La nevada comenzó tarde pero continuó hasta el amanecer. Durante toda la noche leí una y otra vez la carta de Seküre. Paseaba inquieto arriba y abajo por la habitación vacía de aquella casa vacía, me acercaba al candelabro y a la luz temblorosa de la pálida vela contemplaba el estremecimiento nervioso de las airadas letras de mi amada, las piruetas que hacían para engañarme, su avance retorcido de derecha a izquierda. De súbito se me aparecía la repentina apertura de los postigos y la cara de mi amada surgiendo ante mí y su sonrisa triste. En cuanto vi su verdadero rostro olvidé todas aquellas caras continuamente cambiantes que había llevado en mi mente durante los últimos seis años sólo porque las recordaba como la de Seküre y cuyas bocas del color de la cereza se habían ido ensanchando con el tiempo.
En un momento de la noche me dejé arrastrar por sueños de matrimonio. En mis sueños no tenía la menor duda de la realidad de mi amor, ni de que era correspondido. Y así nos casábamos enormemente felices, pero aquella felicidad que soñaba que viviríamos en una casa con escaleras se fundía como el hielo: no encontraba un trabajo decente y discutía con mi esposa sin conseguir que me escuchara.
Cuando a mitad de la noche comprendí que aquellos sueños oscuros se los debía a las partes de La resurrección de la ciencia de Gazzali, que había leído durante mis noches de soltería en Arabia, en que habla de los perjuicios del matrimonio, se me vino a la cabeza que en esas mismas páginas se hablaba aún más de los beneficios del casamiento. Pero a pesar de todo lo que me esforcé sólo pude recordar dos de aquellos beneficios que tantas veces había leído. Cuando el hombre se casaba alguien ponía en orden los asuntos domésticos, pero en la casa de las escaleras de mis sueños no había el menor orden.
Segundo, casándome me libraba del sentimiento de culpabilidad de tener que masturbarme o, todavía peor, de tener que arrastrarme por callejones oscuros tras algún proxeneta buscando una prostituta.
Ese pensamiento de liberación me trajo a la mente, a una hora ya bastante avanzada de la noche, la idea de masturbarme. Con el deseo inocente de quitarme de la cabeza cuanto antes esa obsesión me aparté hasta un rincón del cuarto como solía, pero pasado un rato comprendí que no podría hacerlo. ¡Después de doce años volvía a estar enamorado!
Aquella prueba irrefutable envolvió mi corazón con una excitación y un temor tales que caminaba por la habitación casi tan tembloroso como la luz de la vela. Si Seküre iba a mostrárseme por la ventana, ¿a cuento de qué venía esta carta totalmente incongruente? Y si la muchacha me despreciaba de aquella manera, ¿para qué me mandaba llamar su padre? ¿A qué jugaban conmigo el padre y la hija? Paseaba arriba y abajo por el cuarto y sentía que la puerta, las paredes y el suelo chirriante intentaban darme respuesta con sus crujidos, tartamudeando como yo, a cada una de mis preguntas.
Miré la ilustración que había hecho hacía tantos años, aquella que describía cómo Sirin había visto colgada de la rama de un árbol la imagen de Hüsrev y se había quedado prendidamente enamorada de él. La había pintado inspirándome en la misma ilustración que había en un libro mediocre llegado de Tabriz que había caído en manos de mi Tío. El hecho de mirar la pintura ni me avergonzó, tal y como me había ocurrido en los años siguientes cada vez que la recordaba (a causa de la tosquedad tanto de la pintura como de la declaración de amor), ni me trajo de vuelta los recuerdos de mi juventud feliz. Poco antes del amanecer conseguí dominar mi mente y vi en el hecho de que Seküre me devolviera la pintura un movimiento en el juego de ajedrez del amor que estaba organizando magistralmente para mí. Me senté y a la luz del candelabro le escribí una carta de respuesta.
Por la mañana, después de haber dormido un poco, me guardé la carta en el pecho, salí a la calle y caminé largo rato. La nieve había ensanchado las estrechas calles de Estambul y la ciudad se había limpiado de multitudes. Todo estaba ahora más silencioso e inmóvil, como cuando era niño. Me dio la impresión de que las cornejas habían tomado posesión de los tejados, las cúpulas y los jardines de Estambul, tal y como me parecía en los días nevados de invierno de mi infancia. Caminaba con rapidez escuchando el sonido de mis pasos en la nieve y observando el vaho que me salía de la boca. Me sentía excitado al pensar que el taller de los ilustradores de palacio, al que mi Tío me había pedido que fuera, estaría tan silencioso como las calles. Sin entrar en el barrio judío le envié aviso por mediación de un niño a Ester, la única que podía hacer que mi carta llegara a Seküre, indicándole un lugar en el que podríamos vernos después de la oración de mediodía.
Llegué temprano al edificio del taller de los ilustradores, detrás de Santa Sofía. En el aspecto exterior de ese edificio, en el que durante un tiempo había trabajado como aprendiz en mi infancia gracias a la mediación de mi Tío, no había el menor cambio si exceptuamos los carámbanos que colgaban de las cornisas.
Siguiendo a un joven y apuesto aprendiz pasé entre ancianos maestros encuadernadores mareados por el olor de la cola y la goma arábiga, maestros ilustradores aún jóvenes pero ya con joroba y muchachos que mezclaban la pintura sin mirar los cuencos que tenían sobre las rodillas porque tenían la mirada fija en las llamas del hogar. En un rincón vi a un anciano que pintaba cuidadosamente un huevo de avestruz que sostenía en el regazo y a un hombre maduro que decoraba alegre un cajón y a un joven aprendiz que les observaba respetuoso. Por una puerta abierta vi estudiantes adolescentes que habían sido reprendidos por sus maestros acercando sus ruborizadísimas caras al papel, tanto como si quisieran tocarlo con ellas, para comprender el error que habían cometido. En otra celda un aprendiz triste y apenado miraba la calle por la que poco antes yo había caminado tan excitado, olvidado de los colores, los papeles y la pintura. Los ilustradores, sentados ante las puertas abiertas de sus celdas copiando escenas, preparando plantillas y pinturas o afilando cálamos, me miraban hostilmente de reojo, a mí, al extraño.
Subimos por unas escaleras heladas. Anduvimos por la galería interior que rodeaba el segundo piso de los talleres por sus cuatro costados. Abajo, en el patio cubierto de nieve, dos estudiantes, prácticamente niños, esperaban algo, probablemente un castigo, temblando ostensiblemente de frío a pesar de sus túnicas de lana gruesa. Recordé cómo en mi primera juventud a los estudiantes perezosos o que desperdiciaban pinturas caras les abofeteaban o les daban de palos en las plantas de los pies hasta que les sangraban.
Entramos en una habitación cálida. Vi ilustradores cómodamente sentados sobre sus rodillas, pero no eran los maestros con los que había soñado, sino jóvenes que apenas habían dejado de ser aprendices. Como los grandes maestros a los que el Maestro Osman había dotado de seudónimos ahora trabajaban en sus casas, aquella habitación que en tiempos había despertado en mí tanto respeto y admiración no parecía parte de los talleres de un sultán opulento y grandioso, sino una habitación mediana de un caravasar perdido en las desiertas montañas del este.
A un lado, sentado ante un escritorio, el Gran Ilustrador, el Maestro Osman, me pareció más un espectro que una sombra. Aquel gran maestro, que se me aparecía como si hubiera sido el mismísimo Behzat cada vez que pensaba en ilustraciones y pinturas a lo largo de mis viajes, ahora, vestido de blanco a la luz blanca de la nieve que entraba por la ventana que daba a Santa Sofía, parecía que hiciera mucho que se hubiera unido a los fantasmas del otro mundo. Le besé la mano, que observé que tenía cubierta de manchas, y le recordé quién era yo. Le expliqué que mi Tío me había llevado allí cuando todavía era un niño pero que me fui porque prefería la pluma al pincel, que me había pasado años por los caminos y en las ciudades del este trabajando como secretario y contable de diversos bajas, que al servicio de Serhat Bajá y otros había conocido a calígrafos e ilustradores y les había encargado libros, que había ido a Bagdad y Alepo, Van y Tiflis y que había conocido la guerra.
– ¡Ah, Tiflis! -dijo el gran maestro mirando la luz que se filtraba desde el patio nevado a través de la tela impermeable que cubría la ventana-. ¿Está nevando allí ahora?
Se comportaba como esos antiguos maestros persas, de los que se cuentan interminables leyendas, que, a fuerza de perfeccionar su arte, acababan ciegos y llevando una vida de medio santo, medio viejo chocho. Pero pude ver de inmediato en sus ojos astutos que odiaba violentamente a mi Tío y que sospechaba de mí. No obstante, le expliqué cómo en los desiertos de Arabia no nevaba simplemente sobre el suelo, como nevaba aquí sobre Santa Sofía, sino también sobre las memorias. Le conté que en la fortaleza de Tiflis cuando nevaba las mujeres que lavaban la ropa cantaban canciones del color de las flores y que los niños escondían debajo de sus almohadas helados para cuando llegara el verano.
– Cuéntame qué pintan, qué hacen los ilustradores y los pintores en los países a los que has ido.
Un joven ilustrador que estaba sumido en sus sueños mientras trazaba líneas en un rincón levantó la cabeza de su atril y me miró con los demás como si me desafiara a que ahora narrara una historia de veras auténtica. No tenía la menor duda de que aquellos hombres, la mayoría de los cuales no sabía quién era el propietario del colmado de su barrio, ni de por qué está peleado con el verdulero de al lado, ni de lo que vale la hogaza de pan, estaban perfectamente al corriente de quién y cómo pinta en Tabriz, en Kazvin, en Shiraz y en Bagdad, cuánto han pagado qué janes, shas, sultanes o príncipes por qué libros y de los últimos rumores y cotilleos que, por lo menos en esos círculos, se extendían con la rapidez de la peste, pero, no obstante, seguí hablando. Porque yo venía de allá, de Oriente, de donde luchan los ejércitos, de donde los príncipes se estrangulan unos a otros, las ciudades son saqueadas y quemadas, de donde cada día se habla de la paz y de la guerra, de donde, desde hace siglos, se escriben las mejores poesías y se producen las mejores ilustraciones y pinturas, del país de los persas.
– Como ya sabéis, el sha Tahmasp, que había ocupado el trono durante cincuenta años, en los últimos años de su reinado se olvidó de su amor a los libros, a las ilustraciones y a las pinturas, les volvió la espalda a los poetas, a los ilustradores y a los calígrafos y se entregó a sus devociones hasta su muerte, tras la cual ocupó su lugar su hijo Ismail -dije-. El nuevo sha, a quien su padre había mantenido encarcelado veinte años consciente de su mal carácter y su natural pendenciero, en cuanto ocupó el trono se volvió rabioso y se desembarazó de sus hermanos estrangulándolos y a algunos de ellos arrancándoles los ojos. Pero por fin sus enemigos se libraron de él envenenándole con opio y entronizaron a su medio hermano Muhammet Hüdabende. Durante su reinado se han rebelado los príncipes, sus hermanos, los gobernadores y los uzbecos, todo el mundo. Y emprendieron tales guerras entre ellos y contra nuestro Serhat Bajá que convirtieron el país de los persas en polvo y humo, lo dejaron completamente arrasado. El sha actual, que no tiene un ochavo ni inteligencia y además está medio ciego, no se encuentra muy dispuesto a encargar que le escriban ni le ilustren libros. Así pues, los legendarios ilustradores de Kazvin y Herat, todos aquellos maestros ancianos y sus aprendices que habían creado maravillas en los talleres del sha Tahmasp, los pintores cuyos pinceles hacían galopar a los caballos y que las mariposas volaran fuera de las páginas, los iluminadores, los encuadernadores, los calígrafos, se han quedado sin trabajo, sin dinero e incluso sin hogar. Algunos emigraron al norte con los Seybaníes, otros a la India, otros aquí, a Estambul. Hubo algunos que se dedicaron a otros trabajos desperdiciando en ellos su honra y su vida. Algunos se pusieron al servicio de pequeños príncipes y gobernadores, cada uno enemigo del otro, y comenzaron a trabajar en libros no más grandes que la palma de mi mano y que, a lo sumo, contenían cuatro o cinco páginas con ilustraciones. Todo se ha llenado de libros baratos escritos e ilustrados a toda prisa para satisfacer el gusto de soldados vulgares, bajas maleducados y príncipes caprichosos.
– ¿A cuánto se venden? -preguntó el Maestro Osman.
– Se dice que nada menos que el gran Sadiki Bey ha llegado a ilustrar un Criaturas maravillosas para un caballero uzbeco sólo por cuarenta piezas de oro. En la tienda de un bajá bastante grosero que regresaba a Erzurum de la campaña en el este, vi un álbum lleno de ilustraciones obscenas, algunas de las cuales habían salido de manos del mismísimo Maestro Siyavus. Algunos maestros incapaces de abandonar la pintura hacen escenas sueltas sin que formen parte de un libro o una historia y las venden. Mirando esas ilustraciones sueltas no te preguntas qué escena de qué historia es, simplemente la miras por sí misma, por el puro placer de verla, por ejemplo, te dices «¡Es exactamente un caballo! ¡Qué bonito!» y por eso es por lo que le pagas al pintor. Las imágenes de batallas y de coitos están muy solicitadas. Pero una gran escena de una batalla ha caído hasta los trescientos ásperos y no parece que se encuentren compradores. Algunos, sólo para que resulte barato y encontrar quien se las compre, hacen pinturas en blanco y negro, sin color, en papel basto y sin pulir.
– Yo tenía un iluminador feliz y hábil como el que más -dijo el Maestro Osman-. Trabajaba de una manera tan elegante que le llamábamos Maese Donoso. Pero también él nos dejó y se fue. Lleva seis días sin aparecer. Se ha desvanecido.
– ¿Cómo puede uno dejar este taller, esta dichosa casa paterna, y marcharse? -pregunté.
– Cuatro de los jóvenes maestros que formé desde aprendices, Mariposa, Aceituna, Cigüeña y Donoso, trabajan ahora en sus casas por voluntad del Sultán -me contestó el Maestro Osman.
Aparentemente la causa había sido para que pudieran trabajar más cómodamente en el Libro de las festividades que tenía ocupado a todo el taller. En esta ocasión el Sultán no había preparado un pabellón especial en el patio de palacio para que los maestros ilustradores pudieran trabajar en un libro concreto, sino que les había ordenado que trabajaran en sus casas. Me di cuenta de que aquella orden debía de haber sido dada para el libro de mi Tío, pero guardé silencio. ¿Hasta qué punto quería sugerir algo el Maestro Osman?
– Nuri Efendi -llamó a un ilustrador pálido y jorobado-. ¡Hazle al señor Negro un estadillo!
El «estadillo» era una ceremonia que se realizaba durante cada una de las visitas que el Sultán efectuaba cada dos meses al taller para seguir de cerca lo que allí ocurría en aquellos tiempos tumultuosos. A Nuestro Sultán, acompañado por el Gran Canciller Hazim, el Cronista Imperial Lokman y el Gran Ilustrador Osman, se le informaba de lo que hacía cada uno de los maestros de los talleres, en qué páginas de qué libro se trabajaba, quién estaba dorando qué, quién coloreaba qué pintura, y de qué se encargaba exactamente cada uno de aquellos iluminadores, delineadores y doradores capaces de hacer cualquier cosa con infinito talento.
Me entristeció que en lugar de aquella ceremonia que ya no se realizaba se me ofreciera una imitación sólo porque el Cronista Imperial Lokman, autor de la mayoría de los libros que se iluminaban, estaba inútil por la edad y ya no podía salir de su casa, porque el Gran Ilustrador Osman estaba permanentemente perdido en una bruma de ira y resentimiento, porque los cuatro maestros llamados Mariposa, Aceituna, Cigüeña y Donoso trabajaban en sus casas y porque a Nuestro Sultán el taller ya no le excitaba como a un niño. Nuri Efendi, como muchos de los ilustradores, había envejecido sin vivir la vida y sin dominar su arte pero no se había quedado jorobado a fuerza de inclinarse sobre su atril en vano: siempre había seguido con cuidado todo lo que ocurría en los talleres y quién hacía qué hermosa página.
Así fue como por primera vez contemplé excitado las legendarias páginas del Libro de las festividades en las que se describían las ceremonias de las circuncisiones de los herederos de Nuestro Sultán. La historia de aquella celebración, que había durado cincuenta y dos días y en la que había participado todo Estambul con gente de todas las profesiones y gremios, había sido oída hasta en Persia, y yo había sabido del libro cuando todavía se estaba preparando.
En la primera pintura que me mostraron, Nuestro Sultán, Escudo del Mundo, sentado en el balcón del difunto Ibrahim Bajá, contemplaba con una mirada tolerante las festividades que se desarrollaban abajo, en el Hipódromo. Su rostro, aunque no tan detallado como para poder distinguirlo de los demás, había sido dibujado adecuadamente y con respeto. A la derecha de la doble página a cuya izquierda se encontraba Nuestro Sultán, se veía a los visires y a los embajadores persas, tártaros, francos y venecianos en ventanas y arcos. Todos tenían los ojos, dibujados aprisa y descuidadamente de manera que no enfocaran el objeto de sus miradas puesto que no eran el Sultán, fijos en el movimiento de la plaza. Luego vi que en otras pinturas se repetía la misma colocación y composición aunque la decoración de los muros, los árboles y las tejas variaran en diseño y color. Cuando los calígrafos terminaran de escribir el texto, se terminara con las ilustraciones y se encuadernara el libro, el lector, al pasar las páginas, vería en el Hipódromo un movimiento distinto en diferentes colores bajo la misma mirada atenta del Sultán y sus invitados, siempre en la misma postura.
Yo también lo vi: hombres peleándose por conseguir alguno de los cientos de cuencos de arroz que habían dejado allí, en el Hipódromo, y a otros asustados por los conejos y pájaros que habían surgido del interior del buey asado que se disponían a devorar. Vi al gremio de maestros artesanos del cobre montados en un carro pasando ante el Sultán golpeando el metal en un yunque cuadrado colocado sobre el pecho desnudo de uno de ellos, que yacía en el suelo del carro sin que sus martillos le golpearan. Vi vidrieros que pasaban ante Nuestro Sultán en su carro mientras decoraban el cristal con claveles y cipreses, a confiteros que llevaban camellos cargados con sacos de azúcar y loros de azúcar en sus jaulas y que recitaban dulces poesías al desfilar y ancianos cerrajeros que exponían en su carro todo tipo de cerraduras, pestillos, cerrojos y fallebas y que se quejaban de las desdichas de los nuevos tiempos y de las nuevas puertas. Tanto Mariposa como Cigüeña como Aceituna habían sido parte de los maestros que pintaron la página en la que se mostraba a los prestidigitadores: uno de ellos llevaba un huevo sobre un palo sin que se le cayera, como si lo llevara sobre una losa de mármol, al son de una pandereta que tocaba otro. En una pintura vi tal cual cómo el Gran Almirante Kiliç Ali Bajá había ordenado que los infieles que había capturado y hecho prisioneros en los mares construyeran una «montaña de los infieles», los había montado a todos en un carro y, justo cuando pasaban ante el Sultán, había hecho estallar la pólvora que había en el interior de la montaña para demostrar cómo sus cañones habían provocado lágrimas amargas en el país de los infieles. Vi cómo carniceros lampiños de cara de mujer vestidos con ropas a rayas rosa y berenjena sonreían a los rosados corderos desollados que llevaban colgando de los ganchos que sostenían en la mano. Los espectadores habían aplaudido a los domadores de leones que habían llevado un león encadenado ante el Sultán y lo habían enfurecido burlándose de él hasta que los ojos se le inyectaron en sangre y en la página siguiente, el león, que simbolizaba el Islam, perseguía a un cerdo pintado en gris y rosa que simbolizaba al cerdo infiel. Después de mirar largamente la pintura que mostraba a un barbero colgando cabeza abajo del techo de la barbería que había montado en el carro que pasaba ante el Sultán afeitando a su cliente mientras su aprendiz, vestido de rojo, esperaba una propina mientras sostenía un espejo y una jabonera de plata con jabón perfumado, pregunté quién era aquel magnífico ilustrador.
– Lo importante es que la pintura, con su belleza, remita a la riqueza de la vida humana y al amor, al respeto a los colores del mundo creado por Dios, a la meditación y a la piedad. La identidad del ilustrador no es importante.
¿Se comportaba de manera tan prudente Nuri el ilustrador, mucho más astuto de lo que había supuesto, porque había entendido que mi Tío me había enviado para investigar o simplemente repetía las palabras del Gran Ilustrador el Maestro Osman?
– ¿Todos estos dorados los hizo Maese Donoso? -le pregunté-. ¿Quién se encarga de los dorados ahora en su lugar?
Por el hueco de la puerta abierta que daba al patio interior comenzaron a llegar gritos y lamentos de niños. Abajo, uno de los jefes de sección debía de estar dándoles en la planta de los pies a algunos aprendices a los que hubieran atrapado con polvo de tinta roja en los bolsillos o una hoja de pan de oro disimulada en un papel, muy probablemente a aquellos dos que poco antes esperaban temblando de frío. Los ilustradores más jóvenes, que no dejaban escapar una ocasión para burlarse del prójimo, corrieron a la puerta para contemplar la escena.
– Si Dios quiere, antes de que los aprendices acaben de pintar de rosa el suelo de la plaza en esta pintura, tal y como ha ordenado nuestro Maestro Osman -me contestó precavidamente Nuri Efendi-, nuestro hermano Maese Donoso habrá regresado del lugar al que ha ido y terminará el dorado de estas dos páginas. Nuestro Maestro Osman le había pedido a Maese Donoso que cada vez pintara de un color diferente el suelo de tierra del Hipódromo. Rosa como la flor, verde de la India, amarillo azafrán o verde amarillento. Cualquiera que mire la primera pintura comprende que eso es una plaza y tiene que ser del color de la tierra, pero en la segunda o en la tercera pinturas pide otros colores que le alegren la vista. La iluminación se hace precisamente para alegrar la página.
En un rincón vimos una hoja de papel ilustrada que algún asistente había dejado allí. Trabajaba en una pintura de una sola página que mostraba a la flota partiendo a la guerra para algún Libro de las victorias, pero estaba claro que al oír los chillidos de sus compañeros, a los que les estaban destrozando a palos las plantas de los pies, había salido corriendo a mirar. La flota, que había dibujado con barcos todos iguales siguiendo un modelo, ni siquiera parecía flotar en el mar, pero aquella ausencia de naturalidad, aquella falta de viento en las velas, no provenía del modelo, sino de la falta de habilidad del joven ilustrador. Vi con tristeza que el modelo había sido arrancado salvajemente de un libro antiguo que no pude identificar, quizá un álbum. Estaba claro que al Maestro Osman nada le importaba mucho ya.
Cuando le llegó el turno a su propia mesa, Nuri Efendi me dijo orgulloso que acababa de terminar la iluminación del sello de un decreto imperial en el que había estado trabajando desde hacía tres semanas. El sello había sido dibujado en un papel en blanco para que no se supiera a quién iba a ser enviado ni con qué intención. Observé respetuosamente la iluminación. Sabía que en el este muchos bajas de mal carácter habían abandonado la idea de rebelarse al ver aquella belleza tan noble y llena de fuerza del sello del Sultán.
Luego vimos las últimas maravillas terminadas por el calígrafo Cemal, pero pasamos rápidamente por ellas para no darles la razón a aquellos enemigos del color y las ilustraciones que dicen que el auténtico arte es la caligrafía y que la pintura es sólo una excusa para que resalte.
El pautador Nasir estaba estropeando en lugar de repararla una pintura de un Cinco poemas de Nizami de la época de los hijos de Tamerlán en la que se mostraba cómo Hüsrev veía desnuda a Sirin mientras ella se bañaba.
Un anciano maestro de noventa y dos años, medio ciego y que no tenía otra historia que contar sino que hacía sesenta años había besado en Tabriz la mano del Maestro Behzat y que el legendario maestro estaba ciego y borracho por aquel entonces, nos mostró con sus propias manos temblorosas la decoración del estuche que estaba preparando como regalo de las fiestas para Nuestro Sultán en cuanto lo terminara tres meses más tarde.
Un silencio envolvió todo el taller donde cerca de ochenta ilustradores, estudiantes y aprendices trabajaban en las estrechas celdas del piso bajo. El silencio que seguía a las palizas, del cual había escuchado tantos otros parecidos; un silencio roto a veces por una carcajada o una broma irritantes, a veces por un par de hipidos o por un sollozo ahogado previo al llanto que recuerdan a los maestros calígrafos las palizas que se llevaron en sus tiempos de aprendices. Pero por un momento el maestro medio ciego de noventa y dos años me hizo sentir algo más profundo, la sensación de que allí, lejos de todas las guerras y todos los tumultos, todo estaba llegando a su fin. Justo antes del Juicio Final se produciría un silencio parecido.
La pintura es silencio para la mente y música para los ojos.
Mientras le besaba la mano para despedirme no sólo sentía un enorme respeto por el Maestro Osman, sino también algo distinto que trastornaba mi alma: una pena mezclada con admiración del tipo de la que podemos sentir por un santo; un extraño sentimiento de culpabilidad. Quizá porque mi Tío, que pretendía que se imitara el estilo de los maestros francos abiertamente o en secreto, era su rival.
Al mismo tiempo decidí que aquélla era la última vez que veía vivo al gran maestro y le hice una pregunta deseoso de gustarle y alegrarle:
– Gran maestro, señor, ¿qué es lo que diferencia a un ilustrador auténtico de uno cualquiera?
Creía que el Gran Ilustrador, acostumbrado a ese tipo de preguntas un tanto aduladoras, me daría una respuesta evasiva si es que no se había olvidado ya por completo de mí.
– No hay un criterio único que permita diferenciar al auténtico ilustrador de aquel que no tiene habilidad ni fe -respondió muy serio-. Cambia según la época. No obstante, son importantes la destreza y la moralidad con las que se enfrentará a los malvados designios que amenazan nuestro arte. Para comprender hoy hasta qué punto es auténtico un joven ilustrador, yo le preguntaría tres cosas.
– ¿Cuáles?
– Influido por los chinos y los francos, ¿insiste en tener unas maneras personales, un estilo propio, según las nuevas costumbres? Como ilustrador, ¿pretende tener unas formas que le distingan de los demás, un talante particular y además intenta demostrarlo firmando en algún lugar de su obra como hacen los maestros francos? Para comprenderlo, primero le preguntaría sobre el estilo y las firmas.
– ¿Y después? -le pregunté respetuosamente.
– Después me gustaría saber qué siente ese ilustrador cuando los shas y sultanes que nos han encargado los libros mueren y los volúmenes cambian de manos, son hechos pedazos y las escenas que hemos pintado se usan en otros libros y en otros tiempos. Es algo tan sutil que precisa una respuesta más allá del simple alegrarse o entristecerse. Así pues, le preguntaría sobre el tiempo. Sobre el tiempo de la pintura y el tiempo de Dios. ¿Me entiendes, hijo?
No. Pero no se lo dije y en su lugar le pregunté:
– ¿Y tercero?
– ¡Lo tercero es la ceguera! -me contestó el Gran Maestro y Gran Ilustrador Osman, y guardó silencio, como si lo que acababa de decir fuera algo tan evidente que no necesitaba el menor comentario.
– ¿Qué tiene que ver la ceguera? -le pregunté avergonzado.
– La ceguera es el silencio. Si unes las dos preguntas que acabo de hacer surge la ceguera. Es lo más profundo de la pintura, es ver lo que aparece en la oscuridad de Dios.
Guardé silencio y salí de allí. Bajé las escaleras heladas sin darme prisa. Sabía que les preguntaría a Mariposa, Aceituna y Cigüeña las tres grandes preguntas de aquel gran maestro, no sólo para iniciar la conversación, sino para intentar comprender mejor a aquellos hombres de mi edad que eran leyendas en vida.
Pero no me dirigí de inmediato a las casas de los maestros ilustradores. Me encontré con Ester en un lugar cercano al barrio judío, en un mercado en una colina desde la que se divisaba el punto en el que el Cuerno de Oro se abre al Bósforo. Ester estaba exultante sumergida entre la multitud de esclavas que iban a la compra, las mujeres que vestían el descolorido y amplio caftán de los barrios pobres, las zanahorias, los membrillos y los manojos de cebollas y nabos, con el vestido rosa que las judías estaban obligadas a llevar en público, con su enorme cuerpo en movimiento, sin cerrar la boca y enviándome señales moviendo vertiginosamente los ojos y las cejas.
Se metió en los zaragüelles la carta que le entregué con unos gestos tan misteriosos y tan expertos que parecía que el mercado entero nos estuviera observando. Me dijo que Seküre pensaba en mí. Aceptó su propina y cuando le dije «Por Dios, date prisa. Llévasela directamente», me señaló su atadillo como explicando que tenía muchas más cosas que hacer y me contestó que sólo podría llevarle la carta a Seküre poco antes de mediodía. Le pedí que le dijera que había ido a ver a los tres grandes y jóvenes maestros.