños, donde se responde a las preguntas con cara de culpable. Aturdido por un aire distinto, esperando a los que, sin darse prisa, habrán de examinar el contenido de nuestras maletas, pienso que aún no me he acostumbrado a la idea de hallarme tan lejos de mis caminos acostumbrados.
Y a la vez hay como una luz recobrada, un olor a espartillo caliente, a un agua de mar que el cielo parece calar en profundidad, llegando a lo más hondo de sus verdes -y también cierto cambio de la brisa que trae el hedor de crustáceos podridos en algún socavón de la costa. Al amanecer, cuando volábamos entre nubes sucias, estaba arrepentido de haber emprendido el viaje; tenía deseos de aprovechar la primera escala para regresar cuanto antes y devolver el dinero a la Universidad. Me sentía preso, secuestrado, cómplice de algo execrable, en este encierro del avión, con el ritmo en tres tiempos, oscilante, de la envergadura empeñada en lucha contra el viento adverso que arrojaba, a veces, una tenue lluvia sobre el aluminio de las alas. Pero ahora, una rara voluptuosidad adormece mis escrúpulos.
Y una fuerza me penetra lentamente por los oídos, por los poros: el idioma. He aquí, pues, el idioma que hablé en mi infancia; el idioma en que aprendí a leer y a solfear; el idioma enmohecido en mi mente por el poco uso, dejado de lado como herramienta inútil, en país donde de poco pudiera servirme. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora. Estos Fabio…
Me vuelve a la mente, tras de largo olvido, ese verso dado como ejemplo de interjección en una pequeña gramática que debe estar guardada en alguna parte con un retrato de mi madre y un mechón de pelo rubio que me cortaron cuando tenía seis años, Y es el idioma de ese verso el que ahora se estampa en los letreros de los comercios que veo por los ventanales de la sala de espera; ríe y se deforma en la jerga de los maleteros negros; se hace caricatura de un ¿Biva el Precidente!, cuyas faltas de ortografía señalo a Mouche, con orgullo de quien, a partir de este instante, será su guía e intérprete en la ciudad desconocida. Esta repentina sensación de superioridad sobre ella vence mis últimos escrúpulos. No me pesa haber venido. Y pienso en una posibilidad que hasta ahora no había imaginado: en algún lugar de la ciudad deben estar en venta los instrumentos cuya colección me fue encomendada. Sería increíble que alguien -un vendedor de objetos curiosos, un explorador cansado de andanzas- no hubiese pensado en sacar provecho de cosas tan estimadas por los forasteros.
Yo sabría encontrar a ese alguien, y entonces acallaría al aguafiestas que dentro de mí llevaba.
Tan buena me pareció la idea que, cuando ya rodábamos hacia el hotel por calles de barrios populares, hice que nos detuviéramos ante un rastro que tal vez fuera ya la providencia esperada. Era una casa de rejas muy enrevesadas, con gatos viejos en todas las ventanas, en cuyos balcones dormitaban unos loros plumiparados, como polvorientos, que parecían una vegetación musgosa nacida de la verdosa fachada. Nada sabía el baratillero-anticuario de los instrumentos que me interesaban, y, por llamar mi atención sobre otros objetos, me mostró una gran caja de música en que unas mariposas doradas, montadas en martinetes, tocaban valses y redowas en una especie de salterio. Sobre mesas cubiertas de vasos sostenidos por manos de cornalina había retratos de monjas profesas coronadas de flores. Una Santa de Lima, saliendo del cáliz de una rosa en el alborotoso revuelo de querubines, compartía una pared con escenas de tauromaquia. Mouche se antojó de un hipocampo hallado entre camafeos y dijes de coral, aunque le hice observar que podría encontrarlos iguales en cualquier parte.
«¡Es el hipocampo negro de Rimbaud!», me respondió, pagando el precio de aquella polvorienta y literaria cosa. Yo hubiera querido comprar un rosario afiligranado, de hechura colonial, que estaba en una vitrina; pero me resultó demasiado costoso, porque la cruz se adornaba de piedras verdaderas. Al salir de aquel comercio, bajo la enseña misteriosa de Rastro de Zoroastro, mi mano rozó una albahaca plantada en un tiesto. Me detuve, removido a lo hondo, al hallar el perfume que encontraba en la piel de una niña -María del Carmen, hija de aquel jardinero…- cuando jugábamos a los casados en el traspatio de una casa que sombreaba un ancho tamarindo, mientras mi madre probaba en el piano alguna habanera de reciente edición.