57. Me llaman Aceituna

¿Qué era lo más correcto? ¿Interrumpir mi oración, levantarme y abrirles la puerta? ¿O hacerles esperar bajo la lluvia hasta que terminara? Cuando comprendí que estaba siendo observado, opté por terminar mis oraciones aunque sin entregarme por completo a lo que estaba haciendo. Cuando por fin abrí la puerta y vi ante mí a los nuestros, a Mariposa, a Cigüeña y a Negro, me brotó de la garganta un grito de alegría. Abracé a Mariposa emocionado.

– ¡Qué no nos ha pasado! -gemí enterrando la cabeza en su hombro-. ¿Qué quieren de nosotros? ¿Por qué nos están matando?

Tenían esa preocupación por no apartarse del rebaño que he visto en cada uno de los maestros ilustradores que he conocido a lo largo de mi carrera pictórica. No se separaban unos de otros ni siquiera dentro del monasterio.

– No tengáis miedo -les dije-. Aquí podemos ocultarnos durante días.

– Tenemos miedo de que la persona a la que debemos temer quizá esté entre nosotros -dijo Negro.

– A mí también me da miedo pensarlo -respondí-. Porque yo también he oído esas habladurías.

Los hombres del Comandante de la Guardia habían hecho llegar a la sección de ilustradores ciertos rumores según los cuales el asesino de Maese Donoso y del difunto Tío había sido uno de los que nos habíamos dejado la luz de los ojos en ese libro que ahora ya no era en absoluto secreto.

Negro me preguntó cuántas ilustraciones había pintado para el libro del Tío.

– La primera fue el Diablo. Le pinté un diablo subterráneo de los que tantos habían dibujado los maestros antiguos de los talleres de los Ovejas Blancas. El cuentista seguía el mismo camino que yo; para él pinté dos derviches. Yo mismo le propuse a tu Tío que los incluyera en el libro. Le convencí de que también esos derviches tienen su lugar en el estado otomano.

– ¿Eso es todo? -me preguntó Negro.

Al contestarle que aquello era todo, Negro se dirigió hacia la puerta con el aire presuntuoso de quien ha atrapado robando a un aprendiz, trajo de fuera un montón de papeles que la lluvia no había mojado y los colocó delante de nosotros tres como la madre gata que trae un pájaro herido para sus crías.

Los reconocí mientras aún los tenía bajo el brazo: eran las ilustraciones que yo había recogido y salvado del café durante el asalto de esta noche. No les pregunté cómo habían entrado en mi casa para cogerlas. A pesar de todo, Mariposa, Cigüeña y yo señalamos dócilmente las pinturas que cada uno de nosotros había hecho para el difunto cuentista. Y así sólo un caballo, un hermoso caballo con la cabeza inclinada, quedó a un lado sin ser reclamado. Creedme, ni siquiera tenía la menor noticia de que se hubiera pintado un caballo.

– ¿No has hecho tú este caballo? -me preguntó Negro como si fuera un maestro con la vara en la mano.

– No -le contesté.

– ¿Y el del libro de mi Tío?

– Ése tampoco.

– Se ha sabido por su estilo que fuiste tú quien lo hizo -replicó-. Fue el mismísimo Maestro Osman quien lo entendió.

– Pero si yo no tengo ningún estilo… Y no lo digo por el puro orgullo de ponerme en contra de los vientos que soplan ahora. Tampoco lo digo para probar mi inocencia. Porque para mí tener un estilo es algo mucho peor que ser un asesino.

– Hay un detalle que te diferencia de los maestros antiguos y de los demás -continuó Negro.

Le sonreí. Comenzó a contarme cosas que creo que ya sabéis. Escuché atentamente cómo Nuestro Sultán y el Tesorero Imperial se habían reunido a deliberar para encontrar una manera de detener los asesinatos, cómo se le habían concedido tres días de plazo al Maestro Osman, acerca del método de la dama, los ollares de los caballos y, el mayor de los milagros, cómo habían entrado en el Tesoro Privado y habían podido examinar en persona aquellos libros inalcanzables. En nuestra vida hay momentos en los que comprendemos, incluso mientras lo estamos experimentando, que lo que estamos viviendo es algo que no podremos olvidar en mucho tiempo. Caía una lluvia triste. Mariposa, como apenado por ella, abrazaba melancólico su daga. Cigüeña, con el espaldar de la armadura blanquísimo de harina, se introducía valerosamente, lámpara en mano, en el interior del monasterio. Aquellos maestros ilustradores cuyas sombras vagaban por los muros del monasterio como espectros eran mis hermanos. ¡Cuánto los quería! Me sentí feliz de ser ilustrador.

– ¿Eres consciente de qué felicidad es sentarse con el Maestro Osman y examinar durante días las maravillas de los maestros antiguos? -le pregunté a Negro-. ¿Te besó? ¿Acarició tu hermosa cara? ¿Te cogió de la mano? ¿Te admiraron su habilidad y su sabiduría?

– El Maestro Osman, entre las maravillas de los maestros antiguos, me mostró que tú tenías un estilo -contestó Negro-. Me enseñó que el estilo no es algo que el ilustrador escoja por su propia voluntad, sino que esa imperfección secreta viene determinada por su pasado y por sus recuerdos olvidados. Y me mostró también cómo esos defectos secretos, esas debilidades, esas imperfecciones, que en tiempos se ocultaban porque producían vergüenza y para que no nos apartaran de los maestros antiguos, han sido extendidos por todo el mundo por los maestros francos y en el futuro surgirán como «particularidades», como «estilo personal», y serán motivo de presunción. A partir de ahora, a causa de los estúpidos que presumen de sus defectos, el mundo será más colorido, pero también más estúpido y, por supuesto, más defectuoso.

El hecho de que creyera tan orgullosamente en lo que decía demostraba que Negro era uno de aquellos nuevos estúpidos de los que hablaba.

– ¿Y pudo explicarte el Maestro Osman por qué durante tantos años he dibujado para los libros de Nuestro Sultán caballos con los ollares normales? -le pregunté.

– Eso es a causa de todo el amor y las palizas que os ha dado desde que erais niños; como para vosotros ha sido tanto un padre como un amante, ha conseguido que os parezcáis entre vosotros y todos a él, pero ni siquiera acierta a comprenderlo. No quiere que tengáis un estilo, quiere que lo tenga el taller otomano. La sombra de admiración que proyecta sobre vosotros os hace olvidar esos defectos que os surgen de dentro, todo lo que se aparte del modelo, las diferencias. Sólo cuando has pintado para libros sobre cuyas páginas nunca iban a posarse los ojos del Maestro Osman has dibujado el caballo que yacía en tu corazón durante todos estos años.

– Mi difunta madre era una mujer mucho más inteligente que mi padre -le dije-. Una noche yo estaba llorando en casa porque no quería volver al taller, asustado no sólo por el Maestro Osman, sino por las palizas de los demás maestros crueles e irritables y por las reglas con las que nos pegaba el jefe de sección para intimidarnos, y me dijo que en el mundo había dos tipos de hombres. Unos eran los incapaces de superar las palizas que se llevan de niños. Esos siempre estarán acobardados porque, tal y como se pretende, las palizas matan su demonio interior. Y luego están aquellos afortunados a quienes las palizas acobardan y adiestran a su demonio interior sin llegar a matarlo. Ellos tampoco olvidarán nunca aquellos malos recuerdos de su infancia, pero, y mi madre me advirtió que no se lo contara a nadie, como han aprendido a vivir con el Diablo, se vuelven más astutos, saben lo que no sabe nadie, aprenden a hacerse amigos, a reconocer a los enemigos y a notar a tiempo los enredos que se cuecen a sus espaldas, y me gustaría añadir que además consiguen pintar mejor que nadie. Cuando no podía pintar armónicamente un árbol, el Maestro Osman me daba tal bofetada que mientras las lágrimas me brotaban de los ojos se me aparecía un bosque entero. Inmediatamente después de darme un furioso capón porque no era capaz de ver los errores al pie de una página, cogía un espejo con amor, lo colocaba ante la página para que pudiera librarme de las malas costumbres de la mirada, apoyaba su mejilla contra la mía y me señalaba con tal cariño cada uno de los defectos, que aparecían de repente en la página vista al revés en el espejo, que nunca he podido olvidar ni ese cariño ni su estatura moral. A la mañana siguiente de haberme pasado la noche llorando en mi cama con el orgullo herido porque me había reñido delante de todo el mundo y me había pegado en el brazo con una regla, me besaba con tanto amor los brazos que yo me creía, apasionado, que un día llegaría a convertirme en un ilustrador legendario. Yo no he pintado ese caballo.

– Nosotros -se refería a Cigüeña y a él- buscaremos por el monasterio esa última ilustración que robó el maldito que asesinó a mi Tío. ¿Tú la has visto?

– Era algo que no podíamos admitir como ilustradores fieles a Nuestro Sultán y a los maestros antiguos ni como musulmanes fieles a nuestra religión -le respondí y guardé silencio.

Aquella frase mía le abrió aún más el apetito. Cigüeña y él comenzaron a registrar el monasterio poniéndolo todo patas arriba. Un par de veces fui con ellos simplemente para facilitarles el trabajo. Les señalé el agujero en el suelo en una de las celdas llenas de goteras tanto para que no cayeran en él como para que lo miraran bien si eso era lo que querían. Les di la enorme llave del pequeñísimo cuarto en que vivía el jeque treinta años atrás, antes de que sus seguidores se unieran a los bektasis y se dispersaran. Cuando vieron que en esa habitación en la que habían entrado con tanto entusiasmo ya no quedaban muros y que la lluvia caía directamente dentro, ni siquiera miraron.

Me agradaba que Mariposa no se hubiera unido a ellos pero notaba que lo haría en cuanto encontraran una prueba que me inculpara. Cigüeña estaba totalmente de acuerdo con Negro, el cual temía que el Maestro Osman nos entregara a los torturadores y mantenía que debíamos apoyarnos y enfrentarnos unidos al Tesorero Imperial. Comprendí que lo que movía a Negro no sólo era encontrar al asesino de su Tío y hacerle un auténtico regalo de bodas a la bella Seküre, sino introducir a los ilustradores otomanos por el camino de los maestros francos y así terminar el libro de su Tío con el nuevo presupuesto que le destinaría el Sultán consiguiendo que todos imitáramos a los francos (lo cual, más que sacrílego, resultaba ridículo). Por supuesto, también era consciente de que en el fondo de aquella conspiración estaba Cigüeña, que soñaba con ser Gran Ilustrador y que estaba dispuesto a intentar cualquier cosa para librarse de nosotros e incluso del Maestro Osman (porque todo el mundo suponía que el Maestro Osman prefería a Mariposa) con tal de asegurarse el puesto.

Por un instante me sentí confuso. Medité largo rato escuchando la lluvia. Luego, como alguien que se introduce entre la multitud e intenta entregar una petición a su soberano o al gran visir cuando pasan a caballo, pero movido por una profunda inspiración me acerqué a Cigüeña y a Negro. Les conduje por una antesala oscura y por una puerta enorme y les llevé al lugar terrible que en tiempos había sido cocina. Les pregunté si habían podido encontrar algo entre los escombros; por supuesto que no. No quedaba ni el menor rastro de los pucheros, los cazos y sartenes y los fuelles que se habían usado para cocinar para los pobres. Ni siquiera había intentado limpiar nunca aquel lugar estremecedor cubierto de telarañas, polvo, barro, mierda de perros y gatos y escombros. En su interior, como siempre, soplaba un viento de origen impreciso pero violento que debilitaba la luz de la lámpara empalideciendo y oscureciendo nuestras sombras.

– Habéis buscado mi tesoro escondido pero no habéis podido encontrarlo.

Abrí la mano y usé el dorso como escoba, como solía, para despejar de cenizas los restos de lo que treinta años antes había sido un hogar para el fuego, agarré por el asidero la tapa del horno que surgió debajo de ellas y tiré provocando un chirrido. Sostuve la lámpara frente a la pequeña boca del horno. Nunca se me olvidará cómo Cigüeña atacó antes de que Negro pudiera reaccionar y cómo agarró las bolsas de cuero que había en el interior. Iba a abrirlas allí mismo, frente a la puerta del horno, pero como yo regresé a la habitación grande y Negro vino detrás de mí temiendo quedarse allí solo, Cigüeña nos siguió con sus largas y delgadas piernas.

Se quedaron indecisos por un momento cuando vieron que de una de las bolsas salían mi ropa limpia, unos calcetines de lana, unos zaragüelles, unos calzones rojos, mi mejor chaleco, una camisa de seda, mi navaja de afeitar, un peine y otros objetos personales. De la otra pesada bolsa, que abrió Negro, surgieron cincuenta y tres monedas venecianas de oro, hojas de pan de oro que había ido robando en los últimos años del taller, el cuaderno de modelos que había ocultado a todo el mundo con más hojas de pan de oro robadas entre sus páginas, ilustraciones obscenas, parte de las cuales había hecho yo mismo mientras que el resto las había ido recolectando a izquierda y derecha, un anillo de ágata y un mechón de pelo blanco que me habían quedado como recuerdo de mi madre y mis mejores cálamos y pinceles.

– Si fuera un asesino, como creéis -les dije con un orgullo estúpido-, de mi tesoro secreto no habría salido todo esto, sino la última ilustración.

– ¿Y por qué ha salido esto? -me preguntó Cigüeña.

– Cuando los hombres del Comandante de la Guardia registraron mi casa, como registraron la tuya, se echaron al bolsillo con todo descaro dos de esas monedas que me he pasado la vida ahorrando. Pensé que volverían a registrarnos por culpa de ese miserable asesino, y tenía razón. Si tuviera esa última ilustración, estaría aquí.

Fue un error decir esa última frase, pero, no obstante, pude notar que se tranquilizaban y que ya no tendrían miedo a que les estrangulara en algún rincón oscuro del monasterio. ¿Me habéis creído vosotros también?

Ahora fue mi corazón el que se llenó de inquietud. Lo que me reconcomía no era tanto el hecho de que mis compañeros ilustradores, que me conocían desde que éramos niños, se enteraran de que llevaba tiempo ahorrando dinero de manera avarienta, ni de que robaba pan de oro y lo escondía, ni, todavía peor, que vieran mis pinturas obscenas y mi cuaderno de modelos. En realidad, de lo que me arrepentía era de haberles mostrado todo aquello a mis amigos ilustradores en un momento de pánico. Sólo el misterio de alguien que vive bastante a la buena de Dios puede ser expuesto con tanta facilidad.

– A pesar de todo -dijo Negro mucho después-, tenemos que decidir lo que vamos a contar cuando nos torturen si el Maestro Osman nos entrega con total indiferencia al Comandante de la Guardia sin avisar y sin señalar a ninguno de nosotros como culpable.

Podía sentir que sobre nosotros había caído una cierta incapacidad de pensar, una cierta depresión. Cigüeña y Mariposa observaban las pinturas obscenas de mi cuaderno a la pálida luz de la lámpara. Tenían el aspecto de que nada les importara; incluso parecían espantosamente contentos. Sentí un intenso deseo de ver la página que estaban mirando aunque podía suponer muy bien cuál era y me puse en pie, me planté tras ellos y observé excitado y en silencio, como si me acordara de nuevo de un recuerdo feliz que hubiera quedado muy atrás, la ilustración indecente que yo mismo había pintado. El hecho de que los cuatro observáramos juntos aquella pintura tranquilizaba profundamente mi corazón por algún extraño motivo.

– ¿Cómo pueden ser iguales el ciego y el que ve? -dijo Cigüeña después de largo rato. ¿Insinuaba que el placer de la vista que Dios nos había dado era sublime aunque lo que viéramos fuera una indecencia? Pero Cigüeña no entendía de esas cosas, nunca leía el Sagrado Corán. Yo sabía que esa aleya la recordaban a menudo los antiguos maestros de Herat. Los grandes maestros usaban aquella frase como respuesta a las amenazas de los enemigos de la pintura que afirmaban que nuestra religión la prohibía y que el Día del Juicio los ilustradores serían enviados al Infierno. Pero hasta ese momento mágico nunca había oído aquellas palabras que parecieron surgir por sí solas de la boca de Mariposa:

– ¡Me gustaría hacer una pintura que demostrara que el ciego y el que ve no son iguales!

– ¿Quién es el ciego y quién el que ve? -preguntó Negro inocentemente.

– El ciego y el que ve no pueden ser iguales, eso es lo que significa wa mâ yastawî-l'âmà wa-l bâsirûn -dijo Mariposa, y añadió:


No son iguales las tinieblas y la luz.

No son iguales sombra y el lugar ardiente,

ni son iguales los vivos y los muertos.


Por un instante sentí un estremecimiento pensando en la suerte que habían corrido Maese Donoso, el Tío y mi hermano el cuentista, asesinado esta noche. ¿Tenían los otros tanto miedo como yo? Durante un rato nadie se movió. Cigüeña sostenía en sus manos mi cuaderno todavía abierto pero era como si no viera la indecencia que yo había pintado a pesar de que aún la estábamos mirando.

– A mí me gustaría pintar el Día del Juicio -dijo Cigüeña-. La resurrección de los muertos y la separación de los justos de los malvados. Pero ¿por qué no podemos ilustrar nuestro Sagrado Corán?

Eso era lo que hacíamos cuando éramos jóvenes, cuando trabajábamos juntos en la misma habitación; a veces levantábamos la mirada de las mesas de trabajo y de los atriles, como hacían los maestros ancianos para descansar la vista, e iniciábamos una conversación sobre cualquier tema que se nos hubiera venido de repente a la cabeza. Y, justo como hacíamos ahora mirando el cuaderno abierto que teníamos delante, tampoco entonces nos mirábamos mientras hablábamos de aquellas cosas que de repente nos brotaban del corazón. Porque para descansar la vista volvíamos la mirada hacia la ventana que se abría al exterior. Fuera por haber recordado la belleza de los días felices en que era aprendiz, por los sinceros remordimientos que sentía en ese instante porque hacía mucho que no abría el Sagrado Corán para leerlo, o por el horror del asesinato del que había sido testigo aquella noche en el café, no lo sé, cuando me llegó a mí el turno de hablar tenía la mente confusa, mi corazón se había acelerado como si me enfrentara a un peligro y, como no se me venía otra cosa a la cabeza, dije sin pensar:

– A mí me gustaría ilustrar aquellas aleyas que hay al final de la azora de la Vaca y que vienen a decir lo siguiente, ¿os acordáis de ellas?: «Señor, no nos juzgues por lo que hemos olvidado ni por nuestros errores. Dios mío, no nos cargues con pesos que no podamos soportar, como a los que nos han precedido. ¡Perdónanos y absuélvenos de nuestras culpas y pecados! Compadécete de nosotros, Señor» -mi voz se quebró por un instante y me avergoncé de las lágrimas que me habían brotado de una manera totalmente inesperada. Quizá porque temía el sarcasmo que en nuestros años de aprendizaje siempre teníamos listo para protegernos y para no demostrar nuestra sensibilidad.

Creí que mis lágrimas se aplacarían rápidamente pero no pude contenerme y comencé a llorar a moco tendido. Mientras lloraba podía notar que se apoderaba de cada uno de los demás una sensación de fraternidad, de hundimiento y de destino compartido. A partir de ahora en el taller de Nuestro Sultán sólo se pintaría a la manera de los francos, las formas y los libros a los que habíamos entregado nuestras vidas se olvidarían poco a poco y, en el caso de que los erzurumíes no nos atraparan y nos dieran una buena paliza, los torturadores del Sultán nos dejarían lisiados… Pero mientras lloraba, de la misma forma que podía seguir escuchando el triste golpetear de la lluvia entre mis hipidos y mis suspiros, podía sentir con un rincón de mi mente que no era nada de aquello lo que me hacía llorar. ¿Hasta qué punto se daban cuenta los demás de aquello? Por un lado lloraba sinceramente y por otro sentía una vaga culpabilidad por no hacerlo del todo de veras.

Mariposa se me acercó, me puso la mano en el hombro, me acarició el pelo, me besó en la mejilla y me dijo palabras dulces. Aquella demostración de amistad me hizo llorar con aún mayor sinceridad y sentimiento de culpabilidad. No podía mirarlo a la cara pero, por algún extraño motivo, me dejé llevar por la errónea opinión de que él también estaba llorando. Nos sentamos juntos.

En aquel estado mental recordamos cómo habíamos sido entregados como aprendices al taller el mismo año, la extraña tristeza de ser apartados de nuestras madres y de comenzar de repente una vida nueva, el dolor de los golpes que habíamos empezado a llevarnos ya el primer día, la alegría de los primeros regalos del Tesorero Imperial y los días en que regresábamos a todo correr a nuestras casas. Al principio sólo hablaba él y yo le escuchaba triste, pero cuando luego se unieron a nuestra conversación primero Cigüeña y después Negro, que durante un tiempo había ido por el taller durante nuestros años iniciales de aprendizaje, olvidé que poco antes había estado llorando y yo también comencé a hablar riéndome como ellos.

Recordamos las mañanas de invierno en que los aprendices se levantaban temprano, encendían el hogar de la habitación más grande y fregaban el suelo con agua caliente. Recordamos a un viejo «maestro» ya fallecido, tan falto de inspiración y tan prudente que en todo un día sólo era capaz de pintar una hoja de un árbol y cómo nos reñía por centésima vez, sin pegarnos, cuando veía que en lugar de mirar aquella hoja estábamos atentos a las verdísimas hojas primaverales que se divisaban por la ventana abierta diciéndonos: «¡Mirad aquí, no allí!». Recordamos los sollozos, que se oían por todo el taller, del escuálido aprendiz que, hatillo en mano, se dirigía a la puerta cuando lo devolvieron a su casa porque había comenzado a bizquear a causa del exceso de trabajo. Luego revivimos ante nuestra mirada cómo contemplamos con enorme placer (porque no había sido culpa nuestra) cómo se extendía lentamente una mancha mortal de rojo de un tintero que se había roto sobre una página en la que habían trabajado tres ilustradores durante seis meses (y que representaba al ejército otomano alimentándose a orillas del arroyo Kinik en su camino hacia Sirvan tras evitar el peligro de morir de hambre gracias a la ocupación de Eres). Hablamos con delicadeza y respeto de la señora circasiana a la que los tres le habíamos hecho el amor y de la que los tres nos habíamos enamorado, la más bella de las esposas de un bajá ya en la setentena que, tras considerar sus conquistas, su poder y su riqueza, había querido decorar el techo de su casa como el del pabellón de caza de Nuestro Sultán. Hablamos con nostalgia de las mañanas de invierno y del placer de la sopa de lentejas tomada en el umbral de la puerta entreabierta para que su vapor no ablandara el papel. Y de la pena que nos producía alejarnos de nuestros amigos y maestros del taller cuando estos últimos nos obligaban a ir a algún lugar lejano a trabajar de ayudantes como parte de nuestro aprendizaje. Por un instante se me apareció ante los ojos Mariposa con dieciséis años, en su momento más dulce: el sol de un día de verano que entraba por la ventana abierta le daba en los brazos desnudos color miel mientras pulía papel manipulando a toda velocidad una concha. De repente se detenía un instante en mitad de aquel trabajo que estaba realizando absorto, acercaba la mirada a un defecto del papel, lo examinaba con cuidado y después de pasar el pulidor por aquel punto con un par de movimientos en distintas direcciones, volvía a la postura anterior y mientras la mano iba y venía arriba y abajo a toda velocidad, él miraba a lo lejos más allá de la ventana sumergido en sus sueños. Lo que nunca olvidaré, y es algo que yo haría luego a otros, fue que por un breve instante, antes de volver a mirar por la ventana, clavó sus ojos en los míos. Aquella mirada tenía un único significado que todos los aprendices conocían: si no sueñas, el tiempo no pasa.

Загрузка...