Cuando mi viuda, huérfana y triste Seküre se alejó con pasos ligeros como plumas, me quedé rodeado por el silencio de la casa del Judío Ahorcado con el perfume de almendras y los sueños de matrimonio que me había dejado. Mi mente estaba absolutamente confusa pero funcionaba a una velocidad que casi me provocaba dolor. Yo también regresé corriendo a mi casa sin ni siquiera poder lamentar lo suficiente la muerte de mi Tío. Por un lado me corroía el gusano de la sospecha de que Seküre me estaba engañando y utilizándome como parte de una enorme conspiración, y por otro los sueños de un matrimonio feliz no desaparecían de mi vista.
Después de darle un poco de conversación a la dueña de mi casa, que me esperaba en el umbral con la intención de someterme a un interrogatorio para descubrir adonde había ido y de dónde venía a aquellas horas de la mañana, saqué veintidós monedas de oro venecianas que tenía en el forro del fajín que había escondido en el colchón y me los metí en la faltriquera con dedos temblorosos. Al salir de nuevo a la calle comprendí que los ojos húmedos, tristes y negros de Seküre no se me irían de la cabeza en todo el día.
Primero cambié cinco de aquellos leones venecianos en un cambista judío siempre sonriente. Luego regresé sumido en mis pensamientos al barrio donde estaba la calle de la casa en la que me esperaban mi Tío muerto y Seküre con sus niños y cuyo nombre no os he mencionado hasta ahora porque no me gusta (ahora lo digo: Yakutlar). Mientras caminaba por las calles como si corriera, un alto plátano me miró con desprecio por ir contento como unas campanillas forjando sueños y proyectos maravillosos de matrimonio el mismo día en que mi Tío había muerto. En eso, la fuente del barrio, que funcionaba lanzando silbidos porque el hielo se estaba derritiendo, me dijo: «No hagas caso, arregla tus asuntos e intenta ser feliz». «Muy bien, pero -me arañó la mente un gato negro de mal agüero que se estaba lamiendo en un rincón- todo el mundo, incluido tú, sospecha que has tenido algo que ver en la muerte del Tío».
El gato dejó de lamerse y por un instante su mirada mágica se cruzó con la mía. Ya sabéis lo insolente que puede ser un gato de Estambul porque la gente los malcría.
Encontré al señor Imán, que siempre parecía somnoliento porque tenía caídos los párpados de sus enormes ojos negros, no en su casa, sino en el patio de la mezquita del barrio, le dirigí una pregunta legal bastante corriente, cuándo era obligatorio y cuándo optativo testificar en un tribunal, y escuché la respuesta que me dio con un tono bastante presuntuoso elevando las cejas como si la oyera por primera vez. El señor Imán me explicó que, si en un caso existen otros testigos, el testimonio es opcional pero, si sólo hay uno, testificar es una orden de Dios.
– Pues precisamente ése es mi problema -dije entrando directamente al asunto. En una situación en la que todo el mundo estaba al tanto, los testigos se escudaban en esa excusa de que el testimonio es voluntario, se hacían de rogar, no acudían al tribunal y por esa razón los asuntos de ciertas personas a las que yo quería ayudar no se atendían con la necesaria rapidez.
– Bueno -me respondió el señor Imán-, abre un poco tu bolsa.
La abrí y le mostré las monedas venecianas de oro que había en su interior. A todos nos iluminó el brillo del oro, incluidos el amplio patio de la mezquita y el rostro del imán. Me preguntó cuál era el problema.
Le expliqué quién era yo y añadí:
– El señor Tío está enfermo. Antes de morir quiere que su hija sea declarada oficialmente viuda y que se le otorgue una pensión.
Ni siquiera hizo falta que mencionara al cadí suplente de Üsküdar. El señor Imán lo comprendía todo perfectamente, de hecho ya hacía tiempo que el barrio entero sufría por la desdichada señora Seküre y en realidad debería haberse hecho algo bastante antes. En lugar de tener que buscar el segundo testigo necesario para la separación legal en la puerta del cadí de Üsküdar, el señor Imán llevaría a su propio hermano. Si ahora le daba una moneda de oro para su hermano, que vivía en el barrio y que estaba al tanto de los problemas de Seküre y sus encantadores huérfanos, habría hecho una obra de caridad con él. Le mostré al señor Imán dos piezas de oro para él, y, en cuanto al segundo testigo, me ofrecía una buena rebaja, así que enseguida nos entendimos. El señor Imán fue a buscar a su hermano.
El resto del día se pareció en parte a esas historias de persecuciones que había visto narrar y representar a los cuentistas ambulantes en los cafés de Alepo. Ni siquiera los que se hacen escribir esas historias en pareados se las toman demasiado en serio aunque estén escritas con hermosa caligrafía porque contienen demasiadas aventuras y demasiadas trampas y jamás se las hacen ilustrar. En cuanto a mí, reuní las aventuras de aquel día en cuatro escenas en las páginas de mi mente y las ilustré.
EN LA PRIMERA ESCENA el ilustrador debería pintarnos en la barca roja de cuatro remos a la que nos habíamos subido en Unkapani y con la que íbamos a Üsküdar, en medio de las aguas del Bósforo y entre los remeros de enormes bigotes y fuertes brazos. Mientras el imán y su flaco hermano de rostro sombrío se mostraban felices por el imprevisto paseo y bromeaban con los remeros, yo, pobre de mí, desde la proa de la barca, ante mí el sueño de un matrimonio feliz y eterno, observaba temeroso el fondo de las corrientes aguas del Bósforo, que parecían más transparentes de lo habitual en aquella soleada mañana de invierno, en busca de alguna ominosa señal, por ejemplo un barco pirata hundido. Así pues, por alegres que fueran los colores que el ilustrador empleara al pintar el mar y las nubes, debería colocar en el fondo del Bósforo algo oscuro que equivaliera a mis temores, tan violentos como mis sueños de felicidad, por ejemplo, un pez espantoso, de manera que el lector de mis aventuras no se creyera que en ese momento todo era de color de rosa.
NUESTRA SEGUNDA ilustración debería incluir detalles dignos de Behzat como esas pinturas tan minuciosas y bien compuestas que muestran los palacios de los sultanes, las reuniones del Consejo, las recepciones a los embajadores francos o los multitudinarios interiores de las casas, o sea, la pintura debería tener en cuenta la ironía y la bufonada. Es decir, en la pintura debería verse en un rincón cómo el señor Cadí hace un gesto abriendo la mano como para que me detenga implicando que nunca jamás aceptará mi soborno mientras con la otra mano se mete en el bolsillo mis monedas venecianas con gesto tímido y al mismo tiempo debería estar representado en la pintura el resultado de dicho soborno: el señor Sahap, el sustituto shafií del cadí de Üsküdar sentado en su lugar. Sólo la habilidad de un ilustrador inteligente a la hora de componer la página permitiría mostrar simultáneamente hechos que se sucedieron en el tiempo. Y así, la mirada que primero viera, por ejemplo, cómo entregaba el soborno, al ver en otro lugar de la pintura al sustituto del cadí sentado en un almohadón, comprendería de inmediato, aunque no hubiera leído nuestra historia, que el señor Cadí se había echado al bolsillo las dos monedas venecianas y le había cedido su lugar a su sustituto shafií para que divorciara a Seküre.
LA TERCERA ilustración debería mostrar la misma escena pero en esta ocasión deberían usarse adornos al estilo chino al decorar las paredes, con ramas retorcidas que no dejaran el menor hueco, y habría que colorearlas con tonos más oscuros y habría que colocar sobre el juez sustituto nubes de color para que se supiera que en la historia había algún tipo de enredo. El imán y su hermano, que aunque se presentaron ante el cadí sustituto de uno en uno tendrían que ser representados al mismo tiempo en la pintura, explicaron de tal manera que el marido de la triste Seküre llevaba cuatro años sin regresar de la guerra, que Seküre se hallaba sumida en la pobreza porque su marido no había cuidado de ella, que sus dos hijos huérfanos se encontraban llorosos y hambrientos, que como todavía se la consideraba casada no había surgido ningún pretendiente que pudiera asumir la labor de padre de aquellos huérfanos y que además, como todavía estaba casada, Seküre ni siquiera podía pedir dinero prestado sin el permiso de su marido, que incluso los sordos muros la habrían divorciado de inmediato entre lágrimas, pero aquello no afectó a ese sustituto sin corazón que preguntó quién era el tutor de Seküre. Tras un momento de indecisión intervine diciendo que su venerable padre, que había sido mensajero y embajador de Nuestro Sultán, seguía vivo.
– ¡Sin que él venga al tribunal jamás podré divorciarla!
Nervioso, le expliqué que el señor Tío se encontraba agonizante en su cama, que su última petición a Dios había sido ver divorciada a su hija y que había delegado en mí para que le representara.
– ¡Y para qué lo del divorcio! -dijo el sustituto-. Para qué insiste tanto un hombre en el lecho de muerte en que su hija se divorcie de su marido, que de hecho hace ya mucho que ha desaparecido en la guerra. Mira, si hubiera un pretendiente de confianza que se casara con su hija y le proporcionara un buen futuro, entonces lo entendería porque su deseo no se quedaría sin cumplir.
– Lo hay, señor cadí.
– ¿Quién?
– ¡Yo!
– ¿Cómo es posible? Pero si eres el representante del padre -dijo el cadí sustituto-. ¿A qué te dedicas?
– He sido secretario, encargado de correspondencia y ayudante de tesorero de diversos bajas en las provincias del este. Acabo de terminar un libro sobre las guerras con los persas que voy a presentar a Nuestro Sultán. Entiendo de pintura e ilustraciones. Llevo veinte años consumiéndome de amor por esta muchacha.
– ¿Eres pariente suyo?
Me sentí tan avergonzado de haber llegado al punto de tener que implorar, en un momento en el que no me lo esperaba, a un cadí sustituto, de tener que exponer mi vida como un objeto sin secreto ni misterio alguno que se arroja sobre la mesa, que guardé silencio.
– Respóndeme en lugar de ponerte rojo como un rábano. Si no, no le concederé el divorcio.
– Es la hija de mi tía materna.
– Hmmm, entiendo. ¿Podrás hacerla feliz?
Mientras me lo preguntaba hizo un gesto vulgar con la mano. Mejor será que el ilustrador no pinte semejante vulgaridad. Basta con que muestre lo que me ruboricé.
– Me las apaño.
– Como soy de la escuela shafií, no veo nada contrario al Libro o a la fe en divorciar a esta desdichada Seküre, cuyo marido lleva cuatro años sin regresar de la guerra -dijo el cadí sustituto-. Queda divorciada. A partir de ahora, aunque su marido vuelva de la guerra no podrá reclamar ningún derecho sobre ella.
La ilustración siguiente, o sea, LA CUARTA, debería mostrar cómo el cadí sustituto registraba el divorcio en el libro poniendo en marcha un obediente ejército de letras en tinta negra y cómo después sellaba y me entregaba un documento que certificaba que mi Seküre era oficialmente viuda a partir de ese instante y que no existía la menor objeción en que volviera a casarse de inmediato. El refulgir de la felicidad que sentí en ese momento en mi corazón no podría expresarse ni pintando las paredes del juzgado de rojo ni colocando la ilustración en recuadros rojo sangre. Tomé el camino de vuelta corriendo entre la multitud de hombres, acompañados por los correspondientes testigos falsos, que se había reunido a toda prisa a la puerta del cadí para conseguir el divorcio de sus hermanas o sus hijas.
Cruzamos el Bósforo y, mientras subíamos directamente hacia el barrio de Yakutlar, me deshice del solícito señor Imán, que se ofrecía también a casarnos, y de su hermano. Fui a todo correr hasta la calle de mi Seküre porque me daba cuenta de que todos aquellos que veía andaban enredando a mis espaldas envidiosos de la increíble felicidad que había alcanzado. ¿Cómo habrían podido comprender esas cornejas agoreras que en la casa había un muerto para andar dando saltitos tan tranquilas por las tejas? Me dolía el corazón por no ser capaz de lamentar lo suficiente la muerte de mi Tío y no haber vertido siquiera una lágrima por él, pero me di cuenta de inmediato de que todo iba bien por la puerta y los postigos fuertemente cerrados, por el silencio, incluso por el granado.
Supongo que os habréis dado cuenta de que actuaba instintivamente a toda velocidad. Lancé a la puerta del patio una piedra que había recogido del suelo, ¡pero fallé! Lancé otra piedra a la casa y acerté en el tejado. Furioso, sometí la casa a una lluvia de pedradas. En eso se abrió una ventana. Era la misma ventana del segundo piso en la que había visto por primera vez a Seküre por entre las ramas del granado hacía cuatro días, el miércoles. Apareció Orhan y por los huecos de los postigos pude oír que Seküre le reñía, luego la vi a ella misma. Por un momento nos miramos esperanzados. Qué encantadora, qué hermosa. Me hizo un gesto que podía significar que esperara y cerró la ventana.
Aún quedaba mucho para el anochecer; la aguardé en el jardín vacío lleno de esperanza admirando la belleza del mundo, de los árboles y de la calle fangosa. Sin que pasara mucho llegó Hayriye, vestida y cubierta, no como una esclava, sino como una señora. Nos retiramos tras las higueras sin acercarnos demasiado el uno al otro.
– Todo va bien -le dije, y le mostré el documento que me había entregado el cadí-. Seküre está divorciada. Si ahora hay un imán de algún otro barrio -iba a decir que pueda encontrar, pero de repente cambié de opinión-. Hay un imán que viene de camino. Que Seküre esté preparada.
– La señora Seküre quiere que, por poco que sea, la boda se celebre, que la gente del barrio venga a la casa y que haya una procesión nupcial. Hemos hecho arroz a la cazuela con almendras y orejones.
Estaba entusiasmada y quizá hubiera seguido contándome lo que habían cocinado, pero la interrumpí:
– Si se le da tanto bombo a la boda, Hasan y sus hombres se enterarán, atacarán la casa durante la boda, armarán un escándalo, anularán el matrimonio y no podremos hacer nada. Habremos metido bien la pata. Y no sólo debemos tener cuidado con ese Hasan y su suegro, sino también con el demonio que asesinó al señor Tío. ¿O es que no tenéis miedo?
– ¿Cómo no vamos a tenerlo? -y empezó a llorar.
– No le diréis nada a nadie -continué-. Coged el cadáver del Tío, ponedle el camisón, haced la cama y acostadlo, no como si estuviera muerto, sino como si estuviera enfermo, colocad a su cabecera vasos y jarabes y cerrad los postigos. Que no haya ninguna lámpara encendida en su habitación de manera que en la boda el padrino de Seküre pueda ser su padre enfermo. La boda no se celebrará, en el último momento llamaréis a cuatro o cinco vecinos, eso es todo. Y cuando los llaméis les diréis que ése es el último deseo del señor Tío… Esta no va a ser una boda feliz, sino bañada en lágrimas. Si no somos capaces de conseguirlo, nos separarán y a ti te castigarán, ¿lo entiendes?
Asintió con la cabeza, llorando. Le dije que iba a montar mi caballo blanco, a recoger a los testigos y que estaría de vuelta sin que pasara mucho, que Seküre estuviera lista, que a partir de ahora yo sería el señor de la casa y que ahora iba al barbero. No tenía nada de aquello planeado de antemano. Todo se me venía a la cabeza según lo decía y creía, tal y como había sentido en varias batallas, que era un siervo de Dios amado y favorecido por Él, que Él me protegía y que por eso todo iría bien. Una vez que sientes una confianza así en tu interior, haces lo primero que se te ocurre y lo que te dicta tu corazón y todo sale bien.
Salí del barrio de Yakutlar, caminé cuatro calles en dirección al Cuerno de Oro y en el barrio vecino me encontré al imán de la mezquita de Yasin Bajá, un hombre de barba negra y rostro iluminado, persiguiendo con el palo de una escoba a unos perros desvergonzados por el fangoso patio. Le expliqué mi problema, que por la voluntad de Dios el último deseo del padre moribundo de la hija de mi tía era que yo me casara con ella y le hice saber que hoy mismo la muchacha se había divorciado de su marido, que nunca había vuelto de la guerra, por decisión del cadí de Üsküdar. A la objeción del imán de que según la ley la mujer casada debe esperar un mes después de divorciarse antes de volverse a casar, le respondí diciéndole que no había la menor posibilidad de que su antiguo marido hubiera dejado embarazada a Seküre puesto que llevaba cuatro años ausente y añadí, mostrándole el documento que me había entregado, que, de hecho, el cadí de Üsküdar la había divorciado esa mañana con ese objeto. El señor Imán puede estar seguro de que no existe el menor impedimento para esta boda, le dije. Sí, era pariente consanguíneo de la novia, pero el que fuera hija de mi tía no era un obstáculo para la boda; su matrimonio anterior había sido anulado por completo; entre nosotros no había diferencias ni de religión, ni de clase, ni de fortuna. Si aceptaba las monedas de oro que le ofrecía y celebraba nuestra boda abiertamente ante el barrio entero habría hecho además una obra de caridad con los huérfanos de una viuda. ¿Le gustaba al señor Imán el arroz con almendras y orejones?
Sí que le gustaba, pero seguía con la mirada fija en los perros del patio. Aceptó las monedas de oro. Se pondría la ropa indicada para la boda, se arreglaría la barba, el pelo y el turbante y vendría para celebrar el matrimonio. Me preguntó por la casa y yo le indiqué la dirección.
Por muy apresurada que sea la boda con la que se lleva doce años soñando, ¿qué hay más natural que el hecho de que el novio olvide todas sus inquietudes y preocupaciones y se entregue a las amables manos y a la dulce charla de un barbero para el afeitado de bodas? El barbero al que me llevaron mis pasos estaba en Aksaray, por la parte del mercado, en la calle de la casa destartalada que mis difuntos tíos y la hermosa Seküre habían abandonado años después de que pasara nuestra infancia. Era el mismo barbero con el que había cruzado una mirada el primer día de mi regreso tras años de ausencia, cinco días atrás, y ahora me abrazó al entrar y, como haría un auténtico barbero de Estambul, en lugar de preguntarme por dónde había andado perdido aquellos doce años, llevó la conversación a los últimos chismorreos del barrio y a la conclusión última que señala el lugar al que todos llegaremos al final de ese viaje tan lleno de sentido al que llamamos vida.
No voy a decir que parecía que había estado ausente doce días en lugar de doce años. Nuestro maestro barbero había envejecido, por el baile tembloroso sobre mis mejillas de la navaja que sostenía en las manos cubiertas de manchas se veía que se había dado en exceso a la bebida y además había tomado un aprendiz de tez rosada, bellos labios y ojos verdes que observaba con admiración a su maestro. El establecimiento estaba más limpio y ordenado con respecto a doce años atrás. Después de hervir agua y llenar con ella el bidón que colgaba del techo con una cadena nueva, me lavó la cara y el pelo usando el grifo que había en el fondo del bidón. Las amplias y viejas palanganas estaban bien estañadas, el brasero estaba limpio y sin rastro de óxido y las navajas de mango de ágata, bien afiladas. Llevaba a la cintura un paño limpísimo de seda, algo a lo que se habría negado doce años antes. Pensé que al tomar aquel delicado aprendiz de cuerpo grácil y bastante alto para su edad, el dueño había logrado darle a su establecimiento y a su propia vida un cierto orden e inevitablemente me sumí en ensoñaciones de que el matrimonio da al hombre soltero una nueva vitalidad y una prosperidad que no sólo se refleja en su casa, sino también en el lugar de trabajo y en el trabajo mismo, y me entregué a los placeres jabonosos, de agua caliente y de aroma de rosas, de ser afeitado.
No sé cuánto tiempo pasó; fundido en el calor del brasero que calentaba agradablemente el pequeño establecimiento y en las diestras manos del barbero, parecía que la vida, después de tantos tormentos, hoy de repente hubiera decidido ofrecerme el mayor regalo sin esperar nada a cambio, así que le di las gracias a Dios Nuestro Señor y ya me disponía a ponerme en marcha sintiendo una profunda curiosidad por saber de qué extraño equilibrio, de qué misteriosa balanza habría surgido el mundo que Él había creado, y sintiendo también pena y dolor por mi Tío, que yacía muerto en una cama en la casa de la cual me disponía a ser señor poco después, cuando hubo una agitación en la puerta que el barbero tenía permanentemente abierta; me volví a mirar: ¡Era Sevket!
Me alargaba un papel con un gesto nervioso, pero seguro de sí mismo. Lo leí sin poder decirle nada, esperando lo peor, con el corazón estremecido por vientos helados:
Si no hay procesión nupcial no me caso. Seküre.
Agarré a la fuerza del brazo a Sevket y lo senté en mi regazo. Me habría gustado escribirle a mi Seküre: «¡A tus órdenes, amor mío!». Pero ¿cómo iba a haber recado de escribir en el establecimiento de un barbero analfabeto? Así pues, con una prudencia calculadora le susurré a Sevket al oído que le dijera a su madre que estaba de acuerdo. Todavía susurrando le pregunté cómo estaba su abuelo.
– Está dormido.
Ahora me doy cuenta de que tanto Sevket como vosotros sospechabais de mí a causa de la muerte de mi Tío (por supuesto, Sevket sospechaba otras cosas también). ¡Qué lástima! Le besé a la fuerza. Sevket se fue sin que yo le gustara lo más mínimo. Y durante la boda estuvo todo el rato mirándome hostil de lejos embutido en su ropa de fiesta.
Como Seküre no salió de casa de su padre para dirigirse a la del novio sino que fui yo quien fue a la suya, como todos aquellos que se casan para vivir en casa de sus suegros, hubo que adaptar la procesión nupcial a dicha circunstancia. Por supuesto, no me encontraba en situación de vestir con sus mejores galas a mis amigos ricos y a mis parientes como hacían otros para que me esperaran montados a caballo ante la puerta de Seküre. No obstante, llevé conmigo a dos amigos de la infancia que me había encontrado durante los seis días que llevaba en Estambul (uno de ellos había llegado a ser secretario, como yo, y el otro dirigía unos baños) así como a mi querido barbero, cuyos ojos se llenaron de lágrimas al felicitarme mientras me afeitaba; monté el mismo caballo blanco que había montado el primer día y esperamos a la puerta de mi Seküre como si fuéramos a llevárnosla de esa casa a otra, a una vida distinta.
Hayriye abrió la puerta y le di una buena propina. Seküre llevaba un rojísimo vestido de novia y unas cintas rosadas que le llegaban de la cabeza a los pies; salimos de la casa entre lloros, hipidos, suspiros, exclamaciones y bienaventuranzas que procedían del interior (una mujer le gritó a los niños) y ella montó con habilidad a un segundo caballo blanco que habíamos llevado de reserva. Cuando el tamboril y el dulzainero que el barbero había contratado en el último momento apiadándose de mí iniciaron una lenta melodía nupcial y echaron a andar, se puso en marcha la pobre, triste, pero orgullosa procesión de la novia.
En cuanto los caballos iniciaron la marcha noté que aquel desfile era algo que Seküre, con su astucia habitual, había preparado para garantizarse el buen resultado de la boda. Gracias a la procesión, el barrio entero se enteraría de la boda, aunque fuera en el último momento, y así, al ser algo aprobado por todo el mundo, las posibles objeciones que se hicieran a nuestro matrimonio resultarían demasiado endebles. Por otro lado, anunciar tan abiertamente que estábamos a punto de casarnos, celebrar la boda de aquella manera tan ostentosa, como si desafiáramos a nuestros enemigos, al antiguo marido de Seküre y a su familia, lo ponía todo en peligro ya desde el principio. De haber sido por mí, me habría casado con Seküre en secreto, sin que nadie se enterara, sin celebrar la boda y habría defendido nuestro matrimonio una vez convertido en su marido.
Mientras avanzaba al frente de la procesión nupcial por las calles del barrio montado en mi caprichoso caballo blanco, que parecía surgido de una leyenda, mi mirada buscaba temerosa a Hasan y a sus hombres, que se nos echarían encima surgiendo repentinamente de cualquier bocacalle o de la puerta oscura de algún patio. Ante las puertas y al pie de los muros vi viejos y adultos del barrio que miraban nuestra extraña procesión sin entender lo que pasaba pero con respeto y a forasteros que se detenían a saludarnos. Sin que yo lo pretendiera entramos en el pequeño mercado y por la alegría del frutero, que nos acompañó cuatro o cinco pasos lanzando alabanzas a Dios pero sin alejarse demasiado de sus membrillos, zanahorias y manzanas multicolores, por la sonrisa del melancólico carnicero y por las miradas de aprobación del hornero que hacía que su aprendiz rascara la parte quemada de los bollos, comprendí que Seküre había puesto en marcha de manera magistral su red de rumores y cotilleos anunciando en un brevísimo plazo de tiempo su divorcio y su boda y con-siguiendo la aprobación general. No obstante, yo seguía alerta contra cualquier ataque desagradable e inesperado e incluso cualquier comentario de mal gusto. Por eso no me molesto en absoluto la multitud de niños que comenzó a seguirnos al salir del mercado entre gritos y bromas persiguiendo una propina: podía comprender por las sonrisas de las mujeres que apenas acertaba a ver por entre las persianas, las rejas y los huecos de los postigos que la alegría y el alboroto de aquella multitud de niños nos ofrecía protección y legitimidad.
Mi mirada estaba en el camino que seguía la procesión nupcial, que, por fin y gracias a Dios, regresaba dando vueltas y revueltas al lugar de donde había salido, pero mi corazón estaba con Seküre, con su pena. No era la desdicha de verse obligada a casarse el mismo día en que su padre había sido asesinado lo que hacía que sintiera pena por ella, sino el que la boda fuera tan pobre y tan poco vistosa. Mi Seküre se merecía caballos con arreos de plata y sillas de cuero repujado llevando a jinetes que vistieran ropas de marta y seda con bordados de oro, cientos de caballos y carros cargados con regalos y llevando el ajuar, decenas de hijas de bajas y de sultanas que la siguieran y una multitud de viejas mujeres del harén sentadas en sus coches hablando de los esplendores de los días pasados. Pero su boda carecía del palio hecho de seda roja como la sangre que sostenían con varas cuatro lacayos a los cuatro costados del caballo y que protegía de miradas a todas las jóvenes adineradas, y de un criado que caminara al frente llevando ostentosamente las enormes velas nupciales adornadas con motivos frutales de oro o plata, con piedras brillantes y tiras de cuentas y festones en forma de árboles. Como el tamborilero y el dulzainero no sentían el menor respeto por el desfile nupcial, dejaban de tocar de vez en cuando, y como ante nosotros no había nadie que marchara diciendo «apartaos, apartaos, llega la novia» nuestra procesión se mezclaba con las multitudes del mercado y con las criadas que llenaban sus cántaros de agua en la fuente de la plaza, y yo sentía, más que vergüenza, una pesadumbre que casi llenaba mis ojos de lágrimas. En cierto momento en que nos íbamos acercando a la casa reuní el valor suficiente como para volverme sobre mi caballo y mirarla y me consoló ver tras las cintas rosadas y el velo rojo sangre del vestido de novia que Seküre, en lugar de estar triste por aquel paseo que no se merecía en absoluto, estaba aliviada porque habíamos llegado al final del trayecto y de la procesión nupcial sin que hubiera habido el menor incidente desagradable. Así pues, con los mismos movimientos que todos los futuros maridos, ayudé a desmontar a la hermosa novia con la que me iba a casar instantes después, la cogí del brazo y con una lentitud que divertiría a todo el que lo contemplara, vertí sobre su cabeza puñados de ásperos de una bolsa llena que tenía preparada al efecto. Mientras los niños, que habían correteado a nuestro alrededor durante toda aquella lamentable procesión, se peleaban por recoger unas monedas, Seküre y yo entramos en el patio, cruzamos el atrio y en cuanto entramos en la casa nos dimos cuenta con horror del denso olor a cadáver que acompañaba al calor del interior.
Al ver que mientras los miembros de la procesión se acomodaban Seküre se comportaba como las ancianas, las mujeres y los niños de la casa (Orhan me observaba suspicaz desde un rincón) aparentando que aquel hedor no existía, por un instante sentí la sombra de la duda; pero noté de tal manera, como si me ahogara, en mi boca, en mi garganta y en mis pulmones el olor de los cadáveres dejados al sol en los campos de batalla, con la ropa hecha trizas, despojados de zapatos, botas y cinturones, con las caras, los ojos y los labios comidos por las alimañas, que estaba seguro de no equivocarme.
Abajo, en la cocina, le pregunté a Hayriye dónde estaba el señor Tío y cómo era posible que la casa apestara de aquella manera y le dije que iban a descubrirlo todo. Aquello más que hablar era delirar en susurros. Por otro lado mi mente estaba fascinada con la idea de que era la primera vez que le estaba hablando a Hayriye como su señor.
– Como me ordenasteis, lo acosté, le puse el camisón de dormir, le tapé con el edredón y le puse a la cabecera vasos con jarabes. Si huele es por el calor del brasero de la habitación -me contestó la mujer llorando.
Un par de lágrimas cayeron chisporroteando en la sartén donde estaba friendo carne de carnero. Por su forma de llorar noté primero que el señor Tío compartía su cama con ella Por las noches, pero luego sentí vergüenza por haber pensado de aquella manera. Ester, que estaba sentada silenciosa pero altiva en un rincón de la cocina, tragó lo que estaba mascando y se puso en pie.
– Haz feliz a Seküre -dijo-. Deberías saber lo que vale.
Oí en mi interior aquel sonido de laúd que había escuchado mientras caminaba por las calles el día de mi llegada a Estambul pero ahora en su melodía había más vida que tristeza. Luego, mientras el señor Imán nos casaba en la habitación en penumbra en la que estaba acostado mi Tío con su camisón, la melodía de aquella música seguía en mí.
Durante la boda el padrino de Seküre fue mi Tío en su camisón ya que no se notaba en absoluto que estaba muerto en lugar de enfermo gracias a que Hayriye había oreado la habitación en un abrir y cerrar de ojos y había escondido el candil en un rincón de manera que se ocultaba su luz; los testigos eran mi amigo el barbero y un anciano muy sabihondo del barrio. Aunque durante la ceremonia, que acabó con las bendiciones y los consejos del imán y las oraciones de todos nosotros, un viejo metomentodo acercaba la cabeza suspicaz hacia el difunto preocupado por su salud, en cuanto el imán terminó de casarnos, di un salto, agarré la mano rígida de mi Tío y grité con todas mis fuerzas:
– No se preocupe por nada, querido señor Tío. Haré todo lo que sea necesario para que Seküre y los niños estén siempre bien alimentados y vestidos y vivan rodeados de amor
Luego hice como si mi Tío intentara susurrarme algo desde su lecho de enfermo, desde su almohada, apoyé con cuidado y respeto la oreja en sus labios y aparenté escucharle con los oídos y los ojos bien abiertos, tal y como nosotros, jóvenes respetuosos, escuchamos con toda atención, como si bebiéramos un elixir mágico, el par de consejos filtrados por toda una vida que nos ofrece cuando llega el momento oportuno algún anciano al que respetamos. El señor Imán y los viejos del barrio me miraban demostrando que apreciaban y aprobaban la fidelidad y la devoción eterna que podían ver en mi manera de escuchar los consejos que mi suegro me susurraba en su lecho de enfermo en el umbral de la muerte. Espero que ya nadie piense que tengo algo que ver con el asesinato de mi Tío.
Dije a los invitados presentes en el cuarto que el pobre enfermo deseaba estar solo. Abandonaron rápidamente el cuarto y mientras pasaban a la otra habitación donde se habían reunido los hombres para comer el arroz con carne de cordero de Hayriye (ahora yo también confundía el olor del cadáver con el del tomillo, el comino y el cordero frito), subí a la antesala y, como haría cualquier hombre melancólico que pasea absorto y preocupado por su propia casa, abrí sin pensármelo dos veces la puerta de la habitación de Hayriye, entré sin dudar y, sin prestar atención a las mujeres que gritaban horrorizadas de que un hombre se uniera a ellas, miré dulcemente a Seküre, que me sonrió con alegría en los ojos al verme, y le dije:
– Seküre, tu padre te llama, ya nos hemos casado, tienes que besarle la mano.
Las cuatro o cinco mujeres del barrio a quienes Seküre había avisado a última hora para asegurarse la divulgación de la boda y las jóvenes que supuse que serían parientes a juzgar por sus miradas de lealtad se recompusieron inquietas y mientras hacían como si se cubrieran la cara me contemplaron a placer midiéndome con la mirada.
Mucho más tarde, poco después de la llamada a la oración del anochecer, la reunión se disolvió tras haber comido el arroz y haber picoteado nueces, almendras, pasta de orejones y confites de azúcar y clavo. Las lágrimas incesantes de Seküre y el mal humor y las peleas de los niños habían conseguido aguar la fiesta. Entre los hombres, el hecho de que no me riera con las bromas habituales del vecino sobre la noche de bodas y de que me sumergiera en un melancólico silencio se interpretó como preocupación por la enfermedad de mi suegro. Entre toda aquella inquietud lo que más profundamente pintado se quedó en mi memoria fue cuando, antes de comer, Seküre y yo subimos al cuarto de mi Tío para besarle la mano y nos quedamos solos: primero ambos besamos con verdadero respeto la mano fría y rígida del muerto y luego nos retiramos a un rincón oscuro de la habitación y allí nos besamos como si satisficiéramos una sed terrible. La lengua cálida de mi esposa, que conseguí introducir en mi boca, tenía el sabor de los confites de clavo que los niños comían continuamente.