Os habíais olvidado de mí, ¿no? Ya que estoy aquí, no voy a ocultarme más de vosotros. Porque hablar con esta voz que va creciendo en mi interior se está convirtiendo en una necesidad insoportable para mí. A veces tengo que esforzarme terriblemente y, con todo, temo que se me note la fractura en mi voz. A veces me dejo ir y entonces brotan de mi boca palabras que denuncian mi otra personalidad y de las que quizás os hayáis dado cuenta. Me tiemblan las manos, la frente se me cubre de sudor y comprendo de inmediato que ésas son nuevas señales que me denuncian.
A pesar de todo, ¡qué feliz soy aquí! Sentado con mis hermanos ilustradores, consolándonos mutuamente y recordando nuestras memorias de veinticinco años no se me vienen a la cabeza las animosidades sino las bellezas y los placeres de la pintura. Hay algo en nosotros de mujeres de harén, sentados juntos compartiendo la sensación de que ha llegado el fin del mundo, acariciándonos con los ojos llenos de lágrimas y recordando los buenos días del pasado.
Esta comparación la he tomado de Ebu Said de Kirman, que ilustró las historias de los antiguos maestros de Shiraz y Herat y escribió una historia de los descendientes de Tamerlán. Hace ciento cincuenta años Cihan Sha, soberano de los Ovejas Negras, venció a los janes y shas de la dinastía de timurí, enemistados entre ellos, arrasando sus pequeños ejércitos y sus países, cruzó con sus victoriosas tropas de turcomanos todo el país de los persas y llegó al este, donde por fin derrotó en Estebarad a Ibrahim, nieto del sha Rum, hijo de Tamerlán, tomó Gurgan y condujo sus tropas hacia la fortaleza de Herat. Según el historiador de Kirman, aquel terrible golpe asestado no sólo al país de los persas, sino también al poder invencible de la casa de Tamerlán, que llevaba medio siglo gobernando sobre la mitad del mundo, desde la India a Bizancio, provocó tal sensación de hundimiento y desastre que la sitiada fortaleza de Herat se convirtió en un pandemonio. Ebu Said, que recuerda al lector con un extraño placer cómo Cihan Sha de los Ovejas Negras asesinaba sin piedad a todos los miembros de la casa de Tamerlán en las fortalezas que conquistaba, cómo seleccionaba mujeres de los harenes de príncipes y shas para añadirlas al suyo propio y cómo separaba a los ilustradores unos de otros para entregar despiadadamente a la mayoría de ellos como aprendices a sus propios maestros, en este punto de su historia se aparta del sha y sus soldados, que intentaban repeler al enemigo de los bastiones y se vuelve hacia los ilustradores, que entre las pinturas y pinceles del taller esperaban el terrible final del asedio, decidido hacía ya mucho, y escribe que todos aquellos ilustradores olvidados, cuyos nombres enumera y de los cuales afirma que eran conocidos en el mundo entero y que siempre serían recordados, eran incapaces de hacer otra cosa, como si fueran las mujeres del harén del sha, que no fuera llorar abrazados unos a otros recordando los bellos días pasados.
También nosotros, como entristecidas mujeres de harén, recordamos cómo antes el Sultán nos demostraba un cariño más sincero y nos regalaba caftanes de pieles y bolsas repletas de dinero después de aceptar las cajas talladas y multicolores, los espejos y platos, los huevos de avestruz decorados, los trabajos de papel recortado, las ilustraciones de una única hoja, los entretenidos álbumes, los naipes y los libros que le ofrecíamos en los días de fiesta. ¿Dónde estaban ahora los trabajadores y sufridos ilustradores de aquellos días, que se conformaban con tan poco? No se encerraban en sus casas con el temor envidioso a que los demás vieran lo que estaban haciendo o con la inquietud de que se supiera que realizaban trabajos para fuera de Palacio, sino que iban cada día al taller. ¿Dónde estaban aquellos ancianos ilustradores que consagraban su vida humildemente a pintar sutiles decoraciones en los muros de palacios, hojas de ciprés cuyas diferencias sólo habrías podido notar tras un largo examen o esas plantas de siete hojas de las estepas que servían para rellenar los espacios vacíos de las páginas? ¿Donde estaban aquellos maestros mediocres que aceptaban que era parte de la sabiduría y la justicia divinas el que Dios les hubiera dado a algunos capacidad y talento y a otros paciencia y resignación sin sentir jamás envidia por ello? Recordando aquellos ancianos maestros, alguno jorobado y siempre sonriente, otro soñador y borracho, otro esforzándose en meternos por los ojos aquella hija que no conseguía casar con nadie, intentábamos revivir en la memoria los detalles olvidados del taller en nuestra época de aprendices y en nuestros primeros años como maestros.
Aquel delineador con el ojo vago que cuando trazaba líneas con la regla apoyaba la lengua en la mejilla, si la línea iba a la derecha de la página, a la izquierda y si la línea iba a la izquierda, a la derecha. Había también un ilustrador pequeño y delgado que se reía de sí mismo con una risita chirriante y se decía «paciencia, paciencia» cuando se le corría la pintura. Había un maestro iluminador en la setentena que se pasaba horas de charla con los aprendices de encuadernador en el piso de abajo y que afirmaba que si se aplicaba pintura roja a la frente se detenía el envejecimiento. Había un maestro nervioso que cuando ya se había pintado todas las uñas para comprobar la consistencia de la pintura, detenía a algún aprendiz o a cualquier otro al azar para probarla con las suyas. Aquel ilustrador gordo que nos hacía reír cuando se atusaba la barba con la peluda pata de conejo que se utilizaba para recoger los restos de pan de oro de las iluminaciones. ¿Dónde estaban?
Los pulidores de madera convertidos en parte del cuerpo de los aprendices a fuerza de usarlos y luego tirados en cualquier lado, las largas tijeras de papel melladas porque los aprendices jugaban a las espadas con ellas, los tableros de trabajo de los grandes maestros con sus nombres grabados para que no se confundieran, el olor a almizcle de la tinta china, el tintineo de las cafeteras que se oía en el silencio, nuestra gata romana, con cuyas crías hacíamos cada verano todo tipo de pinceles con el pelo del interior de las orejas y de la frente, el grueso papel a capas de la India que nos entregaban en abundancia para que practicáramos como los calígrafos y mantenernos ocupados, el cortaplumas de mango de acero que se usaba para raspar los grandes errores y que sólo podía utilizarse pidiendo permiso al Gran Ilustrador para que sirviera de ejemplo al taller entero y las ceremonias en sí de dichos errores, ¿dónde estaban?
Comentamos que también era un error que Nuestro Sultán permitiera que los maestros ilustradores trabajaran en sus casas. Hablamos del delicioso aroma a dulce caliente que llegaba de las cocinas de Palacio después de trabajar con dolor de ojos a la luz de candiles y velas las tardes de los inviernos tempranos. Recordamos sonriendo con lágrimas en los ojos cómo el viejo y chocho maestro que padecía tales tembleques que no podía sostener pincel y papel nos traía buñuelos que su hija había frito para nosotros, los aprendices, en cada una de sus visitas mensuales al taller. Hablamos también de las maravillosas páginas del gran maestro Memi El Negro, el Gran Ilustrador anterior al Maestro Osman, que surgieron de entre los papeles del cartapacio que apareció debajo del catre que usaba para dormir la siesta el difunto maestro cuando días después de su entierro se registró su habitación.
Hablamos también de cuáles eran las páginas que nos enorgullecían y que nos gustaría sacar de vez en cuando para contemplarlas si tuviéramos copias de ellas como el Maestro Memi. Me describieron cómo el cielo sobre la ilustración de un palacio pintado para el Libro de los oficios, hecho con pintura dorada, producía entre las cúpulas, torres y cipreses un paisaje que daba la sensación del fin del mundo, no por el oro en sí, sino, como debe ser en una ilustración elegante, por sus tonos.
Me contaron cómo una ilustración de Nuestro Santo Profeta, en la que se mostraba su asombro y las cosquillas que le producían los ángeles al cogerle de las axilas para elevarlo a los cielos desde lo alto de un alminar, había sido pintada con colores tan serios que incluso los niños pequeños sentían un religioso temor al ver tan sagrada escena en un primer momento, pero luego se reían respetuosos como si ellos mismos fueran los que sentían las cosquillas. Yo les expliqué cómo en la pintura que ilustraba la supresión de los rebeldes que se habían echado al monte por parte del bajá nuestro anterior gran visir, yo había dispuesto las cabezas que había cortado a lo largo del margen de la página con delicadeza y respeto mostrando sobre los cuellos cortados pintados de rojo los ceños fruncidos ante la muerte, los labios tristes preguntándose por el sentido de la vida, las narices aspirando desesperadamente por última vez y los ojos cerrados a la vida, cómo había dibujado con placer y tan cuidadosamente como habría hecho un retratista franco cada una de ellas con un rostro distinto y no como si fueran vulgares cabezas de cadáveres, dándole así con ellas a la ilustración un ambiente misterioso de terror.
Así, como si se tratara de nuestros propios inolvidables e inalcanzables recuerdos, mencionábamos con nostalgia las más prodigiosas bellezas y los detalles más conmovedores de nuestras escenas de amor y de guerra preferidas. Ante nuestra mirada pasaron jardines solitarios y misteriosos donde se encontraban los amantes en las noches estrelladas, árboles en primavera, aves legendarias, tiempo detenido… Imaginamos sangrientas batallas, tan próximas y terribles como nuestras propias pesadillas, guerreros partidos en dos, caballos con las armaduras cubiertas de sangre, antiguos y hermosos hombres que se apuñalaban mutuamente, mujeres de boca pequeña, manos pequeñas, ojos almendrados y cabezas inclinadas que observaban lo que ocurría desde ventanas entreabiertas… Recordamos muchachos orgullosos y felices, apuestos shas y janes cuyos Estados y palacios hacía tanto que habían desaparecido. Como las mujeres que lloraban en los harenes de aquellos shas, éramos conscientes de que ya habíamos pasado de la vida al recuerdo, pero ¿habíamos pasado también como ellos de la historia a la leyenda? Para que la terrible sombra del temor al olvido, mucho más terrorífica que el miedo a la muerte, no nos arrastrara a la desesperación, nos preguntamos por nuestras escenas de muerte preferidas.
De inmediato recordamos la escena en que Dehhak mata a su padre tentado por el Diablo. Como en los tiempos de aquella leyenda, que se cuenta al principio del Libro de los reyes, el mundo acababa de ser creado, todo era tan simple que no hacía falta explicar nada. Querías leche, ordeñabas la cabra y te la tomabas; un caballo, montabas uno y te largabas; que se trataba del mal, se te aparecía el Diablo y te convencía de lo hermoso que sería matar a tu padre. El hecho de que Dehhak matara a su padre, el noble árabe Merdas, era hermoso precisamente tanto por no tener motivo como por haber sido pintado de noche en el jardín de un palacio maravilloso mientras estrellas de oro iluminaban vagamente los cipreses y las multicolores flores primaverales.
Luego recordamos cómo el legendario Rüstem había matado a su hijo Suhrab sin saber quién era tras tres días de lucha con los ejércitos enemigos que éste capitaneaba. Había algo que nos conmovía a todos en la manera en que Rüstem se golpeaba el pecho llorando cuando descubrió por el brazalete que años atrás le había entregado a su madre que aquel hombre al que había destrozado el pecho con su espada era su propio hijo Suhrab.
¿Qué era lo que nos conmovía?
Caminaba arriba y abajo mientras la lluvia golpeteaba melancólicamente el tejado del monasterio cuando dije de repente:
– O nuestro padre, nuestro Maestro Osman, nos traiciona y consigue que nos maten, o nosotros lo traicionamos a él.
El pánico se apoderó de nosotros no porque lo que había dicho fuera falso, sino porque era cierto; guardamos silencio. Paseando arriba y abajo, deseoso de que todo volviera a ser como antes, me decía a mí mismo: Cuéntales cómo Efrasiyab mató a Siyavus y cambia de tema. Pero ésa es una traición que no me da miedo. Cuenta, pues, la muerte de Hüsrev. Bien, pero ¿como la narra Firdausi en el Libro de los reyes o como Nizami en Hüsrev y Sirin?. Lo que más entristece en el Libro de los reyes es que cuando el asesino entra en la habitación, ¡Hüsrev se da cuenta entre lágrimas de quién se trata! Como último escape envía al paje que está junto a él para que le traiga agua, jabón, ropa limpia y su alfombra de oración con la excusa de que quiere rezar, pero el cándido paje no entiende que su señor le envía a pedir ayuda y va realmente a traer lo que le ha pedido. Cuando se queda solo en la habitación con Hüsrev, lo primero que hace el asesino es cerrar la puerta con llave desde dentro. En esta escena, al final del Libro de los reyes, el asesino enviado por los conspiradores es descrito con repugnancia por Firdausi: maloliente, peludo, barrigón.
Caminando arriba y abajo mi mente estaba llena de palabras, pero la voz no me salía, como en un sueño.
Fue entonces cuando noté, como en un sueño, que los otros susurraban entre sí y que hablaban con hostilidad de mí.
De repente los tres se me echaron encima. Al cargar sobre mí, los pies se me despegaron del suelo con tal rapidez que los cuatro nos encontramos dando vueltas. Hubo un forcejeo, una lucha en el suelo, pero no duró mucho. Yo me quedé boca arriba con ellos encima de mí.
Uno se me sentó en las rodillas y otro en el brazo derecho.
Negro apoyó las rodillas donde mis brazos se unían con los hombros y se sentó encima de mí colocando con fuerza su trasero entre mi estómago y mi pecho. Era incapaz de moverme. Todos jadeábamos sorprendidos. Recordé lo siguiente:
Mi difunto tío tenía un hijo repugnante dos años mayor que yo, espero que haga mucho que lo hayan atrapado asaltando alguna caravana y que lo hayan decapitado. Aquel envidioso, cuando se acordaba de que yo sabía más que él, que era más inteligente y refinado, se buscaba cualquier excusa para provocar una pelea; si no lo conseguía, me desafiaba a luchar y cuando al poco tiempo me derribaba colocaba sus rodillas en mis hombros de la misma manera, clavaba su mirada en la mía como ahora hacía Negro, balanceaba entre sus labios un escupitajo y se divertía enormemente mientras yo movía asqueado mi cabeza a izquierda y derecha intentando evitar aquel salivazo cada vez más grande que colgaba sobre mis ojos esperando que cayera en cualquier momento.
Negro me dijo que no ocultara nada. ¿Dónde estaba la última ilustración? ¡Confiesa!
Sentía una tristeza y una furia que me asfixiaban por dos motivos: haber hablado en vano sin darme cuenta con antelación de que se habían puesto de acuerdo. Y por no haber huido, incapaz de imaginar que la envidia pudiera llegar a tanto.
Negro me dijo que si no sacaba la última ilustración y se la entregaba me cortaría el cuello.
Eso era algo ridículo. Cerré los labios con fuerza, como si la verdad fuera a escapárseme si abría la boca. Además, por otro lado pensaba que no había nada que hacer. Si se ponían de acuerdo entre ellos y me entregaban al Tesorero Imperial denunciándome como el asesino, saldrían con bien de todo aquel asunto. Mi única esperanza era que el Maestro Osman señalara a otro, en otra dirección, pero ¿sería cierto lo que Negro había contado de él? ¿Podían matarme aquí mismo y luego echarme las culpas?
Apoyaron la daga en mi garganta. Vi de inmediato que aquello le producía a Negro un placer que no se molestaba en ocultar. Me dieron una bofetada. ¿Cortaba la daga? Me dieron otra.
No obstante, yo continuaba con el siguiente razonamiento: ¡Mientras nada dijera no podría pasar nada! Eso me dio fuerzas. Ya no podían ocultar que me envidiaban desde que éramos aprendices, a mí, que durante toda mi vida he sido claramente quien mejor aplicaba la pintura, quien trazaba las líneas más hermosas, quien mejor ilustraba. Los amaba precisamente por envidiarme tanto. Sonreí a mis queridos hermanos.
Uno, no quiero que sepáis quién cometió semejante vileza, me besó fogosamente, como si besara al amante que tanto tiempo llevaba deseando. Los otros lo miraban a la luz del candil que habían acercado. Yo respondí al beso de mi querido hermano. Si estábamos llegando al final de todo, que se supiera que era yo quien mejor pintaba. Encontrad mis páginas y lo veréis.
El que respondiera a su beso con otro pareció enfurecerlo y comenzó a golpearme con furia. Pero los otros lo sujetaron. Pasaron un momento de indecisión. Aquel forcejeo entre ellos irritó a Negro. Era como si se sintieran irritados no conmigo, sino con el rumbo que estaban tomando sus vidas y quisieran vengarse de todos y de todo.
Negro se sacó algo del fajín; un largo alfiler de punta agudísima. De repente me lo acercó al ojo e hizo un movimiento como si fuera a clavármelo.
– Hace ochenta años, cuando cayó Herat, Behzat, el maestro de maestros, comprendió que todo había terminado y para que nadie le pudiera forzar a pintar de otra manera se cegó honrosamente -dijo-. Un tiempo después de que se clavara lentamente en los ojos este alfiler de turbante la excelsa oscuridad de Dios cayó poco a poco sobre su querido siervo, sobre ese ilustrador de manos milagrosas. Este alfiler, que pasó de Herat a Tabriz con Behzat, ahora ebrio y ciego, fue enviado como regalo por el sha Tahmasp al padre de Nuestro Sultán junto con el legendario Libro de los reyes. En un primer momento el Maestro Osman fue incapaz de adivinar por qué lo habían regalado. Pero hoy vio el deseo de mal y la lógica correcta que había tras este regalo cruel. Anoche, en la sala del Tesoro, después de comprender que Nuestro Sultán quiere su propia imagen pintada a la manera de los maestros francos y que vosotros, a quienes quería como hijos, lo habíais traicionado, el Maestro Osman se clavó este alfiler en los ojos, exactamente como había hecho Behzat. Y si ahora yo te dejo ciego, a ti, maldito, que has arrastrado a la destrucción el taller que formó entregando su vida entera, ¿qué más me da?
– Me dejes ciego o no, ya no habrá lugar para nosotros aquí -le respondí-. Si el Maestro Osman realmente está ciego, o si se muere, y por influencia de los francos pintamos como mejor nos apetece, con todos nuestros defectos y nuestra personalidad, y conseguimos tener un estilo, nos pareceremos a nosotros pero no podremos ser nosotros mismos. Y si decidimos seguir pintando como los maestros antiguos y pensamos que sólo seremos nosotros mismos pintando como ellos, Nuestro Sultán, que le ha dado la espalda incluso al Maestro Osman, buscará otros que ocupen nuestro lugar. Ya nadie se ocupará de nosotros, simplemente nos tendrán pena. Y el asalto al café añadirá sal a la herida: porque, por supuesto, la mitad de la culpa del incidente se nos echará a nosotros, los ilustradores, por haber difamado al señor predicador.
Por mucho que intentara convencerlos de lo inútil que era que nos enfrentáramos, no sirvió de mucho. No tenían la menor intención de escucharme. Estaban poseídos por el pánico y creían que si alguno de ellos decidía de repente antes de que amaneciera, fuera cierto o falso, quién era el culpable, podrían salir con bien de todo el asunto y, de la misma manera que evitarían la tortura, estaban convencidos de que todo seguiría como antes en el taller durante largos años.
A pesar de todo, la amenaza de Negro no gustaba a los otros dos. ¿Y si se demostraba que el culpable era otro y llegaba a oídos de Nuestro Sultán que me habían dejado ciego en vano? Les daban miedo la intimidad de Negro con el Maestro Osman y su forma insolente de referirse a él. Intentaron apartar de mí el alfiler que Negro sostenía continuamente justo delante de mis ojos con una rabia desenfrenada.
Entonces Negro se dejó llevar por el pánico, como si fueran a arrebatarle el alfiler de turbante, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Hubo un forcejeo. Lo único que podía hacer para apartar de mis ojos el alfiler en medio de la lucha era levantar la barbilla y echar la cabeza hacia atrás.
Luego todo pasó con tanta rapidez que en un primer momento ni siquiera comprendí lo que ocurría. Sentí un dolor agudo pero limitado en mi ojo derecho; la frente se me durmió por un instante. Luego todo volvió a la situación anterior, pero el terror se había apoderado de mi corazón. Habían alejado la lámpara pero pude ver perfectamente cómo él me clavaba el alfiler con decisión ahora en el ojo izquierdo. Acababa de arrebatarle el alfiler a Negro y ahora fue más cuidadoso y meticuloso. Cuando comprendí que me estaba clavando el alfiler, me quedé inmóvil pero sentí el mismo dolor ardiente. La sensación de que la frente se me había dormido pareció extendérseme por toda la cabeza y desapareció al salir el alfiler. Ahora miraban mis ojos y la punta del alfiler. Era como si no estuvieran seguros de lo que había ocurrido. Cuando comprendieron el hecho terrible del que había sido víctima dejaron de forcejear y se alivió el peso sobre mis brazos.
Comencé a gritar como si aullara. No por el dolor, sino por el horror de haber visto lo que me había ocurrido.
No sé cuánto tiempo estuve gritando. En un primer momento noté que mi aullido no sólo me tranquilizaba a mí, sino también a ellos. Mi voz nos acercaba.
Pero vi que según se prolongaban mis gritos comenzaban a ponerse nerviosos. Seguía sin dolerme en absoluto. Pero no se me iba de la cabeza cómo me habían clavado ese alfiler en los ojos.
Todavía no estaba ciego. Gracias a Dios aún podía ver cómo me contemplaban horrorizados y entristecidos y sus sombras moviéndose indecisas en el techo del monasterio. Aquello me alegró pero también me produjo una profunda inquietud.
– ¡Dejadme! -grité-. ¡Dejadme para que lo vea todo una última vez, por favor!
– Dinos de inmediato -me ordenó Negro- cómo fue tu encuentro con Maese Donoso aquella noche. Entonces te soltaremos.
– Volvía a casa desde el café y el pobre Maese Donoso apareció ante mí. Estaba preocupado y tenía muy mal aspecto. Al principio me dio pena. Dejadme ahora y luego os lo contaré. Se me está oscureciendo la vista.
– No se oscurece tan rápido -replicó Negro con descaro-. El Maestro Osman fue capaz de identificar con los ojos agujereados el caballo de los ollares cortados, créeme.
– El pobre Maese Donoso me dijo que quería hablar conmigo, que sólo confiaba en mí.
Pero ahora no era él quien me daba pena, sino yo mismo.
– Si hablas antes de que la sangre te forme costra en los ojos, cuando amanezca podrás ver el mundo por última vez hasta hartarte -dijo Negro-. Mira, está amainando la lluvia.
– Volvamos al café, le dije, pero enseguida me di cuenta de que no le gustaba aquello, de que le tenía miedo. Fue así como por primera vez comprendí que Maese Donoso había roto por completo con nosotros y se había alejado después de veinticinco años de pintar juntos desde los tiempos en que éramos aprendices. En los últimos ocho o nueve años, desde que se casó, lo veía por el taller pero ni siquiera sabía qué era lo que estaba haciendo… Me dijo que había visto la última ilustración. Y que allí había un enorme pecado. Algo con lo que ninguno de nosotros podría seguir adelante. Decía que sólo por eso todos arderíamos en el Infierno. Estaba aterrorizado, muerto de miedo; lo abrumaba esa sensación de hundimiento de quien ha cometido un horrible pecado sin darse cuenta.
– ¿Y cuál era ese pecado tan terrible?
– Cuando se lo pregunté abrió los ojos estupefacto como si le asombrara que no lo supiera. Fue entonces cuando pensé cuánto había envejecido nuestro compañero de aprendizaje, como nosotros. Me dijo que el pobre Tío había usado con todo descaro el estilo de la perspectiva en la última ilustración. En ella, como hacen los francos, las cosas estaban pintadas no según la importancia que tienen en la mente de Dios, sino tal y como las ven nuestros ojos. Aquello era un terrible pecado. El segundo pecado era pintar a Nuestro Sultán, el califa del Islam, del mismo tamaño que un perro. El tercero era haber hecho una imagen del Diablo del mismo tamaño y representarlo simpático. Pero la mayor blasfemia de todas, y era un resultado natural de ver la pintura como la entienden los francos, había sido pintar enorme la imagen de Nuestro Sultán y su cara con todos los detalles. Lo mismo que hacen los idólatras… O como los «retratos» que los cristianos, que son incapaces de librarse de las costumbres idólatras, pintan en las paredes de sus iglesias y ante los cuales se postran. Maese Donoso conocía a la perfección aquella palabra que había aprendido del Tío y creía, con toda razón, que el retrato era el mayor pecado y que con él se acabaría la pintura musulmana. Todo eso me lo contó mientras caminábamos por las calles porque no fuimos al café ya que allí, según él, se difamaba a su excelencia el señor predicador y se hacía burla de nuestra religión. De vez en cuando se detenía y con el aspecto de quien está pidiendo ayuda me preguntaba si todo aquello era cierto, si no había una salida, si arderíamos en el Infierno. Sufría crisis de arrepentimiento y se golpeaba el pecho, pero de repente noté que no le creía lo más mínimo. Era un impostor que fingía estar arrepentido.
– ¿Cómo te diste cuenta de eso?
– Conocía a Maese Donoso desde que éramos niños. Era un hombre correcto pero silencioso, opaco y descolorido. Como sus iluminaciones. Pero era como si el hombre que estaba conmigo fuera más estúpido, más ingenuo y más devoto pero superficial.
– Se pasaba el día con los erzurumíes -comentó Negro.
– Ningún musulmán se tortura de esa manera por haber cometido un pecado sin haberse dado cuenta -proseguí-. Un buen musulmán sabe que Dios es justo y razonable y que tiene en cuenta la intención de su siervo. Sólo los ignorantes sin seso creen que pueden ir al Infierno por haber comido carne de cerdo sin haberse dado cuenta. Pero un auténtico musulmán sabe también que el miedo del Infierno sirve para atemorizar a los demás y no sólo a él. Y eso era lo que estaba haciendo Maese Donoso; quería atemorizarme. Tu Tío le había enseñado que podía hacerlo, fue entonces cuando me di cuenta. Y ahora decidme con toda sinceridad, queridos hermanos ilustradores, ¿se me está coagulando la sangre en los ojos? ¿Está perdiendo el iris su color?
Trajeron las lámparas, me las acercaron a la cara y me observaron los ojos con el cuidado y la compasión de un médico.
– Están como si no hubiera pasado nada.
¿Sería lo último que vería en el mundo a aquellos tres clavando sus miradas en mis ojos? Sabía que no olvidaría aquellos momentos hasta el fin de mis días y continué hablando porque, a pesar de estar arrepentido, también sentía una cierta esperanza.
– Tu Tío le mostró a Maese Donoso que estaba haciendo algo prohibido. Tapando la última ilustración, descubriendo sólo un rincón distinto para cada uno de nosotros, obligándonos a pintar ahí, ocultando la ilustración entera… Le dio a la pintura un ambiente misterioso y de asunto secreto esparciendo el miedo al pecado. Fue él el primero en desatar aquellos recelos y aquel temor al pecado y no los erzurumíes, que en su vida han visto un libro ilustrado. En caso contrario, ¿qué es lo que tendría que temer un ilustrador de conciencia limpia?
– Un ilustrador de conciencia limpia ahora tiene mucho que temer -respondió Negro insolente-. Sí, es cierto que nadie habla mal de la ilustración, pero la pintura está prohibida por nuestra religión. Nadie critica las pinturas de los maestros persas ni los prodigios de los mayores maestros de Herat porque, al fin y al cabo, se ven como parte de la decoración de los márgenes y realzan la hermosura de la escritura y las maravillas de la caligrafía. De hecho, ¿cuánta gente ve nuestras ilustraciones? Pero si usamos las maneras de los francos, nuestro trabajo deja de ser sólo ilustración de algo, deja de ser algo sin valor para comenzar a ser pura y simplemente pintura. Eso que prohíbe el Sagrado Corán y que tan poco gustaba a Nuestro Profeta. Tanto Nuestro Sultán como mi Tío lo sabían perfectamente. Por eso mataron a mi Tío.
– Mataron a tu Tío porque tenía miedo -respondí-. Lo mismo que tú, había comenzado a afirmar que la ilustración que estaba haciendo no iba en contra de la religión ni el Libro… Eso era justo lo que buscaban los erzurumíes, que se morían por encontrar algo contrario a la religión. Maese Donoso y tu Tío eran tal para cual.
– Y tú los mataste a ambos, ¿no? -dijo Negro.
Por un instante creí que iba a golpearme y en ese mismo momento me di cuenta de que el nuevo marido de la hermosa Seküre no lamentaba en absoluto la muerte de su Tío. No iba a pegarme, y, si lo hacía, ya no me importaba.
– En realidad, de la misma manera que Nuestro Sultán quería preparar un libro hecho bajo la influencia de los francos -continué tercamente-, tu Tío quería preparar un libro que desafiara a todo el mundo, que contagiara a todos el temor al pecado. Para alimentar su orgullo. Sentía una admiración que rayaba en la sumisión por las pinturas de los maestros francos que había visto en sus viajes y hasta el final creyó en aquellas cosas que nos contaba durante días; seguro que a ti también te explicó todas aquellas tonterías sobre la perspectiva y los retratos. En mi opinión, el libro que estábamos haciendo no tenía nada malo ni nada que no encajara en nuestra religión… Y como lo sabía, adoptaba el aire de estar preparando un libro peligroso y aquello le agradaba enormemente… Hacer algo tan peligroso con permiso especial del Sultán era para él tan importante como la admiración que sentía por las pinturas de los maestros francos. Si hiciéramos pinturas para ser colgadas en las paredes sería algo pecaminoso, sí. Pero en ninguna de las ilustraciones que preparamos para aquel libro pude notar que hubiera nada que fuera contra la religión, ninguna impiedad, ninguna herejía, ni siquiera algo remotamente prohibido. ¿Lo notasteis vosotros?
Mi vista iba perdiendo fuerza imperceptiblemente pero, gracias a Dios, todavía podía ver lo suficiente como para darme cuenta de que mi pregunta les hacía dudar.
– No estáis seguros, ¿verdad? -dije complacido-. Aunque en secreto penséis que en las ilustraciones que pintamos había una imprecisa idea de pecado, la sombra de una impiedad, nunca lo aceptaríais ni lo reconoceríais. Porque eso sería dar la razón a los enemigos erzurumíes y a los fanáticos que os acusan. Por otro lado no podéis proclamar convencidos que sois inmaculados como una virgen porque eso sería renunciar al embriagador orgullo, a la distinguida jactancia que supone hacer algo oculto, misterioso, prohibido. ¿Sabéis cuándo me di cuenta de que yo también estaba dándome aires? ¡Trayendo al pobre Maese Donoso a este monasterio en mitad de la noche! Lo traje aquí con la excusa de que estábamos congelándonos en la calle. En realidad, me agradaba que viera que yo era un resto de los impíos kalenderis, aún peor, que me esforzaba por ser uno de ellos. Creía que cuando el pobre Maese Donoso viera que yo era el último seguidor de una orden que había sido disuelta por haberse dedicado a la pederastia, al consumo de hachís, a la holgazanería y a todo tipo de aberraciones, me tendría más miedo, me demostraría más respeto y quizá ese miedo le cerraría la boca. Por supuesto, ocurrió justo lo contrario. De la misma manera que aquello lo desagradó, nuestro estúpido compañero de la infancia se convenció de inmediato de que las acusaciones de impiedad de las que le había persuadido tu Tío eran totalmente correctas. Y así, nuestro querido compañero de aprendizaje, que había empezado diciendo «Ayúdame, convénceme de que no vamos a ir al Infierno para que esta noche pueda dormir bien», comenzó a decir en un tono amenazante «Esto va a acabar mal». Decía que la última ilustración se había alejado mucho de las órdenes de Nuestro Sultán, que nunca nos lo perdonaría, que los rumores llegarían a oídos del predicador de Erzurum. Consiguió que me fuera prácticamente imposible convencerlo de que todo iba como una balsa de aceite. Comprendí que contaría, exagerándolas, todas las tonterías del Tío, que si se blasfemaba contra la religión, que si se mostraba simpático al Diablo y todas esas fantasías, a todos sus cretinos amigos, que se dejaban llevar por el predicador de Erzurum, y que ellos se creerían aquellas calumnias. Sabéis cuánto nos envidian no sólo los artesanos, sino todos los demás artistas, porque hemos sido honrados con el favor del Sultán. Ahora, todos juntos y complacidos, podrían decir: LOS ILUSTRADORES SON UNOS IMPÍOS. Además, por culpa de esa colaboración entre el Tío y Maese Donoso, la calumnia resultaría ser cierta. La llamo calumnia porque no me creía lo más mínimo lo que mi hermano Donoso decía sobre el libro y sobre la última ilustración. Por aquel entonces yo no permitía que se criticara a tu Tío. Incluso veía muy natural que Nuestro Sultán le retirara su favor al Maestro Osman y se hubiera vuelto hacia él y me creía, aunque no tanto como él mismo, todo lo que me contaba tan detalladamente sobre los maestros francos y sus pinturas. Creía de veras que los ilustradores otomanos podíamos tomar con toda alegría esto o aquello de las maneras de los francos según nos apeteciera y según nos lo permitieran nuestros viajes sin entrar en tratos con el Diablo y sin que nos provocara problemas. La vida era fácil y tu difunto Tío era para mí un padre en lugar del Maestro Osman en esta nueva vida.
– No hables de eso todavía -dijo Negro-. Antes cuéntanos cómo mataste a Donoso.
– Lo hice -dije comprendiendo que no podría usar el verbo matar-, lo hice no sólo por nosotros, para salvarnos, sino también por el bien de todo el taller. Maese Donoso sabía que la amenaza era un arma que tenía en sus manos. Recé implorándole a Dios que me demostrara lo realmente miserable que era el muy canalla. Dios aceptó mis plegarias y me lo demostró: le ofrecí dinero. Se me vinieron a la cabeza esas monedas de oro, pero gracias a una divina inspiración urdí una mentira. Le dije que no estaban aquí, en el monasterio, sino que las había escondido en otro sitio. Salimos. Caminamos sin rumbo por calles desiertas y barrios perdidos sin que supiera muy bien dónde íbamos. No sabía lo que hacía y tenía mucho miedo.
Al final de aquella caminata sin rumbo y sin objeto, cuando volvimos a cruzar una calle por la que ya habíamos pasado, nuestro hermano iluminador Maese Donoso, que había consagrado su vida a la repetición y a las formas, comenzó a sospechar. Pero Dios hizo aparecer frente a nosotros un solar vacío de un incendio y un pozo ciego.
En ese punto comprendí que no podría seguir contándoles el resto y así se lo dije:
– Si hubierais estado en mi lugar, habríais hecho lo mismo pensando en el bienestar de los demás hermanos ilustradores -les dije valientemente.
Me entraron ganas de llorar cuando vi que me daban la razón. Iba a decir que era porque aquel cariño inmerecido me había ablandado el corazón, pero no es así. Iba a decir que era porque escuché de nuevo el golpe del cuerpo al caer en el fondo del pozo al que lo había arrojado, pero tampoco. Iba a decir que era porque recordaba que antes de convertirme en asesino era tan feliz como cualquiera, pero tampoco. De repente se me apareció un ciego que pasaba por nuestro pobre barrio cuando era niño: envuelto en sucios harapos, sacaba una escudilla de cobre aún más sucia y nos decía a los niños, que lo observábamos de lejos, desde la fuente del barrio: «Hijos míos, ¿quién de vosotros llenará de agua la escudilla de este ciego?». Y como nadie iba, continuaba: «¡Es una obra de caridad, hijos míos, de caridad!». Había perdido el color de los iris, que había desaparecido hasta el punto de confundirse con el blanco.
Con el temor de parecerme a aquel anciano ciego les conté a toda prisa y sin poder saborearlo cómo había asesinado al señor Tío. No dije ni demasiadas verdades ni demasiadas mentiras. Encontré un justo medio que no abrumaba en exceso mi corazón y me di cuenta de que pensaban que había ido allí sin la intención de matarlo: de la misma forma que entendían que quería decir que no lo había matado con premeditación, también entendieron que buscaba excusas y disculpas diciéndoles que si no hay mala intención uno no va al Infierno.
– Después de entregar a Maese Donoso a los ángeles de Dios -continué pensativo-, las palabras que el difunto me había dicho en sus últimos instantes comenzaron a corroerme el corazón como un gusano. Como me había manchado las manos de sangre por la última pintura, ésta comenzó a crecer en mi imaginación. Fui a casa de tu Tío, que ya no nos llamaba a ninguno para trabajar en el libro, para que me la mostrara. No me la enseñó y pretendió que todo iba perfectamente. ¡No existía una pintura misteriosa por la que valiera la pena matar a un hombre ni nada parecido! Para que no me humillara de aquella manera, para que me tomara en serio, le confesé que había sido yo quien había matado a Maese Donoso y lo había arrojado a un pozo. Me tomó más en serio, pero continuó humillándome. Un padre no puede humillar a sus hijos. El Gran Maestro Osman se enfurecía con nosotros y nos pegaba, pero nunca nos humilló. Os habéis equivocado traicionándolo, hermanos míos.
Sonreí a mis hermanos, que observaban mis ojos tan atentamente como si escucharan mis últimas palabras en mi lecho de muerte. Como le ocurriría a un hermano que se estuviera muriendo, les veía cada vez más borrosos y como si se estuvieran alejando de mí.
– Maté al Tío por dos razones. Por forzar al Gran Maestro Osman a que imitara como un mono al ilustrador franco Sebastiano. Y porque en un momento de debilidad le pregunté si yo tenía un estilo.
– ¿Qué te respondió?
– Que sí. Pero, por supuesto, para él aquello no era un insulto sino un elogio. Recuerdo que de repente pensé avergonzado si para mí debía ser también un elogio. Por un lado veía el estilo como una cosa innoble, como un deshonor, pero por otro algo me reconcomía el corazón. Yo no quería un estilo, pero el Diablo me tentaba y además sentía curiosidad.
– En secreto todo el mundo quiere tener un estilo -dijo Negro insolente-. Y, como Nuestro Sultán, todo el mundo quiere que se pinte su retrato.
– ¿Es una enfermedad imposible de resistir? -pregunté-. Si se extiende ninguno de nosotros podrá oponerse a las maneras de los maestros francos.
Pero nadie me escuchaba: Negro estaba contando la historia del triste bey turcomano que fue desterrado por doce años a la Tierra China porque había anunciado demasiado pronto su amor por la hija del sha. Como no tenía un retrato de su amada, con la que soñó durante aquellos doce años, olvidó su rostro entre las bellezas de China y su pena de amor se transformó en una profunda prueba impuesta por Dios. Pero todos sabíamos que lo que estaba contando era su propia historia.
– Gracias a tu Tío todos hemos aprendido esa palabra: retrato -dije-. Si Dios quiere, algún día aprenderemos también a contar sin temor la historia de nuestra propia vida sin aparentar que se trata de otra.
– Todas las historias son las historias de todos -dijo Negro-. No son de nadie en concreto.
– Y todas las ilustraciones son las ilustraciones de Dios -dije yo completando los versos de Hatifi, el poeta de Herat-. Pero cuando se extiendan las maneras de los maestros francos todos considerarán una demostración de talento el contar las historias de los demás como si fueran las propias.
– Eso es justo lo que pretende el Diablo.
– ¡Dejadme ya! -grité con todas mis fuerzas-. Dejadme que vea por última vez el mundo.
Me invadió la confianza al ver que los había asustado.
Fue Negro el primero en recuperar la compostura:
– ¿Vas a sacar la última ilustración?
Le miré de tal manera que comprendió de inmediato que iba a obedecerlo y me soltó. Mi corazón comenzó a latir a toda velocidad.
Habréis adivinado hace mucho mi identidad, a pesar de que he estado intentando ocultarla. Con todo, no os asombréis de que me comporte como los antiguos maestros de Herat: ellos ocultaban sus firmas no para que no se supiera quiénes eran, sino por el respeto que les tenían a sus maestros y a las normas. Con un candil en la mano caminé excitado por entre las oscuras habitaciones del monasterio abriéndole paso a mi pálida sombra. ¿Había empezado a caer sobre mis ojos el telón de la negrura o realmente estaban tan oscuras aquellas habitaciones y antesalas? ¿Cuánto tiempo tenía antes de quedarme completamente ciego, cuántos días o semanas? Mi sombra y yo nos detuvimos entre los fantasmas de la cocina, recogimos unos papeles de un rincón limpio de un polvoriento armario y regresamos a toda prisa. Negro, precavido, me había seguido, pero no había traído consigo la daga. ¿Me apetecería, acaso, agarrar la daga antes de quedarme ciego y cegarle a él también?
– Me alegra poder ver esto una vez más antes de quedarme ciego -les dije orgulloso-. Quiero que también vosotros lo veáis. Miradlo.
Y así fue como a la luz del candil les mostré la última ilustración, que me había llevado de la casa del Tío la noche en que lo maté. Primero les observé contemplar con curiosidad y temor aquella pintura de doble página. Al volverme para contemplarla con ellos temblaba ligeramente. Tenía fiebre, ya porque me habían clavado un alfiler de turbante en los ojos o porque me arrebataba el éxtasis.
Las imágenes del árbol, del caballo, del Diablo, de la muerte, del perro y de la mujer que habíamos pintado a lo largo del último año en diversos rincones de aquella doble página habían sido distribuidas según el tamaño de acuerdo con las nuevas, aunque un tanto inexpertas, formas de composición del Tío, de tal manera que los marcos y la iluminación del difunto Maese Donoso ya no nos daban la impresión de que estuviéramos mirando la página de un libro, sino que era como si contempláramos el mundo entero por una ventana. En el centro de aquel mundo, en el lugar donde debería haber estado el retrato de Nuestro Sultán, estaba el mío, que observé momentáneamente con orgullo. Estaba un poco avergonzado porque tras días de borrar y rehacer, de mirarme al espejo y de esfuerzos inútiles no había conseguido parecerme demasiado; pero también sentía un irreprimible entusiasmo porque la pintura, la página, no sólo me situaba en el centro de todo un mundo, sino que, además, por una diabólica razón que no sabría explicar, también me mostraba más profundo, más complejo y más misterioso de lo que realmente era. Me habría gustado que mis hermanos ilustradores viesen ese entusiasmo, que lo entendieran, que lo compartieran conmigo. Estaba en el centro de todo, como un sultán o un rey, y además era yo mismo. Aquello me enorgullecía pero también me avergonzaba. Como ambas sensaciones se compensaban tranquilizándome, yo podía obtener un placer embriagador de mi nueva situación en la pintura. Pero para que el placer fuera completo todo, las arrugas de mi cara y mi ropa, las sombras, los granos y diviesos, mi barba y el tacto de la tela, debería estar completo y ser perfecto en todos los colores y hasta en el más mínimo de los detalles con la misma habilidad de los maestros francos.
En las caras de mis antiguos amigos veía, mientras observaban la pintura, un cierto miedo, asombro y ese inevitable sentimiento que nos corroe a todos: los celos. Además del furioso asco que les producía un hombre hundido en el pecado hasta el final, también me envidiaban temerosos.
– Durante las noches que pasé contemplando esta pintura a la luz del candil, noté por primera vez que Dios me había abandonado y que sólo el Diablo me mostraría su amistad en mi soledad -dije-. Si realmente estuviera en el centro del mundo, y es algo que deseo con mayor intensidad cada vez que miro la pintura, sé que a pesar de todas esas cosas hermosas que me rodean, a pesar incluso de la hermosa mujer que se parece a Seküre y de mis dos amigos derviches y de la belleza del rojo que domina la pintura, me sentiría aún más solo. No me preocupa tener una personalidad ni unas características propias ni que los demás se postren ante mí y me adoren, todo lo contrario, me gustaría.
– Entonces, ¿no estás arrepentido? -preguntó Cigüeña con el tono de quien acaba de salir del sermón del viernes.
– Me siento como si fuera el Diablo, pero no por haber matado a dos hombres, sino por haber hecho mi imagen de esta manera. Creo que los maté para poder hacerla. Pero la soledad que provoca mi nueva situación me resulta terrible. Imitar a los maestros francos sin haber alcanzado su habilidad esclaviza todavía más al ilustrador. Me gustaría poder librarme de eso. En realidad, vosotros mismos habéis comprendido que maté a esa pareja para que el taller siguiera como siempre, y, por supuesto, Dios también lo ha comprendido.
– Pero todo esto nos va a acarrear problemas todavía mayores -dijo mi querido Mariposa.
De repente agarré la muñeca del estúpido Negro, que seguía mirando la pintura, se la apreté ansioso con todas mis fuerzas hasta clavarle las uñas en la carne y se la retorcí. La daga, que sostenía sin dominarla, se le cayó de la mano. La recogí rápidamente del suelo.
– Además ya no vais a poder libraros de vuestros problemas entregándome a los torturadores -dije. Acerqué la punta agudísima de la daga a los ojos de Negro como si quisiera clavársela-. Dame el alfiler de turbante.
Me lo entregó con la mano sana y yo me lo guardé en el fajín. Clavé la mirada en sus ojos, que me miraban como los de un corderito.
– Me da mucha pena la hermosa Seküre porque al final no le quedó otro remedio que casarse contigo -dije-. Si no me hubiera visto obligado a matar a Maese Donoso para libraros de problemas, se habría casado conmigo y habría sido feliz. Yo soy quien mejor ha entendido las historias que nos contaba su padre de los maestros francos y las habilidades que nos describía. Por eso, prestad atención a esto último que tengo que deciros: he comprendido que ya no hay lugar aquí para los maestros ilustradores que pretendemos vivir de nuestro talento con honor. Si intentamos imitar a los maestros francos, como querían el difunto Tío y Nuestro Sultán, nos veremos limitados, si no es por gente como Maese Donoso y los erzurumíes, por el cobarde que vive en nosotros y que tanta razón tiene, y seremos incapaces de seguir hasta el final. Y si atendemos a las tentaciones del Diablo e intentamos llegar hasta el fin y pretendemos hacernos con un estilo y una personalidad a la manera de los francos traicionando todo nuestro pasado, no podremos conseguirlo, de la misma manera que a mí no me han bastado ni mis conocimientos ni mi talento para hacer esa imagen mía. Hace mucho que todos lo sabemos aunque no le demos importancia, pero volví a comprender una vez más, gracias a lo primitiva que resultó mi pintura, a que ni siquiera conseguí parecerme a mí mismo correctamente, que la habilidad de los maestros francos es algo que lleva siglos aprender. Si el señor Tío hubiera terminado su libro y se lo hubiera enviado, los maestros pintores venecianos se habrían reído de nosotros y sus risas se le habrían contagiado al Dux de Venecia, eso es todo. Habrían dicho que los otomanos habían dejado de ser otomanos y ya no nos habrían temido. ¡Qué bueno sería si pudiéramos seguir el camino de los maestros antiguos! Pero eso es algo que nadie quiere, ni Su Majestad Nuestro Sultán, ni el señor Negro, apenado porque no tiene un retrato de su querida Seküre. Así pues, ¡tomad asiento e imitad durante siglos las maneras de los francos! Firmad con orgullo vuestras imitaciones. Los antiguos maestros de Herat, mientras intentaban pintar el mundo tal y como Dios lo veía, no firmaban para ocultar que poseían una personalidad. Vosotros firmaréis para ocultar que no la tenéis. Pero hay otra salida, que quizá haya llamado también a vuestras puertas pero me la estéis ocultando: Ekber, el sultán de la India, está repartiendo amor y oro a manos llenas para reunir en torno a sí a los mejores ilustradores del mundo. Ahora es seguro que el libro que se preparaba para el milenario del Islam no lo terminaremos aquí, en Estambul, sino en los talleres de Agrá.
– Para que un ilustrador pueda convertirse en alguien tan presuntuoso como tú, ¿tiene que ser antes asesino? -preguntó Cigüeña.
– Basta con ser el de mayor talento y de habilidades más notables -le respondí sin prestarle demasiada atención.
A lo lejos un gallo vanidoso cantó dos veces. Recogí mis atadillos y mi oro y coloqué mis cuadernos de modelos y las pinturas en el cartapacio. Se me estaba pasando por la cabeza que podría matarlos uno a uno con la daga cuya aguda punta mantenía hacia la garganta de Negro, pero ahora sentía incluso mayor cariño por mis compañeros de infancia, con los que había estado desde los lejanos tiempos de nuestro aprendizaje, hasta por Cigüeña, que me había clavado en los ojos el alfiler de turbante.
El querido Mariposa se puso en pie pero logré que volviera a sentarse con un grito que lo asustó. Aquello me hizo confiar en que lograría salir sano y salvo del monasterio, así que me di prisa y cuando cruzaba la puerta les dije impaciente la pretenciosa frase que tenía preparada:
– Esta fuga mía de Estambul se parece a la de Ibni Sakir huyendo de la Bagdad invadida por los mongoles.
– Entonces no deberías ir a Oriente, sino a Occidente -me respondió Mariposa, envidioso.
– Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios -le contesté en árabe como el difunto Tío.
– Pero el Oriente es el Oriente y el Occidente es el Occidente -replicó Negro.
– Un ilustrador no debería ser tan vanidoso -dijo Mariposa-. Sólo debería pintar como le sale de dentro en lugar de preocuparse sobre el Oriente y el Occidente.
– Eso es tan cierto -le respondí a mi querido Mariposa-, que me apetece besarte.
Pero no había dado siquiera un par de pasos hacia él cuando Negro se me echó encima hábilmente. Tenía ocupada una mano con el atado con mi ropa y el oro y llevaba bajo el brazo el cartapacio lleno de pinturas. Con la intención de protegerlas, no lo eludí. Le dejé que me agarrara el brazo con el que sostenía la daga. Pero no tuvo demasiada suerte, tropezó con un atril, perdió el equilibrio por un instante y en lugar de agarrarme el brazo, se quedó colgado de él. Me deshice de él pateándole con todas mis fuerzas y mordiéndole los dedos. Aulló temiendo por su vida. Ahora le pisé la mano hasta hacerle daño y les grité a los otros dos amenazándolos con la daga:
– ¡Sentaos donde estáis!
Se sentaron. Le metí a Negro la punta de la daga en la nariz como hacía Keykavus en la leyenda. Cuando comenzó a sangrar le brotaron lágrimas de dolor de los implorantes ojos.
– Ahora dime. ¿Voy a quedarme ciego?
– Según la leyenda hay a quien se le coagula la sangre en los ojos y a quien no. Si Dios está satisfecho de tu pintura, te dará Su excelsa oscuridad para poder tenerte a su servicio. Entonces no verás ya este mundo miserable, sino el maravilloso espectáculo que El ve. Si no está satisfecho de tu pintura, seguirás viendo como hasta ahora.
– Haré mi auténtica pintura en tierras de la India -le respondí-. Todavía no he hecho la ilustración por la que Dios podría juzgarme.
– No te hagas demasiadas ilusiones creyendo que vas a huir de las maneras de los francos -dijo Negro-. ¿Sabías que Ekber Jan anima a todos los ilustradores a que firmen sus obras? Los jesuitas portugueses hace ya mucho que han llevado hasta allí la pintura de los francos y sus maneras. Están por todas partes.
– Siempre hay algo que hacer y un lugar en el que refugiarse para los que quieren permanecer puros.
– Sí, quedarse ciego y escapar a países que no existen -intervino Cigüeña.
– ¿Por qué quieres permanecer puro? -me preguntó Negro-. Quédate con nosotros y únete a los demás.
– Se pasarán la vida imitando a los francos para tener un estilo personal. Y nunca tendrán un estilo personal porque estarán imitando a los francos.
– Es lo único que podemos hacer -respondió Negro deshonrosamente.
Por supuesto, su única felicidad no era la pintura, sino la bella Seküre. Saqué la punta sanguinolenta de la daga de la sangrante nariz de Negro y la alcé sobre su cabeza, como un verdugo que se prepara a decapitarle con su espada.
– Si quisiera, ahora mismo te cortaría la cabeza -dije proclamando lo evidente-. Pero también puedo perdonarte por los hijos y la felicidad de Seküre. Pórtate bien con ella, no como un animal ignorante. ¡Prométemelo!
– Te lo prometo.
– Te doy a Seküre por esposa.
Pero mi brazo hizo exactamente lo contrario de lo que salía de mis labios. Dejé caer la daga con todas mis fuerzas sobre Negro.
En el último momento, tanto porque él se movió como porque yo desvié la dirección del golpe, la daga no le dio en el cuello sino en el hombro. Miré con horror lo que mi brazo había hecho por sí solo. Cuando saqué la daga, el lugar donde se había clavado en la carne se cubrió con un rojo purísimo. Mi acción me dio miedo y me avergonzó. Pero sabía que si dentro de poco me quedaba ciego en el barco, navegando quizás por los mares de Arabia, no tendría conmigo a ninguno de mis compañeros ilustradores para vengarme.
Cigüeña, que temía en buena lógica que le hubiera llegado a él el turno, huyó hacia adentro, hacia las habitaciones oscuras. Acompañado por mi sombra corrí tras él con la lámpara en la mano, pero tuve miedo y di media vuelta. Lo último que hice fue darle un beso a Mariposa y despedirme de él. No lo pude besar tan de corazón como me habría gustado porque el olor a sangre se había interpuesto entre nosotros. Vi que se le saltaban las lágrimas.
Salí del monasterio en medio de un silencio mortal sólo interrumpido por los gemidos de Negro. Me alejé corriendo del húmedo y fangoso jardín y del oscuro barrio. El barco que me llevaría al taller de Ekber Jan soltaría amarras después de la oración del amanecer y a esa hora saldría desde el muelle de Kadirga la última barca que llevaba a él.
Mientras cruzaba Aksaray silencioso como un ladrón, vi que en el horizonte aparecía imprecisa la naciente luz del día. Frente a la primera fuente de barrio que me salió al paso, situada entre callejuelas, estrechos pasajes y muros, estaba la casa de piedra en la que había pasado la noche del día en que vine por primera vez a Estambul hace veinticinco años. Allí, por el hueco de la puerta abierta del patio, vi el pozo al que había querido tirarme a medianoche con el sentimiento de culpabilidad de los once años cuando me oriné dormido en la cama que había dispuesto para mí el pariente lejano que me había alojado tan generosamente y con tanta bondad hacía veinticinco años. Hasta llegar a Beyazit me saludaron respetuosamente, a mí y a mis lágrimas, la relojería a la que tantas veces había ido para que repararan los engranajes rotos de mi reloj, la tienda de botellas en la que compraba los candiles lisos de cristal de roca y las copas para jarabe que decoraba para vender bajo mano a los elegantes y las botellas de cristal en las que pintaba flores, así como los baños a los que en cierta época tanto iba porque eran baratos y nunca había nadie.
Tampoco había nadie por donde estaba el café destruido y quemado ni en la casa de Seküre, a la que deseaba felicidad de todo corazón junto a su nuevo esposo, aunque quizá estuviera muriéndose en ese preciso instante. Todos los perros de Estambul, los árboles oscuros, las ventanas ciegas, los laboriosos e infelices madrugadores que corrían a la oración del amanecer y los fantasmas, que en los días posteriores a que me manchara las manos de sangre siempre me habían observado con hostilidad mientras caminaba por las calles, ahora me miraban amistosos una vez que había confesado mis crímenes y que había decidido abandonar la ciudad de mi vida.
Contemplé el Cuerno de Oro desde una colina después de pasar la mezquita de Beyazit: el horizonte se iba iluminando pero el agua aún estaba oscura. Dos barcas de pesca, los barcos de carga con las velas recogidas y una galera olvidada se balanceaban despacio con olas invisibles y me decían: «No te vayas, no te vayas». ¿Me brotaban lágrimas de los ojos por el alfiler que me habían clavado? Me dije, ¡sueña con la vida maravillosa que vas a vivir en la India con los prodigios fruto de tu talento!
Me aparté del camino, crucé a todo correr dos jardines llenos de barro y me refugié junto a una casa de piedra rodeada de plantas. Era la casa a la que en mis años de aprendiz iba cada martes para recoger en la puerta al Maestro Osman y para llevarle al taller, dos pasos por detrás de él, la bolsa, el cartapacio, la caja de cálamos y el tablero de escritura. Nada había cambiado allí, pero los plátanos del jardín y de la calle habían crecido de tal manera que una sensación de suntuosidad, poder y riqueza que recordaba a los tiempos del sultán Solimán se había apoderado de la casa y la calle.
Como el camino que bajaba al puerto estaba cerca, hice caso a las tentaciones del Diablo y me dejé arrastrar por el deseo de ver por última vez los arcos del edificio del taller de ilustradores en el que había pasado veinticinco años de mi vida. Así pues, seguí el camino que cuando era aprendiz recorría cada martes caminando detrás del Maestro Osman, pasé por la calle de los Arqueros, cuyos tilos olían embriagadoramente en primavera, ante el horno en el que mi maestro compraba pasteles de carne, por la cuesta en la que se alineaban los pordioseros a los pies de los membrillos y los castaños, ante las rejas cerradas del mercado nuevo, ante la barbería cuyo dueño saludaba cada mañana a mi maestro, junto al bosque en el que cada verano los saltimbanquis montaban sus tiendas y hacían sus funciones, bajo apestosas habitaciones para solteros y acueductos bizantinos que olían a moho, junto al palacio de Ibrahim Bajá, la columna serpentina que había pintado cientos de veces y el plátano que siempre pintábamos de una manera distinta y salí al Hipódromo pasando bajo castaños y moreras en los que piaban los gorriones y graznaban las urracas que se refugiaban en ellos por las mañanas.
La pesada puerta del taller estaba cerrada. No había nadie ni en ella ni en el pasaje abovedado de arriba. Sólo pude mirar por un instante, y lleno de inquietud, los postigos cerrados de la minúscula ventana por la que contemplábamos los árboles cuando estábamos a punto de reventar de aburrimiento en nuestros años de aprendices, cuando en ese momento alguien me detuvo.
Tenía una voz chirriante y chillona que hería los oídos. Decía que la daga sanguinolenta con la empuñadura de rubíes que tenía en la mano le pertenecía y que su sobrino Sevket y su madre habían conspirado para robársela de su casa. Aquello era una prueba de que yo era uno de los hombres de Negro que habían asaltado esa noche su casa y habían secuestrado a Seküre. Aquel tipo airado, sabelotodo y de voz chillona también sabía que Negro y sus compañeros ilustradores regresarían al taller. Tenía una larga espada que brillaba con extraño rojo, muchas cuentas que por alguna extraña razón había decidido ajustar conmigo y otras tantas historias que contar. Iba a decirle que se trataba de un malentendido pero vi la increíble rabia de su rostro. También vi en su rostro que se disponía a cargar para matarme con todo su odio. Me habría gustado decirle «Por Dios, detente».
Pero, de hecho, ya estaba cargando.
Yo sólo pude levantar la mano con que sostenía mi atadillo sin que ni siquiera me diera la oportunidad de volver la daga hacia él.
El atadillo salió volando. La espada roja, sin detenerse, me cortó primero la mano y luego el cuello de un lado a otro, decapitándome.
Comprendí que me había decapitado por cómo mi pobre cuerpo me abandonó y dio dos pasos extraños aturdido, por su manera de sacudir estúpidamente la daga y por cómo se desplomó lanzando chorros de sangre por el cuello. Mis pobres pies, que seguían intentando caminar por sí solos, patearon en vano como un triste caballo que cocea justo antes de morir.
Desde el barro en el que había caído mi cabeza ni podía ver a mi asesino ni el atado lleno de monedas de oro y de pinturas que me habría gustado sujetar todavía con todas mis fuerzas. Se habían quedado en la dirección de mi nuca, en la parte de la cuesta que bajaba al mar y al muelle de Kadirga, a donde ya nunca llegaría. Mi cabeza ya nunca se volvería a mirarlos a ellos ni al resto del mundo. Los ignoré y pensé en lo que mi cabeza quería.
Lo que estaba pensando justo antes de que la espada me cortara la cabeza es lo siguiente: el barco saldría de Kadirga; ese hecho se unía en mi mente a una orden para que me diera prisa; y a aquello se añadía el recuerdo de mi madre diciéndome «Date prisa» cuando era pequeño. Madre, me duele el cuello y nada se mueve.
Así que esto es a lo que llaman la muerte.
Pero sabía que todavía no estaba muerto. Mis pupilas agujereadas no se movían, pero podía ver perfectamente por mis ojos abiertos.
Lo que veía desde el suelo llenaba mis pensamientos. El camino subía en una ligera cuesta. El muro del taller, su arco, su tejado, el cielo. Y así seguía.
Me parecía que aquel momento de observación se alargaba sin cesar y comprendí que ahora el hecho de ver se había transformado en un cierto recordar. Entonces se me vino a la cabeza lo que sentía antiguamente cuando contemplaba una hermosa ilustración durante horas: si la miras lo suficiente, tu mente entra en el tiempo de la pintura.
Ahora todos los tiempos se habían convertido en ése.
Era como si nadie me viera y como si mientras mis pensamientos se desvanecían mi cabeza fuera a estar años en el barro contemplando aquella triste cuesta, los muros de piedra y las moreras y los castaños que había poco más allá, inalcanzables.
De repente aquella espera infinita me resultó tan dolorosa y tan aburrida que quise abandonar el presente.