52. Me llamo Negro

Cuando aquella mañana el Tesorero Imperial y los agás abrieron ceremoniosamente las puertas, mi vista estaba tan acostumbrada al color de seda roja de la sala del Tesoro que la luz de la mañana invernal que entraba desde el Patio Privado me pareció algo aterrador, hecha para engañar al que la mirara. Me quedé inmóvil donde estaba, igual que el Maestro Osman: me daba la impresión de que si me movía, el aire mohoso, polvoriento y casi palpable de la sala del Tesoro se escaparía a través de la puerta junto con las pistas que buscábamos.

El Maestro Osman miraba con un extraño asombro la luz que entraba por entre las cabezas de los agás del Tesoro, alineados a ambos lados de la puerta abierta, como si viera algo maravilloso por primera vez.

Aquella noche le había observado atentamente de lejos mientras miraba las pinturas y pasaba las páginas del Libro de los reyes del sha Tahmasp y había visto que de vez en cuando aparecía en su rostro la misma expresión de asombro. Su sombra temblaba ligeramente reflejándose en el muro, acercaba con cuidado la cabeza a la lente que tenía en la mano, en su boca aparecía una delicada expresión, como si se dispusiera a revelar un agradable secreto, y luego, mientras observaba admirado la pintura, sus labios se movían por sí solos.

Después de que cerraran la puerta comencé a caminar impaciente arriba y abajo por las salas con una inquietud cada vez mayor. Pensé nervioso que no podríamos conseguir suficiente información de los libros del Tesoro y que no tendríamos bastante tiempo. Como notaba que el Maestro Osman no se estaba entregando lo necesario, le expresé mis temores.

Me cogió la mano de una manera agradable, como un auténtico maestro que está acostumbrado a acariciar a sus aprendices.

– Los que son como nosotros no tienen otra salida sino intentar ver el mundo como lo ve Dios y ampararse en Su justicia -dijo-. Siento en lo más profundo de mi corazón que aquí, entre estas pinturas y estos objetos, ambas cosas se están acercando. Según nosotros nos vamos aproximando a la manera en que Dios ve el mundo, Su justicia se nos acerca. Mira, el alfiler con el que se cegó el Maestro Behzat…

Observé atentamente el agudísimo extremo de aquel desagradable objeto bajo la lente, que me había acercado para que lo viera mejor mientras me contaba la cruel historia del alfiler, y vi allí una humedad rosada.

– Los maestros antiguos -continuó el Maestro Osman- convertían en un importante asunto de conciencia el no cambiar las habilidades, los colores y los estilos a los que habían consagrado su vida. Consideraban un deshonor ver el mundo un día como lo dice el sha de Oriente y el otro como lo dice el soberano de Occidente, que es lo que hacen los ilustradores de hoy día.

Sus ojos ni miraban a los míos ni la página que había ante él. Parecían mirar hacia atrás, hacia una blancura tan lejana que resultaba inalcanzable. En la página del Libro de los reyes que tenía abierta ante él, los ejércitos de Irán y Turan se lanzaban con todas sus fuerzas el uno contra el otro y, mientras los caballos chocaban hombro con hombro, heroicos guerreros coléricos se mataban entre ellos con las espadas desenvainadas con la alegría y los colores de una fiesta mientras las lanzas perforaban armaduras, se arrancaban cabezas y brazos y caían al suelo cuerpos ensangrentados partidos en dos.

– Los grandes maestros antiguos, para proteger su honor cuando eran forzados a adoptar las maneras de los vencedores y a imitar a sus ilustradores, se cegaban heroicamente con un alfiler y, antes de que descendiera como un premio sobre sus ojos la oscuridad pura de Dios, miraban, a veces durante horas, a veces durante días, una página extraordinaria que colocaban ante ellos. El universo y el significado de aquella ilustración, manchada en ocasiones por las gotas de sangre que les caían de los ojos puesto que la observaban horas y horas como si no pudieran apartar la mirada, iban ocupando en medio de una dulce suavidad el lugar de los sufrimientos que habían vivido, mientras los ojos de los heroicos maestros se iban nublando porque se encaminaban directamente hacia la ceguera. ¡Qué felicidad! ¿Sabes qué ilustración me gustaría mirar hasta alcanzar la oscuridad de la ceguera?

Como haría cualquiera que intentara recordar una memoria de la infancia, clavó los ojos, cuyas pupilas parecían menguar mientras el blanco iba agrandándose, en un lugar a lo lejos, que parecía estar fuera de la sala del Tesoro.

– ¡La escena en la que Hüsrev va con su caballo hasta los pies del palacio de Sirin y espera consumido de amor, pintada a la manera de los antiguos maestros de Herat!

Quizá se disponía a describirme aquella escena con un tono de melancólica poesía como un elogio al hecho de que los antiguos maestros estuvieran ciegos, pero lo interrumpí con un extraño impulso.

– Gran maestro, señor, lo que yo quiero ver para siempre es el delicado rostro de mi amor. Hace tres días que me he casado con ella. Me he pasado doce años añorándola. La escena en que Sirin se enamora de Hüsrev mirando su imagen siempre me la ha recordado.

En el rostro del Maestro Osman apareció una intensa expresión que no pudo ocultar, quizá de curiosidad, pero no estaba vuelto hacia la historia que le estaba contando ni hacia la sanguinaria escena de guerra que tenía delante. Parecía estar esperando una buena noticia que se le acercara lentamente. Cuando estuve lo bastante seguro de que no me veía, cogí el alfiler de turbante y me alejé de allí.

En la tercera de las salas del Tesoro, en la contigua a los baños, había un rincón en un lugar oscuro formado por cientos de extraños y enormes relojes regalados por muchos reyes y soberanos francos que, como se habían estropeado al poco tiempo, habían sido apartados a un lado. Fui hasta allí y contemplé con más cuidado el alfiler con el que, según decía el Maestro Osman, se había cegado Behzat.

La punta dorada del alfiler, cubierta por un líquido rosado, brillaba de vez en cuando a la rojiza luz del sol reflejada en las carcasas de oro, en las esferas de cristal de roca y en los diamantes de los rotos y polvorientos relojes. ¿Realmente se había cegado el legendario Maestro Behzat con aquel instrumento? ¿Se había hecho a sí mismo el Maestro Osman aquello tan terrible que se había hecho Behzat? Un marroquí brutal, del tamaño de un dedo y pintado con múltiples colores, que pertenecía al mecanismo de uno de los enormes relojes, pareció decirme «¡Sí!» con la mirada. Seguro que cuando el reloj funcionaba aquel tipo de turbante otomano asentiría tantas veces con la cabeza como la hora que fuera, una broma del rey Habsburgo que lo había regalado y de su hábil relojero, para diversión de Nuestro Sultán y de las mujeres del harén.

Hojeé bastantes libros mediocres. Como me indicó el enano, aquellos libros surgían de entre las posesiones confiscadas a los bajas a quienes se había decapitado. Se habían ejecutado tantos bajas que aquellos volúmenes nunca se acababan. El enano, con una alegría cruel, decía que cualquier bajá que encargara un libro a su nombre y lo hiciera ilustrar con pan de oro olvidándose con la embriaguez de sus riquezas y su poder de que era sólo un siervo, tenía bien merecido que lo decapitaran y que confiscaran sus posesiones. Cuando, incluso en aquellos libros, algunos de ellos álbumes, otros manuscritos iluminados y otras colecciones de poesía ilustradas, me encontraba la escena en que Sirin se enamora de Hüsrev mirando su imagen, me detenía y la contemplaba largo rato.

La pintura dentro de la pintura, o sea, la imagen de Hüsrev que Sirin veía en su paseo por el campo, nunca estaba clara. Y no era porque los ilustradores no pintaran lo bastante bien como para hacer algo tan pequeño como una pintura dentro de otra. La mayoría de los ilustradores son capaces de trabajar tan delicadamente como para pintar sobre uñas, granos de arroz e incluso cabellos. Entonces, ¿por qué no pintaban con tanta claridad como para poder reconocerlo el rostro y los ojos del apuesto Hüsrev, de quien Sirin se enamoraba al verlo? En cierto momento después de mediodía, mientras pensaba en preguntarle todo aquello al Maestro Osman para ver si así podía olvidar mi desesperación, estaba hojeando al azar las páginas de un confuso álbum que había caído en mis manos cuando vi un caballo que me llamó la atención sobre la tela en la que estaba pintada una procesión nupcial. Por un momento los latidos de mi corazón perdieron su ritmo.

Allí, ante mí, había un caballo de extraños ollares. Conducía a una coqueta novia y me miraba. Era como si aquel caballo mágico fuera a susurrarme un secreto. Como en un sueño, quise gritar pero no me salía la voz.

Agarré el libro, fui corriendo entre baúles y objetos hasta donde se encontraba el Maestro Osman y abrí la página ante él.

Miró la ilustración.

Me impacienté al no ver un brillo en su rostro.

– Los ollares del caballo son exactamente iguales a los del caballo hecho para el libro de mi Tío -le dije.

Acercó la lente al caballo. Aproximó tanto los ojos a la lente y a la pintura que su nariz casi tocaba la página.

Como el silencio se prolongaba ya no pude aguantarlo más.

– Como puede ver, no es un caballo pintado de la misma manera y con el mismo estilo que el hecho para el libro de mi Tío. Pero los ollares son iguales. El ilustrador intentó ver el mundo como lo veían los chinos -guardé silencio por un momento-. Es una procesión nupcial. Parece una pintura china, pero los personajes no son chinos, son como nosotros.

Ahora la lente del maestro parecía pegada a la pintura y su nariz a la lente. Para ver mejor no sólo puso en movimiento los ojos, sino, y con todas sus fuerzas, la cabeza, los músculos del cuello, su anciana espalda y sus hombros. Hubo un largo silencio.

– Los ollares del caballo están cortados -dijo mucho después sin aliento.

Acerqué mi cabeza a la suya. Miramos largo rato los ollares mejilla contra mejilla. De repente me di cuenta con tristeza no sólo de que los ollares del caballo estaban cortados, sino de que el Maestro Osman tenía dificultades para ver.

– Lo ve, ¿no?

– Muy poco -me contestó-. Descríbeme la pintura.

– En mi opinión es una novia triste -dije apenado-. La novia va montada en un caballo con los ollares cortados, está rodeada por guardias y lleva una compañía que le es extraña. Las caras de los hombres, sus gestos duros, sus aterradoras barbas negras, sus ceños fruncidos, sus espesos bigotes, su constitución maciza, sus túnicas de tela fina y sencilla, su calzado delicado, sus gorros de piel de oso, sus hachas y sus espadas demuestran que son turcomanos de los Ovejas Blancas de Transoxiana. La hermosa novia, a la que le queda mucho camino por delante a juzgar por el hecho de que viaja de noche con su doncella y a la luz de candiles y antorchas, quizá sea una desdichada princesa china.

– O bien creemos que es china porque el ilustrador, para resaltar la perfecta belleza de la novia, le pintó los ojos rasgados como los de los chinos de la misma manera que le ha pintado la cara de blanco, como hacen los chinos -dijo el Maestro Osman.

– Sea quien sea, me da pena esta triste belleza que viaja a medianoche por medio de la estepa acompañada por guardias extraños de dura mirada hacia un país extranjero donde la espera un marido a quien nunca ha visto. ¿Cómo podremos comprender quién es nuestro ilustrador por los ollares cortados del caballo que monta? -le pregunté inmediatamente después.

– Pasa las páginas del álbum y cuéntame lo que ves -me ordenó el Maestro Osman.

Ahora estaba con nosotros también el enano, a quien poco antes, cuando le llevaba corriendo el volumen al Maestro Osman, había visto sentado en el orinal, y los tres observábamos las páginas que iba pasando.

Vimos hermosas muchachas chinas, pintadas de la misma manera en que lo estaba nuestra novia triste, que se encontraban reunidas en un jardín tocando un extraño laúd. Vimos pagodas, melancólicas caravanas que iniciaban largos viajes, árboles de la estepa y paisajes de la estepa misma, tan hermosos como viejos recuerdos. Vimos árboles que se retorcían a la manera china con sus flores primaverales abiertas con todo su vigor y alegres y alborotadores ruiseñores en sus ramas. Vimos príncipes hablando de poesía, vino y amor sentados en tiendas a la manera del Jurasán, jardines maravillosos, apuestos señores que salían de caza montados muy erguidos en exquisitos caballos llevando en el brazo halcones espléndidos. Luego pareció pasar un demonio por entre las páginas porque sentimos que en las ilustraciones el mal era, en la mayoría de las ocasiones, una razón en sí misma. ¿Había añadido algo irónico el ilustrador a los movimientos del heroico príncipe que mataba al dragón con su lanza gigantesca? ¿Se había regodeado en la pobreza de los míseros campesinos que esperaban que el jeque les curara sus males? ¿Le producía más placer dibujar los ojos tristes de los pobres perros enlazados el uno con el otro al aparearse, o colorear con un rojo diabólico las bocas abiertas de las mujeres que los miraban riéndose? Luego vimos los verdaderos demonios del ilustrador: aquellas extrañas criaturas se parecían a los duendes y a los gigantes que tantas veces habían dibujado los antiguos maestros de Herat y los ilustradores del Libro de los reyes, pero la satírica habilidad del pintor los había representado más malignos, más agresivos y más humanos. Vimos terroríficos demonios de tamaño humano pero con los cuerpos contrahechos, cuernos nudosos y colas de gato y nos reímos de ellos. Mientras yo pasaba las páginas, aquellos demonios desnudos, de cejas rebeldes, caras regordetas, ojos enormes, dientes puntiagudos, uñas cortantes y piel oscura y arrugada como la de los viejos, comenzaron a luchar entre ellos, a robar un enorme caballo para sacrificarlo a sus dioses, a saltar y a jugar, a cortar árboles, a secuestrar hermosas princesas en sus palanquines, a capturar dragones y a robar tesoros. Le expliqué que Cálamo Negro, el ilustrador que había pintado los demonios en aquel volumen en el que habían participado tantas manos, había pintado también unos derviches kalenderis con la cabeza rasurada, la ropa hecha harapos, con cadenas de hierro al cuello y con cayados en la mano, y el Maestro Osman me escuchó con atención haciéndome repetir una y otra vez los parecidos.

– Cortar los ollares de los caballos para que respiren mejor y corran durante más tiempo es una costumbre mongola desde hace cientos de años -dijo luego-. Cuando los ejércitos de Hulagu Jan entraron en Bagdad después de haber conquistado a caballo toda Arabia, Persia y China, pasaron por la espada a la ciudad entera y la saquearon y arrojaron todos los libros al Tigris, Ibni Sakir, el famoso calígrafo y luego ilustrador, como todo el mundo sabe, en lugar de huir de la ciudad y la masacre dirigiéndose al sur, como todos los demás, fue hacia el norte, que era por donde había llegado la caballería mongola. Por aquel entonces los libros no se ilustraban porque se decía que el Sagrado Corán lo prohibía y los ilustradores no eran tomados en serio. He oído decir que fue entonces, durante aquella legendaria y larga caminata para llegar hasta el corazón de los ejércitos mongoles, cuando Ibni Sakir, nuestro santo patrón y nuestro maestro, a quien debemos el mayor secreto de nuestra profesión, el ver el mundo desde el alminar, la presencia permanente, visible o invisible, de la línea del horizonte y el pintarlo todo, de las nubes a los insectos, con colores vivos y optimistas, tal y como lo veían los chinos, observó los ollares de los caballos para poder encaminarse hacia el norte. Sin embargo, por lo que yo he visto y oído, ninguno de los caballos que pintó en las ilustraciones de los libros que hizo en Samarcanda, adonde llegó después de caminar un año desafiando nieves y tormentas, tenía los ollares cortados. Porque para él los caballos perfectos surgidos de los sueños no eran los fuertes y victoriosos caballos mongoles que se había encontrado en su madurez, sino los elegantes caballos árabes de su juventud, que con tanta tristeza había dejado atrás. Por esa razón la extraña nariz del caballo pintado para el libro del Tío no me ha traído a la memoria ni los caballos mongoles ni esa costumbre que los mongoles extendieron hasta el Jorasán y Samarcanda.

El Maestro Osman me contaba todo aquello mirando a veces al libro, a veces a mí, pero parecía que no nos viera a nosotros sino aquello que forjaba su imaginación.

– Otra cosa que ha llegado hasta el país de los persas y después hasta aquí gracias a los ejércitos mongoles, aparte de la costumbre de cortar los ollares de los caballos y de la pintura china, son los demonios de este libro. Ya habréis oído que son los embajadores del mal, enviados por oscuros poderes subterráneos, para arrebatarnos nuestras vidas y todo aquello a lo que damos algún valor y llevarnos a los subterráneos de la oscuridad y la muerte. En ese mundo subterráneo todo, nubes, árboles, objetos, perros, libros, tiene un alma y habla.

– Sí -intervino el anciano enano-. A Dios pongo por testigo de que algunas noches en las que me quedo aquí encerrado se inquietan los espíritus de no sólo estos relojes, platos chinos y fuentes de cristal de roca, que de todas maneras tintinean continuamente, sino también los de todos esos mosquetes y espadas, escudos y cascos ensangrentados, y comienzan a hablar de tal manera que en la densa oscuridad la sala del Tesoro se convierte en un campo de batalla del día del Juicio.

– Esta creencia la trajeron desde el Jorasán al país de los persas y luego hasta nuestro Estambul los derviches kalenderis cuya ilustración habéis visto -continuó el Maestro Osman-. Cuando el sultán Selim el Fiero derrotó al sha Ismail y saqueó Tabriz y el Palacio de los Ocho Cielos, Bediüzzaman Mirza, de la estirpe de Tamerlán, traicionó al sha Ismail y se pasó a los otomanos junto con los derviches kalenderis que lo acompañaban. Cuando el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, regresaba de Tabriz a Estambul en medio del nevado invierno, lo acompañaban, además de las dos hermosas mujeres de piel blanca y ojos almendrados del sha Ismail, a quien había vencido en Çaldiran, los libros guardados en la biblioteca del Palacio de los Ocho Cielos, tanto los de los antiguos señores de Tabriz, los mongoles, los ilhaníes, los yelayiríes y los Ovejas Negras, como los conseguidos como botín por el derrotado sha de los uzbecos, los persas, los turcomanos y los timuríes. He decidido contemplar estos libros hasta que Nuestro Sultán o el Tesorero Imperial me saquen de aquí.

Pero su mirada ya tenía esa falta de objetivo que tienen los ciegos; mantenía en la mano la lente de mango de nácar no para ver, sino por pura costumbre. Guardamos silencio un rato. El Maestro Osman le pidió al enano, que había escuchado toda la historia como si se tratara de un cuento triste, que encontrara y le trajera un libro cuya encuadernación describió en detalle. Cuando el enano se fue le pregunté inocentemente a mi maestro:

– Entonces, ¿quién puede haber hecho la pintura del caballo del libro de mi Tío?

– Ambos caballos tienen los ollares cortados -me respondió-. Pero éste, se haya hecho en Samarcanda o, como dije, en Transoxiana, está pintado a la manera china. En cuanto al hermoso caballo del libro de tu Tío, fue pintado a la manera de los persas, como los maravillosos caballos de los maestros de Herat. ¡Un caballo tan airoso que sería difícil encontrar otro parecido en este mundo! Es un caballo artístico, no un caballo mongol.

– Pero tiene los ollares cortados, como un auténtico caballo mongol -susurré.

– Porque está claro que uno de los antiguos maestros de los que pintaban en Herat hace doscientos años, después de que los mongoles se retiraran y comenzara el gobierno de Tamerlán y sus descendientes, hizo una magnífica ilustración de un caballo con los ollares exquisitamente cortados influido por los caballos mongoles que había visto y recordaba o bien por las imágenes de otro ilustrador que los había pintado también con los ollares cortados. Nadie sabe en qué página de qué libro hecho para qué sha estaba, pero estoy seguro de que ese libro y esa ilustración fueron admirados y estimados en algún palacio, quién sabe, quizá por la favorita del sha en el harén, y de que durante un tiempo se convirtieron en legendarios. Y también estoy seguro de que, por esa razón, todos los ilustradores mediocres, rezongando envidiosos de aquel caballo con los ollares cortados, lo imitaron y lo multiplicaron. Y así, tanto ese caballo portentoso como sus ollares se convirtieron en modelos y fueron aprendidos de memoria por los ilustradores de aquel taller. Años más tarde, esos mismos ilustradores, cuando sus señores fueron vencidos en combate buscaron nuevos shas y príncipes, como las desafortunadas mujeres que van a otro harén, y al cambiar de ciudad y país se llevaron con ellos los caballos de ollares elegantemente cortados que tenían en la memoria. Quizá la mayoría de los ilustradores acabara por olvidar aquellos ollares que yacían en un rincón de sus memorias ya que, bajo la influencia de otros maestros y otras maneras, nunca los llegaron a pintar en sus nuevos talleres. Pero unos pocos no sólo no se limitaron a pintar caballos con los ollares elegantemente cortados en los talleres a los que se habían incorporado, sino que además se lo enseñaron a sus apuestos aprendices diciendo «Así lo hacían los maestros antiguos». Y, de esa manera, siglos después de que los mongoles y sus fuertes caballos de ollares cortados se retiraran de Persia y Arabia y de que una nueva vida se iniciara en las ciudades que habían sido arrasadas, quemadas y saqueadas, ciertos ilustradores continuaron pintando cortados los ollares de los caballos convencidos de que se trataba de un modelo. Asimismo estoy seguro de que otros, sin tener la menor noticia de los conquistadores ejércitos de los mongoles, pintan sus caballos de la manera en que se hace en nuestro taller afirmando también que se trata de un modelo.

– Maestro -dije con un sentimiento de admiración-, parece que, como esperaba, el método de la dama da resultado. Cada ilustrador tiene una firma secreta.

– Cada ilustrador, no; cada taller -respondió orgulloso-. Incluso ni siquiera cada taller. En algunos desafortunados talleres, tal y como ocurre en algunas familias infelices, cada cual se pasa años dando su opinión sin darse cuenta de que la felicidad vendrá de la armonía y que la armonía se convertirá en felicidad. Unos intentan pintar como los chinos, otros como los turcomanos, otros como los de Shiraz y otros como los mongoles y ni siquiera tienen unas maneras comunes, como los matrimonios infelices que se pasan años discutiendo.

Ahora el orgullo se había hecho dueño de su rostro de una forma muy evidente y la mirada de un hombre furioso y desabrido que quiere tener en sus manos todo el poder había reemplazado la expresión de «triste anciano digno de pena» que llevaba viéndole desde hacía tiempo.

– Maestro -le dije-, a lo largo de veinte años usted ha reunido aquí, en Estambul, todo de tipo de ilustradores de todos los caracteres y temperamentos de los cuatro puntos cardinales en una armonía tal que ha creado el estilo otomano.

¿Por qué aquella admiración que hacía un momento había sentido con todo el corazón se había convertido ahora, al decírselo a la cara, en hipocresía? ¿Porque para que podamos ser sinceros cuando elogiamos a alguien cuyo talento y maestría admiramos de verdad, éste debe haber perdido su influencia y su poder y ser un poco patético?

– ¿Dónde se ha perdido ese enano? -dijo.

Dijo aquello como alguien poderoso a quien le gusta que lo adulen y lo elogien pero que recuerda de una manera imprecisa que no debería gustarle: para que pareciera que preferiría cambiar de tema.

– A pesar de ser un gran maestro en las leyendas y las formas persas, ha sido capaz de crear un universo de pintura distinto, digno del poder y el renombre de los otomanos -susurré-. Usted ha sido quien ha traído a la pintura la fuerza de la espada otomana, los colores optimistas de la victoria, el atento interés por objetos e instrumentos y la libertad de una cómoda manera de vivir. Maestro, el mayor honor que he tenido en mi vida es estar aquí con usted contemplando las maravillas de los legendarios maestros antiguos…

Continué susurrándole ese tipo de cosas durante un buen rato. La proximidad de nuestros cuerpos en el desorden de la sala del Tesoro, que parecía un campo de batalla abandonado, y en su fría oscuridad, convertía mi susurro en una especie de testimonio de confidencialidad.

Luego, como les ocurre a algunos ciegos que son incapaces de controlar la expresión de sus rostros, apareció en los ojos del Maestro Osman una mirada de viejo que se abandona al placer. Continué elogiando largo rato al anciano maestro, a veces de corazón y a veces notando el escalofrío de asco que me producen los ciegos.

Cogió mi mano con sus fríos dedos, me acarició el brazo, me tocó la cara. Fue como si sus dedos me pasaran su fuerza y su vejez. Pensé en Seküre, que me esperaba en casa.

Estuvimos un rato sin movernos, con las páginas abiertas ante nosotros. Parecía que mis elogios y la admiración y la pena que él sentía por sí mismo nos hubieran agotado y estuviéramos descansando. Sentíamos vergüenza ajena.

– ¿Dónde se ha perdido el enano? -preguntó de nuevo.

Yo estaba seguro de que el avieso enano estaba espiándonos desde cualquier rincón en el que se hubiera escondido. Moví los hombros como si lo buscara con la mirada a izquierda y derecha pero tenía los ojos clavados con toda mi atención en los del Maestro Osman. ¿Estaba ciego o quería que todo el mundo, incluido él mismo, lo creyera? Algunos de los antiguos maestros de Shiraz, los más incapaces y de menor talento, en su vejez hacían como si estuvieran ciegos para ser respetados y para que no les echaran en cara sus errores.

– Quiero morir aquí -dijo.

– Gran maestro, señor -le lisonjeé-, comprendo tan bien lo que quiere decir, en estos malos tiempos en los que no se valora la pintura sino lo que se puede ganar con ella, en los que no se aprecia a los maestros antiguos sino a los imitadores de los francos, que se me llenan los ojos de lágrimas. Pero también es misión suya defender de sus enemigos a sus maestros ilustradores. Dígame, por favor, ¿qué resultados ha obtenido del método de la dama? ¿Quién es el ilustrador que ha pintado ese caballo?

– Aceituna.

Lo dijo con tal tranquilidad que ni siquiera tuve la oportunidad de sorprenderme.

Guardó silencio un rato.

– Pero estoy seguro de que Aceituna no mató ni a tu Tío ni al pobre Maese Donoso -continuó con calma-. He concluido que Aceituna pintó el caballo porque él es el que permanece más fiel a los antiguos maestros, porque es quien más de cerca y más de corazón conoce las leyendas y las maneras de Herat y porque la estirpe de sus maestros se remonta hasta Samarcanda. Sé que no me vas a preguntar «¿Por qué no nos hemos encontrado estos ollares en los demás caballos que Aceituna lleva años pintando?». Ya he dicho que a veces algunos detalles, el ala de un pájaro, la forma en que una hoja se agarra a la rama, aunque pasan de maestro a aprendiz a través de generaciones guardados en la memoria, nunca salen a la luz a causa del mal carácter y la rudeza del maestro del ilustrador o por el gusto del sultán o por el ambiente del taller. Así pues, éste es el caballo que el querido Aceituna aprendió en su niñez directamente de sus maestros persas y que nunca olvidó. El hecho de que este caballo haya aparecido por fin en el libro del estúpido de tu Tío es una jugarreta cruel que Dios me ha hecho. ¿Es que no hemos seguido todos el modelo de los antiguos maestros de Herat? ¿Es que no hemos pensado siempre en las maravillas de los antiguos maestros de Herat cuando hablábamos de pinturas hermosas de la misma manera que cuando un ilustrador turcomano imagina la cara de una mujer hermosa sólo puede hacerlo tal y como la pintarían los chinos? Todos nosotros admiramos a los antiguos maestros de Herat. Tras todos los grandes ilustradores está la Herat de Behzat y tras Herat están los jinetes mongoles y los chinos. ¿Por qué iba Aceituna, tan apegado a las leyendas de Herat, a matar al pobre Maese Donoso, mucho más devoto que él de las maneras antiguas, hasta el punto de seguirlas a ciegas?

– ¿Quién fue? -le pregunté-. ¿Mariposa?

– ¡Cigüeña! Eso es lo que me dice mi corazón. Porque conozco su ambición y su ofuscada laboriosidad. Escucha: muy probablemente el pobre Maese Donoso comprendió que ese libro de tu Tío que imitaba las maneras francas y que él iluminaba no era más que una impiedad, una herejía y una pura profesión de ateísmo y tuvo miedo. Sus miedos y sus dudas se contradecían porque, por un lado, era tan simple como para prestar atención a la palabrería de ese imbécil del predicador de Erzurum, ya que, por desgracia, aunque los maestros iluminadores están más cercanos a Dios que los ilustradores, son también más aburridos y bobos, y, por otro, porque era consciente de que el libro del estúpido de tu Tío era un proyecto secreto e importante para el Sultán. ¿Creer al Sultán o al predicador de Erzurum? Si hubiera sido en otro momento, por supuesto este pobre hijo mío, a quien conocía como la palma de mi mano, habría venido a mí, a su maestro, para confesarme el dilema que le corroía el corazón como un gusano. Pero como él mismo, con su cerebro de mosquito, era perfectamente capaz de comprender que iluminar el libro del imitador de los francos de tu Tío era traicionarme tanto a mí como al taller, buscó a otro y le contó sus dudas al astuto y ambicioso Cigüeña de quien cometía el error de admirar su inteligencia y su moralidad porque admiraba su talento. He sido testigo en muchas ocasiones de cómo Cigüeña usaba a Maese Donoso aprovechándose de dicha devoción. Fuera cual fuese la discusión que hubo entre ellos, Cigüeña mató al otro. Y como Maese Donoso había expuesto previamente sus miedos a los erzurumíes, éstos, para demostrar su fuerza mediante la venganza, mataron al admirador de los francos de tu Tío, a quien consideraban responsable de la muerte de su compañero. No puedo decir que lo lamente mucho. Hace años tu Tío engañó a Nuestro Sultán y consiguió que un pintor veneciano, llamado Sebastiano, hiciera a la manera de los francos una imagen de Nuestro Sultán como si fuera un rey de los infieles; y luego me plantó delante aquella vergonzosa pintura para que tomara ejemplo y me obligó a hacer algo tan feo y tan indigno como reproducirla con todo detalle y yo, por miedo a Nuestro Sultán, copié deshonrosamente aquella pintura hecha a la manera de los infieles. De no haberlo hecho, quizá hoy lamentara la muerte de tu Tío y me estaría esforzando para que se encontrara al miserable que lo mató. Pero lo que me preocupa no es tu Tío, sino mi taller. Por culpa de tu Tío todos esos maestros ilustradores a quienes he querido más que si fueran hijos míos y a quienes he formado con tanto amor durante veinticinco años nos traicionaron a mí y a todas nuestras tradiciones y comenzaron a imitar entusiasmados a los maestros francos simplemente porque así lo quería Nuestro Sultán. ¡Todos esos villanos se merecen la tortura! Nosotros, los ilustradores, sólo nos merecemos el Paraíso si somos fieles, no al sultán que nos da trabajo, sino a nuestro talento y a nuestro arte. Ahora quiero mirar solo este libro.

Dijo sus últimas palabras de la misma manera en que un cansado bajá a quien se ha responsabilizado de una derrota expresa con tristeza su último deseo antes de que lo decapiten. Abrió el libro que el enano había puesto ante él y comenzó a darle órdenes con voz gruñona para que encontrara la página que quería. Con aquel tono acusatorio se convirtió de inmediato en el Gran Ilustrador que todos los miembros del taller conocían y al que estaban acostumbrados.

Me alejé de allí, me retiré a un rincón entre almohadones bordados con perlas, mosquetes de culata enjoyada y cañón oxidado y armarios, y contemplé desde lejos al Maestro Osman. La sospecha que me corroía mientras lo escuchaba envolvía ahora todo mi ser: me parecía tan razonable que hubiera sido él quien había ordenado matar al pobre Maese Donoso y después a mi Tío para detener aquel libro que imitaba a los francos de Nuestro Sultán, que me reprendí por la admiración que poco antes había sentido por el Maestro Osman. Por otro lado, inevitablemente también sentía un profundo respeto por aquel gran maestro que ahora se entregaba por completo a la pintura que había ante él, estuviera ciego o sólo medio ciego, como si la contemplara con la arrugada piel de su anciano rostro. Cuando por fin me entró bien en la cabeza que sería capaz de entregar con toda facilidad al torturador del Comandante de la Guardia no sólo a cualquiera de los maestros ilustradores sino a mí también con tal de proteger las maneras antiguas y el orden en el taller, de librarse del libro de mi Tío y de volver a ser el único favorito del Sultán, hice trabajar durante largo rato toda la fuerza de mi imaginación para deshacerme del cariño que me había unido a él en los últimos dos días.

Pasó mucho rato y mi mente seguía confusísima. Durante mucho tiempo estuve mirando al azar las páginas ilustradas de los volúmenes que sacaba de los arcones sólo para calmar mis demonios interiores y para dispersar los duendes de la indecisión.

¡Cuánta gente, hombres y mujeres, se metía el dedo en la boca! En los últimos doscientos años en todos los talleres de Samarcanda a Bagdad se había usado ese gesto como expresión de asombro. Cuando el héroe Keyhüsrev, rodeado por sus enemigos, logra cruzar sano y salvo la corriente del río Ceyhun con la ayuda de su caballo negro y de Dios, el miserable balsero que se negó a aceptarlo en su balsa y el remero a su servicio se llevan el dedo a la boca sorprendidos. Hüsrev se queda con el dedo en la boca al ver por primera vez la belleza de Sirin, de piel como el claro de luna, mientras ella se baña en un lago cuya superficie de plata se había oscurecido con el tiempo. Pero lo que miré con mayor cuidado fue a las hermosas mujeres del harén que aparecían llevándose el dedo a la boca en puertas entreabiertas de palacios, en ventanas inalcanzables de torres de castillos, detrás de cortinajes: mientras Tejav, que había sido derrotado por el ejército de Irán y había perdido su corona, huía del campo de batalla, su favorita Espinuy, bella entre las bellas, lo contemplaba con tristeza y asombro con el dedo en la boca desde una ventana del harén de palacio y le imploraba con la mirada que no la dejara al enemigo; mientras José era conducido a su celda tras haber sido arrestado por la calumniosa acusación de Züleyha de que la había violado, su calumniadora se metía el dedo en la hermosa boca, más que por asombro, como demostración de su diabólica malignidad y de su lujuria; mientras unos enamorados felices pero melancólicos salidos de una colección poética se extasiaban por efectos del vino y del amor en un jardín paradisíaco, una dama malintencionada los observaba con el dedo en su roja boca, más que por sorpresa, por envidia.

A pesar de que ese gesto era un modelo que todos los ilustradores habían copiado en sus cuadernos y en sus memorias, cada vez que una hermosa mujer se llevaba un largo dedo a la boca lo hacía con una elegancia distinta.

¿Hasta qué punto fue un consuelo ver aquellas pinturas? Cuando estaba a punto de oscurecer fui hasta el Maestro Osman y le dije:

– Maestro, señor, cuando se abra la puerta, con su permiso, voy a abandonar el Tesoro.

– ¿Y eso? Todavía nos quedan una noche y una mañana. ¡Qué pronto se han hartado tus ojos de ver las más bellas pinturas que jamás hayan existido en el mundo!

Mientras me decía aquello no apartaba la mirada de la página que había ante él, pero la palidez creciente que se iba adueñando de sus pupilas demostraba que se estaba quedando ciego poco a poco.

– Nos hemos enterado del secreto de los ollares del caballo -le respondí valientemente.

– Ja! ¡Sí! Del resto se ocuparán Nuestro Sultán y el Tesorero Imperial. Quizá nos perdonen a todos.

¿Denunciaría a Cigüeña como el asesino? Me dio miedo preguntárselo porque temía que no me dejara salir. Y, todavía peor, a veces creía que me culparía a mí.

– Se ha perdido el alfiler de turbante con el que se cegó Behzat -dijo.

– Probablemente el enano lo haya cogido y lo haya llevado a su sitio -contesté-. ¡Qué bonita es la página que está mirando!

Su cara se iluminó como la de un niño y sonrió de repente.

– Es cuando Hüsrev llega una noche a caballo al castillo de Sirin y espera encendido de amor -dijo-. A la manera de los antiguos maestros de Herat.

Ahora miraba la pintura como si la viera, pero ni siquiera tenía la lente en la mano.

– ¿Puedes ver la hermosura en las hojas de los árboles, que aparecen una a una como iluminadas desde dentro en la oscuridad de la noche parecidas a flores de primavera o a estrellas? ¿La paciencia en la decoración de los muros? ¿El elegante equilibrio en la composición de la pintura entera? El caballo del apuesto Hüsrev es airoso y delicado como una mujer. Arriba, en la ventana, su amada Sirin tiene la cabeza inclinada pero el rostro orgulloso. Es como si los enamorados fueran a permanecer eternamente en la luz que se filtra de los colores, el tacto y la piel de la pintura cuidadosamente trabajados con tanto amor por el ilustrador. ¿Ves? Sus cabezas están relativamente vueltas hacia el otro, pero sus cuerpos están medio girados hacia nosotros porque saben que están en una pintura y que nosotros los vemos. Por eso, no intentan en absoluto parecerse de manera exacta a lo que vemos todos los días. Justo al contrario, insinúan que han surgido de los recuerdos de Dios. Ésa es la razón por la que ahí, en esa pintura, el tiempo se ha detenido. Por deprisa que pase el tiempo en la historia que ilustran, ellos, como jovencitas tímidas y elegantes bien educadas, permanecerán para siempre sin hacer ningún movimiento exagerado con las manos o los brazos, con sus delicados cuerpos y ni siquiera con sus ojos. Todo permanecerá petrificado junto a ellos en la noche azul: el pájaro del cielo vuela inquieto como los acelerados corazones de los amantes en medio de la noche, entre las estrellas, pero también permanece para siempre clavado en el cielo ahora, en este instante incomparable. Los antiguos maestros de Herat, cuando eran conscientes de que la oscuridad aterciopelada de Dios estaba cayendo sobre sus ojos como un telón, sabían también, perfectamente, que si se quedaban ciegos mientras miraban sin moverse una pintura así durante días, semanas, sus almas acabarían por mezclarse por fin con ese tiempo infinito de la pintura.

Cuando a la hora de la oración del anochecer la Puerta del Tesoro fue abierta con la misma ceremonia por la multitud de siempre, el Maestro Osman continuaba observando todavía la página que tenía ante él prestando toda su atención al pájaro inmóvil en el cielo. Pero cualquiera que notara el color pálido de sus pupilas comprendería que había algo extraño en su manera de mirar la página, de la misma forma que nos damos cuenta de que algunos ciegos se acercan al plato de comida por el ángulo incorrecto.

Como los funcionarios del pabellón del Tesoro no me registraron con demasiada minuciosidad cuando supieron que el Maestro Osman se quedaría dentro y que Cezmi agá estaría en la puerta, no encontraron el alfiler de turbante que me había escondido en los calzones. Al salir del patio de Palacio a las calles de Estambul, me metí en un callejón, me saqué de los calzones aquella terrible cosa que había dejado ciego al legendario Behzat y me la introduje en el fajín. Caminé por las calles como si corriera.

El frío de las salas del Tesoro se me había metido tan dentro que me dio la impresión de que sobre las calles de la ciudad había descendido un dulce aire de primavera temprana. Moderé el paso al cruzar por el mercado de Eskihan y pasar ante los colmados, las barberías, las perfumerías, las fruterías y las leñerías que iban cerrando una a una, y observaba con atención las barricas, los manteles, las zanahorias y los tarros iluminados por candiles en el interior de las cálidas tiendas.

La calle de mi Tío, no es ya que no diga «mi calle», ni siquiera puedo decir «la calle de Seküre» todavía, me pareció un lugar aún más extraño y lejano tras dos días de ausencia. Pero la alegría de haber regresado sano y salvo a Seküre y la idea de que esa noche podría entrar en la cama de mi amada, ya que se podía considerar que el asesino había sido descubierto, me hacía sentirme tan próximo al mundo entero que al ver el granado y el postigo cerrado recién arreglado, tuve que contenerme para no gritar como un campesino que llama a alguien que está en la otra orilla de un arroyo. Porque al ver a Seküre lo primero que quería decir era «Ya se sabe quién es el vil asesino».

Abrí la puerta del patio. No sé si por el chirrido de la puerta, por la despreocupación con la que un gorrión bebía del cubo del pozo o por la oscuridad de la casa, pero lo cierto es que me di cuenta enseguida con ese instinto lobuno del hombre que ha vivido completamente solo durante doce años de que no había nadie en la casa. Cuando uno comprende apenado que se ha quedado solo insiste, no obstante, en abrir todas las puertas, todos los armarios, hasta las tapaderas de los pucheros abre. Yo hice lo mismo. Miré incluso en los baúles.

Lo único que oí a lo largo de aquel prolongado silencio fue el estruendo de mi corazón latiendo a toda velocidad. Como un anciano que ya no estuviera para esas cosas, sólo encontré consuelo cuando saqué mi espada del fondo del baúl más alejado, donde la había escondido, y me la ceñí a la cintura. En tantos años de empuñar la pluma mi espada de empuñadura de marfil siempre me había dado paz interior y equilibrio, incluido el equilibrio necesario para caminar. Los libros, aunque los tomamos por consuelo, sólo añaden profundidad a nuestra desdicha.

Bajé al patio. El gorrión ya se había ido. Salí de la casa abandonándola en el silencio de una oscuridad cada vez mayor, como si abandonara un barco que se va a pique.

Corre, me decía ahora mi corazón con mayor confianza en sí mismo, ve y encuéntralos. Corrí. Pero me fui moderando según aumentaba el número de perros que me seguían alegres por haber encontrado una diversión en los patios de las mezquitas que cruzaba usándolos como atajos para evitar los lugares más abarrotados.

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