34. Yo, Seküre

Después de que todos se fueran, de que los últimos invitados a nuestra triste boda se pusieran los zapatos, los abrigos y los velos, arrastraran a sus niños, que se habían metido un último confite en la boca, y salieran por la puerta del patio, se produjo un largo silencio. Todos estábamos en el patio y no se oía el menor ruido exceptuando el picoteo de un gorrión que bebía cuidadosamente del cubo a medio llenar del pozo. Y cuando el pájaro, con las breves plumas de su pequeña cabeza brillando a la luz del hogar, desapareció también de repente en la oscuridad sentí con gran dolor de corazón que mi padre yacía muerto allá arriba en su cama, en una casa vacía que parecía fundirse con la noche.

– Niños -les dije luego a Orhan y a Sevket con la autoridad que le daba a mi voz cuando iba a anunciarles algo y que ellos tan bien conocían-. Venid aquí, vamos a ver.

Me obedecieron.

– Ahora Negro es vuestro padre. Besadle la mano.

Se la besaron en silencio, dóciles.

– Mis pobres huérfanos no saben cómo dirigirse a un padre, cómo escucharle mirándole a los ojos ni cómo se confía en él porque han crecido sin uno -le dije a Negro-. Por eso, si te tratan sin respeto o si se comportan de manera inmadura, grosera o infantil, ante todo deberás ser tolerante con ellos y tener en cuenta que se debe a que han crecido sin ver ni siquiera una vez a su padre, a quien son incapaces de recordar.

– Yo sí me acuerdo de mi padre -dijo Sevket.

– Chiiist… Escucha -continué-. A partir de ahora lo que os diga Negro estará por encima de lo que pueda deciros yo -me volví hacia Negro-. Si no te escuchan, si te tratan sin respeto, si dan la menor muestra de ser unos niños insolentes, caprichosos o desvergonzados, deberás reconvenirles pero también perdonarles -dije renunciando a hablar de bofetadas aunque lo tenía en la punta de la lengua-. Deben estar en el mismo lugar de tu corazón que ocupo yo.

– Señora Seküre -respondió Negro-, no me he casado contigo sólo para ser tu marido, sino también para ser padre de estos queridos huérfanos.

– ¿Lo habéis oído?

– Dios mío, que nunca nos falte tu luz, Señor -dijo Hayriye desde un lado-. Dios mío, protégenos, Señor.

– Lo habéis oído, ¿no? -proseguí-. Bravo por vosotros, hijos míos, preciosos. Vuestro padre os querrá tanto que aunque en algún momento lo olvidéis y le desobedezcáis, seguirá perdonándoos en principio.

– Y luego también los perdonaré -añadió Negro.

– Pero si hacéis una tercera vez lo que os ha dicho que no hagáis… Entonces os habréis merecido una azotaina. ¿Comprendido? Negro, vuestro nuevo padre, es un hombre duro que viene de las más horribles, de las peores batallas, de esas guerras que son la ira de Dios de las que vuestro difunto padre no ha podido regresar. Su abuelo les ha malcriado y les deja que hagan lo que les da la gana. Pero ahora vuestro abuelo está muy enfermo.

– Quiero ir con el abuelo -dijo Sevket.

– Si no escucháis, Negro os dará una paliza de todos los diablos. Y vuestro abuelo no podrá apartaros de sus manos para salvaros como hacía conmigo. Si no queréis que vuestro padre se enfade, tenéis que dejar de pelearos, tenéis que compartirlo todo, no mentiréis, rezaréis vuestras oraciones, no os acostaréis sin haberos aprendido las lecciones y no le hablaréis mal a Hayriye ni os burlaréis de ella… ¿Entendido?

Negro se inclinó y con un rápido movimiento cogió a Orhan en brazos, pero Sevket se mantuvo alejado de él. Por un instante me apeteció abrazarle y llorar. Pobre y desgraciado huérfano mío, pobre y desvalido Sevket, qué cosita tan sola eres en este mundo enorme. Pensé por un segundo que yo era una niña pequeña, una niña completamente sola en el mundo, como Sevket, y de repente su pequeñez y su lamentable situación se mezclaron en mi mente con las mías y sentí un escalofrío. Porque al pensar en mi niñez recordé cómo en tiempos me subía a los brazos de mi padre como ahora Orhan estaba en los de Negro pero, al contrario que Orhan, que parecía una fruta que todavía no se había acostumbrado al árbol, no lo hacía con asco sino con enorme placer y recordé también cuánto nos abrazábamos y cómo nos olíamos mutuamente la piel como si fuéramos perros. Estaba a punto de llorar pero pude contenerme y aunque no lo había pensado lo más mínimo, dije:

– Vamos a ver, llamadle «padre» a Negro.

¡Qué fría era la noche y qué silencioso estaba nuestro patio! A lo lejos los perros ladraban inquietos y tristes. Pasó algo más de tiempo y el silencio y la oscuridad se extendieron sin que se notara, como una flor que se abre.

– Muy bien, niños -dije mucho después-, vamos a entrar en casa, que aquí vamos a coger todos frío.

No sólo Negro y yo, sino también Hayriye y los niños, sentíamos la timidez de los novios que temen quedarse solos después de la boda y entramos recelosos en casa, como quienes entran en la casa oscura de un extraño. Dentro continuaba el hedor del cadáver de mi padre, pero nadie pareció darse cuenta. Mientras subíamos las escaleras en silencio, las sombras que proyectaban en el techo los candiles que llevábamos en la mano se mezclaban girando como siempre, creciendo y menguando, pero me dio la impresión de que era algo que ocurría por primera vez. Nos estábamos quitando los zapatos arriba, en la antesala, cuando Sevket dijo:

– ¿Puedo besarle la mano al abuelo antes de acostarme?

– Yo he ido a verle hace un momento -respondió Hayriye-. Tu abuelo tiene tales dolores y se encuentra tan mal que está claro que los malos espíritus lo han poseído del todo. Tiene una fiebre altísima. Id a vuestro cuarto que os prepare las camas.

De hecho, ya les había metido en su habitación. Mientras extendía los colchones en el suelo, desplegaba las sábanas desenrollaba los edredones, hablaba como si todo lo que tocaba fueran maravillas sin par y como si acostarse aquella noche allí, en aquella habitación, entre aquellas sábanas limpias y bajo aquellos cálidos edredones fuera algo parecido a dormir en el palacio de un sultán.

– Hayriye, cuéntanos un cuento -dijo Orhan sentado en su orinal.

– Érase una vez un hombre azul -comenzó Hayriye- que tenía un duende que era su mejor amigo.

– ¿Por qué era azul el hombre? -preguntó Orhan.

– Hayriye, por Dios, esta noche no cuentes historias de duendes, hadas ni fantasmas -le dije.

– ¿Y por qué no va a contarlas? -preguntó Sevket-. Madre, cuando estemos durmiendo, ¿vas a levantarte e ir con el abuelo?

– Vuestro abuelo, que Dios le guarde, está muy enfermo -respondí-. Claro que iré a verle esta noche. Pero luego volveré a la cama.

– Que vaya Hayriye con el abuelo -continuó Sevket-. ¿No le cuida Hayriye por las noches?

– ¿Has terminado? -le preguntó Hayriye a Orhan. Mientras limpiaba con un paño el trasero de Orhan, cuya cara reflejaba una dulce somnolencia, le echó un vistazo al contenido del orinal y arrugó el gesto, no por el olor, sino como si no considerara suficiente lo que veía.

– Hayriye -dije-. Vacía el orinal y vuélvelo a traer. Que Sevket no tenga que salir de noche de la habitación.

– ¿Y por qué no iba a salir? -replicó Sevket-. ¿Por qué Hayriye no puede contarnos cuentos de hadas y duendes?

– Porque en casa hay duendes, tonto -respondió Orhan, más que con miedo con ese gesto de optimismo estúpido que siempre podía verse en su cara después de haber hecho sus necesidades.

– ¿Los hay, madre?

– Si salís de la habitación, si se os ocurre ir a ver al abuelo, el duende os atrapará.

– ¿Dónde va a acostarse Negro? -preguntó Sevket-¿Dónde va a dormir esta noche?

– No lo sé -le respondí-. Hayriye le preparará la cama.

– Madre, tú seguirás durmiendo con nosotros, ¿no? -insistió Sevket.

– ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Dormiré con vosotros como siempre.

– ¿Siempre?

Hayriye salió llevándose el orinal. Saqué del fondo del armario, donde las tenía escondidas, las otras nueve ilustraciones, que el asesino que se había llevado la última no había tocado, me senté en la cama y las observé largo rato a la luz del candil intentando descubrir su secreto. Aquellas ilustraciones eran algo tan hermoso que una podía mirarlas como si fueran sus propios recuerdos olvidados y al mirarlas ellas, como la escritura, hablaban con quien las observaba.

Me quedé absorta mirándolas. Me di cuenta de que Orhan también estaba observando aquel extraño y sospechoso rojo por el olor de su preciosa cabeza, que apoyaba en mi nariz. De repente, como me ocurre algunas veces, me apeteció sacarme el pecho y darle de mamar. Luego, mientras respiraba dulcemente por entre sus rojos labios con miedo de la terrible imagen de la muerte que tenía ante él, quise comérmelo.

– Te voy a comer. ¿De acuerdo?

– Madre, hazme cosquillas -me dijo tirándose de repente.

– ¡Levántate, levántate de ahí, animal! -le grité, y le di una bofetada. Se había tirado sobre las ilustraciones. Las miré y estaban intactas, la de arriba se había arrugado un poco, pero no se notaba.

Recogí las ilustraciones cuando Hayriye regresó con el orinal vacío. Estaba saliendo de la habitación cuando Sevket gritó inquieto:

– ¿Adonde vas, madre, adonde vas?

– Ahora vuelvo.

Pasé a la antesala, estaba helada. Negro estaba sentado en el mismo lugar en que se había pasado cuatro días hablando con mi padre de pintura, de ilustraciones y de perspectivas, frente al cojín vacío. Coloqué las ilustraciones en el atril que había ante él, en el cojín, en el suelo. De repente, a la, luz de las velas, pareció que a la habitación la poseía el color;

una luz, una cierta calidez y una sorprendente vitalidad; fue como si repentinamente todo se pusiera en movimiento.

Observamos largo rato las ilustraciones, en silencio, respetuosamente, inmóviles. Si nos movíamos lo más mínimo el aire que transportaba el olor a muerte desde la habitación de enfrente hacía que la llama de la vela se agitara y daba la impresión de que las misteriosas pinturas de mi padre se movieran. ¿Habían ganado importancia ante mis ojos aquellas pinturas porque habían sido las causantes de la muerte de mi padre? ¿Me sentía hechizada por lo extraño de aquel caballo, por lo incomparable del rojo, por la melancolía del árbol, por la amargura de los dos derviches, o porque me aterrorizaba el asesino que había matado a mi padre y tal vez a otros por ellas? Un rato después Negro y yo nos dimos cuenta de que el silencio que había entre nosotros se debía tanto a las pinturas como al hecho de que estuviéramos solos en una habitación la misma noche en que nos habíamos casado y ambos quisimos hablar.

– Cuando nos despertemos por la mañana todo el mundo debe enterarse de que mi pobre padre ha fallecido mientras dormía -le dije. Por cierto que fuera aquello que decía, daba la impresión de que mis palabras no fueran sinceras.

– Mañana todo irá bien -respondió Negro con el mismo tono extraño, diciendo la verdad pero sin creer en ella.

Cuando hizo un movimiento imperceptible para acercarse a mí me apeteció abrazarle y tomar su cabeza entre mis manos como hacía con los niños.

Al mismo tiempo oí que se abría la puerta del cuarto de mi padre, di un salto horrorizada, abrí de una carrera y me asomé a mirar: gracias a la luz que se filtraba a la antesala vi con un escalofrío que la puerta de mi padre estaba entreabierta. Salí a la antesala helada. El cuarto de mi padre seguía oliendo a cadáver a causa del brasero, que aún estaba encendido. ¿Había sido Sevket quien había entrado aquí o había sido otra persona? El cadáver de mi padre yacía en paz vestido con su camisón a la luz imprecisa del brasero. Me acordé de que algunas noches pasaba a desearle las buenas noches mientras él leía el Libro del alma a la luz de las velas. Se incorporaba ligeramente para coger el vaso que le llevaba y me decía «Que nunca le falte el agua a quien la ofrece, preciosa mía», me besaba en la mejilla como cuando era niña y me miraba de cerca a los ojos. Miré el rostro terrorífico de mi padre y sentí miedo. Era como si a un tiempo no quisiera mirarlo pero por otro lado el Diablo me tentara y quisiera comprobar lo terrible que era ahora su cara.

Estaba regresando temerosa a la habitación de la puerta azul cuando Negro se me echó encima. Le empujé, pero más sin saber lo que hacía que enfadada. Nos empujamos mutuamente a la luz temblorosa de la vela pero lo que hacíamos más parecía una imitación de lucha que una auténtica pelea. Nos gustaba que nuestros cuerpos entrechocaran, tocarnos los brazos, las piernas, los pechos. Mi confusión se parecía a ese estado espiritual del que habla Nizami en Hüsrev y Sirin. ¿Notaba Negro, que había leído tanto a Nizami, que, al igual que Sirin, cuando le decía «No me beses así los labios, no me hagas daño, no lo hagas» lo que quería decir en realidad era «Hazlo»?

– No compartiré la cama contigo mientras no encuentren a ese demonio, mientras no sea descubierto el asesino de mi padre -dije.

Mientras salía de la habitación como si huyera me envolvió la vergüenza. Porque había hablado gritando de tal manera que se notaba que quería que Hayriye y los niños oyeran mis palabras. Y no sólo ellos, era como si quisiera que también oyeran mi grito mi pobre padre y mi difunto marido, cuyo cadáver se habría convertido en polvo hacía mucho en quién sabe qué tierra sin dueño.

En cuanto llegué junto a los niños, Orhan dijo:

– Madre, Sevket ha salido a la antesala.

– ¿De verdad? -le pregunté, e hice un gesto dispuesta a darle un bofetón.

– ¡Hayriye! -gritó Sevket abrazándola.

– No ha salido -dijo Hayriye-. Ha estado todo el rato en la habitación.

Por un momento sentí un escalofrío y fui incapaz de mirarla a los ojos. Me di cuenta al instante de que en cuanto anunciáramos la muerte de mi padre los niños se refugiarían en Hayriye para salvarse de mis enfados, que le contarían nuestros secretos y que esa miserable esclava se aprovecharía de la oportunidad para intentar dominarme. ¡Intentaría responsabilizarme del asesinato de mi padre y la custodia de los niños pasaría a Hasan! ¡Sería capaz de hacerlo, sí! ¡Todo aquel descaro porque se metía en la cama de mi difunto padre! Qué voy a ocultaros a estas alturas: lo hacía, por supuesto. Le sonreí con dulzura. Luego cogí a Sevket y le besé.

– Te digo que Sevket ha salido a la antesala -repitió Orhan.

– Meteos en la cama y dejadme que me acueste entre vosotros. Os contaré el cuento del chacal sin cola y el duende negro.

– Pero le habías dicho a Hayriye que no nos contara cuentos de duendes -dijo Sevket-. ¿por qué no puede contárnoslo Hayriye esta noche?

– ¿Pasarán por la ciudad de los desamparados? -preguntó Orhan.

– ¡Por supuesto que sí! -le respondí-. En esa ciudad ningún niño tiene padres. Hayriye, baja y vuelve a comprobar si las puertas están bien cerradas. Nosotros nos quedaremos dormidos a mitad del cuento.

– Yo no -replicó Orhan.

– ¿Dónde va a dormir Negro esta noche? -preguntó Sevket.

– En la habitación de pintura. Acercaos bien a vuestra madre y así nos calentaremos debajo del edredón. ¿De quién son estos piececitos tan helados?

– Míos -dijo Sevket-. ¿Y Hayriye dónde va a dormir?

Poco después de comenzar a contar el cuento, cuando Orhan se durmió el primero, como siempre, bajé la voz.

– No te levantarás de la cama después de que yo me duerma, ¿verdad, madre? -me preguntó Sevket.

– No.

Realmente no tenía la menor intención de hacerlo. Después de que Sevket se durmiera me puse a pensar en la enorme felicidad que era quedarme dormida abrazada a mis hijos la noche de bodas de mi segundo matrimonio, sobre todo cuando dentro tenía un marido guapo, inteligente y dispuesto. Me quedé dormida dándole vueltas a aquella idea, pero mi sueño no fue tranquilo. Por lo que luego pude recordar primero ajusté las cuentas con el furioso espíritu de mi padre en ese mundo ominoso e inquieto que hay entre el sueño y la vigilia, luego intenté huir de la sombra del miserable asesino, que quería enviarme con su espíritu, pero aquel criminal, mucho más terrible que el espíritu de mi padre y que me perseguía sin cesar, hizo unos ruidos. En mi sueño lanzaba piedras a nuestra casa. Apuntaba a la ventana y al tejado y luego tiró más piedras a la puerta e incluso me dio la impresión de que la forzaba. Luego, cuando aquel mal espíritu comenzó a emitir un lamento parecido al gemido o al aullido de un animal que no se parecía a ninguno conocido, mi corazón comenzó a latir a toda velocidad.

Me desperté sudando. ¿Había soñado aquellos ruidos extraños o realmente habían sonado en la casa y me habían despertado? Como era incapaz de averiguarlo me abracé con más fuerza a mis hijos y comencé a esperar sin moverme. Estaba decidiendo que había soñado los ruidos cuando oí de nuevo el mismo gemido. En eso algo cayó en el patio con un enorme estruendo. ¿Era una piedra también?

Estaba aterrorizada. Pero pasó algo todavía peor: oía ruidos dentro de la casa. ¿Dónde estaba Hayriye? ¿En qué habitación dormía Negro? ¿Cómo estaba el cadáver de mi pobre padre? Dios mío, protégenos. Mis hijos dormían como troncos.

Si aquello hubiera ocurrido antes de casarme, me habría levantado de la cama y, como si fuera el hombre de la casa, habría desafiado a los duendes y a los espíritus para dominar la situación. Ahora simplemente me quedé muy quieta abrazada a los niños. Era como si no hubiera nadie en el mundo; nadie iba a venir en mi ayuda ni en la suya. Le recé a Dios esperando lo peor. Estaba sola como en los sueños. Oí que se abría la puerta del patio. Era la puerta del patio, ¿no? Sí.

De repente, sin ni siquiera pensar en lo que estaba haciendo, me levanté, me puse la túnica y me eché fuera.

– ¡Negro! -susurré desde lo alto de las escaleras.

Me puse unas zapatillas y comencé a bajar las escaleras. La vela que había encendido a toda prisa en el brasero se apagó en cuanto salí al patio. Se había levantado un fuerte viento, pero el cielo estaba claro. En cuanto se me acostumbró la vista vi que la media luna iluminaba perfectamente el patio. ¡Dios mío! La puerta estaba abierta. Me quedé paralizada temblando por el frío.

¿Por qué no habría cogido un cuchillo? No llevaba ni siquiera un candelabro o un palo. En cierto momento vi que la puerta del patio se movía por sí sola en la oscuridad y mucho después, creo que después de que se detuviera, oí cómo chirriaba. Recuerdo que pensaba que aquello parecía un sueño. Me notaba perfectamente consciente, pero sabía que estaba caminando por el patio.

Al oír un ruido en el interior de la casa, parecía surgir de más abajo del tejado, comprendí que el alma de mi pobre padre se esforzaba por salir de su cuerpo. Percibir el tormento que sufría el alma de mi padre me ahogó de pena pero también me tranquilizó. Si mi padre es la causa de todos estos ruidos, me dije, entonces no tengo nada que temer. Pero, por otro lado, el dolor de aquella alma que luchaba por librarse cuanto antes del cuerpo para así poder elevarse sola me entristecía de tal manera que le recé a Dios para que ayudara a mi pobre padre. Me alivió pensar que el alma de mi padre no sólo me protegería a mí, sino también a los niños. Si más allá de la puerta del patio había algún diablo dispuesto a hacernos cualquier maldad, ya podía temer al alma inquieta de mi padre.

Justo en ese momento me intranquilizó pensar si no sería Negro quien inquietaba el alma de mi padre. ¿Estaría mi padre a punto de hacerle algo malo? ¿Dónde estaba Negro? En ese instante vi a Negro en la calle, poco más allá de la puerta del patio, y me detuve. Estaba hablando con alguien.

Me di cuenta de que ese alguien se dirigía a Negro desde el jardín vacío al otro lado de la calle, desde detrás de los árboles. De la misma forma que deduje que el gemido que había oído poco antes desde la cama pertenecía a aquella voz, comprendí de inmediato que se trataba de Hasan. En su voz había una especie de ruego, de gimoteo, pero tampoco es que careciera de un tono amenazador. Les escuché desde lejos. Se estaban dedicando a ajustar cuentas en el silencio de la noche.

Al mismo tiempo comprendí que me había quedado sola en el mundo con mis hijos. Pensaba que quería a Negro, pero lo cierto es que sólo quería quererlo. Porque en la amarga voz de Hasan había algo que hería dolorosamente mi corazón.

– Mañana traeré al cadí, a los jenízaros y a testigos que jurarán que mi hermano todavía está vivo y que sigue luchando en las montañas de Persia -decía-. Vuestra boda no es legal. Lo que estáis haciendo ahí dentro es puro adulterio.

– Seküre no era tu mujer, sino la de tu difunto hermano -le replicó Negro.

– Mi hermano sigue vivo -contestó convencido Hasan-. Hay testigos que lo han visto.

– Esta mañana, el cadí de Üsküdar les divorció a Seküre y a él porque lleva cuatro años sin volver de la guerra. Si está vivo, tus testigos pueden comunicarle el divorcio.

– Seküre no puede casarse sin que pase un mes -respondió Hasan-. Es contrario a la religión y al Sagrado Corán. ¿Cómo ha sido capaz el padre de Seküre de aceptar tal vergüenza?

– Mi señor Tío -le contestó Negro- está muy enfermo. En el umbral de la muerte… Y el cadí permitió la boda.

– ¿Habéis envenenado entre los dos a tu Tío? -preguntó Hasan-. ¿Por fin lo habéis conseguido entre Hayriye y tú?

– Mi suegro todavía sigue molesto por todo lo que le hiciste a Seküre. Y si realmente está vivo, tu propio hermano podría pedirte cuentas de la deshonra en que caíste.

– Todo eso es mentira -protestó Hasan-. Excusas que Seküre se inventó para huir de casa.

Del interior de la casa brotó un chillido: la que gritaba era Hayriye. Luego también gritó Sevket; se gritaban el uno al otro. Sin poder evitarlo yo también grité atemorizada sin querer y eché a correr hacia la casa sin saber lo que hacía.

Sevket había bajado corriendo las escaleras y se lanzó al patio.

– El abuelo está helado -chillaba-. El abuelo está muerto.

Nos abrazamos. Le cogí en brazos. Hayriye continuaba gritando. Tanto Negro como Hasan debían de haber oído los gritos y todo lo demás.

– Madre, han matado al abuelo -dijo ahora Sevket.

Todos lo oyeron. ¿Lo habría oído también Hasan? Abracé con fuerza a Sevket. Lo metí de nuevo en la casa sin dejarme llevar por el pánico. En lo alto de las escaleras Hayriye se estaba preguntando cómo había sido posible que el niño se despertara y se le hubiera escapado de aquella forma tan artera.

– Madre, no nos ibas a dejar solos -dijo Sevket y se echó a llorar.

Yo no podía dejar de pensar en Negro, que continuaba de pie en la puerta del patio. Como estaba ocupado con Hasan no acertaba a cerrar la puerta. Besé a Sevket en las mejillas, lo abracé con fuerza, le olí el cuello, lo tranquilicé y lo dejé en brazos de Hayriye.

– Subid vosotros dos, Hayriye -le dije en un susurro.

Subieron. Regresé a la puerta del patio. Creía que Hasan no podría verme allí donde estaba, unos pasos más atrás de la puerta. ¿Había cambiado de posición en el oscuro jardín de enfrente? ¿Se había colocado tras los árboles oscuros que bordeaban la calle? Pero me veía, cuando hablaba también se dirigía a mí. Lo que más me desagradaba no era hablar en la oscuridad con alguien a quien no veía la cara; mientras él me, nos acusaba, descubrí que en realidad le daba la razón, que me sentía culpable y equivocada, como siempre me había hecho sentir mi padre, y me ponía aún más nerviosa el darme cuenta apenada de que estaba enamorada del hombre que decía todo aquello. Dios mío, ayúdame. ¿No debería ser el amor una forma de alcanzarte y no una de sufrir en vano?

Hasan dijo que yo me había aliado con Negro para matar a mi padre. Que había oído lo que había dicho el niño, que todo estaba claro como el día, que lo que habíamos hecho era un pecado digno de que nos ganáramos el Infierno. Por la mañana iría a contárselo todo al cadí. Si yo era inocente, si mis manos no estaban manchadas por la sangre de mi padre, nos llevaría de vuelta a su casa a mí y a los niños y ejercería de padre hasta que su hermano regresara de la guerra. Pero si era culpable, me merecía cualquier castigo al que se condenara a las mujeres que abandonaban a su marido despiadadamente mientras él derramaba su sangre en la guerra. Después de que escucháramos pacientemente todo aquello, se produjo un silencio momentáneo detrás de los árboles.

– Si ahora regresas al hogar de tu verdadero marido por propia voluntad -dijo Hasan con un tono completamente distinto-, si coges a los niños y vuelves a casa voluntariamente en silencio y sin que nadie te vea, olvidaré toda esta intriga, el matrimonio falso, los crímenes que has cometido, lo perdonaré todo. Los dos juntos esperaremos pacientemente los años que sean necesarios el retorno de mi hermano de la guerra, Seküre.

¿Estaba borracho? En su voz había algo tan infantil que me preocupaba que lo que estaba ofreciéndome delante de mi marido pudiera costarle la vida.

– ¿Lo has entendido? -se dirigió a mí desde detrás de los árboles.

En la oscuridad me resultaba imposible saber exactamente dónde se encontraba. Ayuda a tus pecadores siervos, Dios mío.

– Porque no puedes vivir bajo el mismo techo con el hombre que ha matado a tu padre, Seküre, lo sé.

Por un momento se me ocurrió que podía haber sido él quien hubiera matado a mi padre. Quizá ahora se estuviese burlando de nosotros. Aquel Hasan era un diablo, pero también quizá me equivocara.

– Escúchame, señor Hasan -dijo Negro en dirección a la oscuridad-. Han asesinado a mi suegro, eso es verdad. Algún miserable lo ha matado.

– Lo mataron antes de la boda, ¿no? -preguntó Hasan-. Lo matasteis porque se oponía a todo este montaje de la boda, al divorcio simulado, a los testigos falsos, a vuestras trampas. Si hubiera considerado a Negro un hombre de verdad le habría entregado a su hija, no ahora, sino hace años.

Como había vivido tantos años con mi difunto marido, con nosotros, conocía tan bien nuestro pasado como nosotros mismos. Aún peor, Hasan recordaba de principio a fin con la pasión de un amante celoso todo lo que había hablado con mi marido en aquella casa, lo que había olvidado y lo que ahora quería haber olvidado. Teníamos tantos recuerdos comunes de años, él, su hermano y yo, que me dio miedo que me hiciera sentir lo extraño, nuevo y lejano que me parecería Negro si ahora comenzaba a hablar de ellos.

– Sospechamos que has sido tú quien lo mató -dijo Negro.

– Lo habéis matado vosotros para poder casaros. Eso está claro. Yo no tenía ningún motivo para matarlo.

– Lo mataste para que no pudiéramos casarnos -le contestó Negro-. Cuando supiste que había dado su permiso para que Seküre se divorciara y nos casáramos, perdiste la cabeza. De hecho, estabas furioso con él porque le había dado ánimos a Seküre para que regresara a su casa. Querías vengarte. Sabías que mientras siguiera vivo nunca podrías apoderarte de Seküre.

– Basta -replicó Hasan decidido-. No pienso escuchar más. Hace mucho frío. Me he quedado helado tirando piedras hasta que he podido llamar vuestra atención. No me oíais.

– Negro estaba dentro, mirando las ilustraciones de mi padre -dije.

¿Cometí un error diciendo aquello?

Entonces Hasan habló con aquel tono artificial que a veces yo empleaba sin querer cuando me dirigía a Negro:

– Señora Seküre, como esposa de mi hermano mayor, lo mejor que puedes hacer es coger a tus hijos y regresar al hogar del heroico caballero con el que aún sigues casada según la ley de Dios.

– No -respondí como si susurrara a la noche-. No, Hasan, no.

– Entonces mi responsabilidad y la fidelidad que le tengo a mi hermano me obligan a comunicar al cadí en cuanto amanezca todo lo que he oído aquí. Luego podrían pedirme cuentas.

– De hecho, va a pedírtelas -le respondió Negro-. En el mismo momento en que vayas a ver al cadí, yo le contaré que asesinaste al querido siervo de Nuestro Sultán, mi Tío.

– Bien -replicó Hasan tranquilo-. Díselo así.

Lancé un grito.

– ¡Os torturarán a los dos! No vayáis al cadí. Esperad. Todo se aclarará.

– No le tengo miedo a la tortura -dijo Hasan-. He pasado dos veces por ella y en ambas ocasiones he podido darme cuenta de que es la única manera de diferenciar al culpable del inocente. Son los calumniadores quienes deben temerla. Además, le hablaré del libro y las ilustraciones del pobre Tío al juez, al agá de los jenízaros, al seyhülislam y a todo el mundo. Todos hablan de esas ilustraciones. ¿Qué es lo que hay en ellas?

– Nada -respondió Negro.

– Así que enseguida fuiste a mirarlas.

– El señor Tío me encargó que terminara su libro.

– Bien. Ojalá nos torturen juntos.

Ambos guardaron silencio. Luego oímos el sonido de unos pasos que llegaban del jardín vacío. ¿Se iba o se acercaba a nosotros? Ni pudimos verle ni pudimos saber lo que hacía. Era una molestia inútil que cruzara en aquella negra oscuridad entre los espinos, los arbustos y las zarzas del otro extremo del jardín. Si pasaba entre los árboles podía deslizarse por delante de nosotros y desaparecer sin que lo viéramos, pero no oímos pasos que se nos acercaran. En cierto momento grité «¡Hasan!», pero no se oyó el menor ruido.

– Calla -me dijo Negro.

Ambos tiritábamos de frío. Sin esperar demasiado cerramos bien la puerta y entramos en casa. Antes de meterme en la cama que habían calentado mis hijos fui a echar un nuevo vistazo a mi padre. Negro se sentó ante las ilustraciones.

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