El Gran Maestro Osman y yo nos pasamos toda una tarde con páginas de libros extendidas ante nosotros, algunas ya caligrafiadas, otras completamente listas, otras sin colorear y otras a medias por alguna extraña razón, hablando de los maestros ilustradores, de las páginas del libro de mi Tío y tomando nota de nuestras apreciaciones. Ya creíamos que nos habíamos librado de los hombres del Comandante de la Guardia, respetuosos pero de aspecto matón, que nos traían las páginas que habían confiscado en las casas de calígrafos e ilustradores después de registrarlas (algunas láminas no tenían la menor relación con ninguno de nuestros dos libros mientras que otras nos probaban una vez más que los calígrafos también se dedicaban a trabajos miserables a escondidas fuera de Palacio para ganarse unos cuantos ásperos de más), cuando uno, el que parecía tener más confianza en sí mismo, se plantó delante del gran maestro y se sacó un papel del fajín.
Por un momento no le presté atención creyendo que era una de esas peticiones de padres que quieren que sus hijos entren como aprendices en algún taller y que encuentran el medio de hacerlas llegar a tantos jefes de sección y agás de dependencias. Por la pálida luz que nos llegaba del exterior comprendí que el sol que había lucido aquella mañana había desaparecido. Para descansar los ojos realizaba el ejercicio que los antiguos maestros de Shiraz recomendaban repetir a menudo a los ilustradores que no quisieran quedarse ciegos aún jóvenes e intentaba mirar al vacío a lo lejos sin fijar la mirada en ningún punto. Fue entonces cuando reconocí excitado el dulce color y la forma de estar doblado, que hicieron que mi corazón diera un salto, de aquel papel que mi maestro sostenía en la mano y contemplaba con una expresión de asombro. Era exactamente igual que las cartas que me enviaba Seküre a través de Ester. Como un estúpido, estaba a punto de decirme «qué coincidencia» cuando me di cuenta de que, como la primera carta de Seküre, ¡estaba acompañada por una pintura hecha en papel basto!
El Maestro Osman se quedó con el papel ilustrado y me pasó la carta, que en ese momento comprendí avergonzado que pertenecía a Seküre.
Mi señor Negro:
He enviado a Ester para que intente sonsacar a Kalbiye, la viuda del difunto Maese Donoso. En su casa le mostró este papel ilustrado que te remito. Luego yo misma fui allí, la adulé y le imploré hasta que pude conseguir esta pintura por si te sirve de algo. El papel estaba en el cadáver del pobre Maese Donoso cuando lo sacaron del pozo. Kalbiye jura que nadie le encargó dibujar caballos a su difunto marido. ¿Quién ha dibujado esto entonces? Los hombres del Comandante de la Guardia han registrado la casa. Te envío esta nota porque creo que el asunto de los caballos es urgente. Los niños te besan la mano. Tu esposa, Seküre.
Leí respetuosamente dos veces más esas tres últimas palabras de la carta de mi preciosa mujer como si contemplara cuidadosamente otras tantas espléndidas rosas rojas en un jardín. Luego acerqué la mirada al papel que el Maestro Osman estaba examinando atentamente con su lente: me di cuenta enseguida de que aquellas formas con la tinta corrida eran caballos dibujados de un solo trazo para ejercitar la mano a la manera de los maestros antiguos.
El Maestro Osman, que leía en silencio la carta de Seküre, pronunció en voz alta su pregunta: «¿Quién ha dibujado esto?».
– Por supuesto, el ilustrador que pintó el caballo del difunto Tío -se contestó a sí mismo después.
¿Tan convencido estaba de eso? Además, no estábamos en absoluto seguros de quién había dibujado el caballo del libro. Sacamos la pintura del caballo de entre las otras ocho y comenzamos a observarla atentamente.
Era un caballo alazán hermoso, sencillo y que uno no se cansaría de mirar. ¿Decía la verdad con eso de que uno no se cansaría de mirarlo? Había tenido tiempo de sobra para examinar ese caballo, primero con mi Tío y luego a solas con las demás pinturas, pero no me había detenido demasiado en él. Era un caballo hermoso pero vulgar: tan vulgar que ni siquiera habíamos podido adivinar a quién pertenecía. No era alazán del color de los dátiles, sino de ese tipo que llaman alazán castaño; y entre el castaño había un rojo apenas perceptible. Era un caballo de los que había visto tantos en otros libros y pinturas que cualquiera habría podido darse cuenta de que el ilustrador lo había pintado de memoria sin pararse a pensar en lo que hacía.
Lo examinamos de aquella manera hasta que descubrimos que guardaba un secreto. Ahora veía en el caballo una belleza que reverberaba ante mis ojos y una fuerza en su interior que despertaba el entusiasmo por vivir, aprender y abarcarlo todo. Por un momento, y como si hubiera olvidado que se trataba de un asesino miserable, me pregunté: «¿Quién es el ilustrador de manos mágicas que ha pintado este caballo tal y como Dios lo ve?». El caballo estaba ante mí como si fuera un caballo real pero una parte de mi mente era consciente de que se trataba de una pintura y el embrujo de estar atrapado entre aquellas dos ideas despertaba en mí una sensación de totalidad, de perfección.
Durante un rato comparamos los caballos de la tinta corrida hechos para ejercitar la mano y el del libro de mi Tío y rápidamente llegamos a la conclusión de que habían salido de la misma mano: la postura de los caballos no sugería movimiento, sino calma; eran orgullosos, fuertes y elegantes. Sentí admiración por la pintura del caballo del libro de mi Tío.
– Es un caballo tan bello -dije- que lo primero que te apetece es sacar un papel, dibujar un caballo como éste y después pintarlo todo.
– El mejor cumplido que se le puede hacer a un ilustrador es decirle que sus obras despiertan en nosotros el entusiasmo por pintar -me contestó el Maestro Osman-. Pero ahora no prestemos atención a la habilidad del malvado sino a quién es. ¿Te dijo alguna vez tu difunto Tío qué tipo de historia ilustraría este caballo?
– No. Según él, éste sería uno de los caballos que viven en todos los países que son propiedad de Nuestro Poderoso Sultán. Un caballo hermoso: un caballo de la Casa de Osman. Algo que mostraría al Dux de Venecia las riquezas y los países que posee Nuestro Sultán. Pero, por otro lado, como pasa con todo lo que pintan los maestros francos, este caballo tendría que ser más de carne y hueso que uno pintado desde el punto de vista de Dios, tendría que ser un caballo que viviera en Estambul, cuya cuadra y cuyos mozos fueran conocidos, para que el Dux de Venecia se dijera «Si tenemos en cuenta que los ilustradores empiezan a ver las cosas y a pintarlas como nosotros, eso quiere decir que los otomanos han comenzado a parecérsenos» y que así admitiera el poder y la amistad de Nuestro Sultán. Porque cuando uno empieza a pintar un caballo de una manera distinta, comienza a ver el mundo entero de otra forma. Pero, por muy raro que sea, este caballo está hecho siguiendo el estilo de los maestros antiguos.
Hablar tanto sobre aquel caballo hizo que enseguida me pareciera más atractivo y valioso. Tenía la boca ligeramente abierta y se le veía la lengua entre los dientes. Sus ojos brillaban. Sus patas eran fuertes y elegantes. Lo que convierte en legendaria a una pintura ¿es ella misma o lo que dicen de ella? El Maestro Osman paseaba despacio su lente sobre el caballo.
– ¿Qué quiere decir este caballo? -le pregunté con toda sinceridad-. ¿Por qué existe? ¡Por qué este caballo! ¿Qué es? ¿Por qué me emociona de esta manera?
– Tanto los libros como las pinturas que encargan los sultanes, shas y bajas amantes de los libros proclaman su poder y su fuerza, y ellos los encuentran hermosos porque son prueba de su riqueza con su profusión de dorados y por todo el trabajo y esfuerzo de ojos que el ilustrador ha vertido en el encargo -respondió el Maestro Osman-. La belleza de una pintura es importante porque demuestra que la habilidad del ilustrador es algo costoso y raro de encontrar, como el oro que se ha utilizado en ella. Cualquier otro que mire la pintura o que hojee un libro encuentra hermosa la imagen de un caballo por el tema de la escena, porque se parece a un caballo de verdad, o al caballo ideal en la mente de Dios, o a un caballo realmente fantástico y atribuyen esa sensación de verosimilitud al talento. Para nosotros la belleza de una pintura comienza por la multiplicidad de significados y por su elegancia. Por supuesto, saber que en este caballo está, además de él mismo, el dedo del asesino, la marca del mal, aumenta los significados de la pintura. Además, está el hecho de encontrar hermoso el caballo pintado y no sólo su imagen. Ver la imagen del caballo no como una pintura, sino como si se viera un caballo de verdad.
– Si lo mirara como si fuera un caballo de verdad, ¿qué vería en esta pintura?
– Teniendo en cuenta su tamaño, no es un poni; teniendo en cuenta lo largo y curvo de su cuello diría que es un buen caballo de carreras y por lo liso de su lomo, que es muy apto para largos viajes. Sus patas airosas pueden querer decir que es ágil y diestro como un caballo árabe, pero no es árabe porque su cuerpo es largo y voluminoso. La delicadeza de sus patas muestra, como decía Fadlan, el sabio de Bujara, en su Libro de veterinaria sobre los caballos más apreciados, que si nuestro animal llegara ante un río lo cruzaría de un salto con facilidad y no dudaría ni tendría miedo. Me sé de memoria ese Libro de veterinaria tan bellamente traducido por Fuyûzi, el veterinario de Palacio, y podría aplicar cada una de las hermosas palabras que allí se dicen sobre los caballos realmente apreciados a este alazán nuestro que tenemos delante: el buen caballo tiene una hermosa cara y ojos de gacela y sus orejas son rectas como cañas y el espacio entre ellas es amplio; el buen caballo tiene dientes pequeños, frente abultada, cejas ligeras, es largo de cuerpo, de largas crines, breve de cintura, de nariz pequeña, hombros estrechos y lomo ancho y liso; de muslos plenos, largo de cuello, amplio de pecho, con la base de la cola ancha y la entrepierna carnosa. Deber ser orgulloso y elegante y caminar como si saludara a ambos lados.
– Es exactamente nuestro alazán -dije observando admirado la pintura.
– Hemos identificado nuestro caballo -continuó el Maestro Osman con la misma sonrisa tímida-, pero por desgracia eso no nos sirve de nada para saber quién puede ser el ilustrador. Porque sé que ningún ilustrador con la cabeza sobre los hombros pintaría un caballo observando un caballo real. Por supuesto, pueden dibujarlo de un solo golpe de memoria. La prueba es que la mayoría empieza a dibujar el contorno del caballo por el extremo de los cascos.
– ¿No lo hacen para que las patas pisen el suelo? -le pregunté como pidiendo disculpas.
– Como decía Cemalettin el de Kazvin en su La ilustración de los caballos, sólo podremos terminar adecuadamente la pintura de un caballo que hayamos empezado a dibujar por los cascos si tenemos al animal entero en la memoria. Por supuesto, está claro que pensando y recordando o, algo todavía más ridículo, observando un caballo real, se puede dibujar un caballo empezando por la cabeza, siguiendo por el cuello y terminando por el cuerpo. Hay algunos pintores francos que lo hacen así, o sea, pintan con indecisión, haciendo pruebas y bocetos, cualquier caballo de carga vulgar de los que se ven por la calle y se lo venden a los sastres y a los carniceros. Una pintura así no tiene nada que ver con el significado del Universo ni con la belleza creada por Dios. Pero estoy seguro de que incluso ellos saben que el verdadero ilustrador pinta gracias a sus recuerdos y a la práctica de su mano y no gracias a lo que sus ojos están viendo en ese momento. El pintor siempre está solo ante el papel. Para él, recordar es siempre una necesidad. Por ahora no podemos hacer otra cosa sino utilizar el método de la dama para encontrar la firma oculta que esconde este caballo nuestro dibujado de memoria con un hábil y rápido movimiento de la mano. Míralo bien tú también.
Pasaba la lente muy despacio sobre el maravilloso caballo, como si estuviera buscando el tesoro en un mapa antiguo cuidadosamente pintado en pergamino.
– Sí -dije como el estudiante arrebatado por la inquietud de hacer lo antes posible un descubrimiento brillante para impresionar a su maestro-. Podemos comparar los colores y los bordados del cobertor de la silla de montar con los de las otras pinturas.
– Mis maestros ilustradores nunca ponen el pincel en esos bordados. Son los aprendices quienes pintan los motivos de las ropas, las alfombras, las cubiertas y las tiendas. Quizá lo pintara el difunto Maese Donoso. Olvídalo.
– ¿Y las orejas? -dije nervioso-. Las orejas de los caballos también…
– No. Son de esas orejas como cañas tan conocidas, de las que nunca se apartan de los modelos heredados de los tiempos de Tamerlán.
Estuve a punto de decir: «El trenzado de las crines, el peinado de cada pelo». Pero me callé porque no me gustaba ese jueguecito de maestro-aprendiz. Además, si yo era el aprendiz, debía ser capaz de saber hasta dónde podía llegar.
– Mira esto -me dijo el Maestro Osman con el tono quejoso pero profundamente atento de un médico que le mostrara a otro una buba de la peste-. ¿Lo ves?
Llevó la lente hasta la cabeza del caballo y la alejó de la superficie de la pintura atrayéndola poco a poco hacia nosotros. Acerqué bien la cabeza para poder ver lo mejor posible lo que aumentaba la lente.
La nariz del caballo tenía algo extraño. Los ollares.
– ¿Lo has visto? -me preguntó el Maestro Osman.
Para estar seguro de lo que veía tenía que poner el ojo justo enfrente de la lente. Como el Maestro Osman estaba haciendo lo mismo al mismo tiempo, nos encontramos mejilla contra mejilla ante la lente, bastante alejada de la pintura. Sentir en mi cara la dureza de la barba seca del maestro y la frialdad de su mejilla me asustó por un instante.
Se produjo un silencio. Como si en la pintura que había a un palmo de nuestros cansados ojos ocurriera algo maravilloso y nosotros estuviéramos siendo testigos de ello con respeto y admiración.
– ¿Qué es eso que tiene en la nariz? -fui capaz de susurrar mucho después.
– Lo ha dibujado de una manera muy extraña -dijo el Maestro Osman sin apartar la mirada de la pintura.
– ¿Se le fue la mano? ¿Es un defecto?
Seguíamos examinando el extraño y peculiar dibujo de la nariz.
– ¿Es esto ese famoso «estilo» imitación de los francos del que todo el mundo ha empezado a hablar, incluidos los grandes ilustradores chinos? -preguntó con tono burlón el Maestro Osman.
Me dejé llevar por una cierta susceptibilidad creyendo que de quien se burlaba era de mi difunto Tío:
– Si un defecto no proviene de la falta de talento o habilidad sino de lo más profundo del alma del ilustrador, entonces es estilo, eso decía mi difunto Tío.
Pero, proviniera de donde proviniese, de la mano del ilustrador o del caballo mismo, lo cierto era que no teníamos otra pista para encontrar al miserable que había asesinado a mi Tío que esta nariz. Porque en los caballos de la tinta corrida del papel que había salido del bolsillo del pobre Maese Donoso, no es que nos costara trabajo distinguir los ollares, sino las mismas narices.
Así pues, pasamos mucho tiempo buscando las pinturas de caballos que los queridos ilustradores del Maestro Osman habían hecho para todo tipo de libros y buscándoles defectos en los ollares. En las doscientas cincuenta ilustraciones del Libro de las festividades que estaba a punto de ser terminado, en las que se describían los desfiles, siempre a pie, de congregaciones y gremios ante Nuestro Sultán, había muy pocos caballos. Se enviaron hombres al edificio de los talleres, donde se guardaban ciertos libros de modelos y cuadernos de plantillas así como los libros recién terminados, y a las estancias privadas y al harén para que nos trajeran cuanto libro no estuviera guardado bajo siete llaves en el tesoro privado, por supuesto, todo con el permiso de Nuestro Sultán.
Primero examinamos el caballo castaño con una estrella en la frente y el gris de ojos de gacela que tiraban del carro funerario en la pintura a doble página que encontramos en el volumen del Libro de las victorias que nos habían traído de la habitación de uno de los príncipes y que mostraba las ceremonias de las exequias del sultán Solimán el Magnífico, muerto durante el sitio de Sigetvar, así como los melancólicos palafrenes adornados con sillas con brocados de oro y prodigiosos cobertores que acompañaban al cortejo. Todos aquellos los habían pintado Mariposa, Aceituna y Cigüeña. Tirasen del carro funerario de enormes ruedas o presentasen sus respetos mirando con ojos nublados el cadáver de su señor, bajo un grueso paño rojo, todos los caballos tenían la misma elegante postura, inspirada en los antiguos maestros de Herat, con una pata airosamente hacia delante y la otra firmemente plantada en el suelo junto a la primera. Todos tenían el cuello largo y curvo, la cola trenzada y las crines cortadas y peinadas, pero ninguno tenía en la nariz el defecto que buscábamos. Tampoco la tenía ninguno de los caballos que montaban los comandantes, sabios y religiosos que se habían unido al cortejo y que presentaban sus respetos al difunto sultán Solimán desde las colinas de los alrededores.
Algo de la tristeza de aquella amarga ceremonia funeraria se nos contagió. Nos apenaba ver cómo había sido maltratado aquel libro en el que el Maestro Osman y sus ilustradores habían derrochado tanto esfuerzo y cómo las mujeres del harén lo habían emborronado jugando con los príncipes y habían escrito aquí y allá. Bajo un árbol junto al cual cazaba el abuelo de Nuestro Sultán alguien había escrito con muy mala letra: «Mi muy Exaltado Señor, lo amo y lo espero con la paciencia de este árbol». Con esa sensación de derrota y amargura hojeamos libros legendarios que jamás había visto pero de cuya existencia sabía por rumores.
En el segundo volumen del Libro de las destrezas en el que habían trabajado los tres maestros ilustradores, vimos, tras los rugientes cañones y la infantería, cientos de caballos de todos los colores, negros azulados, castaños, grises, montados por gloriosos espahíes con el escudo alzado y la espada desenvainada, haciendo resonar armaduras y equipos mientras avanzaban ordenadamente cruzando colinas rosadas, pero ninguno tenía un defecto en la nariz. «¡Y qué es un defecto!», dijo el Maestro Osman luego, cuando examinábamos una pintura del mismo libro en la que se veían la Puerta Imperial y la plaza de los Desfiles, en la que nos encontrábamos en ese momento: no se veía la señal que buscábamos en ninguno de los caballos de todos los colores que montaban los porteros, los heraldos y los secretarios del consejo en aquella pintura, que mostraba el hospital a la derecha, la Sala de Audiencias y los árboles del patio lo bastante pequeños como para que cupieran en el interior de sus marcos y lo bastante grandes como para que nuestra mente percibiera su importancia. Contemplamos cómo cazaba el sultán Selim el Fiero, padre del abuelo de Nuestro Sultán, con sus galgos negros de cola roja que ponían en alborotada fuga a crías de gacela de altas ancas y tímidas liebres cuando levantó su tienda junto al arroyo Küskün durante la campaña iniciada contra los soberanos Dulkadir, y cómo dejaba a un leopardo, cuyas manchas se abrían como flores, bañado en roja sangre. Ni en la nariz del caballo castaño con la estrella en la frente que montaba el sultán ni en la de los que montaban los halconeros que esperaban preparados con las aves en el brazo tras las rojas colinas al frente se veía la marca que buscábamos.
Hasta el anochecer estuvimos viendo cientos de caballos que habían surgido en los últimos cuatro o cinco años de los pinceles de los ilustradores del Maestro Osman, Aceituna, Mariposa y Cigüeña: los caballos píos, negros y bayos de airosas orejas del jan de Crimea Mehmet Giray; caballos rosillos y pardos de los cuales sólo se veían las cabezas tras una colina en una escena de batalla; los caballos de Haydar Bajá, que reconquistó la fortaleza de Halkul Vad en Túnez a los infieles españoles y los caballos alazanes y verde pistacho de los españoles, uno de los cuales se caía de boca mientras huía; un caballo negro que le hizo decir al Maestro Osman: «Este se me escapó, ¿quién habrá hecho semejante chapuza?»; un alazán que escuchaba alzando respetuosamente las orejas a un paje que tocaba el laúd bajo un árbol; Sebdiz, el caballo de Sirin, tan recatado y elegante como ella, esperándola mientras se bañaba en el lago a la luz de la luna; los caballos fogosos de los que corrían lanzas; el caballo impetuoso como la tormenta con el apuesto mozo de cuadras que por alguna extraña razón hizo decir al Maestro Osman: «En mi juventud lo quise mucho. Estoy muy cansado»; el caballo dorado del color del sol que Dios le envió al Profeta Elías para protegerle del ataque de los paganos, pero cuyas alas le habían sido pintadas por error al propio Elías; el noble caballo gris, de cabeza pequeña y cuerpo enorme, del sultán Solimán el Magnífico, que durante una cacería contemplaba con ojos tristes a su hijo, el joven y encantador príncipe al que había llamado a su lado tras la muerte, aún adolescentes, de sus otros tres hijos; caballos enfurecidos; caballos corriendo; caballos cansados; caballos hermosos; caballos de los que nadie se ocupaba; caballos que nunca saldrían de aquellas páginas; caballos que saltaban perforando el encuadre como si quisieran librarse del aburrimiento de aquellas páginas.
Ninguno tenía en la nariz la firma que buscábamos.
No obstante, a pesar del agotamiento y la amargura que se desplomaban sobre nosotros, en ningún momento nos faltó entusiasmo: un par de veces nos olvidamos del caballo y nos sumergimos absortos en la belleza de la pintura que observábamos, en aquellos colores que te obligaban a entregarte a ellos momentáneamente. El Maestro Osman, que había preparado, supervisado o pintado la mayoría de las ilustraciones, las miraba, más que con admiración, con el entusiasmo del recuerdo.
– ¡Esto es de Kasim el de Kasimpasa! -exclamó en cierta ocasión señalando las plantas moradas al pie de la rojísima tienda de campaña del sultán Solimán, el abuelo de Nuestro Sultán-. Nunca llegó a ser un gran maestro, pero se pasó cuarenta años rellenando los espacios vacíos de las ilustraciones con esas plantas de cinco hojas y una sola flor hasta que se murió hace dos años. Siempre hacía que las dibujara él porque pintaba estas plantitas mejor que nadie -guardó silencio un rato y luego dijo-: ¡Qué pena, qué pena!
Sentí en toda mi alma que con aquellas palabras algo se acababa, que se ponía punto final a toda una época.
Estaba oscureciendo cuando de repente una luz llenó la habitación y se produjo un movimiento. Mi corazón, que comenzó a latir a toda velocidad, lo comprendió de inmediato: en ese momento entraba Su Majestad Nuestro Sultán, Señor del Universo. Me arrojé a sus pies. Le besé el dobladillo de la túnica. La cabeza me daba vueltas. No podía mirarle a los ojos.
Pero ya hacía rato que él había comenzado a hablar con el Gran Ilustrador, el Maestro Osman. Me llenó con una llamarada de orgullo el que estuviera dirigiéndose a la misma persona con la que hasta hacía un momento había estado observando pinturas rodilla con rodilla. No podía creérmelo, pero Su Majestad Nuestro Sultán se sentaba ahora donde poco antes estaba sentado yo y escuchaba con atención lo que le explicaba mi maestro, tal y como yo había hecho. A su lado el Tesorero Imperial, el Agá de los Halconeros y otros cuantos cuya identidad no fui capaz de descubrir, por un lado le protegían y por otro observaban atentamente las ilustraciones de los libros abiertos. En cierto momento reuní todo mi valor y miré largo rato al rostro, y, aunque fuera de reojo, a los ojos de Nuestro Soberano, el Señor del Universo. ¡Qué apuesto era! ¡Qué correcto y qué honesto! Mi corazón ya no latía excitado. Justo en ese momento, él me miró y nuestras miradas se cruzaron.
– ¡Cuánto amaba a tu difunto Tío! -dijo. Sí, se dirigía a mí. De puro nerviosismo me perdí parte de sus palabras-… Me entristeció mucho. No obstante, es un consuelo ver que cada una de las láminas que preparó es una maravilla. Cuando el infiel veneciano las vea, se quedará estupefacto y temerá mi sabiduría. Ahora, gracias a la nariz de ese caballo, podréis descubrir quién es el ilustrador maldito de Dios. En caso contrario, sería necesario torturar a todos los maestros ilustradores por cruel que resulte.
– Mi Soberano, Refugio del Mundo, Su Majestad Mi Sultán -dijo el Maestro Osman-, quizá podamos saber quién cometió este error con el cálamo si hacemos que mis maestros ilustradores dibujen un caballo a toda prisa en una hoja en blanco sin pensar en ninguna historia.
– Por supuesto, siempre y cuando esto sea un error Y no una nariz de verdad -apuntó de manera muy inteligente Nuestro Sultán.
– Mi Sultán -continuó el Maestro Osman-, si se anuncia que habéis ordenado que se convoque esta misma noche una competición con tal fin, si se llama una a una a las puertas de vuestros ilustradores y se les pide que dibujen un caballo a toda prisa en un papel en blanco para dicha competición…
Nuestro Sultán lanzó una mirada al Comandante de la Guardia que quería decir «¿Lo has oído?», y luego preguntó:
– ¿Sabéis cuál de las historias de competiciones del poeta Nizami es la que más me gusta?
Parte de nosotros respondió afirmativamente, parte preguntó «¿Cuál?» y parte guardó silencio, como yo.
– No me gusta la historia de la competición de los poetas, ni tampoco la historia de la competición entre el pintor chino y el rumí y el espejo -dijo mi apuesto Sultán-. La que más me gusta es la de los médicos que compiten hasta la muerte.
En cuanto acabó de decirlo nos dejó y se retiró para llegar a tiempo a la oración del anochecer.
Algo más tarde, mientras sonaba la llamada a la oración y yo me dirigía a la carrera hacia mi barrio soñando feliz con Seküre, con los niños y con nuestra casa después de haber cruzado en la penumbra las puertas del Palacio, me acordé aterrorizado de aquella historia de la competición de los médicos.
Uno de los dos médicos que competían ante el sultán, el que la mayoría de las veces se pintaba con la ropa color rosa, había hecho una píldora verde con un veneno tan potente como para matar a un elefante y se la dio al otro, al del caftán azul marino. Éste se tomó con muy buen provecho primero la píldora venenosa y después otra azul con un antídoto que acababa de fabricar y, tal y como se puede entender por su dulce sonrisa, no le ocurrió nada. Además ahora le había llegado a él el turno de que su competidor oliera la muerte. Con lentos movimientos, saboreando el hecho de que ahora fuera su turno, arrancó una rosa rosada del jardín, se la acercó a los labios y le susurró una poesía oscura que nadie pudo oír. Luego, con gestos que demostraban de sobra la seguridad en sí mismo que sentía, le alargó la flor al médico vestido de rosa para que la oliera. El médico vestido de rosa estaba tan preocupado por el poder del poema que el otro había susurrado a la rosa, que en cuanto se acercó a la nariz la flor, que no poseía otra cualidad excepto su aroma, se desplomó muerto de terror.