49. Me llamo Negro

Salí de la casa en la oscuridad de la mañana y sin que nadie me viera, silencioso como un invitado culpable, y caminé largo rato por las fangosas calles. Hice mis abluciones en el patio de Beyazit, entré en la mezquita y recé. Dentro no había nadie aparte de un anciano que dormía mientras rezaba, una habilidad que sólo se consigue tras años de práctica, y el señor Imán. A veces, en medio de nuestros sueños somnolientos y nuestros recuerdos infelices, sentimos que Dios nos presta atención por un momento y le pedimos algo con las mismas esperanzas de alguien que, entusiasmado, ha conseguido entregar en mano una petición al Sultán: yo le rogué a Dios que me concediera un hogar feliz lleno de gente que me quisiera.

Al llegar a su casa noté que a lo largo de aquella semana el Maestro Osman había ido llenando poco a poco el lugar que antes ocupaba en mi mente mi difunto Tío. Me resultaba más áspero y distante, pero su fe en la ilustración de libros era más profunda. Se parecía, más que a un gran maestro que se había pasado años desatando huracanes de miedo, admiración y amor entre los ilustradores, a un derviche anciano e inofensivo.

Mientras íbamos de casa del maestro a Palacio, él ligeramente jorobado sobre su caballo y yo ligeramente jorobado caminando junto al animal, debíamos de parecemos al anciano derviche y su entusiasta discípulo de las ilustraciones baratas que adornan las leyendas antiguas.

En Palacio encontramos al Comandante de la Guardia y a sus hombres aún más entusiasmados y dispuestos que nosotros. Como Nuestro Sultán estaba seguro de que identificaríamos en un abrir y cerrar de ojos al ruin asesino examinando esa misma mañana los caballos que habían pintado los tres maestros ilustradores, había ordenado que se torturara al muy maldito sin que hiciera falta que se le informara siquiera. Así pues, fuimos llevados no ante la fuente del verdugo, donde se realizan las ejecuciones públicas para que sirvan de ejemplo, sino a la pequeña barraca que había en lo más recóndito de los Jardines Privados y que se prefería para los casos de interrogatorios, torturas y ejecuciones que se llevaban en secreto.

Un joven, tan airoso y cortes como para no ser un hombre del jefe de la Guardia, depositó con el gesto de alguien seguro de sí mismo tres hojas de papel en un atril.

Cuando el Maestro Osman sacó su lente mi corazón comenzó a latir a toda velocidad. Como un águila que planea elegante sobre una tierra desierta, su mirada y su lente, siempre a la misma distancia, pasaron despacio sobre los tres maravillosos dibujos de caballos. Y como el águila que ve una gacela que puede servirle de presa, se detuvo por un momento en los ollares de los caballos prestándoles toda su atención sin perder en ningún momento su compostura.

– No -dijo luego con frialdad.

– No ¿qué? -preguntó el Comandante de la Guardia.

Yo también creía que el gran maestro se lo tomaría con paciencia y que examinaría cada punto de los caballos, de las crines a los cascos.

– El maldito ilustrador no ha dejado la menor huella -respondió el Maestro Osman-. Por estos dibujos no podemos saber quién hizo el alazán.

Cogí la lente, que había dejado a un lado, y observé los ollares de los caballos: el Maestro tenía razón. En ninguno de los tres había nada parecido a aquellos extraños ollares del alazán pintado para el libro que preparaba mi Tío.

Fue entonces cuando me llamaron la atención los torturadores que esperaban en el exterior con un instrumento cuyo uso no pude deducir. Mientras intentaba observarlos por el hueco de la puerta abierta vi que alguien corría hacia atrás, como si le hubiera poseído un espíritu, huía y se lanzaba detrás de una morera buscando refugio.

Justo en ese momento entró Nuestro Glorioso Sultán, pilar del Universo, como una luz que iluminara la plomiza mala.

El Maestro Osman le explicó de inmediato que no podría sacar nada de aquellos dibujos de caballos. No obstante, no pudo impedir llamar la atención de Nuestro Sultán sobre la manera de encabritarse de uno de los caballos de aquellos magníficos dibujos, sobre la delicadeza de la elegante postura de otro y sobre la dignidad y el orgullo, como sólo pueden verse en los libros antiguos, del tercero. Al mismo tiempo adivinó uno por uno qué ilustrador había hecho cada dibujo y el muchacho que se había pasado la noche yendo de puerta en puerta lo confirmó.

– Soberano mío, no os sorprendáis de que conozca como la palma de mi mano a mis ilustradores -dijo el maestro-. Porque de lo que yo me sorprendo es de cómo ha podido surgir un dibujo que me resulta completamente desconocido de alguno de esos ilustradores que tan bien conozco. Porque ningún defecto de un maestro ilustrador carece de fundamento.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Nuestro Sultán.

– Próspero Sultán Nuestro, Excelso Escudo del Mundo, en mi opinión la firma oculta que vemos en los ollares de este caballo alazán no es un estúpido error sin sentido del ilustrador, sino algo cuya raíz se remonta hasta la antigüedad, a otras pinturas, otras técnicas, otros estilos y quizá otros caballos. Si hurgamos entre las páginas maravillosas de los libros centenarios que guardáis en los armarios y los baúles de hierro de vuestro Tesoro Privado, en sótanos cerrados con siete llaves, quizá veamos que lo que hoy consideramos un defecto antes era una técnica y podremos relacionarlo con el pincel de uno de los tres ilustradores.

– ¿Quieres entrar en el Tesoro Privado? -preguntó admirado el Sultán.

– Sí -contestó mi maestro.

Aquélla era una petición tan insolente como pretender entrar en el Harén. Al mismo tiempo comprendí lo siguiente: de la misma manera que los edificios del Harén y el Tesoro se levantaban en los más hermosos rincones del Jardín del Paraíso Privado del palacio de Nuestro Sultán, también ocupaban los dos rincones más sensibles de su corazón.

Estaba intentando averiguar qué ocurriría por la expresión del hermoso rostro de Nuestro Sultán, el cual por fin me atrevía audazmente a mirar, cuando de repente se fue. ¿Se habría ofendido? ¿Seríamos castigados, incluidos los ilustradores al completo, por la insolencia de mi maestro?

Mientras observaba los tres caballos que tenía ante mí me imaginé que me matarían sin que pudiera volver a ver a Seküre y sin que compartiéramos la misma cama. A pesar de toda su belleza, aquellos maravillosos caballos me parecían ahora surgidos de un universo muy lejano.

En medio de aquel terrible silencio, me di cuenta repentinamente de que, de la misma manera que ser llevado de niño a los Recintos Privados, al corazón de Palacio, ser educado y vivir allí significaba ser siervo del Sultán y quizá morir por él, el hecho de ser ilustrador significaba ser esclavo de la belleza de Dios y morir por ella.

Mucho después, mientras uno de los hombres del Tesorero Imperial nos conducía hacia arriba, hacia la Puerta Central, no se me iba de la cabeza la muerte; el silencio de la muerte. Pero al cruzar la Puerta del Saludo, donde tantos bajas habían entregado su vida en ejecuciones públicas, fue como si los porteros ni siquiera nos vieran. Ni la plaza del Consejo, que el día anterior me había deslumbrado como si fuera el mismísimo Paraíso, ni la torre, ni los pavos reales me afectaron lo más mínimo. Comprendí que se nos llevaba más adentro, a los Recintos Privados, al corazón secreto del mundo de Nuestro Sultán.

Y fue así como cruzamos puertas por las que ni siquiera los grandes visires podían entrar sin permiso. Como sí fuera un niño que penetrara en un cuento, no me atrevía a levantar la mirada del suelo para no enfrentarme a las maravillas y a los monstruos que surgirían ante mí. Ni siquiera pude mirar la Sala de las Audiencias. No obstante, la mirada se me fue por un momento y pude ver los muros del Harén, un plátano vulgar, en nada distinto a otros árboles, y un hombre alto vestido con un caftán de brillante raso azul. Pasamos entre altas columnas. Nos detuvimos delante de una pesada puerta, mayor y más ostentosa que las demás y adornada con mucarnas.

En el umbral había unos agás con brillantes caftanes y uno de ellos se inclinó hacia la cerradura.

El Tesorero Imperial, mirándonos a los ojos, nos dijo:

– Dichosos vosotros a quienes Nuestro Glorioso Sultán ha concedido permiso para entrar en el Tesoro Privado. Veréis libros que nadie ha podido ver, contemplaréis páginas de oro e increíbles ilustraciones y seguiréis el rastro como cazadores. Mi Sultán me ha ordenado que os recuerde que le ha concedido tres días al Maestro Osman, que el primero ya se ha cumplido y que en el plazo de dos días, antes del jueves a mediodía, el maestro debe descubrir y comunicarle quién de entre los ilustradores es el maldito asesino, y que, en caso contrario, el Comandante de la Guardia resolverá el asunto recurriendo a la tortura.

Primero abrieron la envoltura que protegía el sello colocado en el candado para impedir que cualquier otra llave fuera introducida en la cerradura. El Superintendente del Tesoro y dos agás comprobaron que el sello estaba intacto y asintieron con la cabeza. Rompieron el sello, al introducir la llave en la cerradura el candado se abrió con un chasquido que rompió el silencio en el que todos esperábamos y repentinamente el rostro del Maestro Osman adquirió un color ceniciento. Al abrir una de las hojas de aquella pesada puerta de madera labrada una luz oscura, como procedente de tiempos muy antiguos, le golpeó en la cara.

– Mi Sultán no ha querido que vengan inútilmente los agás de los escribas ni los secretarios que llevan los registros del inventario -dijo el Tesorero Imperial-. El Bibliotecario ha muerto y no hay nadie que cuide de los libros en su lugar. Por esa razón Mi Sultán ha ordenado que sólo Cezmi agá entre con vosotros.

Era un enano que parecía tener por lo menos setenta años pero de ojos brillantes. El gorro que llevaba, parecido a una vela de barco, era aún más extraño que él.

– Cezmi agá se conoce el interior como su propia casa. Él sabe mejor que nadie dónde están los libros, dónde está todo.

El anciano enano pareció envanecerse. Estaba inspeccionando un brasero de patas de plata, un orinal con el asa con incrustaciones de nácar y unos candiles y candelabros que le llevaban unos pajes.

El Tesorero Imperial nos dijo que cerrarían la puerta tras nosotros, la sellarían con el sello de setenta años de antigüedad del sultán Selim el Fiero y que después de la oración de la tarde volverían a romper el sello y abrirla en presencia de la multitud de agás presentes al efecto, y que tuviéramos cuidado en que no se nos metiera nada «por error» entre nuestras ropas, en nuestros bolsillos o en nuestros fajines porque a la salida se nos registraría hasta en los calzones.

Entramos cruzando entre la doble hilera de agás. Aquello estaba helado. Al cerrar la puerta todo se quedó completamente oscuro de repente y noté un olor a moho, polvo y humedad que me hirió las fosas nasales. El lugar estaba repleto de objetos amontonados sin orden ni concierto: muebles, baúles, cascos. Tuve la sensación de haber sido testigo muy de cerca de una enorme batalla.

Mis ojos se acostumbraron a la extraña luz que llenaba aquel espacio y que se filtraba entre los gruesos barrotes de las altas ventanas y entre las barandillas de las escaleras que subían al entresuelo que recorría todo el alto muro y de la galería de madera del segundo piso. La habitación era roja a causa del color de las sedas, las alfombras y los tapices que colgaban de las paredes. Noté con una reverencia casi religiosa cómo toda aquella riqueza y aquella acumulación de objetos eran el resultado de guerras, de batallas, de sangre vertida, de ciudades y tesoros saqueados.

– ¿Tenéis miedo? -preguntó el anciano enano dando voz a mis sentimientos-. Todo el mundo tiene miedo la primera vez que entra. Por las noches los espíritus de estos objetos hablan en susurros.

Lo que daba miedo era el silencio en el que estaba sumergida aquella increíble multitud de cosas. Oíamos el tintineo del sello que le estaban poniendo a la puerta y contemplábamos admirados e inmóviles la sala.

Vi espadas, colmillos de elefante, caftanes, candelabros de plata, banderas de raso. Vi jarrones de porcelana china, cinturones, instrumentos musicales, armaduras, almohadones de seda, esferas que mostraban el mundo, botas, pieles, cuernos de rinoceronte, huevos de avestruz pintados, mosquetes, arcos, mazas de guerra y armarios, armarios, armarios. Todo estaba lleno de telas, alfombras y sedas que parecían caer lentamente y en cascada sobre mí desde los pisos superiores de suelo de madera, desde las barandillas, desde los armarios de las paredes, desde las pequeñas celdas abiertas en los muros. Sobre las telas, las cajas, los caftanes del sultán, las espadas, las velas enormes y rosadas, los turbantes de tela, los almohadones bordados con perlas, las sillas de montar con incrustaciones de oro, las cimitarras con empuñaduras con diamantes, las mazas de mango de rubí, los tocados acolchados, las plumas, los curiosos relojes, las estatuillas de marfil de caballos y elefantes, los narguilés con boquillas adornadas con diamantes, los enormes rosarios, los cascos guarnecidos con rubíes y turquesas, los aguamaniles y las dagas, caía una extraña luz que no había visto antes en ningún otro lugar. Aquella luz, que se filtraba de manera apenas perceptible por las ventanas de arriba, iluminaba las motas de polvo de la habitación en penumbra, como si fuera el rayo de sol que entra por el tragaluz de la cúpula de una mezquita un día de verano, pero no era la luz del sol. Gracias a ella el aire de la sala se convertía en algo casi tangible y todos los objetos parecían hechos del mismo material. Después de que contempláramos un rato juntos y atemorizados la sala en medio del silencio, me di cuenta de que lo que provocaba que todos los objetos tuvieran la misma misteriosa textura empalideciendo el rojo que dominaba la fría habitación era, más que la luz, el polvo que lo cubría todo. Y lo que hacía terrible a toda aquella multitud de cosas era precisamente la fusión de objetos extraños e imprecisos que el ojo era incapaz de identificar ni siquiera tras una segunda o una tercera mirada. Creía que era un atril algo que antes había tomado por un baúl y luego descubría que se trataba de un extraño artefacto franco. Me di cuenta de que el cofre de nácar que había entre los caftanes y turbantes sacados de un baúl y tirados por todas partes en realidad era una curiosa arquilla enviada por el Zar de Moscovia.

Cezmi agá colocó el brasero en un hogar abierto en el muro con la habilidad de la costumbre.

– ¿Dónde están los libros? -susurró el Maestro Osman.

– ¿Qué libros? -respondió el enano-. ¿Los que han venido de Arabia, los Coranes en cúfico, los que trajo de Tabriz Su Majestad el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, los libros de los bajas ejecutados cuyas posesiones fueron confiscadas, los tomos de regalo que trajo el embajador de Venecia al abuelo de Nuestro Sultán, o los libros cristianos de la época del sultán Mehmet el Conquistador?

– Los que hace treinta años el Sha Tahmasp le envió como regalo a Su Majestad el sultán Selim, que en Gloria esté -le contestó el Maestro Osman.

El enano nos llevó hasta un gran armario de madera. Al abrir las puertas y ver ante él los volúmenes, el Maestro Osman se impacientó. Abrió un libro, leyó el colofón y pasó las páginas. Yo también las miré con él y observé sorprendido las imágenes de janes de ojos ligeramente rasgados, cada una de ellas pintada con un enorme cuidado.

– Gengis Jan, Chagatay Jan, Tuluy Jan y Kubilay Jan, Soberano de China -leyó el Maestro Osman y cerró el volumen y cogió otro.

Ante nosotros apareció una pintura que mostraba con una increíble belleza la escena en que Ferhat, con la fuerza que le da el amor, se echa a los hombros a su amada Sirin y a su caballo y los transporta con esfuerzo. Para reforzar la pasión de los amantes y su tristeza, las rocas de las montañas, las nubes y las hojas de los tres nobles cipreses que son testigos del amor de Ferhat habían sido pintadas con el estremecimiento de una mano movida por la pena y con tal dolor que el Maestro Osman y yo sentimos de inmediato la tristeza y el sabor a lagrimas de las hojas que caían. Aquella conmovedora escena no había sido pintada para mostrar la fuerza muscular de Ferhat como hacían todos los grandes maestros, sino para explicar que el dolor de su amor era sentido al mismo tiempo por el universo entero.

– Una de las imitaciones de Behzat de las que se hacian ochenta años atrás en Tabriz -dijo el Maestro Osman, y dejo el volumen en su lugar y cogió otro nuevo.

Aquélla era una pintura del Calila y Dimna en la que se mostraba la amistad forzada entre el ratón y el gato. En el campo, el pobre ratón, atrapado entre los ataques del armiño en el suelo y el milano en el cielo, encuentra la salvación junto a un pobre gato atrapado en el cepo de un cazador. Llegan a un acuerdo: el gato lame con cariño al ratón, como si fuera amigo suyo, y el armiño y el milano, temiendo al gato, renuncian a cazarlo. A cambio, el ratón libera con todo cuidado al gato de la trampa. Antes de que yo pudiera llegar a entender la sensibilidad del ilustrador, el maestro ya había encajado el libro entre otros y había abierto un nuevo volumen por una página al azar.

Era una agradable imagen de una misteriosa mujer que abría de manera elegante una mano mientras preguntaba algo y apoyaba la otra en la rodilla por encima de su túnica verde y de un hombre que, vuelto hacia ella, escuchaba atentamente lo que le decía su señora. La observé entusiasmado sintiendo celos de la intimidad, el amor y la amistad que había entre ellos.

El Maestro Osman lo dejó y abrió otra página de otro libro. Los caballeros de los ejércitos de Irán y Turan, enemigos mortales, se habían armado con sus petos, cascos, grebas, arcos, aljabas y flechas, habían montado sus legendarios y hermosos caballos con armaduras hasta el cuello, se habían dispuesto galanamente enfrentados en una estepa con el suelo cubierto de polvo amarillo alzando las lanzas de puntas adornadas con mil colores y, antes de lanzarse unos contra otros a vida o muerte, contemplaban pacientemente la lucha entre sus comandantes, que se habían adelantado y combatían entre ellos. Estaba a punto de decirme que, se hiciera hoy o se hubiera hecho hacía cien años, fuera una escena de guerra o fuera de amor, lo que de verdad pintaba el ilustrador de auténtica fe era la lucha consigo mismo y su amor por la pintura, e iba a comentar que entonces lo que pinta el ilustrador es su propia paciencia cuando:

– Éste tampoco es -dijo el Maestro Osman y cerro el pesado volumen.

En un álbum vimos un paisaje que parecía alejarse mas y más de unas altas montañas que desaparecían entre nubes rizadas. Pensé en cómo pintar era observar este mundo pero mostrarlo como si fuera otro. El Maestro Osman me contó cómo aquella pintura china podría haber llegado desde China a Estambul pasando de Bujara a Herat, de Herat a Tabriz y de Tabriz al palacio de Nuestro Sultán entrando y saliendo de todo tipo de libros, después de que desencuadernaran su libro y a ella la encuadernaran luego con otras pinturas.

Vimos escenas de guerra y muerte, cada una más terrible y mejor pintada que la otra: Rüstem con el Sha Mâzenderân; Rüstem atacando el ejército de Efrasiyab; Rüstem, el héroe misterioso e irreconocible en su armadura completa… En otro álbum vimos cadáveres destrozados, dagas manchadas de roja sangre, soldados desdichados en cuyos ojos se reflejaba la luz de la muerte y héroes que se troceaban mutuamente como cebollas mientras ejércitos legendarios, cuya procedencia no supimos averiguar, combatían sin piedad. El Maestro Osman observó, quién sabe por qué milésima vez, a Hüsrev espiando a Sirin mientras ella se bañaba en el lago a la luz de la luna, a los enamorados Leyla y Mecnun desmayándose al verse de nuevo tras una larga separación y la escena del cascabeleante gozo, entre árboles, flores y pájaros, de Salâman y Absal después de que huyeran del mundo y se fueran a vivir solos a una isla feliz, y, como el verdadero gran maestro que era, no pudo evitar llamarme la atención sobre el detalle extraño que aparecía en algún rincón de incluso la peor pintura, ya fuera debido a falta de firmeza del ilustrador o la conversación que emprendían por sí mismos los colores: ¿Qué desdichado y malintencionado ilustrador había colocado en aquella rama aquella infausta lechuza mientras Hüsrev y Sirin escuchaban las dulces historias que contaban las doncellas cuando nunca debería haber estado ¿Quién había colocado aquel bello muchacho vestido de mujer entre las mujeres egipcias que se cortaban los dedos mientras pelaban toronjas distraídas por la apostura de José? ¿Habría adivinado el ilustrador que había pintado cómo Isfendíyar se quedaba ciego de un flechazo que tiempo después también el se quedaría ciego?

Vimos a los ángeles que rodeaban a nuestro Santo Profeta en su ascensión a los Cielos, al anciano de piel oscura, seis brazos y larga barba que representa al planeta Saturno, cómo el niño Rüstem dormía pacíficamente en su cuna con incrustaciones de nácar mientras su madre y sus niñeras lo observaban. Vimos la dolorosa muerte de Darío en brazos de Alejandro, el encierro de Behram Gür en la habitación roja con su princesa rusa, el cruce del fuego de Siyavus montado en un caballo negro que no tenía ninguna firma secreta en los ollares, el triste entierro de Hüsrev, asesinado por su propio hijo. Mientras hojeaba a toda velocidad los volúmenes y los iba dejando aparte, el Maestro Osman reconocía a veces a un ilustrador y me lo indicaba, descubría alguna firma oculta tímidamente en lo más recóndito de unas ruinas, entre las flores, o en un rincón del pozo oscuro donde se escondía un genio, y comparando firmas y colofones podía descubrir quién había tomado qué de quién. Hojeaba largamente ciertos tomos por si encontrábamos algunas páginas de ilustraciones. A veces se producían largos silencios y sólo se oía el crujido apenas perceptible de las páginas. A veces el Maestro Osman lanzaba un grito como «;Oh!» y yo guardaba silencio sin comprender qué le había sorprendido. A veces me recordaba que la composición de la página o el equilibrio de los árboles o los caballeros de ciertas pinturas ya los habíamos visto en otras escenas de historias completamente distintas en otros volúmenes y buscaba dichas ilustraciones para mostrármelas. Comparaba una ilustración de un libro del Quinteto de Nizami hecho en tiempos del sha Riza, el hijo de Tamerlán, o sea, hace casi doscientos años, con otra de un libro hecho, según él, en Tabriz hacía setenta u ochenta años, me preguntaba el motivo oculto por el que dos ilustradores podían haber pintado lo mismo sin haber visto nunca la obra del otro y él mismo me daba la respuesta:

– Pintar es recordar.

Abriendo y cerrando viejos tomos, entristeciéndose ante las maravillas (porque ya nadie pintaba así), alegrándose ante las ineptitudes (¡porque todos los ilustradores éramos hermanos!) y mostrándome lo que había recordado el ilustrador, viejas imágenes de árboles, ángeles, parasoles, tigres, tiendas, dragones y príncipes tristes, en realidad quería decirme lo siguiente: en determinado momento Dios vio el mundo en su forma mas única e incomparable y, creyendo en la belleza de lo que veía, se lo cedió a sus siervos. Nuestro trabajo, el de los ilustradores y el de los amantes de la pintura que lo observan, es recordar el maravilloso paisaje que Dios vio y nos donó. Los más grandes maestros de cada generación de ilustradores trabajaban entregando sus vidas hasta quedarse ciegos para alcanzar con gran esfuerzo e inspiración aquel magnífico sueño que Dios nos había ordenado ver, para intentar pintarlo. Lo que hacían se parecía a la humanidad buscando acordarse de sus recuerdos de la edad de oro. Pero, por desgracia, incluso los más grandes maestros, como ancianos cansados y grandes ilustradores que se quedan ciegos de tanto trabajar, sólo podían recordar parcialmente y de forma poco clara aquella maravillosa pintura. Ésa era la razón por la que, aunque nunca hubieran visto las obras del otro y además hubiera entre ellos cientos de años de diferencia, a veces, y como si fuera un milagro, los antiguos maestros pintaban lo mismo exactamente igual, un árbol, un pájaro, un príncipe en los baños o una joven melancólica asomada a una ventana.

Mucho más tarde, después de que la luz roja de la sala del Tesoro se oscureciera ligeramente y de comprender que en el armario no había ninguno de los libros que el sha Tahmasp había enviado como regalo al abuelo de Nuestro Sultán, el Maestro Osman continuó siguiendo la misma lógica:

– A veces el ala de un pájaro, la forma en que una hoja se agarra al árbol, la manera en que el alero dobla la esquina, la de flotar una nube en el cielo, la sonrisa de una mujer, permanecen durante siglos pasando de maestro a aprendiz, siendo enseñadas, aprendidas y memorizadas de generación en generación El maestro ilustrador nunca olvida ese detalle que se ha grabado en su memoria, de la misma forma que ha memorizado el Sagrado Corán, porque cree de corazón en la inmutabilidad de aquel modelo que ha aprendido de su propio maestro, como cree en la inmutabilidad del Sagrado Corán. Pero el que no lo olvide no significa que el maestro ilustrador lo use siempre. A veces las costumbres del taller en el que pierde la luz de sus ojos pintando o las de los malhumorados maestros junto a los que trabaja, sus gustos en cuanto a colores y los deseos del sultán impiden que el ilustrador pinte ese detalle, sea el ala de un pájaro o la sonrisa de una mujer…

– O los ollares de un caballo -añadí de repente.

– O los ollares de un caballo… -dijo el Maestro Osman sin sonreír lo más mínimo-. Ese gran maestro no pinta de la manera que tiene grabada en lo más profundo de su corazón sino que lo hace siguiendo las costumbres del taller en el que trabaja en ese momento, como lo hacen todos los demás. ¿Me entiendes?

En un ejemplar del Hüsrev y Sirin de Nizami, de los tantos que habían pasado por nuestras manos, leyó la inscripción que había grabada en piedra en lo alto del muro del palacio en una página ilustrada en la que se mostraba a Sirin en el trono: Altísimo Dios, protege la fuerza, el gobierno y el país de nuestro noble Sultán y justo Jakán, hijo de Tamerlán Jan el Victorioso de manera que sea feliz (escrito en el sillar izquierdo) y rico (escrito en el sillar derecho).

– ¿Dónde podremos encontrar ilustraciones en las que el ilustrador haya pintado los ollares de un caballo tal y como lo tenía grabado en la memoria? -le pregunté luego.

– Tenemos que encontrar el legendario volumen del Libro de los reyes que el sha Tahmasp envió como regalo -me contestó el Maestro Osman-. Tenemos que ir a esos tiempos hermosos, antiguos y legendarios en los que el mismísimo Dios colaboraba en la pintura de ilustraciones. Aún debemos mirar muchos libros.

Se me pasó por la cabeza que la verdadera intención del Maestro Osman no era encontrar caballos de ollares extraños, sino contemplar todo lo posible aquellas maravillosas ilustraciones que llevaban años durmiendo en aquella sala del Tesoro lejos de cualquier mirada. Estaba tan impaciente por encontrar las pistas que me permitieran llegar a Seküre, que me esperaba en casa, que me resultaba imposible creer que el gran maestro pudiera querer quedarse todo el tiempo que le fuera posible en aquella helada sala del Tesoro.

Y así continuamos abriendo otros armarios y otros baúles que el anciano enano nos mostraba y examinando ilustraciones. A veces me aburrían aquellas pinturas todas parecídas, me negaba a ver de nuevo a Hüsrev bajo la ventana del castillo visitando a Sirin, me alejaba del maestro sin ni siquiera echar una mirada a los ollares del caballo de Hüsrev e intentaba calentarme junto al brasero o paseaba admirado y respetuoso entre los terribles montones de telas, oro, botín y armas y armaduras de las demás salas del Tesoro, que daban unas a otras. En ocasiones corría hasta el Maestro Osman debido a que hacía algún ruido o a algún gesto con la mano soñando que por fin había encontrado alguna nueva maravilla en un volumen o, sí, que por fin había aparecido en alguna página un caballo de extraños ollares, y al mirar la página que el maestro, acurrucado en una alfombra de Usak de los tiempos del sultán Mehmet el Conquistador, sostenía entre sus manos ligeramente temblorosas me encontraba con una ilustración como nunca había visto otra igual, el Diablo embarcándose arteramente en el arca del Profeta Noé.

Contemplamos cientos de shas, reyes, sultanes y emperadores que habían ocupado los tronos de todo tipo de Estados desde los tiempos de Tamerlán hasta los de Solimán el Magnífico, cazando alegres y despreocupados entre gacelas, leones y liebres. Vimos cómo incluso el Diablo se mordía el dedo y se avergonzaba del vicioso que había atado las rodillas posteriores de un camello y había construido unos escalones de madera para poder violar al pobre animal. Vimos, en un libro en árabe que había llegado de Bagdad, cómo el comerciante sobrevolaba los mares agarrado a las patas del ave legendaria. En primera página del siguiente volumen, que se abrió por sí sola, vimos la escena que más nos gustaba a Seküre y a mí, a Sirin enamorándose de Hüsrev observando su imagen colgada de un árbol. Viendo una ilustración que daba vida al funciona-miento interno de un complicado reloj hecho con bobinas, bolas, pájaros y estatuillas árabes sobre el lomo de un elefante, recordamos la hora.

No sabría decir cuánto tiempo más estuvimos así, examinando volumen tras volumen, página tras página. Era como si la edad dorada, inmóvil e inmutable, que mostraban las ilustraciones y las historias que observábamos se hubiera mezclado con el tiempo, húmedo y mohoso, que estábamos viviendo en la sala del Tesoro. Era como si las páginas, pintadas al precio de la luz de los ojos en los talleres de decenas de shas, príncipes, janes y sultanes, fueran a cobrar vida después de tantos años de estar ocultas en baúles poniendo en movimiento a todo tipo de caballos, como parecía hacerlo todo lo que nos rodeaba: los cascos, las espadas y dagas con empuñaduras incrustadas con diamantes, las armaduras, las tazas llegadas de la China, los polvorientos y delicados laúdes y los almohadones bordados con perlas y los tapices cuyos iguales habíamos visto realmente en las ilustraciones.

– Ahora comprendo que en realidad lo que han hecho los miles de ilustradores que han reproducido lentamente y de manera imperceptible la misma imagen a lo largo de los siglos ha sido la lenta e imperceptible conversión del mundo en otro.

He de confesar que no entendí del todo lo que quería decir el gran maestro. Pero el cuidado que demostraba con los miles de imágenes hechas en los últimos doscientos años desde Bujara y Herat a Tabriz, Bagdad y al mismo Estambul, ya hacía rato que iba mucho más allá de buscar una señal en los ollares de los caballos. Lo que estábamos haciendo era una especie de ceremonia de melancólica reverencia a la inspiración, el talento y la paciencia de todos los maestros que se habían dedicado a la pintura y a la ilustración durante siglos en estas tierras.

Por eso cuando las puertas de la sala del Tesoro se abrieron a la hora de la oración del anochecer y el Maestro Osman me dijo que no tenía el menor deseo de salir y que sólo si permanecía allí hasta el amanecer examinando ilustraciones a la luz de velas y candiles podría llevar a cabo correctamente la misión que le había encomendado Nuestro Sultán, mi primera reacción fue la de quedarme allí con él -y con el enano- y así se lo dije.

Cuando la puerta se abrió y mi maestro hizo saber aquella decisión nuestra a los agás que nos esperaban fuera y le pidió permiso al Tesorero Imperial, me arrepentí de inmediato. Echaba de menos a Seküre y la casa. Me inquietaba enormemente pensar cómo pasaría la noche sola con los niños, cómo podría cerrar con firmeza la ventana de los postigos ahora ya reparados.

Me llamaban a la maravillosa vida del exterior los enormes y húmedos plátanos del Patio Privado, que se veían apenas, como si estuvieran entre nieblas, a través de la única hoja abierta de la puerta de la sala del Tesoro, y los movimientos de dos jóvenes pajes que hablaban entre ellos usando los gestos de los sordos para no molestar a Nuestro Sultán con sus voces, pero me paralizó una sensación de vergüenza y culpabilidad.

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