56. Me llaman Cigüeña

Mariposa y Negro llegaron a mitad de la noche, colocaron alineadas las pinturas en el suelo y me pidieron que les dijera quién había hecho cada ilustración. Cuando éramos niños jugábamos a «¿De quién es el turbante?»; a eso se parecía. Se dibujaban los gorros de un religioso, de un caballero, de un cadí, de un verdugo, de un tesorero y de un secretario y había que emparejarlos con los nombres respectivos, escritos en unos papeles boca abajo.

Les dije que yo mismo había dibujado el perro. Entre todos le habíamos contado su historia al narrador vilmente asesinado. Expliqué que la Muerte, sobre la que ondeaba la luz de lámpara, la había dibujado el encantador Mariposa, que me apoyaba la daga en la garganta. También recordaba que había sido Aceituna quien había dibujado con gran entusiasmo al Diablo; aunque su historia quizá fuera invención del difunto cuentista. Yo había comenzado el árbol y las hojas habían sido pintadas entre todos los ilustradores que iban al café. Nosotros le habíamos contado la historia. Lo mismo había ocurrido con el Rojo: en un papel había caído una gota de rojo y el tacaño cuentista nos preguntó si de allí podría salir un cartel. Así que echamos más rojo y luego todos los ilustradores pintaron algo de ese color en cada rincón y le contaron la historia de lo que habían pintado para que el cuentista la narrara por nosotros. Este hermoso caballo lo había dibujado, bravo por él, Aceituna y creía recordar que Mariposa había hecho la mujer triste. En ese momento Mariposa apartó la daga de mi garganta y le dijo a Negro que realmente había sido él quien había pintado a la hermosa mujer, sí, ahora lo recordaba. Todos habíamos trabajado en la moneda del mercado y Aceituna, descendiente de kalenderis, había pintado a los dos derviches. Su secta se fundamenta en mendigar y en follarse muchachos apuestos y su jeque, Evhad-üd Dini Kirmani, había escrito al respecto un libro hacía doscientos cincuenta años en el que decía en verso que la perfección de Dios se encontraba en las caras hermosas.

Hermanos maestros ilustradores, perdonad por el desorden de mi casa, me habéis pillado desprevenido, ni os he podido ofrecer café con ámbar ni he podido sacaros toronjas dulces porque mi mujer está durmiendo en el cuarto de dentro. Les dije todo aquello para que cuando no encontraran lo que buscaban entre las telas de sarga, las cintas, los fajines de verano de seda de la India y de tul, los estampados y los mandiles persas que había en las cestas y baúles que habían abierto con tanto entusiasmo y que registraban hasta el fondo, ni debajo de las alfombras y los almohadones, ni en las páginas ilustradas que había preparado para todo tipo de libros, no entraran a saco en la otra habitación y yo no me viera obligado a mancharme las manos de sangre.

No obstante, he de confesar que me produjo cierto placer comportarme como si les tuviera mucho miedo: el talento de un ilustrador se basa en estar absolutamente atento a la belleza del instante presente y tomárselo todo en serio, hasta el menor detalle, mientras al mismo tiempo es capaz de retirarse un paso y, como si lo observara en un espejo, introducir entre él y el mundo, que tan en serio se toma a sí mismo, su habilidad y la distancia que le proporciona la ironía.

Así pues, y en respuesta a sus preguntas, les expliqué que sí, que cuando los erzurumíes atacaron el café había una bonita multitud como la mayor parte de las noches, que seríamos unos cuarenta entre, además de mí mismo, Aceituna, Nasir el enmarcador, Cemal el calígrafo, dos jóvenes ayudantes de ilustrador, los dos calígrafos adolescentes que no se separaban de ellos, Rahmi el aprendiz, de hermosura sin igual, otros bellos aprendices, seis o siete poetas, borrachos, adictos al hachís y derviches, y otros que habían enredado al dueño del café consiguiendo unirse a tan alegre e ingenioso grupo. Les expliqué que cuando comenzó el ataque se había producido una enorme confusión y que toda aquella pandilla de vagos tan aficionados a las indecencias que podía ofrecerles el dueño del café había comenzado a huir por las puertas, tanto por la trasera como por la delantera, con el pánico que produce el saberse culpable y que a nadie se le había ocurrido defender con valentía ni el establecimiento ni al pobre cuentista anciano vestido de mujer. ¿Que si lo lamentaba? ¡Sí! Yo, Mustafa el Creador, llamado Cigüeña, que había consagrado sinceramente mi vida entera a la pintura, consideraba necesario sentarme en algún lugar cada noche con mis hermanos ilustradores para charlar, bromear y burlarme de los demás, para decir palabras galanas, recitar poemas y hacer juegos de palabras en verso, les confesé mirando a los ojos del imbécil de Mariposa, que tenía el aspecto de un muchacho gordito y llorica al que la envidia le hace sufrir lo indecible. Vuestra mariposa, que seguía teniendo los ojos tan hermosos como los de un niño, de aprendiz era toda una belleza, sensible y de piel exquisita.

Así pues, y de nuevo en respuesta a sus preguntas, les conté cómo dos días después de que el difunto anciano cuentista, que en paz descanse y que se dedicaba a ir de ciudad en ciudad y de barrio en barrio, hubiera comenzado a distraer al público con su elocuencia en aquel café tan frecuentado por ilustradores, uno de ellos, quizá embriagado por el café, había colgado una pintura de la pared por hacer una gracia y el parlanchín cuentista lo notó, y también como gracia, había respondido comenzando una larga parrafada como si él mismo fuera el perro que aparecía en la pintura y como aquello gustó, continuó cada noche con los dibujos que le hacían los maestros ilustradores y con las bromas que le susurraban al oído. Como las pullas dirigidas al predicador de Erzurum agradaban a los ilustradores, que tanto temían su ira, y atraían al café a muchos nuevos clientes, el propietario, que era de Edirne, las fomentaba.

Me dijeron que aquellas pinturas que me habían enseñado y que el cuentista colgaba tras él cada noche las habían encontrado cuando registraron la casa vacía de nuestro hermano Aceituna y me pidieron que les diera mi opinión. Les respondí que no hacía falta que les diera mi opinión y que el propietario del café, como Aceituna, era un derviche kalenderi, un pordiosero, un ladrón, un salvaje, un miserable. Les expliqué que probablemente el simple de Maese Donoso, aterrorizado por las palabras del Señor Predicador, especialmente por las que pronunciaba tan ceñudo en los sermones de los viernes, habría ido a denunciar todo aquello a los erzurumíes. O, les dije, mucho más probablemente, cuando intentó avisarles de que no siguieran con aquello, Aceituna, que era de la misma calaña que el propietario del café, asesinó despiadadamente al pobre iluminador. Los erzurumíes, furiosos, habían matado al señor Tío, bien porque Maese Donoso les había hablado de su libro o bien porque le consideraban responsable, y hoy, como segunda venganza, habían asaltado el café.

¿Hasta qué punto habían estado atentos el gordito Mariposa y el serio Negro (parecía un fantasma) a todo lo que les había contado mientras hurgaban en mis cosas con el placer que da levantar cada tapadera y mirar debajo de cada piedra? Cuando se encontraron en el cofre tallados mis botas, mi armadura y mi equipo de campaña vi la envidia en el rostro infantil de Mariposa y de nuevo proclamé con orgullo algo que todo el mundo sabía: ¡Soy el primer ilustrador musulmán que ha ido a la guerra con el ejército y que ha pintado en los Libros de las victorias lo que ha visto después de observar con atención los disparos de los cañones, las torres de las fortalezas enemigas, los colores de los ropajes de los soldados infieles, cadáveres yaciendo junto a pilas de cabezas en las orillas de los arroyos, y caballeros armados alineándose y pasando al ataque!

Como Mariposa me pidió que le enseñara cómo se ponía la armadura me quité sin que me diera la menor vergüenza la túnica forrada de piel de conejo, la camisa, los zaragüelles y los calzones. Complacido de que me contemplaran a la luz del fuego, me puse los calzones largos y limpios que se llevan bajo la armadura, la camisa de gruesa sarga roja para el frío, los calcetines de lana, las botas de piel amarilla y, encima de ellas, las polainas. Saqué de su envoltura el peto, me lo puse feliz, le di la espalda a Mariposa y, como si se lo ordenara a mi paje, le dije que me atara con fuerza los nudos y que me colocara las hombreras tal y como le indicaba. Me puse los avambrazos, los guanteletes, el tahalí de pelo de camello para la espada y cuando por fin me estaba colocando el yelmo damasquinado que usaba en las ceremonias, les dije orgulloso que a partir de entonces las escenas de batallas ya nunca se pintarían como antes. Ya no es posible pintar los caballeros de dos ejércitos alineados frente a frente usando la misma plantilla y dándole simplemente la vuelta, les dije. A partir de ahora en los talleres de la Casa de Osman las escenas de batallas se pintarán tal y como yo las he visto y reproducido, ¡con los ejércitos, los caballos, las armaduras y los muertos ensangrentados mezclándose unos con otros!

– El ilustrador no pinta lo que ve, sino lo que Dios ve -dijo Mariposa envidioso.

– Sí, pero el Altísimo también ve lo que nosotros vemos -le respondí.

– Por supuesto que Dios ve lo que nosotros vemos, pero lo hace de otra manera -me replicó como si me reprendiera-. La batalla que nosotros vemos desconcertados como algo confuso, El, con Su Omnipresencia, la ve como dos ejércitos ordenadamente alineados frente a frente.

Por supuesto tenía una respuesta para aquello. Me habría gustado decirle: «Creamos en Dios y pintemos sólo lo que nos muestra, no lo que nos oculta», pero guardé silencio. Pero no me callé porque temiera que Mariposa me acusara de imitar a los francos ni porque estuviera golpeando despiadadamente mi peto y mi yelmo con el filo de su daga con la excusa de probarlos. Me contuve calculando que sólo si me ganaba a aquel estúpido de ojos bonitos y a Negro podríamos librarnos de la conspiración de Aceituna.

En cuanto comprendieron que no lo encontrarían aquí me dijeron lo que buscaban. Había una ilustración que el miserable asesino había robado… Les contesté que, de hecho, ya habían registrado mi casa por ese mismo motivo, pero que el astuto asesino (estaba pensando en Aceituna) la habría ocultado en un lugar inalcanzable; pero ¿hasta qué punto hicieron caso de lo que les decía? Negro me habló con todo detalle del caballo con los ollares cortados y me explicó que los tres días que Nuestro Sultán había concedido al Maestro Osman estaban a punto de agotarse. Cuando yo le insistí en que me aclarara el significado de los caballos con los ollares cortados, me respondió mirándome directamente a los ojos que el Maestro Osman, como prueba, los había relacionado con Aceituna, pero que sospechaba sobre todo de mí porque estaba seguro de mi ambición.

En principio daba la impresión de que habían venido aquí dispuestos a creer que yo era el asesino y a probarlo, pero, en mi opinión, ése no era el único motivo. También habían llamado a mi puerta por soledad y desesperación. Cuando les abrí, la daga que Mariposa sostenía hacia mí estaba temblando. No sólo les aterrorizaba la idea de que el miserable asesino, cuya identidad eran incapaces de descubrir, se les acercara con una amistosa sonrisa, les arrinconara en la oscuridad y les cortara la garganta, sino que además les quitaba el sueño pensar que el Maestro Osman llegara a un acuerdo con Nuestro Sultán y con el Tesorero Imperial y les entregara a los torturadores y les hundía la moral la muchedumbre de erzurumíes de fuera. Abrumados por aquella ansiedad, querían ser mis amigos. Pero el Maestro Osman les había dicho justo lo contrario. Ahora, tal y como sinceramente deseaban, tenía que demostrarles con toda precisión que lo cierto era exactamente lo opuesto de lo que él les había contado.

Afirmar que el gran maestro se equivocaba, que chocheaba, me habría supuesto enfrentarme de inmediato a Mariposa. Porque en los ojos nublados del hermoso ilustrador de pestañas como mariposas, que seguía golpeando mi armadura con la daga, me parecía ver aún las pálidas llamas del amor que todavía sentía por el gran maestro de quien había sido el favorito. En mis años de juventud, la intimidad de aquella pareja, maestro y aprendiz, había sido blanco de las pullas en extremo envidiosas de los demás ilustradores, pero a ellos no les importaba y se lanzaban largas miradas y se acariciaban delante de todo el mundo y más tarde el Maestro Osman anunciaba cruelmente que Mariposa poseía el cálamo más diestro y la paleta de colores más sólida. Aquel juicio, que era cierto la mayor parte de las veces, daba paso a interminables juegos de palabras entre los ilustradores envidiosos, que usaban los cálamos, los pinceles y los tinteros para hacer alusiones indecentes, insinuaciones diabólicas y metáforas obscenas. Por esa razón hoy no soy yo el único en notar que el Maestro Osman quiere que sea Mariposa quien le suceda al frente del taller. Hace mucho tiempo que he comprendido que eso es lo que el gran maestro tiene en la cabeza en realidad mientras les habla a los demás de mi belicosidad, de mi mal carácter y de mi testarudez. Cree, con toda la razón, que me inclino mucho más por los estilos de los francos que Aceituna y Mariposa y sabe que no podrá ignorar los nuevos caprichos de Nuestro Sultán diciéndole simplemente «Los maestros antiguos nunca habrían pintado así».

Era consciente de que en ese punto podría contar con la plena colaboración de Negro. Nuestro flamante y entusiasta recién casado debía de querer con todas sus fuerzas terminar el libro de su difunto Tío no sólo para conquistar el corazón de la hermosa Seküre y demostrar que podía ocupar el lugar de su padre, sino también para ganar el favor de Nuestro Sultán por el camino más corto.

Así pues, tiré del hilo por donde menos lo esperaban e inicié la cuestión afirmando que el libro del Tío era un milagro feliz como nunca se había visto otro igual. Cuando aquella maravilla quedara terminada tal y como Nuestro Sultán había ordenado y como el difunto señor Tío quería, haría que el mundo entero se quedara con la boca abierta ante el poder y la riqueza del sultán otomano y ante el talento, la elegancia y la habilidad de nosotros, sus maestros ilustradores. Nos temerían y les inquietarían nuestra fuerza y nuestra firmeza y, observando cómo nos reíamos, cómo cogíamos lo que nos apetecía del estilo de los maestros francos, cómo usábamos alegres colores y cómo éramos capaces de ver hasta el más mínimo de los detalles, comprenderían aterrorizados algo que sólo en muy escasas ocasiones notan los más inteligentes de los sultanes, que nos situamos tanto en algún lugar en el interior del mundo que pintamos como muy lejos de él, entre los maestros antiguos.

Al principio Mariposa había comenzado a golpear mi armadura como un niño que quisiera comprender si era auténtica o no, luego empezó a hacerlo como un amigo que quisiera comprobar su resistencia y por fin, además de las dos excusas anteriores, acabó golpeando como un envidioso incorregible que quisiera perforarla y hacerme daño. En realidad, debía de haber comprendido que yo tenía más talento que él y, lo que era peor, debía de notar amargamente que el Maestro Osman también lo sabía. Como Mariposa era un maestro incomparable gracias al talento que Dios le había dado, su envidia me hacía sentir aún más orgulloso: como yo me había convertido en maestro gracias a la fuerza de mi propio cálamo y no agarrándome al de mi mentor, sentía que podría hacerle aceptar mi superioridad.

Alcé la voz y les expliqué que era una lástima que hubiera quienes querían sabotear aquel libro maravilloso de Nuestro Sultán y del difunto Tío. El Maestro Osman era nuestro padre, nuestro maestro; ¡todo lo habíamos aprendido de él! Pero después de seguir su pista en el Tesoro de Nuestro Sultán y comprender que Aceituna era el miserable asesino, había intentado ocultarlo por alguna razón desconocida. Les dije que estaba seguro de que si no habían podido encontrar a Aceituna en su casa era porque se escondía en el monasterio abandonado de los kalenderis que había cerca de la Puerta de Fener. Aquel monasterio había sido clausurado en tiempos del abuelo de Nuestro Sultán, no por ser un nido de degradación e inmoralidad, que lo era, sino a causa de las interminables guerras con los persas, y recordaba que Aceituna había presumido en tiempos de ser el «guardián» del monasterio cerrado. Si no confiaban en mí o si pensaban que en todo lo que decía acechaba una conspiración, ellos eran quienes tenían la daga y podrían darme mi castigo allí mismo.

Mariposa me dio otros dos fuertes golpes con la daga que muy pocas armaduras habrían resistido. Se volvió hacia Negro, que me daba la razón, y le gritó de manera infantil. Me acerqué a él por detrás, rodeé el cuello de Mariposa con mi brazo armado y tiré hacia mí. Con la otra mano le doblé el brazo e hice caer la daga. En realidad ni estábamos luchando del todo ni estábamos jugando. Les conté la historia de una escena parecida que hay en el Libro de los reyes. Es poco conocida:

– El tercer día del enfrentamiento entre los ejércitos de Irán y Turan, dispuestos los unos frente a los otros perfectamente armados y equipados en las faldas del monte Hamaran, los turaníes enviaron al campo de batalla al hábil Sengil para que averiguara quién era el misterioso guerrero iraní que en cada uno de los días precedentes había matado a un gran guerrero de Turan -así comencé el relato-. Cuando Sengil desafió al misterioso guerrero, el otro aceptó: los ejércitos de ambos bandos los contemplaban conteniendo el aliento con sus armaduras brillando al sol de mediodía cuando los caballos armados de los dos héroes se lanzaron el uno contra el otro a tal velocidad que las chispas que brotaron de las armaduras quemaron la piel de los animales. La lucha duró largo rato. El turaní lanzaba flechas y el iraní manejaba con habilidad su espada y su montura y por fin el misterioso iraní sujetó por la cola el caballo de Sengil el turaní y lo derribó; lo alcanzó mientras trataba de huir, lo agarró por detrás de la armadura y le apresó el cuello. Mientras aceptaba su derrota, el turaní, curioso por saber la identidad del misterioso guerrero, le preguntó desesperado lo que todos querían saber desde hacía días: «¿Quién eres?». «Para ti, me llamo Muerte», le contestó el misterioso guerrero. ¿Quién era?

– El legendario Rüstem -contestó Mariposa alegre como un niño.

Le besé en el cuello.

– Todos hemos traicionado al Maestro Osman -dije-. Ahora, antes de que nos proporcione nuestro castigo, tenemos que encontrar a Aceituna, deshacernos de ese veneno que nos corrompe y llegar a un acuerdo firme de manera que podamos enfrentarnos con entereza a los enemigos eternos de la pintura y a aquellos que quieren entregarnos directamente a los torturadores. Quizá cuando lleguemos al monasterio abandonado de Aceituna comprendamos que el despiadado asesino no es uno de los nuestros.

El pobre Mariposa no abrió la boca. Por mucho talento que tuviera, por muy arrogante que fuera o por bien guardadas que tuviera las espaldas, en el fondo, como todos los ilustradores que buscan la compañía de sus iguales a pesar de envidiarlos con un odio profundo, le aterrorizaba ir al Infierno o quedarse completamente solo en este mundo.

En el camino a la Puerta de Fener brillaba en todo lo alto una luz amarilla de un extraño tono verdoso, pero no era la luz de la luna. Sólo a causa de dicha luz desaparecía la imagen de ese Estambul inmutable que formaban por la noche los cipreses, las cúpulas, los muros de piedra, las casas de madera y los solares provocados por los incendios, y en su lugar aparecía otra que daba la impresión de extrañeza que habría provocado una fortaleza enemiga. Cuando llegamos a lo alto de la colina vimos a lo lejos un incendio que había en algún lugar por detrás de la mezquita de Beyazit.

En la ciega oscuridad nos encontramos con un carro de bueyes medio cargado de sacos de harina que, como nosotros, se dirigía a las murallas, y nos montamos en él a cambio de un par de ásperos. Negro llevaba consigo las pinturas, así que se sentó con cuidado. Estaba tumbado observando las nubes bajas iluminadas por el incendio cuando me cayó en el casco la primera gota de lluvia.

Tras el largo trayecto, mientras buscábamos el monasterio abandonado, despertamos a todos los perros del barrio, que, en realidad, parecía todo él desierto a aquellas horas de la noche. Por mucho que viéramos las llamas de las lámparas encendidas por nuestra causa en algunas casas de piedra, sólo se abrió la cuarta puerta a la que llamamos y un abuelete con un gorro de lana, que nos miraba a la luz de la lámpara como si viera un fantasma, nos indicó dónde se encontraba el monasterio abandonado sin sacar la nariz a la lluvia que iba arreciando, pero añadió complacido que los duendes, los trasgos y los espectros malignos nos harían sufrir lo nuestro.

En el jardín del monasterio nos recibieron con tranquilidad unos orgullosos cipreses a los que no afectaban el olor a hojas podridas ni la lluvia. Acerqué el ojo primero a las grietas de las cubiertas de madera de los muros del monasterio y luego al postigo de una pequeña ventana y vi a la luz de un candil la sombra amenazadora de alguien que rezaba o que aparentaba rezar sólo para que nosotros lo viéramos.

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