Como podéis ver, mis colmillos son tan puntiagudos y largos que a duras penas me caben en la boca. Sé que me dan un aspecto terrible, pero me gusta. En cierta ocasión, un carnicero dijo observando su tamaño:
– Caramba, esto no es un perro, es un jabalí.
Le mordí de tal manera en la pierna que sentí en la punta de los colmillos la dureza del fémur allá donde terminaba su grasienta carne. Nada resulta tan placentero para un perro como hundir los dientes en la carne de un repugnante enemigo con una furia y una pasión que te vienen de dentro. Cuando se me aparece una oportunidad así, cuando una víctima digna de ser mordida pasa estúpidamente ante mí, la mirada se me oscurece de puro placer, siento un doloroso rechinar de dientes y, sin darme cuenta, de mi garganta comienzan a surgir esos gruñidos que tanto miedo os dan.
Soy un perro y vosotros, que no sois criaturas tan racionales como yo, os estáis diciendo que los perros no hablan. Pero, por otro lado, dais la impresión de creer en cuentos donde los muertos hablan y los héroes usan palabras que jamás sabrían. Los perros hablan, pero sólo para el que sabe escucharlos.
Erase una vez hace muchísimo tiempo, un predicador insolente llegó desde su ciudad de provincias a una de las mayores mezquitas de la capital de un reino, bien, digamos que se llamaba la mezquita de Beyazit. Quizá fuera mejor ocultar su nombre y llamarlo, por ejemplo, el maestro Husret, y, para qué seguir mintiendo, lo cierto es que ese hombre era un predicador de cabeza dura. Pero por poco que tuviera en la cabeza, sí tenía, alabado sea Dios, un inmenso poder en la lengua. Cada viernes inflamaba de tal manera a la comunidad, les hacía gimotear de tal modo, que había quien lloraba hasta que se le secaban los ojos, quien se desmayaba y quien caía enfermo.
Por Dios, que no se me malinterprete: él nunca lloraba como otros predicadores de lengua poderosa, al contrario, mientras todos los demás sollozaban, él ni pestañeaba, y endurecía su prédica como si riñera a los asistentes. Debe de ser porque les gustaba que les riñeran, pero todos los jardineros, pajes de palacio, confiteros, el populacho en general y muchos predicadores como él se convirtieron en esclavos de ese hombre. En fin, no era un perro sino un hombre que había mamado mala leche y así se extasió ante aquella multitud que le admiraba y se dio cuenta de que no sólo le producía placer hacer llorar a su comunidad, sino también atemorizarla; además, viendo que allí había pan que amasar, llevó las cosas hasta el extremo de decir:
– La única razón de la carestía, de la peste y de las derrotas es que hayamos olvidado el Islam de tiempos de nuestro Santo Profeta y que nos hayamos creído ciertas mentiras y otros libros aparte del Corán que aseguran ser musulmanes. ¿Se recitaban responsos en tiempos de Nuestro Señor Mahoma? ¿Se le hacían cuarenta ceremonias a los muertos y se repartían dulces y buñuelos por su alma? ¿Se recitaba melódicamente el Corán en tiempos de Mahoma como si fuera una canción? ¿Se subía a los alminares presumiendo, qué bonita es mi voz, mi árabe es como el de los mismos árabes, y se llamaba a la oración canturreando y coqueteando como una mujerzuela? Las gentes van a los cementerios a implorar, piden ayuda a los muertos, van a los mausoleos y adoran piedras, anudan cintas y ofrecen sacrificios como si fueran idólatras. ¿Había en tiempos de Mahoma cofradías que fueran las que fomentaran todo eso? El gran inspirador de las cofradías, Ibn Arabi, se convirtió en pecador al jurar que el Faraón murió abrazando la fe. Los derviches, los mevlevíes, los halvetíes, los kalenderis, leen el Corán tocando instrumentos musicales, hacen bailar a niños y jóvenes con la excusa de que rezan en común, son todos unos infieles. Hay que derribar los monasterios, hay que cavar sus cimientos siete varas y arrojar al mar la tierra y sólo así podréis rezar allí.
Este maestro Husret se enrabió hasta el punto de afirmar arrojando espuma por la boca, oh fieles, que tomar café era pecado. Nuestro Profeta no había tomado café porque sabía que entorpecía la mente, que ulceraba el estómago, que producía hernias y esterilidad y porque había comprendido que el café era un producto del Diablo. Además, los cafés son lugares donde los concupiscentes y los ricos que buscan el placer se sientan codo con codo y donde se realizan todo tipo de inmoralidades, así que habría que cerrar los cafés antes incluso que los monasterios. ¿Tiene el pobre dinero para pagarse un café? La gente va a los cafés, se embriaga con café, pierde la medida de tal manera que escucha a perros creyendo en serio lo que dicen; pero perro es el que blasfema contra mí y nuestra religión. Todo eso decía el maestro Husret.
Con vuestro permiso, me gustaría responder a esta última afirmación de ese señor predicador. Por supuesto, todos sabéis que los perros no somos del agrado de todos esos peregrinos-maestros-predicadores-imanes. En mi opinión, todo se relaciona con el hecho de que Nuestro Señor Mahoma se cortara los faldones de la túnica para no despertar al gato que se había dormido a sus pies. Recordando la delicadeza mostrada con el gato, que se nos negó a nosotros, y a causa de nuestra enconada enemistad con esa criatura, que hasta el más estúpido de los hombres admitiría que es ingrata, se pretende deducir que el Enviado de Dios detestaba a los perros. No se nos permite entrar en las mezquitas porque supuestamente mancillamos el estado de pureza necesaria y el resultado de esta errónea interpretación, hecha con malas intenciones, han sido las palizas que durante siglos nos han dado en los patios de las mezquitas los encargados de la limpieza con los palos de sus escobas.
Me gustaría recordaros una de las más hermosas azoras del Sagrado Corán, la de la Caverna. No porque en este bonito café haya entre nosotros ignorantes que no hayan leído el Sagrado Libro, sino para refrescar la memoria. Esta azora nos habla de siete jóvenes hartos de vivir entre paganos. Se refugian en una caverna y se duermen. Dios les sella los oídos y les hace dormir exactamente trescientosnueve años. Cuando se despiertan comprenden que ha pasado todo ese tiempo gracias a que uno de los siete se mezcla con la gente y ve que la moneda que posee ya no es válida; se quedan estupefactos.
Quiero recordaros, aunque no me corresponda a mí hacerlo, que en la decimoctava aleya de esta azora que habla de la dependencia del hombre de Dios, de la fugacidad del tiempo y de las delicias del sueño, se menciona que un perro estaba acostado a la entrada de la caverna donde dormían estos siete jóvenes, la llamada Caverna de los Siete Durmientes. Por supuesto, cualquiera se enorgullecería de que su nombre aparezca en el Sagrado Corán. Yo, como perro, presumo de esta azora y me digo que ojalá les dé un poco de seso a esos erzurumíes que llaman perros asquerosos a sus enemigos.
Entonces, ¿cuáles son los fundamentos de esa enemistad que se les tiene a los perros? ¿Por qué decís que los perros son impuros y por qué si un perro entra en vuestras casas lo limpiáis todo de arriba abajo y lo purificáis? ¿Por qué el que nos toca pierde su estado de pureza? ¿Por qué si un perro roza con su pelo húmedo el extremo de vuestro caftán os veis obligados a lavarlo siete veces como si fuerais mujeres enajenadas? La mentira de que si un perro ha lamido una cazuela hay que tirarla o restañarla sólo sirve de provecho a los quincalleros. Quizá también a los gatos.
Cada vez que los hombres han abandonado las aldeas, el campo y el nomadismo y se han asentado en las grandes ciudades, los perros pastores se han quedado en el pueblo y nos hemos convertido en impuros. Antes del Islam uno de los doce meses era el mes del Perro. Ahora, en cambio, los perros traen mala suerte. No quiero abrumaros con mis propios problemas, amigos que habéis venido esta noche a entreteneros con alguna historia y, de paso, extraer una moraleja. Mi furia se debe a los insultos que ese señor predicador dedica a nuestros cafés.
¿Qué pensaríais si os dijera que no se sabe quién fue el padre de este Husret de Erzurum? A veces me han dicho «Pero ¿qué tipo de perro eres tú que para proteger a tu amo, que no es más que un narrador que cuelga pinturas y cuenta cuentos en un café, te atreves a difamar a nuestro señor predicador? ¡Chist! ¡Largo de aquí!». Dios me libre de difamar a nadie. Pero me gustan mucho nuestros cafés. ¿Sabéis? No lamento que mi imagen esté dibujada en un papel tan barato ni ser un perro pero me entristece no poder sentarme con vosotros como un hombre y tomarme un café. Moriríamos por nuestros cafés y por tomar café… Pero ¿qué es esto?… Mira, mi maestro me está sirviendo café de una cafetera. No digáis que cuándo se ha visto que un dibujo tome café; mirad, mirad, el perro está tomando café a lengüetazos.
¡Ah! Qué bien me ha venido, me ha calentado el corazón, me ha agudizado la vista, ha abierto mi mente y mirad lo que se me ha venido a la cabeza. ¿Sabéis qué fue lo que el Dux de Venecia le mandó como regalo a Nurhayat Sultán, la hija de Nuestro Exaltado Sultán, aparte de balas de seda china y cerámica china decorada con flores azules? Una coqueta perrita franca de pelo de terciopelo y más suave que una marta. Esta perrita era tan delicada que hasta tenía un vestido de seda roja. Lo sé porque un amigo mío se la cepilló: la perra ni siquiera podía follar sin su vestidito. De hecho, en el país de los francos todos los perros llevan vestidos parecidos. Por ejemplo, cuentan que una mujer franca de lo más melindrosa vio un perro desnudo, o quizá le viera su cosa, no lo sé, y gritó «¡Ay, un perro desnudo!» y se cayó sin sentido.
De hecho, en el país de los infieles francos todos los perros tienen dueño. Al parecer los pasean por las calles arrastrándolos con cadenas al cuello como si fueran los más miserables de los esclavos. Dicen que además introducen a esos pobres perros en sus casas y que incluso los meten en sus camas. Y no es ya que no les permitan olfatearse y aparearse, sino ni siquiera pasear en parejas. Si se cruzan por la calle, lo único que pueden hacer esos pobres encadenados es mirarse de lejos con ojos tristes, eso es todo. No son cosas que los francos puedan comprender el que los perros paseemos en manadas y gavillas por las calles de nuestro Estambul, que cortemos el paso a placer sin conocer dueño ni amo, que nos acurruquemos en el rincón caliente que más nos apetezca, que durmamos como troncos a la sombra, que caguemos donde queramos y que mordamos a quien queramos. Quizá por eso los admiradores del predicador de Erzurum se oponen a que se les dé carne a los perros en las calles de Estambul y se rece por ellos por pura caridad y al establecimiento de fundaciones que se dedican a eso. Si su intención es convertir a los perros, además de en enemigos, en infieles, tendré que recordarles que el hecho de ser enemigo de los perros es en sí ser infiel. Cuando llegue el momento de las ejecuciones de estos canallas, momento que espero no muy lejano, quizá nuestros amigos los verdugos nos inviten a comer un pedazo de ellos como hacen a veces a modo de ejemplo.
Por último quiero contar lo siguiente: mi dueño anterior era un hombre muy justo. De noche salíamos a robar y nos repartíamos el trabajo. Cuando yo comenzaba a ladrar, él aprovechaba para cortarle la garganta a la víctima y así no se oían sus gritos. A cambio de mis servicios, troceaba a los criminales que ejecutaba, los hervía, me los daba y yo me los comía. No me gusta la carne cruda. Ojalá piense de igual manera el verdugo del predicador de Erzurum y así yo nome vea obligado a comerme cruda la carne de ese asqueroso y a estropearme el estómago.