¿Por qué estaba allí, en la ventana, cuando Negro pasaba ante mí montado en su caballo blanco? ¿Por qué justo en ese momento abrí instintivamente los postigos y le miré largo rato por entre las ramas nevadas del granado? No puedo responderos con precisión. Fui yo la que mandó aviso a Ester a través de Hayriye; por supuesto, sabía que Negro pasaría por allí. Mientras tanto, subí sola a la habitación del armario empotrado, que da al granado, para buscar entre las sábanas de los baúles. Cuando tiré de los postigos con todas mis fuerzas y la excitación del instante porque me salía de dentro, el sol llenó la habitación. Me detuve ante la ventana y mi mirada se cruzó con la de Negro como si el sol me deslumbrara. Fue muy hermoso.
Había crecido y madurado, había superado aquel torpe desmadejamiento de su juventud y se había convertido en un hombre muy apuesto. Mira, Seküre, me dijo mi corazón, Negro no es sólo apuesto, mírale a los ojos, su corazón es como el de un niño, limpio y solitario. Cásate con él. Pero yo le había enviado una carta en la que le decía justo lo contrario.
Aunque él tenía doce años más que yo, cuando yo tenía otros tantos ya sabía que era más madura que él. Por aquel entonces, en lugar de plantarse ante mí como un hombre y decirme voy a hacer esto y lo otro, saltaré desde allí o treparé hasta allá, se sumergía en el libro y la pintura que tenía delante, avergonzado de todo y así se escondía. Luego también él se enamoró de mí. Pintó una ilustración para expresarme su amor. Ambos habíamos crecido ya. Cuando cumplí los doce años noté que Negro no podía mirarme a los ojos, como si temiera que si nuestras miradas se cruzaban yo comprendería que estaba enamorado de mí. Me decía, por ejemplo, «¿Me das ese cortaplumas con el mango de marfil?», pero miraba el cortaplumas en lugar de levantar la mirada y mirarme a los ojos. Si yo le preguntaba, por ejemplo, «¿Está bueno el jarabe de guindas?», no lo expresaba como lo haría cualquiera de nosotros cuando tiene la boca llena, con una dulce sonrisa o un gesto de la cara. Gritaba «¡Sí!» con todas sus fuerzas como si hablara con un sordo porque no se atrevía a mirarme a la cara de puro miedo. Por entonces yo era muy bonita. Todos los hombres que podían verme, aunque sólo fuera una vez a lo lejos y a través de múltiples cortinas, puertas y telas, caían inmediatamente enamorados de mí. No cuento todo esto por presumir, sino para que comprendáis mi historia y compartáis mi pena.
En la conocida historia de Hüsrev y Sirin hay un momento del que Negro y yo hablábamos mucho. Sapur está decido a que Hüsrev y Sirin se enamoren. Un día, cuando Sirin sale a pasear con sus doncellas por el campo, Sapur cuelga a escondidas una imagen de Hüsrev de una de las ramas del árbol bajo el cual se han sentado a descansar. Sirin, al ver colgada de un árbol de aquel hermoso jardín la imagen de Hüsrev, se enamora de él. Se ha pintado muchas veces ese momento, o mejor esa escena, como dicen los ilustradores, en el que se muestra cómo Sirin observa admirada y sorprendida la imagen de Hüsrev colgada de la rama. Cuando Negro trabajaba con mi padre vio muchas veces esa pintura y en dos ocasiones la copió tal cual era siguiendo el original. Luego, cuando se enamoró de mí, la volvió a hacer una vez más, en esa ocasión para él. Pero en lugar de los Hüsrev y Sirin del original nos pintó a nosotros, a Negro y a Seküre. De no haber sido por la leyenda que acompañaba a la muchacha y al hombre de la pintura, sólo yo habría comprendido que se trataba de nosotros, porque a veces, de broma, nos había pintado con los mismos trazos y colores: yo vestida de azul y él de rojo. Pero, como si eso no bastara, había escrito nuestrosnombres debajo de las figuras de Hüsrev y Sirin. Dejó la ilustración en un lugar donde yo pudiera verla y huyó como si fuera un delito. Recuerdo que me observó mientras yo contemplaba la pintura para ver cuál iba a ser mi reacción.
En un primer momento no mostré ninguna porque sabía perfectamente que no podría enamorarme de él como Sirin. Después de que Negro hubiera regresado a su casa aquella tarde de verano, mientras intentábamos refrescarnos con jarabes de cereza enfriados con hielo que decían haber traído de la mismísima montaña de Uludag, le dije a mi padre que me había declarado su amor. Por aquel entonces Negro acababa de salir de la medersa. Trabajaba como profesor en los suburbios, y, más que por deseo propio porque mi padre le forzó a ello, intentaba obtener el mecenazgo del poderoso e influyente Naim Bajá. Pero según mi padre, Negro tenía la cabeza a pájaros. Mi padre, que se esforzaba en conseguir que Negro trabajara para Naim Bajá, por lo menos como secretario para empezar, y que se quejaba de que el mismo Negro no hacía nada para lograrlo, o sea, que se comportaba como un cretino, le dijo a mi madre aquella tarde refiriéndose a nosotros dos: «Así que tu sobrino el menesteroso tenía miras más altas -y añadió sin hacerle demasiado caso a mi madre-: Así que era más listo de lo que creíamos».
Recuerdo con tristeza todo lo que mi padre hizo en los días que siguieron, cómo me mantuve lejos de Negro y cómo él dejó de aparecer primero por casa y después por nuestro barrio, pero no quiero contároslo: para que no dejéis de estimarnos a padre y a mí. Creedme, no teníamos otra salida. El amor desesperado debe comprender que realmente es desesperado y el corazón rebelde aceptar que todo en el mundo tiene sus límites y en situaciones parecidas la gente sensata corta por lo sano con toda la razón diciendo muy educadamente: «No nos encontraron adecuados el uno para el otro. Así es como debía ser». Me permito recordar que mi madre insistió varias veces: «Por lo menos no le rompáis el corazón al muchacho». Negro, ese al que mi madre llamaba muchacho, tenía veinticuatro años y yo la mitad. Puede ser que mi padre no cumpliera adrede la petición de mi madre porque consideraba una insolencia la declaración de amor de Negro.
Cuando recibimos nuevas de que había abandonado Estambul, aunque no lo hubiéramos olvidado del todo, lo cierto es que ya lo habíamos arrancado completamente de nuestros corazones. Como durante años no tuvimos noticias suyas desde ninguna ciudad, pensé que lo más adecuado era guardar la pintura que había hecho y que me había enseñado como un recuerdo de nuestra niñez y un símbolo de nuestra amistad infantil. Para que ni primero mi padre ni luego mi marido el soldado encontraran la pintura y se molestaran o sintieran celos, cubrí magistralmente los nombres de Seküre y Negro como si se hubiera derramado la tinta china de mi padre y luego lo hubieran disimulado convirtiendo los goterones en flores. Teniendo en cuenta que hoy le he devuelto la pintura, aquellos de vosotros que intenten criticarme por haberme mostrado a él en la ventana quizá deberían avergonzarse un poco y pensárselo dos veces.
Tras aparecer repentinamente ante él después de doce años me quedé un rato allí, delante de la ventana, bajo los rayos rojos del sol vespertino y estuve contemplando admirada, hasta que sentí frío, cómo con aquella luz el jardín se envolvía primero en un color ligeramente rojizo que luego se convertía en anaranjado. No había la menor brisa. No me importaba lo más mínimo lo que podría haber dicho cualquiera, o mi padre, si me hubieran visto asomada a la ventana, o si hubieran visto que Negro volvía a pasar a caballo ante mí. Mesrure, una de las hijas de Ziver Bajá, con las que voy a los baños una vez por semana y con las que tanto me divierto, y que siempre habla de la forma más sorprendente y en el momento más inesperado, me dijo en cierta ocasión que ni siquiera una misma puede estar nunca exactamente segura de lo que piensa. Y yo creo lo siguiente: a veces digo algo y mientras lo estoy diciendo comprendo que es lo que pienso, pero justo cuando acabo de comprenderlo, ya estoy absolutamente convencida de lo contrario.
Lamenté tanto como la desaparición de mi marido la del infeliz Maese Donoso, uno de los ilustradores que mi padre recibía en casa, y a los que yo había espiado uno a uno, para qué voy a negároslo. Era el más feo y el más pobre de espíritu.
Cerré los postigos, salí de la habitación y bajé a la cocina.
– Madre, Sevket no te ha hecho caso -me dijo Orhan-. Cuando Negro sacó el caballo del establo, salió de la cocina y le ha espiado por el agujero.
– ¡Y qué! -respondió Sevket con la maja del mortero en la mano-. Madre también le ha espiado por el agujero del armario.
– Hayriye -dije-. Esta noche les fríes unos picatostes con poco aceite y se los das con mazapán y azúcar.
Aquello hizo que Orhan saltara de alegría aunque Sevket no abrió la boca. Pero mientras subía las escaleras los dos me alcanzaron dando gritos y haciendo ruido y cuando pasaban a mi lado empujándose alegres les dije, yo también lanzando una carcajada: «¡Despacio, despacio! ¡Malditos seáis!» y les di sendos puñetazos suaves en sus delicadas espaldas.
¡ Que bonito es estar en casa con los niños por la tarde! Mi padre se había entregado silenciosamente a su libro.
– Su invitado ya se ha ido -le dije-. Espero que no le haya aburrido.
– No, todo lo contrario, me ha entretenido. Ha sido tan respetuoso con su Tío como siempre.
– Bien.
– Pero también ha sido reservado y calculador.
Eso lo dijo más para acabar con la conversación con un tono despectivo hacia Negro que para medir mi reacción. Si se hubiera tratado de otro momento le habría proporcionado una buena respuesta con mi afilada lengua. En esa ocasión pensé en aquel hombre de quien suponía que seguiría avanzando en su caballo blanco y sentí un escalofrío.
No sé qué pasó luego, pero Orhan y yo nos encontramos abrazados en la habitación del armario. Sevket se nos acercó y por un momento se empujaron. Cuando ya creía que iban a empezar a pelearse nos vimos todos rodando por el diván. Les acaricié como si fueran perrillos, les besé la nuca y el pelo, me los apreté contra el pecho, sentí su peso en mis senos.
– Hummm. Os huele el pelo. Mañana iréis a los baños con Hayriye.
– Yo ya no quiero ir a los baños con Hayriye -me contestó Sevket.
– ¿Tanto has crecido?
– Madre, ¿por qué te has puesto esta camisa morada tan bonita?
Entré en mi cuarto, me quité la camisa morada y me puse la verde pálido que suelo llevar. Sentí frío mientras me vestía, me dio un escalofrío, pero noté que mi piel ardía como el fuego, que mi cuerpo vivía, latía. Tenía un poco de colorete en las mejillas que probablemente se me habría corrido con los empujones y los besos con los niños, pero me lo extendí bien con un poco de saliva y frotándome con la palma de la mano. ¿Sabéis?, mis parientes, las mujeres con las que me encuentro en los baños, cualquiera que me vea, dicen que no parezco una mujer ya bastante madura de veinticuatro años con dos niños, sino una jovencita de dieciséis. Quiero que les creáis, que les creáis de verdad, ¿comprendido? O no os contaré nada más.
Que no os extrañe que hable con vosotros. Durante años he estado observando las ilustraciones de los libros de mi padre y siempre busco mujeres, auténticas bellezas. Las hay, aunque sean pocas, y siempre son tímidas y vergonzosas y se miran entre ellas o al frente como si pidieran perdón. Jamás levantan la cabeza y miran de frente al mundo, como lo hacen los hombres, guerreros y sultanes. Pero en los libros baratos, ilustrados a toda prisa, por un descuido del pintor algunas mujeres, en lugar de mirar el suelo o a cualquier otro objeto de la pintura, qué sé yo, una copa o a su amado, miran directamente al lector. Siempre pienso quién será ese lector al que miran.
Siento escalofríos al reflexionar sobre esos volúmenes bicentenarios, libros de la época de Tamerlán, que los coleccionistas infieles pagan a precio de oro para llevárselos a sus países. Quizá algún día alguien de tierras lejanas escuche también mi propia historia. ¿No consiste en eso el deseo de pasar a los libros? ¿No es por ese escalofrío por el que todos los sultanes y visires pagan bolsas repletas de oro a los escritores de libros que se les dedican, en los que se habla de ellos? Cuando siento ese escalofrío, yo también, como esas hermosas mujeres que tienen un ojo en la vida interior del libro y con el otro miran al exterior, siento el deseo de hablar con vosotros, que me estáis contemplando quién sabe desde qué lugar y qué época. Soy hermosa e inteligente y me gusta que me observéis. Y si de vez en cuando digo un par de mentiras, es para que no os forméis una mala impresión de mí.
Quizá ya lo hayáis notado, mi padre me quiere mucho. Tuvo tres hijos antes de tenerme a mí pero Dios se llevó sus almas una a una y a mí, a la hija, no me tocó. Me ama apasionadamente, pero yo no me casé con un hombre elegido por él; me entregué a un caballero que me gustó nada más verlo. De haber sido por mi padre, el hombre con el que debía haberme casado tendría que haber sido el más grande de los sabios, debería haber entendido de pintura y arte en general y ser un hombre poderoso y, además, más rico que Creso, pero como eso no ocurre ni en sus libros, yo me habría visto obligada a esperar años sentada en casa. La apostura de mi marido era legendaria, así que avisé a las intermediarias y en cuanto tuve una oportunidad lo vi cuando apareció ante mí al regreso de los baños. De sus ojos brotaba fuego y me enamoré de inmediato. Era un hombre hermoso, moreno, de piel blanquísima y ojos verdes; sus brazos eran fuertes pero en el fondo era silencioso e inocente como un niño que se ha quedado dormido. Me daba la impresión de que olía ligeramente a sangre, pero, quizá porque agotaba todas sus fuerzas matando hombres y consiguiendo botín en las guerras, en casa siempre era tranquilo y dulce como una mujer. Ese hombre que mi padre no quería en un primer momento porque era un soldado sin fortuna pero al que se vio obligado a entregarme porque yo le dije que me mataría, a fuerza de correr valientemente de batalla en batalla y de realizar las mayores heroicidades acabó siendo propietario de un feudo de diez mil ásperos que todos nos envidiaban.
Cuando hace cuatro años no volvió con el ejército que regresaba de la guerra contra los safavíes, en un principio no le di importancia. Porque según avanzaba la guerra había ido adquiriendo experiencia en su oficio, tenía asuntos propios que resolver, traía más botín, ganaba mayores feudos y reclutaba a más soldados. Y además había testigos que decían haberle visto separarse de la columna en marcha y dirigirse a las montañas con sus hombres. Al principio esperaba que volviera en cualquier momento pero a lo largo de dos años me fui acostumbrando lentamente a su ausencia y, cuando me enteré de cuántas mujeres había en Estambul cuyos maridos, como el mío, habían desaparecido en la guerra, acepté mi situación.
Por las noches mis hijos y yo nos abrazábamos en la cama y llorábamos. Para que ellos no lo hicieran les contaba cualquier mentira, por ejemplo, Fulano ha dicho, y tiene pruebas, que vuestro padre regresará antes de la primavera, y cuando mi mentira volvía a mí como una buena noticia, porque había pasado de boca en boca a partir de la de ellos, yo era la primera en creérmela.
Vivíamos en una casa de alquiler en Çarsikapi con el padre de mi marido, un abjazo de espíritu caballeroso pero que había tenido una vida difícil, y su otro hijo, que también tenía los ojos verdes. Al desaparecer mi marido, que era el pilar que sostenía la casa, comenzaron las dificultades. A su edad, mi suegro tuvo que volver a su oficio de fabricante de espejos después de haberlo abandonado gracias a que su hijo mayor se había ido enriqueciendo de guerra en guerra. Hasan, el hermano soltero de mi marido, que trabajaba en la aduana, comenzó a dárselas de hombre en cuanto empezó a multiplicarse el dinero que traía a casa. Un invierno en que temieron no poder pagar el alquiler se llevaron a toda prisa al mercado de esclavos a la muchacha que hacía el trabajo de la casa, la vendieron y me pidieron que fuera yo quien me encargara de la cocina, de lavar la ropa e incluso de ir de compras al mercado. Yo no abrí la boca protestando que no era mujer que se encargara de tales asuntos, así que hice de tripas corazón y cumplí con todo lo que me pedían. Pero cuando mi cuñado Hasan, que ya no tenía una esclava que llevarse a su cuarto por las noches, comenzó a forzar mi puerta, ya no supe qué hacer.
Por supuesto, podría haber vuelto de inmediato aquí, a casa de mi padre, pero como según el cadí mi marido seguía estando legalmente vivo, si les irritaba no se limitarían a obligarnos, a mí y a los niños, a regresar con mi suegro, o sea, a casa de mi marido, sino que además podrían condenarnos y humillarnos a mi padre, que me habría retenido ilegalmente contra su voluntad, y a mí. En realidad, habría podido hacer el amor con Hasan, que me resultaba más humano y sensato que mi marido y del que además sabía que, por supuesto, estaba perdidamente enamorado de mí. Pero el hacerlo de manera inconsciente no me habría convertido en su esposa, sino, Dios me libre, en su concubina. Porque no estaban en absoluto dispuestos a aceptar una decisión judicial según la cual mi marido habría muerto, ya que temían que pretendiera mi parte de la herencia o, incluso, que les abandonara y que regresara con mis hijos junto a mi padre. Si en opinión del cadí mi marido no había muerto, por supuesto no podía casarme con Hasan, pero como tampoco podía casarme con ningún otro y aquello me ataba a esa casa y a ese matrimonio, para ellos era preferible esa imprecisa situación en que nos encontrábamos en la que mi marido estaba «en paradero desconocido». No olvidéis que yo me encargaba de los asuntos de la casa, que les hacía desde la comida hasta la colada y que uno de ellos estaba locamente enamorado de mí.
La mejor solución tanto para mi suegro como para Hasan era que me casara con mi cuñado, pero para eso antes había que procurarse testigos y luego convencer al cadí. Si los familiares más próximos de mi marido desaparecido, su padre y su hermano, lo aceptaban, ya no habría nadie que se opusiera a que estaba muerto y así el cadí, por tres o cuatro ásperos, aparentaría creer a los testigos falsos que declararían haber visto el cadáver de mi marido en una batalla. El mayor problema era convencer a Hasan de que una vez declarada viuda no abandonaría la casa, que no exigiría mis derechos de herencia ni dinero para casarme y, lo más importante, que me casaría con él voluntariamente. Por supuesto, era completamente consciente de que para que confiara en mí debía hacerle el amor y persuadirle de que no lo hacía para divorciarme sino porque estaba enamorada de él, y además debía resultar convincente.
Con esfuerzo, podría enamorarme de Hasan. Hasan tenía ocho años menos que mi desaparecido marido y mientras él estuvo en casa era para mí como un hermano, y ese sentimiento nos había acercado el uno al otro. Me gustaba su forma de ser, modesta pero apasionada, cómo le gustaba jugar con mis hijos y cómo me miraba a veces con un enorme deseo, como si él se estuviera muriendo de sed y yo fuera un vaso helado de jarabe de cerezas. Pero también sabía que me costaría muchísimo enamorarme de alguien que no tenía el menor remordimiento en hacer que le lavara la ropa y que me obligaba a recorrer los mercados para comprar como cualquier esclava o concubina. En aquellos días, en que acudía a casa de mi padre y lloraba sin cesar viendo las sartenes, cazuelas y tazas y en que por las noches los niños y yo nos dormíamos abrazados para darnos apoyo, Hasan no me ofreció la menor oportunidad. Cometió todo tipo de indecencias porque no creía que yo pudiera enamorarme de él y que ésa era la única condición necesaria para que nuestro matrimonio se convirtiera en realidad y porque no tenía confianza en sí mismo. En un par de ocasiones intentó arrinconarme, besarme, toquetearme, me dijo que mi marido nunca volvería y que me mataría, profirió amenazas, lloró como un niño y comprendí que nunca podría casarme con él porque con tanta prisa y tanta ansia no le concedía tiempo al amor para convertirse en algo verdadero y noble como cuentan las leyendas.
Una noche en que forzó la puerta del cuarto donde dormíamos los niños y yo, me levanté de un salto y, sin que me importara que a los niños les diera miedo, grité con todas mis fuerzas que la casa había sido poseída por duendes malignos. Desperté a mi suegro y entre todos aquellos gritos de pánico por los duendes desvelé a Hasan, a quien todavía no se le había pasado su ataque de violencia, ante su padre. Entre mis aullidos absurdos y mis voces incoherentes sobre duendes, el anciano, que tenía la cabeza sobre los hombros, percibió avergonzado la terrible verdad, que su hijo estaba borracho y que se había acercado con malas intenciones a la mujer de su otro hijo, la madre de sus dos nietos. No abrió la boca cuando le dije que no dormiría en toda la noche y que me sentaría ante la puerta para proteger a mis hijos de los duendes. Aceptó su derrota cuando aquella mañana le anuncié que regresaría con mis hijos a casa de mi padre enfermo para cuidarle durante una larga temporada. Así pues, volví a casa de mi padre llevándome como recuerdo de mi vida de casada un reloj con campanillas que mi marido me había traído como botín de la guerra en Hungría y que no quise vender, una fusta hecha con un nervio del más fogoso de los caballos árabes, un juego de ajedrez de marfil de Tabriz cuyas fichas mis hijos usaban para jugar a los soldaditos y unos candelabros de plata, botín de la batalla de Nahcivan, que me había costado infinitas discusiones impedir que vendieran.
Tal y como ya me esperaba, el hecho de abandonar la casa de mi marido ausente convirtió el obsesivo e irrespetuoso amor de Hasan en un fuego desesperado pero digno de respeto. Como sabía que su padre no le apoyaría, en lugar de amenazarme comenzó a enviarme cartas de amor en cuyas esquinas dibujaba pájaros, leones llorosos y gacelas tristes. No voy a ocultaros que en los últimos tiempos había comenzado a leer de nuevo estas cartas que me demostraban que Hasan poseía una riquísima imaginación, algo de lo que no me había dado cuenta mientras vivíamos bajo el mismo techo, a no ser que se las hiciera escribir e ilustrar a algún amigo con alma de ilustrador y poeta. De hecho, abrí los postigos para lanzar al mundo un suspiro de alivio porque tanto las últimas cartas de Hasan, en las que me decía que no me esclavizaría con las tareas de la casa porque ahora ganaba mucho dinero, como su manera de expresarse, respetuosa, dulce y desenfadada, así como las continuas exigencias y las interminables peleas de los niños y las quejas de mi padre, habían convertido mi cabeza en una jaula de grillos.
Antes de que Hayriye pusiera la mesa para cenar, le preparé a mi padre una infusión templada con las mejores flores de palmera datilera traídas de Arabia, le añadí una cucharada de miel y la mezclé con un poco de zumo de limón, me acerqué a él en silencio y se lo puse delante mientras leía el Libro del alma tal y como le gustaba, sin hacerme notar, como si yo misma fuera un espíritu.
Me preguntó si nevaba con una voz tan triste y débil que comprendí de inmediato que aquéllas serían las últimas nieves que mi padre vería en su vida.