59. Yo, Seküre

Pasé la noche sin dormir en la casa del pariente lejano a la que nos había enviado Negro para ocultarnos. Podía dar alguna cabezada entre el ruido de toses y ronquidos en la cama en la que estaba con Hayriye y los niños pero en mi sueño inquieto vislumbraba extrañas criaturas y mujeres a las que les habían cosido piernas y brazos después de cortárselos y mezclarlos unos con otros y que no dejaban de perseguirme y de despertarme. Poco antes de amanecer el frío me desveló, tapé bien a Sevket y Orhan, los abracé, les besé el pelo y, como hacía en los tiempos dichosos en los que dormía pacíficamente en casa de mi difunto padre, le imploré a Dios que me diera un sueño feliz.

Pero no pude dormirme. Después de la oración del amanecer, mientras miraba a la calle por los postigos de la ventana de la minúscula y oscura habitación, vi lo que siempre veía en mis sueños felices: un hombre parecido a un fantasma, exhausto por el combate y por las heridas recibidas, se aproximaba a mí con pasos llenos de nostalgia sosteniendo un bastón como si fuera una espada. En mis sueños, cuando estaba a punto de abrazarlo, me despertaba entre lágrimas. Cuando comprendí que el hombre cubierto de sangre en la calle era Negro, brotó de mi garganta ese grito que nunca llegaba a surgir en mis sueños.

Corrí a abrir la puerta.

Tenía la cara hinchada y llena de moratones por los golpes. Le habían hecho pedazos la nariz y la tenía llena de sangre. Tenía una enorme herida que le llegaba desde el hombro hasta el cuello. Su camisa estaba completamente roja por la sangre. Como el marido de mis sueños, me sonreía ligeramente porque por fin había podido regresar a casa.

– Entra -le dije.

– Llama a los niños -me respondió-. Volvemos a casa.

– No estás como para volver a casa.

– Ya no tienes por qué tenerle miedo. Era Velican Efendi el Persa.

– Aceituna… ¿Has matado a ese pobre hombre?

– Ha huido a la India con el barco que salía de Kadirga -dijo, y por un momento evitó mi mirada como si supiera que no había completado su trabajo.

– ¿Podrás caminar hasta casa? -le pregunté-. Que te busquen un caballo.

Noté que se iba a morir al llegar a casa y me dio pena de él. No sólo porque fuera a morirse, sino también porque no había tenido ni un momento de felicidad. Podía ver en la tristeza y en la decisión de su mirada que no quería morir en aquella casa extraña y que, de hecho, lo que quería era desaparecer sin que nadie lo viera en tan lamentable estado. Lo subieron al caballo a duras penas.

En el trayecto de vuelta, que hicimos pasando por calles laterales llevando los atados en la mano, al principio los niños no se atrevían a mirar a la cara a Negro, montado en el caballo, de puro miedo. Pero él, desde lo alto del caballo, que marchaba lentamente, fue capaz de contarles cómo había podido desbaratar los planes del miserable asesino que había matado a su abuelo y cómo se había batido con él. Veía que ahora le tenían algo más de aprecio y le rogué a Dios que no lo dejara morir.

Al llegar a casa Orhan gritó con tanta alegría «¡Hemos llegado a casa!» que en ese momento nació en mí la esperanza de que Azrael se compadecería de nosotros y que Dios le daría algo más de tiempo. No obstante, como sabía por experiencia que nunca se sabe qué vida reclamará el Altísimo Dios ni cuándo, no me hice demasiadas ilusiones.

Bajamos del caballo a Negro con dificultad, entre todos lo subimos al piso de arriba, lo introdujimos en el cuarto de mi padre, el de la puerta azul, y lo acostamos. Entre Hayriye y yo le quitamos la ropa rasgándola y cortándola con unas tijeras: la camisa sangrienta que se le había pegado al cuerpo, el fajín, los zapatos, la ropa interior, hasta los calzones. Al abrir los postigos el suave sol de invierno que jugaba con las ramas en el patio inundó la habitación y, reflejándose en los aguamaniles, en los cuencos, en los botes de goma arábiga, en los tinteros, en los fragmentos de cristal y en los cortaplumas, iluminó la piel color muerte y las heridas color cereza de Negro.

Humedecí con agua caliente trozos de tela de sábana que había frotado con jabón y lavé el cuerpo de Negro con el mismo cuidado con que habría lavado una antigua y valiosa alfombra y con el mismo cariño y la solicitud que habría puesto si cuidara a uno de mis hijos. Le lavé la cara sin apretarle los moratones, la nariz sin maltratarle el corte y la terrible herida del hombro con la pericia de un médico. Como hacía cuando bañaba a los niños cuando eran pequeños le decía tonterías entonando una melodía. También tenía cortes en el pecho y en los brazos. Le habían mordido los dedos de la mano izquierda y se los habían dejado completamente morados. Los paños con los que le lavaba iban llenándose de sangre según se los pasaba por el cuerpo. Le toqué el pecho; sentí con la mano la suavidad de su vientre; le miré largo rato el miembro: desde abajo, desde el patio, llegaban las voces de los niños. ¿Por qué le llamarán a eso algunos poetas el cálamo de caña?

Bajé al oír que Ester entraba en la cocina con la voz alegre y el tono misterioso que ponía cuando traía noticias frescas.

Ester estaba tan excitada que comenzó a contármelo todo sin ni siquiera abrazarme ni besarme: habían encontrado la cabeza de Aceituna a la puerta del taller junto con el atadillo y las pinturas que probaban sus crímenes. Se disponía a huir a la India pero había querido ver el taller por última vez.

Había testigos: cuando Hasan vio allí a Aceituna desenvainó su espada roja y le decapitó de un tajo.

Mientras ella me contaba todo aquello yo pensaba dónde estaría mi pobre padre. Saber que el asesino se había llevado su merecido primero me alivió del miedo. Luego sentí que la venganza te da una agradable sensación de tranquilidad y justicia cumplida. En ese momento sentí mucha curiosidad por cómo viviría mi padre aquella sensación desde allá donde se encontrara y de repente el mundo entero me pareció como un palacio de innumerables habitaciones cuyas puertas dieran unas a otras. Sólo podíamos pasar de una habitación a la siguiente recordando y soñando pero la mayoría apenas lo hacíamos por pura pereza y siempre esperábamos sin salir de la misma.

– No llores, bonita -dijo Ester-. Mira, al final todo ha acabado bien.

Le di cuatro piezas de oro. Una a una se las llevó lujuriosamente a la boca y las mordió con avidez y deseo pero de manera inexperta.

– Ronda por todas partes el oro falso de los infieles venecianos -dijo sonriendo.

En cuanto desapareció le dije a Hayriye que no dejara que los niños fueran al piso de arriba. Subí y cerré la puerta con llave. Me acerqué apasionadamente al cuerpo desnudo de Negro y le hice con más curiosidad que deseo y más cuidado que miedo lo que me había pedido que le hiciera en la casa del Judío Ahorcado la noche en que habían matado a mi pobre padre.

No puedo decir que entienda por completo por qué de la misma manera que los poetas persas llevan siglos comparando aquello con un cálamo de caña comparan la boca de las mujeres con un tintero, ni lo que hay en el fondo de esos símiles cuyo origen se ha olvidado a fuerza de repetirlos de memoria: ¿Es la pequeñez de la boca? ¿El misterioso silencio del tintero? ¿El hecho de que Dios es pintor? Pero sin duda el amor es algo que debe ser comprendido no con la lógica de alguien como yo, que continuamente está haciendo funcionar la cabeza para protegerse, sino, precisamente, con su falta de lógica.

Así pues, dejadme que os revele un secreto: lo que tenía en la boca en aquella habitación que olía a muerte no me entusiasmaba lo más mínimo. Lo que de veras me excitaba mientras estaba allí sintiendo que el mundo entero latía en mi boca era oír los alegres gritos de mis hijos empujándose e insultándose en el patio.

Mientras tenía la boca ocupada mis ojos podían ver que Negro me miraba a la cara de una manera completamente distinta. Me dijo que nunca podría olvidar mi cara ni mi boca. Su piel olía al papel mohoso de algunos libros antiguos de mi padre; el olor a polvo y telas de la sala del Tesoro había impregnado su pelo. Cuando me distraía y le rozaba las heridas, los moratones y los cortes, gemía como un niño, se iba alejando de la muerte y entonces yo notaba que en el futuro estaría más ligada a él. Nuestro acto de amor, que se iba acelerando lentamente como el barco al que el viento hincha poco a poco las velas, se encaminó valerosamente hacia mares desconocidos, como ese mismo velero solemne.

Me daba cuenta de que Negro había navegado antes mucho por aquellas aguas, quién sabe con qué indecentes mujeres, por su manera de dominar el timón estando incluso en el umbral de la muerte. Mientras yo ignoraba si lo que besaba era mi brazo o el suyo, si lo que introducía en mi boca era mi dedo o una vida entera, y todo lo confundía, él, medio ebrio por las heridas y el placer, observaba con un único ojo entreabierto adonde se dirigía el mundo, de vez en cuando me cogía cuidadosamente la cara entre las manos y la contemplaba con la admiración de quien ve una pintura pero al momento siguiente podía mirarla como si fuera la de una prostituta de Mingeria.

Me asustó que en el momento del placer gritara como los héroes legendarios que se parten en dos con la espada en las ilustraciones legendarias que muestran cómo los ejércitos de Irán y Turan se lanzan el uno contra el otro y que su grito se oyera en el barrio entero. Pero como un auténtico maestro ilustrador, que incluso en los momentos de mayor inspiración en que su mano mueve el cálamo siguiendo directamente las órdenes de Dios es capaz de tener en cuenta la forma y la composición de la página entera, Negro era capaz de mantener el control en cuanto al lugar que ocupábamos en el mundo incluso en los momentos de mayor excitación.

– Les dices que le estabas poniendo ungüentos a las heridas de su padre.

Aquella frase no sólo le dio color a nuestro amor, que se había atascado entre la vida y la muerte, lo prohibido y el Paraíso, la desesperación y la vergüenza, sino que se convirtió en su excusa. En los veintiséis años siguientes, hasta que mi querido marido Negro cayó fulminado por un ataque al corazón junto al pozo, hacíamos el amor siempre a primera hora de la tarde mientras la luz del sol entraba por los postigos, los primeros años escuchando los gritos de Sevket y Orhan, y siempre lo llamábamos «poner ungüentos a las heridas». Y así fue como mis celosos hijos, de quienes yo no quería que sufrieran las demandas y las envidias de un padre rudo y triste, pudieron seguir durmiendo conmigo por las noches durante años. Todas las mujeres con la cabeza sobre los hombros saben que es mucho mejor dormir abrazada a los hijos que a un marido abatido y maltratado por la vida.

Nosotros, los niños y yo, fuimos felices, pero Negro no pudo serlo. La razón más visible era que nunca se le llegó a curar del todo la herida del hombro y del cuello y mi querido marido se quedó, según les oía a veces decir a otros, «lisiado». No era una invalidez que le dificultara la vida más allá del aspecto físico. Incluso a veces pude oír a mujeres que lo veían de lejos que mi marido era un hombre apuesto. Pero el hombro derecho se le quedó para siempre caído y el cuello inclinado de una extraña manera. A veces me llegaban a los oídos rumores según los cuales una mujer como yo sólo podía estar satisfecha con un marido al que pudiera mirar por encima del hombro, y que la invalidez de Negro era tanto la causa de su desdicha como el motivo secreto de nuestra mutua felicidad.

Como ocurre con todos los cotilleos, quizá aquello tuviera parte de verdad. Pero, de la misma manera que me provocaba una sensación de carencia y pobreza el no poder pasear por las calles de Estambul montada muy erguida en un caballo hermosísimo y rodeada de esclavos, esclavas y criadas, que era lo que Ester siempre me decía que me merecía, también es cierto que de vez en cuando echaba de menos un marido fuerte como un león que mirara el mundo triunfante con la cabeza muy alta.

Fuera por la razón que fuese, Negro siempre estaba triste. Como la mayor parte de las veces veía que su tristeza no tenía nada que ver con su herida, creía que había un duende melancólico en un rincón secreto de su alma que le amargaba incluso en los momentos más felices del acto del amor. Para calmar a aquel duende a veces bebía vino, a veces miraba las ilustraciones de los libros y se interesaba por la pintura, a veces no se apartaba de los ilustradores y corría con ellos tras apuestos mancebos. De la misma manera en que había épocas en que se divertía con alusiones, dobles sentidos, alegorías, metáforas, guapos efebos y juegos de lisonjas mutuas entre ilustradores, calígrafos y poetas, había otras en que lo olvidaba todo entregándose a su trabajo de secretario y de funcionario a las órdenes de Süleyman Bajá el Torcido, a cuyo servicio había logrado entrar. El gusto de Negro por la pintura y la ilustración pasó de ser un placer que celebraba ostentosamente a convertirse en un secreto que vivía en solitario detrás de puertas cerradas cuando cuatro años después murió Nuestro Sultán y en su lugar ocupó el trono el sultán Mehmet, que le dio la espalda a todos aquellos asuntos. En ocasiones abría uno de los libros que quedaban de mi difunto padre y observaba triste y con sentimientos de culpabilidad alguna ilustración hecha en Herat en tiempos del hijo de Tamerlán, sí, la escena en que Sirin se enamora de Hüsrev viendo su imagen, no como si fuera parte de un juego feliz de habilidad que aún se viviera en esos momentos en los círculos palaciegos, sino como si manoseara un dulce secreto que había quedado en el recuerdo.

En el tercer año de su ascenso al trono, la reina inglesa le envió a Nuestro Sultán un reloj milagroso en cuyo interior había un instrumento musical que funcionaba gracias a un fuelle. Una delegación montó el reloj en una ladera de los Jardines Privados que daba al Cuerno de Oro después de semanas de trabajar con las piezas, engranajes, figuras y estatuillas que habían sacado del barco que los había traído de Inglaterra. La multitud que se agolpaba en las laderas del Cuerno de Oro o que llegaba en barcas para verlo observaba maravillada y sorprendida cómo las figuras y las estatuas de tamaño natural giraban unas en torno a otras con movimientos muy expresivos cuando el gigantesco reloj funcionaba con una estruendosa y terrible música, cómo bailaban por sí solas airosamente siguiendo la melodía como si fueran creaciones de Dios y no de sus siervos y cómo el reloj anunciaba la hora a todo Estambul con unos golpes que parecían campanadas.

Tanto Negro como Ester me hicieron saber en distintas ocasiones que el reloj por el que el populacho y las multitudes de necios de Estambul sentían una admiración incondicional era también una lógica fuente de inquietud tanto para Nuestro Sultán como para los religiosos más fanáticos porque era una demostración del poder de los infieles. En una época en que aumentaron los rumores de aquel tipo, oímos que el sultán Ahmet, el siguiente soberano, se despertó una noche inspirado por Dios, cogió su maza de guerra, bajó desde el Harén al Jardín Privado e hizo pedazos el reloj y las estatuas. Los que nos trajeron las noticias y los rumores nos dijeron que el Sultán había visto en su sueño el bendito rostro de Nuestro Santo Profeta envuelto en luz y que el Enviado de Dios le había prevenido que si permitía que sus súbditos se aficionaran a la pintura, o aún peor, a lo que imitaba al hombre compitiendo con la creación divina, se estaría apartando de las órdenes de Dios, y añadían que Nuestro Sultán había agarrado la maza mientras todavía soñaba. Y Nuestro Sultán hizo que su fiel cronista escribiera más o menos así el suceso. Entregó bolsas repletas de oro a los calígrafos para que le prepararan aquel libro, La quintaesencia de las historias, pero no permitió que los ilustradores lo adornaran.

Y así fue como se marchitó la rosa roja del entusiasmo por la ilustración y la pintura que llevaba un siglo floreciendo en Estambul inspirada por el país de los persas. El conflicto entre las maneras de los antiguos maestros de Herat y los maestros francos, que dieron lugar a tantas discusiones entre ilustradores y a interminables debates, nunca llegó a resolverse. Porque se abandonó la pintura; ni se pintaba como los orientales ni como los occidentales: los ilustradores no se enfurecieron ni se rebelaron; como ancianos que aceptan en silencio una enfermedad, lentamente y de manera humilde, aceptaron el hecho con tristeza y resignación. No sentían curiosidad por las obras de los maestros de Herat y Tabriz, a quienes en tiempos tanto habían admirado, ni por lo que hacían los maestros francos, cuyas nuevas maneras habían tratado de imitar indecisos entre la envidia y el odio, ni siquiera soñaban con ello. Era como si la pintura se hubiera abandonado por completo de la misma forma que por las noches se cierran las puertas de las casas y la ciudad se abandona a la oscuridad. Se olvidó despiadadamente que en otros tiempos el universo se había visto de una manera completamente distinta.

Por desgracia el libro de mi padre no llegó a terminarse. Las páginas ya hechas pasaron directamente de donde las había dejado tiradas Hasan al Tesoro y allí fueron encuadernadas con otras ilustraciones del taller que no tenían ninguna relación entre sí por un eficiente y meticuloso bibliotecario y esparcidas por diversos álbumes. Hasan huyó de Estambul y desapareció y nunca volvimos a tener noticias de él. Pero Sevket y Orhan nunca olvidaron que quien había matado al asesino de mi padre no había sido Negro, sino su tío.

El Maestro Osman murió dos años después de quedarse ciego y Cigüeña se convirtió en Gran Ilustrador en su lugar. En cuanto a Mariposa, por cuya capacidad también mi difunto padre sentía tanta admiración, dedicó el resto de su vida a pintar diseños para alfombras, telas y tiendas. Los jóvenes asistentes del taller siguieron el mismo camino. Daba la impresión de que a nadie le parecía que el abandono de la pintura fuera una gran pérdida. Quizá porque nadie había visto su propio rostro correctamente reflejado en una pintura.

Durante toda mi vida quise en secreto que se hicieran dos pinturas, pero nunca se lo dije a nadie.

1. Me habría gustado que se hiciera una pintura mía. Pero sabía que no habrían podido hacerlo por mucho que se esforzaran porque, aunque hubiesen podido ver mi belleza tal cual es, por desgracia ninguno de los ilustradores del Sultán habría sido capaz de creer que un rostro de mujer era bello si no le dibujaban los ojos y los labios como hacían los chinos. Y si me pintaban como una hermosa china, como habrían hecho los maestros antiguos de Herat, quizá los que me conocieran y la vieran adivinarían que tras esa hermosa china yacían mis rasgos. Pero las generaciones posteriores, aunque comprendieran que en realidad no tenía los ojos rasgados, nunca podrían saber a qué se parecía mi cara. ¡Qué feliz sería hoy en mi vejez, que paso con el consuelo de mis hijos, si tuviera una imagen de mi cara hecha cuando era joven!

2. Me habría gustado que se hiciera aquello por lo que se preguntaba en una obra en pareados el poeta Nazim el Rubio de Ran: una pintura de la felicidad. Sé perfectamente cómo tendría que hacerse. Querría que se pintara una madre, con dos hijos; me gustaría que mientras el pequeño, al que la madre sostiene en su regazo dándole de mamar sonriente, chupaba sonriendo feliz el enorme pezón, la mirada del hijo mayor, ligeramente envidioso, y la de la madre se entrecruzaran. Me gustaría ser la madre en esa pintura y que se hiciera a la manera de los antiguos maestros de Herat, capaces de detener el tiempo pintando al pájaro del cielo como si volara pero también mostrándolo feliz eternamente suspendido en el aire. Lo sé, no es fácil.

Mi hijo Orhan, que es lo bastante bobo como para intentar buscarle una lógica a todo, lleva años recordándome que los maestros de Herat por muy capaces que fueran de detener el tiempo nunca podrían pintarme tal cual soy y me explica que los maestros francos capaces de representar en movimiento la imagen de la hermosa madre que tiene en su regazo a su hijo nunca podrían detener el tiempo y que, por lo tanto, nunca se podría hacer mi pintura de la felicidad perfecta.

Quizá tenga razón. En realidad la gente no busca sonrisas en las pinturas de la felicidad, sino la propia felicidad de la vida. Los ilustradores lo saben, pero eso es algo que no pueden pintar. Así pues, sustituyen la felicidad de la vida por el gozo de la vista.

Por eso le conté a mi hijo Orhan esta historia que nunca podrá ser ilustrada, por si acaso algún día la escribe. Le entregué sin dudar las cartas que me habían enviado Hasan y Negro y las imágenes de caballos con la tinta corrida del pobre Maese Donoso. Pero es un hombre nervioso, malhumorado e infeliz y no tiene el menor empacho en tratar injustamente a quienes no le caen bien. Así que no crean a Orhan si muestra a Negro más estúpido, nuestras vidas más duras, a Sevket peor y a mí más bella e indecente de lo que realmente éramos. Porque no hay mentira a la que no sea capaz de recurrir con tal de que la historia sea hermosa y nos la creamos.


1990-1992, 1994-1998

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