¿Habéis podido deducir quién soy por mi manera de dibujar un caballo?
En cuanto oí que se me pedía que pintara un caballo me di cuenta de que no se trataba de un concurso sino de que querían identificarme por el caballo que dibujara. Sé perfectamente que los borradores de caballos que había hecho en papel basto se habían quedado en el cadáver del pobre Maese Donoso. Pero no tengo el menor defecto ni estilo por el que puedan encontrar quién soy observando los caballos que he dibujado. De eso estoy tan seguro como se puede estar, pero, no obstante, me dejé llevar por el nerviosismo mientras lo dibujaba. Cuando hice el caballo del Tío, ¿pintaría algo que pudiera denunciarme? Ahora debía pintar uno diferente. Pensé en cosas completamente distintas, «me contuve» y no fui yo mismo.
Pero ¿quién soy yo? ¿Soy alguien que esconde las maravillas de su interior para adaptarse al estilo del taller? ¿Alguien que pintará victorioso un día el caballo que se oculta en su corazón?
De repente noté aterrorizado la presencia de ese ilustrador en mi interior. Era como si otra alma dentro de mí me observara y sentí vergüenza.
Me di cuenta de inmediato de que no podría permanecer en casa, así que me eché a la calle y comencé a caminar a toda velocidad por las calles oscuras. El jeque Osman Baba escribió en su Libro de los varones virtuosos que para que el verdadero asceta pueda dejar atrás al demonio de su interior debe caminar a lo largo de toda su vida y no debe asentarse demasiado en ningún lugar, pero después de sesenta y siete años de vagar de ciudad en ciudad se cansó de huir del Diablo y se rindió a él. Ésa es la edad a la que los maestros ilustradores alcanzan la ceguera, la oscuridad de Dios, la edad a la que involuntariamente se convierten en dueños de un estilo y al mismo tiempo se liberan de todos los indicios del estilo.
Como si buscara algo, paseé por Beyazit, por el Mercado de los Pollos, por la plaza vacía del Mercado de Esclavos, por entre los agradables olores de los establecimientos donde vendían sopa y dulces de leche. Pasé ante las puertas cerradas de barberos y planchadores, ante un abuelete hornero que contaba su dinero y me miró sorprendido y ante un colmado que olía deliciosamente a encurtidos y pescado salado; como mis ojos no podían apartarse de los colores entré en la tienda de un herborista que a pesar de lo avanzado de la hora aún estaba pesando algo y, de la misma manera que se mira a la gente con pasión, miré admirado a la luz de la lámpara los sacos de café, jengibre y canela, las coloridas cajas de almáciga, los montones de anís, comino, ajenuz y azafrán cuyo aroma me llegaba directamente a la nariz desde el mostrador. A veces me apetece metérmelo todo en la boca y a veces quiero pintarlo todo en una página en blanco.
Fui al lugar en que me había llenado la tripa en dos ocasiones aquella semana y al que llamaba la taberna de los tristes, aunque debería haberla llamado de los miserables. Su puerta está abierta hasta la medianoche para los que conocen el lugar. Dentro hay unos cuantos pobres vestidos como cuatreros o fugitivos de la horca y algunos miserables cuyas miradas han huido de este mundo a causa de la infelicidad y la desesperación para escapar a otros paraísos como les ocurre a los adictos al opio; dos pordioseros a los que les cuesta trabajo incluso seguir las costumbres de su gremio; y un caballerete que se ha desplomado en un rincón apartado de toda aquella multitud. Saludé cortésmente al cocinero de Alepo. Llené mi cuenco hasta arriba de hojas de col rellenas de carne, le eché yogur por encima, les rocié a puñados pimentón picante y me senté junto al caballerete.
Cada noche se desploma sobre mí la pena, la tristeza.
Hermanos, hermanos, nos estamos envenenando, nos podrimos, nos morimos, nos vamos desgastando según vivimos, nos estamos hundiendo hasta el cuello en la miseria… Algunas noches sueño que sale del pozo y me persigue, pero lo hemos enterrado dos metros bajo tierra; no puede levantarse de su tumba.
El hecho de que el caballerete, yo pensaba que estaba olvidado del mundo con las narices sumergidas en su cuenco de sopa, abriera una puerta a la conversación, ¿era una señal que Dios me enviaba? Sí, dije, han picado la carne en su punto y la col está deliciosa. Le pregunté: me dijo que acababa de salir de una medersa de veinte ásperos y que ahora era secretario adscrito a Arifi Bajá. No le pregunté por qué estaba en aquella taberna de bandidos solteros a aquellas horas de la noche en lugar de estar en la mansión del bajá, en la mezquita, o en su casa, en brazos de su mujer. Él me preguntó quién era y de dónde venía. Medité un momento y le contesté:
– Me llamo Behzat. Vengo de Herat, de Tabriz. He hecho las más magníficas pinturas, las más increíbles maravillas. Desde hace siglos, en todos los talleres musulmanes en que se pinta, tanto en el país de los persas como en Arabia, se dice lo siguiente: cuando lo miras parece real, como una pintura de Behzat.
Por supuesto, ésa no es la cuestión principal. Mi pintura ilustra no lo que ven los ojos, sino lo que ve la mente. En cuanto a la pintura, como sabéis, es una fiesta hecha para los ojos. Unid esas dos ideas y aparecerá mi mundo. O sea,
ELIF: La pintura hace vivir lo que la mente ve, para placer de la vista.
LÁM: Lo que los ojos ven en el mundo entra en la pintura en tanto sirve a la mente.
MlM: Asi pues, la belleza es el redescubrimiento en el mundo por parte de los ojos de lo que la mente ya conoce.
¿Había comprendido nuestro caballero recién salido de una medersa de veinte ásperos aquella lógica extraída de lo más profundo de mi alma gracias a una repentina inspiración? No. Porque te pasas tres años sentado a los pies de un profesor que cobra veinte ásperos al día -con eso hoy sólo se pueden comprar veinte panes- en una medersa en un suburbio y todavía no sabes quién es Behzat. Estaba claro que tampoco el señor Maestro de los veinte ásperos sabía quién era Behzat. Muy bien, voy a explicártelo. Le dije:
– Yo lo he pintado todo, todo. A Nuestro Profeta en la mezquita sentado ante el verde mihrab con los cuatro califas; luego, en otro libro, el ascenso del Enviado de Dios a los Siete Cielos en la Noche de la Ascensión, montado en el caballo llamado Burak; a Alejandro en su camino a China tocando el tambor en un templo costero para asustar a un monstruo que encrespaba el mar con tormentas; a un sultán masturbándose mientras espía a las bellezas del harén bañándose desnudas en un estanque al tiempo que escuchan un laúd; al joven luchador que cree que va a vencer a su maestro porque sabe todos sus trucos y que finalmente se rinde en presencia del sultán, derrotado por su maestro por un último truco que éste le había ocultado sin enseñárselo; el repentino enamoramiento de Leyla y Mecnun niños mientras están arrodillados aprendiendo el Sagrado Corán en una escuela de paredes exquisitamente trabajadas; la incapacidad de los enamorados, del más tímido al más desvergonzado, de mirarse a los ojos; la construcción de palacios piedra a piedra, el castigo con torturas de los criminales, el vuelo de las águilas, burlones conejos, traidores tigres, sauces y plátanos y las urracas que siempre coloco sobre ellos, la muerte, poetas compitiendo, mesas que celebran la victoria y mesas de los que, como tú, no ven otra cosa que sopa.
El precavido secretario ya no me temía, incluso debía de encontrarme divertido porque sonreía.
– Tu señor maestro ha debido hacerte leerla y la sabrás -le dije-. Hay una historia del Jardín de Sadi que me gusta mucho. Aquella de cuando el rey Darío se apartó de los demás durante una partida de caza y fue a pasear por las colinas. De repente apareció frente a él un desconocido de aspecto peligroso. El rey, asustado, echó mano del arco que llevaba en el arzón pero el hombre de la perilla le imploró: «Rey mío, esperad, no lancéis vuestra flecha. ¿Cómo no me habéis reconocido? ¿Acaso no soy vuestro fiel mozo de cuadras a quien habéis confiado cientos de caballos y potros? ¿Cuántas veces no me habréis visto? De cien caballos vuestros, yo conozco a cada uno de los cien por su temperamento, sus hábitos y su color.
¿Cómo es posible que vos no prestéis atención a los siervos que gobernáis, ni siquiera a los que os encontráis tan a menudo como yo?».
Cuando ilustro esta escena pinto a los caballos negros, castaños y blancos, cariñosamente cuidados por el mozo, tan felices y tranquilos en un paradisíaco prado verde cubierto por flores multicolores, que hasta el más imbécil de los lectores comprende la moraleja que se extrae de la historia del poeta Sadi: el secreto y la belleza de este mundo sólo aparecen si se les muestra con amor atención, interés y afecto. Si queréis vivir en ese Paraíso donde habitan los caballos y yeguas felices, será mejor que abráis bien los ojos y que veáis este mundo prestando atención a sus colores, a sus detalles y a sus bromas.
Aquel pupilo de maestro de veinte ásperos se divertía conmigo al tiempo que se asustaba de mí. Le habría gustado arrojar la cuchara y huir, pero no se lo permití.
– En esa escena Behzat, el maestro de maestros, pintó de tal manera al rey, al mozo de cuadras y a los caballos -continué- aunque han pasado cien años no han dejado de imitar los caballos que hizo. Cada uno de ellos, que dibujó según le salían de la imaginación y del corazón, se ha convertido ya en un modelo. Cientos de ilustradores, incluido yo, somos capaces de dibujarlos de memoria. ¿Nunca has visto una pintura de un caballo?
– He visto la pintura de un caballo alado en un libro mágico que un gran maestro, sabio entre los sabios, le dio un día a mi difunto profesor.
¿Qué hago? ¿Le meto la cabeza en el cuenco de sopa a este cretino que, junto con su profesor, se tomó en serio el libro de las Criaturas extrañas y le ahogo aquí mismo? ¿O le dejo que me describa exagerando al límite la única pintura de un caballo que ha visto en su vida y que quién sabe qué mala copia sería? Encontré un tercer camino y, dejando a un lado la cuchara, me lancé fuera de la taberna. Cuando entré en el convento abandonado tras caminar largo rato, una enorme paz cubrió mi espíritu. Barrí el lugar y quité el polvo y escuché el silencio sin hacer nada.
Luego saqué el espejo de donde lo había escondido y lo apoyé en el atril, me coloqué en el regazo la pintura de doble página y la tabla de trabajo e intenté dibujar mi propia cara mirándome en el espejo desde donde estaba sentado. Trabajé largo rato, con paciencia. Mucho después, cuando vi que de nuevo la cara del papel seguía sin parecerse a la mía en el espejo, me invadió tal tristeza que se me humedecieron los ojos. ¿Cómo lo hacían esos ilustradores venecianos de los que nos hablaba tan elogiosamente el Tío? De repente me puse en el lugar de uno de ellos y pensé que si pintaba sintiéndome de aquella manera quizá consiguiera que mi dibujo se pareciera a mí.
Más tarde, maldije tanto a los pintores venecianos como al Tío, borré lo que había hecho y comencé a pintar otra vez mirándome al espejo.
Mucho después me encontré primero en las calles y luego en este asqueroso café. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta aquí. Mientras entraba me sentía tan avergonzado por mezclarme con esos miserables ilustradores y calígrafos que me sudaba la frente.
También sentía que me observaban, que se daban codazos, me señalaban y se reían entre ellos; bien, en realidad lo veía claramente. Me senté en un rincón con gestos que intentaban ser naturales. Con la mirada buscaba por un lado a los otros maestros ilustradores y por otro a mis queridos hermanos, con los que en tiempos había servido como aprendiz al Maestro Osman. Estaba seguro de que a ellos también les habían obligado a dibujar un caballo esta noche y de que se habían esforzado todo lo posible tomándose en serio el concurso de esos idiotas.
El señor cuentista todavía no había comenzado su historia. Ni siquiera había colgado la pintura. Eso me obligó a relacionarme con la clientela del café.
Muy bien, voy a deciros la verdad: como todo el mundo, gastaba bromas, contaba historias indecentes, daba exagerados besos a los amigos, hablaba con dobles sentidos usando alusiones y equívocos, preguntaba por los jóvenes asistentes, criticaba despiadadamente a nuestros enemigos comunes como todos los demás y, una vez lo bastante entusiasmado, llevaba el asunto hasta los juegos de manos y los besos en el cuello. Saber que mientras hacía todo aquello una parte de mi espíritu permanecía cruelmente silenciosa me producía un insoportable dolor.
A pesar de todo, sin que pasara mucho, de la misma manera que con mis juegos de palabras conseguí comparar mi miembro, y el de aquellos de los que tanto se cotilleaba, con cálamos, cañas, las columnas del café, flautas, postes, picaportes, puerros, alminares y bizcochos con abundante almíbar, logré también comparar los traseros de los apuestos muchachitos de los que hablábamos con toronjas, higos, dulce de harina y almohadones y hormigueros minúsculos. En cambio, durante todo ese rato, el más engreído de los calígrafos de mi edad sólo pudo comparar su verga al mástil de un barco y a la vara de un porteador, y además de una manera bastante inexperta y sin la menor confianza en sí mismo. Además, hice alusiones e insinuaciones sobre los cálamos que ya no se levantan de los maestros ancianos, sobre los labios color cereza de los nuevos aprendices, sobre los maestros calígrafos que (como yo) esconden su dinero en cierto sitio (en el rincón más indecente, dije), sobre que al vino que estaba bebiendo le habían echado opio en lugar de pétalos de rosa, sobre los últimos maestros de Tabriz y Shiraz, sobre el hecho de que en Alepo mezclan el café con vino y sobre los calígrafos y apuestos muchachos presentes.
A veces me ocurre que una de las dos almas de mi interior se alza con la victoria y deja atrás a la otra y creo por fin que puedo olvidar ese aspecto mío silencioso y desagradable. Entonces recuerdo las celebraciones de los días de fiesta de mi infancia, que era capaz de compartir con todos los demás siendo yo mismo. Pero a pesar de todas aquellas bromas, besos y abrazos, había en mi corazón un silencio que me dejaba completamente solo envuelto en el dolor en medio de la multitud.
¿Quién había puesto dentro de mí aquel espíritu, no un espíritu sino un demonio, que continuamente me hacía reproches y me apartaba de la comunidad? ¿El Diablo? Pero el silencio de mi interior no encontraba la paz con las historias indecentes que tanto le gustan al Diablo, sino con aquellas historias simples capaces de conmover el alma.
Con la esperanza de encontrar dicha paz en ellas conté dos historias bajo los efectos del vino. Un aprendiz de calígrafo, alto y pálido pero de piel rosada, me escuchaba atentamente clavando sus ojos verdes en los míos.
Dos historias sobre la ceguera y el estilo contadas por el ilustrador para consuelo de la soledad de su alma
Elif
Al contrario de lo que se cree, el pintar caballos observándolos no es un descubrimiento de los maestros francos, sino que fue una idea de Cemalettin, el gran maestro de Kazvin. Después de que Hasan el Largo, jakán de los Ovejas Blancas, conquistara Kazvin, el anciano maestro Cemalettin no se contentó con unirse de buen grado al taller de ilustradores del victorioso jakán, sino que partió con él a una expedición de guerra porque decía que quería iluminar su Historia con escenas de combates que hubiera visto con sus propios ojos. Así pues, aquel gran maestro, que había pintado caballos, caballeros y combates durante sesenta y dos años sin ver una sola batalla, fue por primera vez a la guerra; pero, antes de que pudiera ver siquiera cómo se lanzaban unos contra otros los sudorosos caballos con violencia y estruendo, una bala de cañón lanzada desde las filas del enemigo le dejó ciego y le arrancó las manos por las muñecas. El anciano maestro, que, como los auténticos grandes maestros, esperaba la ceguera como una bendición divina, tampoco consideró una gran carencia el haberse quedado sin manos, observó que la memoria del ilustrador no se encuentra en las manos, tal y como algunos proclamaban insistentemente, sino en su inteligencia y en su corazón y que sólo ahora que estaba ciego podía ver las pinturas y los paisajes originales, los caballos verdaderos, perfectos y originales que Dios le había ordenado que viera, y para poder compartir aquellas maravillas con todos los amantes de la pintura contrató un aprendiz de calígrafo, alto, pálido pero de piel rosada y con los ojos verdes, y le hizo escribir la descripción de los maravillosos caballos que se aparecían ante sus ojos en la oscuridad de Dios explicándole cómo los dibujaría él si pudiera sostener un pincel con la mano. Tras la muerte del maestro, el apuesto calígrafo reunió en tres volúmenes llamados respectivamente La ilustración de caballos, El fluir de las caballos y El amor de los caballos, la historia del dibujo de aquellos trescientos tres caballos comenzando cada uno de ellos por el casco anterior izquierdo, y aquél se convirtió en un libro ampliamente estimado y buscado en los países donde en cierto momento se sintió el poder de los Ovejas Blancas, del que se hicieron multitud de nuevos manuscritos y copias, que fue aprendido de memoria por algunos ilustradores, aprendices y estudiantes y usado como libro de ejercicios, pero que fue olvidado después de que el estado de los Ovejas Blancas de Hasan el Largo fuera barrido del mapa y la manera de ilustrar de Herat dominara el país de los persas. No cabe la menor duda de que en todo esto tuvo que ver la fuerza de la razonable lógica expuesta por Kemalettin Riza el de Herat en su libro Los caballos del ciego, en el que criticaba violentamente aquellos tres volúmenes y defendía la necesidad de quemarlos: ninguno de los caballos descritos en los tres libros de Cemalettin el de Kazvin podía ser un caballo de Dios porque no eran puros, porque el anciano maestro los había descrito después de ser testigo, aunque fuera sólo una vez y por un tiempo muy breve, de una escena de batalla auténtica. Como el tesoro de Hasan el Largo de los Ovejas Blancas fue saqueado por el sultán Mehmet el Conquistador y traído a Estambul, no resulta demasiado sorprendente que de vez en cuando se vean algunas de esas trescientas tres historias en otros libros en Estambul e incluso que ciertos caballos se pinten tal y como se describe en ellas.
Lam
En Herat y Shiraz, el hecho de que un maestro ilustrador se quedara ciego a causa del excesivo trabajo en la última etapa de su vida no sólo se consideraba un indicio de su resolución, sino que también se ensalzaba como el pago que Dios le daba al trabajo y al talento de aquel gran maestro. Por esa razón hubo una cierta época en Herat en la que se miraba con sospecha a los maestros ancianos que a pesar de haber envejecido no se habían quedado ciegos, algo que impulsó a muchos de ellos a buscar la ceguera en su senectud. Y durante aquella larga época recordada con admiración en la que algunos de ellos se cegaron a sí mismos por seguir el camino de los legendarios maestros que habían preferido la ceguera a trabajar para otro sha o a cambiar de estilo, sólo Ebu Said, nieto de Tamerlán por la rama de Miran Sha, abrió la puerta a una sorprendente novedad mostrando mayor respeto a la imitación de la ceguera que a la ceguera misma en los talleres que fundó después de conquistar Tashkent y Samarcanda. Veli el Negro, el anciano maestro que había inspirado a Ebu Said, le había explicado que, por supuesto, un ilustrador cuyos ojos no pudieran ver vería en la oscuridad los caballos de Dios, pero que el verdadero talento estaba en que un ilustrador cuyos ojos vieran pudiese observar el mundo como si fuera ciego y se lo demostró a la edad de sesenta y siete años pintando un caballo que le vino repentinamente a la brocha del pincel sin ver el papel ni pensar en él a pesar de que hasta que lo terminó estuvo mirando con los ojos completamente abiertos el papel en blanco. Y al final de aquella ceremonia pictórica, en la que, para que sirvieran de ayuda al legendario maestro, hizo que músicos sordos tocaran el laúd y que narradores mudos contaran historias, Miran Sha comparó durante largo rato el maravilloso caballo de Veli el Negro con otros que el maestro había pintado previamente y vio que no había la menor diferencia entre ellos. Para calmar la irritación de Miran Sha, el legendario maestro le explicó que el ilustrador que de veras posee talento sólo ve los caballos de una manera, tenga los ojos abiertos o cerrados, tal y como Dios los ve. Según él, cuando se trataba de un gran maestro ilustrador no había la menor diferencia entre el ciego y el que ve: la mano siempre dibujaba el mismo caballo porque por entonces no existía ese invento franco llamado estilo. Los caballos del gran maestro Veli el Negro han sido copiados durante ciento diez años por todos los ilustradores musulmanes, y, en cuanto a él, dos años después de que pasara de Samarcanda a Kazvin tras la derrota de Ebu Said y la disolución de su taller, fue cegado y luego muerto por los soldados del joven Nizam Sha acusado de intentar refutar con malas intenciones la aleya del Sagrado Corán que dice «¿Cómo pueden ser iguales el ciego y el que ve?».
Quizá le habría contado al aprendiz de calígrafo de hermosos ojos una tercera historia sobre cómo el gran maestro Behzat se cegó a sí mismo, o sobre cómo nunca quiso abandonar Herat, o sobre cómo no volvió a pintar después de que le llevaran a la fuerza a Tabriz, o sobre cómo el estilo de un ilustrador es en realidad el del taller al que está adscrito, o cualquier otra leyenda de las que le había oído al Maestro Osman, pero tenía la mente en el señor cuentista. ¿Cómo sabía yo que esa noche iba a contar la historia del Diablo?
– ¡Es el Diablo el primero que dijo «yo»! -me habría apetecido decir-Es el Diablo quien tiene un estilo, es el Diablo quien separa el Oriente del Occidente.
Cerré los ojos y representé al Diablo en el papel basto del cuentista tal y como me salía del corazón. Mientras pintaba, el cuentista y su aprendiz, los demás ilustradores y los curiosos se reían y me provocaban.
¿Creéis que tengo un estilo, o será todo a causa del vino?