Mi funeral resultó muy bonito, como yo quería. Vinieron todos aquellos que me apetecía que vinieran y me sentí muy honrado. De los visires que se encontraban en Estambul en el momento de mi muerte fueron Haci Hüseyin bajá, el Chipriota, y Baki bajá, el Cojo, quienes recordaron que les había servido lealmente en tiempos. La presencia del Pagador Imperial, Melek bajá, el Rojo, cuya estrella estaba en su cenit en los días de mi muerte a pesar de ser muy criticado, produjo una conmoción en el humilde patio de la mezquita de nuestro barrio. Me sentí especialmente satisfecho de ver que había venido el Comandante de los Alabarderos, Mustafa Agá, cuyo puesto habría llegado a ocupar yo de haber seguido viviendo y de continuar con mis actividades al servicio del Estado. Junto con el Secretario de Actas, Kemalettin Efendi, los alguaciles del Consejo, cada uno de los cuales era un amigo del alma o un enemigo mortal mío, Salim Efendi, el Duro, Secretario de Correspondencia, que como era usual en él mantenía su sonriente optimismo, y algunos antiguos miembros del Consejo retirados tempranamente de la vida pública, compañeros de medersa, otros que me hacían sentir curiosidad por cómo y de qué manera se habrían enterado de mi muerte, parientes políticos, familiares y jóvenes, formaban una multitud numerosa, seria e imponente.
Me sentí orgulloso de la congregación, de su seriedad y de su pena. El hecho de que vinieran el Tesorero Imperial, Hazim Agá, y el Comandante de la Guardia demostró a todo el mundo que Nuestro Sultán estaba sinceramente apenado por mi muerte. No sé si aquello querría decir que no ahorraría esfuerzos para encontrar a ese miserable que me asesinó y que los torturadores pasarían a la acción. Pero puedo ver a ese maldito ahora en el patio entre los demás ilustradores y calígrafos, observando mi ataúd con una expresión solemne y todo lo dolorida posible.
Que no se os ocurra pensar que estaba furioso con mi asesino, que buscaba venganza, ni siquiera que mi alma estaba inquieta porque me habían matado de forma traidora y despiadada. Ahora estoy en un plano completamente distinto y mi alma está muy satisfecha de haberse encontrado consigo misma después de tantos años de sufrimiento en el mundo.
Después de que mi alma abandonara temporalmente mi cuerpo, cubierto de sangre y retorcido por el dolor a causa de los golpes con el tintero, y vacilara un tiempo entre luces, dos ángeles hermosísimos y sonrientes y con los rostros brillantes como el sol se acercaron lentamente a mí en medio de aquel resplandor, tal y como había leído tantas veces en el Libro del alma, me cogieron de los brazos como si en lugar de ser sólo un espíritu siguiera siendo un cuerpo y me elevaron hacia lo alto. ¡Con cuánta suavidad y ligereza nos elevamos, con cuánta rapidez, parecía un sueño gozoso! Pasamos por bosques de llamas, cruzamos ríos de luz, nos introdujimos en mares oscuros y en montañas cubiertas de nieve y hielo. Cada uno de aquellos movimientos duraba miles de años, pero a mí me parecían tan breves como un parpadeo.
Y así fue como llegamos al séptimo cielo tras pasar por entre todo tipo de naciones, extrañas criaturas y pantanos y nubes que hervían de insectos y aves que no terminaría de contar. El ángel que nos precedía llamaba a la puerta de cada uno de los niveles del cielo y cuando le preguntaban «¿Quién es?», él me describía con todos mis nombres y adjetivos y añadía «¡Un buen siervo de Dios Todopoderoso!», hacía que me brotaran de los ojos lágrimas de alegría, pero era plenamente consciente de que aún quedaban quizá miles de años para el Día del Juicio, cuando serán separados los que vayan a ir al Paraíso de los que se han merecido el Infierno.
Porque todo, exceptuando ligeras diferencias, ocurría como lo habían explicado Gazzali, El Cevziyye y otros sabios en las páginas que habían escrito sobre la muerte. Todo aquello que en sus libros aparecía como cuestiones irresolubles o como enigmas oscuros que sólo los muertos podrían saber, ahora se iluminaba estallando en luces de miles de colores.
¿Cómo podría explicar los colores que vi durante aquella maravillosa ascensión? Vi que todo el universo estaba hecho de colores, que todo eran colores. De la misma forma que sentía que la fuerza que me había separado de todo estaba hecha de colores, ahora comprendía que lo que me abrazaba con tanto amor, lo que mantenía unido el universo era también color. Vi cielos anaranjados, cuerpos hermosos verdes como hojas, huevos del color del café, caballos legendarios azules como el cielo. Todo era como en las leyendas y en las ilustraciones que durante tantos años había contemplado con enorme placer y por eso mismo lo veía todo por primera vez, admirado y sorprendido, y, por otro lado, era como si lo que veía surgiera de mis recuerdos. Comprendía que aquello que llamaba recuerdos formaba parte de un universo completo y que todo aquel universo se convertiría, a causa del tiempo infinito que se extendía ante mí, primero en una experiencia y luego en un recuerdo. También comprendí por qué me había sentido tan cómodo, como si me desprendiera de una camisa estrecha, cuando morí en medio de aquel festival de colores: a partir de ahora nada me estaría prohibido y tenía un tiempo y un espacio infinitos para vivir en cualquier tiempo y lugar.
En cuanto percibí todo aquello noté atemorizado y feliz que estaba cerca de Él. En ese momento sentí con una piadosa veneración Su presencia, de un rojo absolutamente incomparable.
En un brevísimo instante todo se volvió rojísimo. La belleza de aquel color nacía para mí y para el mundo entero. Me habría apetecido llorar de felicidad al acercarme a Él de aquella manera. Sentí vergüenza de presentarme ante Él tan de repente y todo cubierto de sangre. Otra parte de mi mente me decía que, como había leído en los libros que trataban de la muerte, enviaría a Azrael y otros ángeles para que me llevaran ante Su presencia.
¿Podría verlo? Creí que sería incapaz de respirar de pura excitación.
Aquel rojo que se acercaba a mí y que lo cubría todo y en el que todas las imágenes del universo se integraban jugando entre ellas era un color tan prodigioso y bello que el pensar que formaría parte de él y que me encontraba tan cerca de Su presencia aceleró el flujo de mis lágrimas.
Pero comprendí que no se acercaría más a mí. Sabía que les preguntaba a sus ángeles por mí, que ellos me elogiaban, que me consideraba un buen siervo fiel a sus órdenes y prohibiciones y que me amaba.
En cierto momento una sospecha emponzoñó la alegría que se elevaba en mi interior y las lágrimas que estaba derramando. Para librarme lo antes posible de ella, le pregunté impaciente y sintiéndome culpable:
– En los últimos veinte años de mi vida he estado muy influido por las pinturas de infieles que vi en Venecia. Incluso en cierto momento quise que se hiciera una imagen mía siguiendo sus maneras, pero me dio miedo. Luego hice que pintaran tu mundo, tus siervos y a Nuestro Sultán, tu sombra en la Tierra, al estilo de los infieles.
No recuerdo su voz, pero sí la respuesta que me dio en mi corazón:
– Tanto el Oriente como el Occidente son míos.
La excitación me impidió contenerme.
– Bien, pero ¿cuál es el sentido de todo, de todo esto, del mundo?
– Enigma -oí en mi interior. O bien «Ama». No pude estar seguro de cuál de las dos cosas había dicho.
Por la forma en que los ángeles se acercaban a mí comprendí que se había llegado a cierta decisión sobre mí en aquellas alturas de los Cielos pero que tendría que esperar en el Limbo con la multitud de almas de los que habían muerto desde hacía decenas de miles de años hasta que llegara el Día del Juicio, en que se pronunciaría un veredicto definitivo sobre cada uno de nosotros. Me complacía que todo fuera tal y como estaba escrito en los libros. Mientras descendía recordé, también por los libros, que mi alma debía encontrarse de nuevo con mi cuerpo en el momento del entierro.
Pero de inmediato noté que aquello de volver a entrar en mi cuerpo era, gracias a Dios, una figura retórica. ¡Qué bien organizada iba a pesar de la pena la solemne multitud que tanto me enorgullecía mientras bajaba al cercano y pequeño cementerio de Tepecik con mi ataúd a hombros después de las oraciones! La veía desde arriba como un hilo delgado y delicado.
Dejadme explicar algo sobre el lugar en que me encontraba. Como puede entenderse por el hadiz del Profeta de Dios que dice «El alma del creyente es un pájaro que se alimenta de los árboles del Paraíso», después de la muerte, el alma vaga por el cielo. Como afirma Ebu Omer bin Abdülber, este hadiz no significa que el alma se convierta en un pájaro ni que tome aspecto de tal sino que, como muy bien hace notar El Cevziyye, el alma se encontrará en los lugares por los que iría un pájaro. El lugar desde el que observaba lo que sucedía, y que los maestros venecianos amantes de la perspectiva llamarían mi «punto de vista», confirma la interpretación de El Cevziyye.
Desde el lugar en que me encuentro puedo, por ejemplo, tanto ver a la multitud del funeral que ahora entra en el cementerio como un hilo, como contemplar con el placer de quien ve una pintura el tranquilo avanzar de un barco con las velas hinchadas por el viento según se dirige hacia el Cabo de Palacio desde donde termina el Cuerno de Oro. Como miro desde la altura de un alminar, el mundo entero me recuerda a las maravillosas ilustraciones de un libro cuyas páginas fuera pasando una a una.
Pero puedo ver más de lo que podría ver alguien que se hubiera subido a un sitio igual de alto pero cuya alma no se hubiera separado de su cuerpo. Ahora puedo ver al mismo tiempo a los niños que juegan al burro en un jardín abandonado entre los cementerios que hay por detrás de Üsküdar, en la otra orilla del Bósforo; el hermoso avance por el Bósforo del caique de siete pares de remos del Gran Canciller cuando hace doce años y tres meses recogimos en su mansión al embajador veneciano para que lo recibiera el Gran Visir Ragip Bajá, el Calvo; a una mujer gorda que en el nuevo mercado de Langa lleva una enorme col en brazos como si sostuviera a un niño al que fuera a dar de mamar; mi alegría porque Ramazan Efendi, el Secretario del Consejo, había muerto dejándome el camino libre; cómo miraba desde los brazos de mi abuela las camisas rojas mientras mi madre tendía en el patio la ropa; cómo corrí hasta barrios lejanos buscando a la matrona cuando la difunta madre de Seküre comenzó con los dolores del parto porque me equivoqué de dirección; el lugar donde estaba el fajín rojo que había perdido hacía más de cuarenta años (me lo había robado Vasfi); el jardín lejano y maravilloso con el que soñé una vez hace veinte años y que espero que más adelante Dios me muestre que se trataba del Jardín del Edén; las cabezas, narices y orejas que envió a Estambul Ali Bey, gobernador de Georgia, cuando sofocó la revuelta de la fortaleza de Gori; a mi preciosa Seküre, que se aparta de las vecinas que han ido a casa y llora por mí mirando el horno del patio.
Dicen los libros y los sabios antiguos que el alma tiene cuatro asilos en los que se aloja: 1. El vientre de la madre. 2. El mundo. 3. El Limbo, en el que me encuentro ahora. 4. El Paraíso o el Infierno, al que irá después del Juicio Final.
En el Limbo el presente y el pasado se confunden y no existen límites de espacio mientras el alma se mantenga en sus recuerdos. Pero uno sólo llega a comprender que la vida es como una camisa estrecha al salir de las mazmorras del tiempo y del espacio. Es una pena que nadie pueda comprender sin morirse que, de la misma manera que en el reino de los muertos un alma privada de cuerpo es un motivo de dicha, entre los vivos la mayor felicidad debería ser un cuerpo privado de alma. Es por eso por lo que durante mi hermoso funeral, viendo preocupado que mi Seküre lloraba en vano y se mortificaba por mí en nuestra casa, le imploré a Dios Todopoderoso que nos diera un alma sin cuerpo en el Paraíso y un cuerpo sin alma en el Mundo.