20. Me llamo Negro

¿Cuánto sabía su padre de las cartas que Seküre y yo nos habíamos enviado? De haber tenido en cuenta el estilo de la carta de Seküre, de muchacha tímida que tiene mucho miedo de su padre, debería haber concluido que no se habían cruzado una palabra respecto a mí, pero sentía que no era así. Me inquietaban la mirada astuta de la buhonera Ester, la magia de la aparición de Seküre en la ventana, la decisión con que mi Tío me había enviado a hablar con los ilustradores y la desesperación que le noté esta mañana cuando me mandó llamar.

Esta mañana, en cuanto mi Tío se sentó frente a mí, comenzó a hablarme de los retratos que había visto en Venecia. Había podido entrar en muchos palacios, mansiones e iglesias en su condición de embajador de Nuestro Sultán, Escudo del Mundo. Había estado durante días contemplando miles de retratos y había visto miles de caras sobre lienzos y madera, en marcos, pintadas directamente en el muro. «¡Todas diferentes, caras humanas únicas, distintas unas de otras!», me dijo. Le habían embriagado su variedad, sus colores, la suavidad, la delicadeza, incluso la dureza de la luz que caía sobre ellas y la expresión de sus ojos.

– Todos se hacían retratos, como si se hubieran contagiado de una epidemia -me dijo-. Toda Venecia. Los que tenían dinero y poder ordenaban sus retratos tanto para que fueran testigos y recuerdo de sus vidas como símbolos de sus fortunas, de su poder y su fuerza. Para que estuvieran siempre allí, frente a nosotros, para proclamar su existencia y sugerir que eran distintos y únicos.

Sus palabras eran despectivas, como si estuviera tratando de la envidia, la ambición y la codicia pero, mientras hablaba de aquellos retratos que había visto en Venecia, a veces su cara se iluminaba por un instante y se llenaba de vida, como la de un niño.

A los ricos aficionados a la pintura, a los príncipes y a los miembros de las grandes familias les poseyó una fiebre tal por hacer que pintaran sus rostros con el menor motivo que incluso cuando encargaban alguna pintura para las paredes de las iglesias con escenas de la Biblia o de vidas de santos aquellos infieles ponían como condición que su rostro apareciera en algún lugar de la pintura. Así, por ejemplo, estabas mirando una que mostraba el entierro de San Esteban y de repente, ¡ah!, junto a la tumba, entre la gente que lloraba estaba el príncipe que tan contento y alegre te había mostrado los cuadros que colgaban de las paredes de su palacio presumiendo de ellos. Luego, en un fresco que mostraba cómo San Pedro curaba a los enfermos con su sombra, a un lado del desdichado enfermo que se retorcía de dolor, te dabas cuenta de que estaba el hermano del atento dueño de la casa, sano como un cerdo, por cierto, y te llevabas una enorme decepción. Y al día siguiente, ahora en una pintura que describía la resurrección de los muertos, contemplabas el cadáver del que unas horas atrás había sido tu vecino de mesa en un almuerzo en el que habías visto cómo se atiborraba hasta no poder más.

– Algunos habían llevado el asunto hasta tal punto -prosiguió mi Tío con cierto temor, como si estuviera hablando de las tentaciones del Diablo-que sólo por estar presentes en la pintura consentían en convertirse en un criado que llena las copas en medio de una multitud, un hombre cruel de los que lapidan a la mujer adúltera o un asesino con las manos manchadas de sangre.

– Es igual -le dije aparentando no entenderle- que cuando en los libros que cuentan las antiguas leyendas persas vemos al sha Ismail sentado en su trono. O cuando nos encontramos pintado en la historia de Hüsrev y Sirin a Tamerlán, que gobernó mucho después.

¿No sonaba un ruidillo en alguna parte de la casa?

– Pero es como si esas pinturas de los francos se hicieran para atemorizarnos -dijo luego mi Tío-. Y no sólo nos asustan con el poder y la riqueza de quienes las encargan. Además intentan convencernos de que el mero hecho de estar en este mundo es algo muy especial y misterioso. Quieren crear ejemplos únicos de criaturas enigmáticas con sus caras, sus ojos y sus posturas sin igual y con sus ropajes, cada arruga de los cuales está realzada por sombras, y así atemorizarnos.

Me contó cómo en cierta ocasión se había perdido en un extraordinario bosque de retratos, que reunía rostros de todos los hombres famosos de la historia de los francos, de reyes a cardenales, de soldados a poetas, atesorado en su rica mansión a orillas del lago de Como por un aficionado desquiciado.

– Cuando le pedí al hospitalario dueño de la casa, que me estaba enseñando muy orgulloso todas las habitaciones, que me permitiera pasear por ellas a mi aire y me dejó solo, vi que aquellos personajes infieles supuestamente notables, de los cuales la mayoría parecía real y había algunos incluso que me miraban directamente a los ojos, se habían convertido en gente que ocupaba un lugar importante en el mundo sólo porque les habían pintado sus retratos. El que hubieran sido pintados les había contagiado de algo tan mágico, les había hecho tan incomparables, que por un momento me sentí débil e imperfecto. Me dio la impresión de que si yo hubiera sido pintado de aquella manera habría sido capaz de comprender mejor la razón de mi existencia en este mundo.

Tenía miedo porque había comprendido que la pasión por los retratos acabaría con la pintura musulmana, que los antiguos maestros de Herat habían hecho perfecta e inmutable, y además hasta lo había deseado.

– Pero también era como si quisiera sentir que era distinto a los demás, diferente, único -continuó. Y notó que le poseía una poderosa atracción hacia aquello que temía, como debe ocurrir cuando el Diablo nos arrastra al pecado-. No sé cómo explicarlo, me daba la impresión de que era un deseo pecaminoso, como volverse arrogante ante Dios, como creerme alguien importante, como si situara el centro del universo mismo.

Luego se le ocurrió que aquello que en manos de los maestros francos era sólo una especie de juguete para niños vanidosos podía convertirse en algo más que simple magia y volverse en una fuerza legítima que sirviera a nuestra religión subyugando a todo el que la viera si se usaba para representar a Nuestro Excelso Sultán.

Y fue en ese momento cuando surgió la idea de preparar un libro en el que hubiera pinturas de Nuestro Sultán y de los objetos que le representaban. Porque cuando mi Tío regresó a Estambul y le dijo a Nuestro Excelso Sultán lo bien que estaría que le pintaran al estilo de los maestros francos, en un primer momento éste le puso objeciones.

– Lo verdaderamente importante es la historia -le había dicho-. Una hermosa pintura completa de forma elegante la historia. Pero cuando intento pensar en una pintura que no completa una historia, lo primero que se me viene a la cabeza es que se convertiría en un ídolo. Porque como no podríamos creer en una historia que no existe, tendríamos que creer en la pintura, en esa cosa. Sería algo como el culto a los ídolos que había en la Kaaba antes de que Nuestro Profeta los destruyera. Porque, si no son parte de una historia, ¿cómo podrías pintar, por ejemplo, ese clavel o a ese enano insolente?

– Mostrando la belleza del clavel, demostrando que es único.

– Y luego, al componer la página, ¿lo convertirás en el centro del universo?

– Tuve miedo -me dijo mi Tío-. Me angustié al ver adonde me estaban conduciendo los razonamientos de Nuestro Sultán.

Noté que lo que temía mi Tío era que otra cosa que no fuera la Providencia Divina ocupara el centro del universo, y por lo tanto, del papel.

– Luego querrás que cuelgue de la pared una pintura en cuyo centro hayas colocado un enano -había proseguido el Sultán, tal y como yo suponía que había temido mi Tío- Pero las pinturas no se cuelgan de las paredes. Porque si colgamos una pintura de la pared, sea cual sea nuestra intención, después de un tiempo acabaremos por adorarla. Si, como hacen los infieles, creyera que el Profeta Jesús es Dios al mismo tiempo, Dios me libre, entonces comprendería que Dios pudiera ser visto en el mundo e, incluso, que podría manifestarse en forma humana y podría aceptar que se hiciera una pintura de un hombre y que se colgara de la pared. Comprendes que, sin darnos cuenta, acabaríamos adorando cualquier pintura que se colgara de la pared, ¿no?

– Le comprendía tan bien -me dijo mi Tío- que me daba miedo lo que ambos estábamos pensando precisamente porque lo comprendía.

– Por esa razón no puedo consentir que mi imagen se cuelgue de la pared -dijo Nuestro Sultán.

– Pero eso era lo que quería -me susurró mi Tío sonriéndome diabólicamente.

Ahora me había llegado el turno a mí de sentir miedo.

– No obstante, quiero que se haga una pintura mía al estilo de los maestros francos -le dijo Nuestro Sultán-. Pero hay que ocultarla entre las páginas de un libro. Ya me dirás cómo tiene que ser dicho libro.

– Por un momento me quedé pensando entre sorprendido y admirado -continuó mi Tío y me sonrió con una sonrisa tan parecida a la sonrisa demoníaca de poco antes que por un instante casi llegué a creer que de repente se había convertido en otra persona-. Su Majestad el Sultán me ordenó que el libro se comenzara de inmediato. La cabeza me daba vueltas de alegría. Me ordenó además que lo preparara como regalo para el Dux de Venecia, a quien me enviaría de nuevo. Quería que cuando el libro estuviera terminado fuera una prueba del invencible poder de Nuestro Exaltado Sultán, Califa del Islam, en el milésimo año de la Hégira. Pero me pidió que preparara el libro en secreto para que no se supiera su condición de regalo con el objeto de llegar a un acuerdo con los venecianos y para que no diera lugar a envidias en los talleres. Y yo comencé a preparar las ilustraciones en secreto, feliz y contento.

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