Capítulo diez

Una mañana, bastantes meses después, cuando estábamos guardando las enaguas ro -las ligeras de gasa de seda para la estación cálida- y sacando las hitoe -las de entretiempo, que van sin forrar-, me llegó de pronto un hedor tan horrible al cruzar el vestíbulo que tiré al suelo el montón de ropa que llevaba entre los brazos. El olor procedía del cuarto de la Abuela. Corrí escaleras arriba a buscar a la Tía, porque enseguida me di cuenta de que tenía que haber pasado algo terrible. La Tía bajó las escaleras lo más rápido que le permitía su cojera y cuando entró en el cuarto de la Abuela la encontró muerta en el suelo. Había muerto de la forma más extraña que se pueda imaginar.

La Abuela tenía la única estufa eléctrica de la okiya. La usaba todas las noches, salvo en verano. Ya había empezado septiembre, por eso estábamos guardando la ropa ligera de verano, y la Abuela había empezado a usar la estufa de nuevo. Esto no quiere decir que el tiempo fuera necesariamente frío; cambiábamos de una ropa a otra conforme al calendario, no a la temperatura que hacía fuera, y la Abuela utilizaba su estufa del mismo modo. Estaba muy apegada a ella, probablemente porque había pasado muchas noches en su vida muerta de frío.

Todas las mañanas, la Abuela desenchufaba la estufa y le enrollaba el cable alrededor antes de retirarla a una esquina del cuarto. Con el tiempo, el metal caliente terminó quemando la camisa del cable, de modo que éste entró en contacto con el metal, y el aparato entero se electrificó. La policía dijo que cuando la Abuela fue a tocar la estufa aquella mañana debió de quedarse paralizada al momento, incluso es posible que muriera directamente. Al caer al suelo, su cara quedó atrapada en la superficie de metal caliente. De ahí aquel olor espantoso. Por suerte, no la vi muerta, salvo las piernas que estaban a la vista desde la puerta y parecían unas ramas de árbol muy finas envueltas en seda arrugada.


Las dos semanas siguientes a la muerte de la Abuela tuvimos un trajín inimaginable, no sólo para limpiar la casa a fondo -en la religión shinto, la muerte es lo más impuro que puede suceder-, sino también disponiendo las velas, las bandejas de comida, los farolillos a la entrada, las mesitas del té, las bandejas para el dinero que traían los visitantes, y todas esas cosas. Estuvimos tan ocupadas que una noche la cocinera cayó enferma y tuvieron que llamar al médico; resultó que el único problema era que la noche anterior no había dormido más de dos horas, no se había sentado en todo el día y había tomado un tazón de sopa por toda comida. Me sorprendió ver a Mamita gastar dinero casi sin contención -encargando que se cantaran sufras en nombre de la Abuela en el Templo de Gion, comprando arreglos de capullos de loto en las pompas fúnebres, y todo ello en plena Depresión-. Al principio me preguntaba si su forma de actuar era una especie de demostración del cariño que sentía por la Abuela; pero más tarde me di cuenta de lo que significaba en realidad: prácticamente todo Gion pasaría por nuestra okiya, a fin de presentar a la Abuela sus últimos respetos, y asistiría a la ceremonia fúnebre que tendría lugar una semana después en el templo. Mamita tenía que ofrecer el espectáculo que todos esperaban.

Durante unos días realmente todo Gion pasó por nuestra okiya, o eso pareció; y tuvimos que ofrecerles té y dulces a todos. Mamita y la Tía recibieron a las dueñas de varias casas de té y okiyas, y a cierto número de criadas que habían conocido a la Abuela, así como tenderos, peluqueros y fabricantes de pelucas, la mayoría de los cuales eran hombres; y, por supuesto, a docenas y docenas de geishas. Las geishas de más edad conocían a la Abuela de sus días de geisha, pero las más jóvenes no habían oído ni siquiera hablar de ella; venían por respeto a Mamita, o, en algunos casos, porque tenían algún tipo de relación con Hatsumono.

Mi tarea durante esos agitados días consistía en hacer pasar a las visitas a la sala, en donde Mamita y la Tía las esperaban. Era una distancia de sólo unos cuantos escalones; pero las visitas no se hubieran atrevido a entrar solas, y además tenía que localizar a qué cara correspondía cada par de zapatos, pues mi tarea era llevarlos a la casita de las criadas para que no entorpecieran en la entrada, y luego devolvérselos en el momento adecuado, cuando se iban. Al principio lo pasé fatal. No podía mirar fijamente a los ojos de las visitas sin parecer grosera, pero un simple vistazo a su cara no me bastaba para recordarla. Enseguida aprendí a fijarme en el kimono que llevaban.

Hacia la segunda o tercera tarde se abrió la puerta y entró un kimono que me sorprendió y me pareció el más hermoso de los que había visto a cualquiera de las visitas. Era oscuro, como correspondía a la ocasión: un sencillo vestido negro con una cenefa en el bajo, pero el estampado de ésta, de hierbas verdes y doradas era tan suntuoso que de pronto me encontré imaginando lo sorprendidas que se quedarían las mujeres y las hijas de los pescadores de Yoroido al ver una cosa así. Una doncella acompañaba a nuestra visitante, lo que me hizo pensar que tal vez era la dueña de una casa de té o de una okiya, pues muy pocas geishas se podían permitir este gasto. Yo aproveché que ella se detuvo a mirar el pequeño altar shinto de nuestro portal para mirar a hurtadillas su cara. Era un óvalo tan perfecto que enseguida se me vino a la cabeza un pergamino que había en el cuarto de la Tía con un dibujo a tinta de una cortesana del periodo Heian, es decir, de hace mil años. No era una mujer tan llamativa como Hatsumono, pero sus rasgos eran tan perfectos que no tardé en empezar a sentirme aún más insignificante de lo normal. Y entonces, de pronto, me di cuenta de quién era aquella mujer.

Mameha, la geisha cuyo kimono me había obligado a estropear Hatsumono.

Lo que le había sucedido a su kimono no era realmente culpa mía; pero con todo habría dado el vestido que llevaba por no tropezarme con ella. Bajé la cabeza, para ocultar la cara, mientras las hacía pasar a ella y a su doncella a la sala. No creía que fuera a reconocerme, pues estaba segura de que no me había visto la cara cuando fui a devolver el kimono; y aunque me la hubiera visto, habían pasado dos años desde entonces. La doncella que la acompañaba no era la misma joven a la que se le habían llenado los ojos de lágrimas al entregarle yo el kimono. Aun así sentí un gran alivio cuando tras una reverencia las dejé en la sala.

Veinte minutos después, cuando Mameha y su doncella dieron por terminada la visita, fui a buscarles los zapatos y los dispuse en el escalón de la entrada, sin levantar la cabeza y sintiéndome exactamente igual de nerviosa que antes. Cuando la doncella abrió la puerta, tuve la sensación de que mi suplicio había llegado a su fin. Pero en lugar de salir, Mameha se quedó allí parada. Empecé a preocuparme; y con los nervios, debió de romperse la comunicación entre mis ojos y mi cabeza, porque, aunque sabía que no debía hacerlo, levanté la vista. Me quedé espantada al comprobar que Mameha me estaba observando fijamente.

– ¿Cómo te llamas, pequeña? -dijo, en un tono que a mí me pareció severo.

Le dije que me llamaba Chiyo.

– Ponte de pie, Chiyo. Quiero echarte un vistazo.

Me puse de pie como me pedía; pero si hubiera sido posible hacer que mi cara se encogiera hasta desaparecer, o se auto absorbiera como quien absorbe un espagueti, estoy segura de que lo habría hecho.

– Pero ¿qué te pasa? Quiero echarte un vistazo -dijo-. Parece que te estás contando los dedos de los pies.

Levanté la cabeza, pero no los ojos, y entonces Mameha dejó escapar un profundo suspiro y me ordenó que la mirara.

– ¡Qué ojos tan extraños! -dijo-. Pensé que había visto mal. ¿De qué color dirías que son, Tatsumi?

Su doncella volvió a entrar y me miró:

– Azul plomo, señora -contestó.

– Eso es exactamente lo que habría dicho yo. ¿Cuántas chicas crees tú que habrá en Gion con unos ojos como éstos?

No sabía si Mameha me estaba hablando a mí o a Tatsumi, pero ninguna de las dos respondió. Me miraba con una expresión peculiar en el rostro: concentrada en algo, me pareció. Y luego para mi gran alivio, se excusó y salió.


El funeral de la Abuela tuvo lugar una semana después, en una mañana que el adivino consideró propicia. Después del funeral, empezamos a restaurar en la okiya el orden acostumbrado, pero con algunos cambios. La Tía se mudó al piso de abajo, a la habitación que había sido de la Abuela; y Calabaza -que iba a empezar en breve su aprendizaje de geisha- ocupó la habitación del segundo piso que había sido de la Tía. Además, a la semana siguiente llegaron dos nuevas criadas, ambas de mediana edad y muy enérgicas. Puede parecer extraño que Mamita añadiera criadas cuando la familia era ahora menor en número; pero, en realidad, la okiya siempre había tenido menos personal del necesario, porque la Abuela no soportaba que hubiera mucha gente a su alrededor.

El último cambio fue que a Calabaza la liberaron de todas sus tareas. Se le dijo que debía empezar a aprovechar el tiempo practicando las diversas artes de las que iba a depender su vida profesional. Por lo general, a las chicas no se les daban tantas oportunidades de practicar, pero la pobre Calabaza era muy torpe y necesitaba más tiempo. Yo lo pasaba fatal viéndola tocar el shamisen arrodillada en la pasarela durante horas, sacando la lengua, como si quisiera lamerse la mejilla. Me sonreía cuando nuestras miradas se cruzaban; y, en realidad, su disposición hacia mí era de lo más dulce y amable. Pero yo ya empezaba a encontrar difícil de arrastrar en mi vida la carga de la paciencia, esperando que se entreabriera una pequeña puerta que podría no abrirse nunca, y que ciertamente sería la única oportunidad que se me ofrecería. Ahora tenía que ver cómo la puerta se abría de par en par delante de otra persona. Algunas noches, recostada en el futón antes de dormirme, sacaba el pañuelo que me había dado aquel Presidente y olía su rico aroma de talco. Alejaba de mi mente todo salvo la imagen de él y la sensación del tibio sol en mi rostro y el tacto del muro de piedra donde me había sentado el día que lo conocí. Era mi bodhisattva, que me protegería con sus mil brazos. No podía imaginarme cómo me llegaría esta ayuda, pero rogaba para que me llegara.

Hacia el final del primer mes después de la muerte de la Abuela, una de las criadas nuevas me vino a buscar un día y me dijo que me esperaba alguien en la puerta. Era una calurosa tarde de octubre, demasiado calurosa para la estación, y estaba empapada de sudor después de haber estado limpiando el tatami del nuevo cuarto de Calabaza, que hasta hacía poco había sido el de la Tía. Calabaza tenía la manía de subirse galletas de arroz a su dormitorio, de modo que tenía que limpiar los tatamis con mucha frecuencia. Me limpié la cara con una toalla húmeda lo más rápido que pude y me lancé escaleras abajo. En el portal me esperaba una joven vestida con un kimono como de doncella. Me arrodillé con una inclinación de cabeza. Sólo cuando la miré por segunda vez me di cuenta de que era la doncella que había acompañado a Mameha a nuestra okiya unas semanas antes. Me dio mucha pena volver a verla allí. Estaba segura de que me había metido en algún lío. Pero cuando ella me hizo un gesto para que saliera del portal, me calcé y la seguí hasta la calle.

– ¿Te envían de vez en cuando a hacer recados, Chiyo? -me preguntó.

Había pasado tanto tiempo desde que había intentando escapar que ya no estaba confinada en la okiya. No tenía ni idea de por qué lo preguntaba; pero le dije que sí.

– Bien -dijo-. Consigue que te envíen mañana a las tres y reúnete conmigo en el puentecillo que cruza el arroyo Shirakawa.

– Sí, señorita -dije yo-, pero ¿le puedo preguntar para qué?

– Ya lo descubrirás mañana, ¿no? -me contestó, arrugando la nariz; lo que me hizo sospechar si no se estaría burlando de mí.


No me agradaba para nada que la doncella de Mameha me hubiera pedido que la acompañara donde fuera -probablemente a ver a Mameha, pensaba yo, para que me regañara por lo que había hecho-. Pero aunque no me agradaba, al día siguiente hablé con Calabaza y le pedí que me enviara a hacer un recado que no fuera necesario hacer realmente. Le preocupaba buscarse líos, hasta que le prometí que encontraría la manera de pagárselo. Así que a las tres, cuando yo estaba en el patio, me llamó a voces.

– Chiyo-san, ¿podrías salir a comprarme unas cuerdas nuevas para el shamisen y unas revistas de Kabuki que necesito? -le habían dicho que leyera revistas de teatro por el bien de su educación. Luego la oí decir aún más alto-: ¿Te parece bien, Tía? -pero la Tía no contestó, porque estaba en el piso de arriba echando una siesta.

Salí de la okiya y caminé siguiendo el arroyo hasta que llegué al puentecillo que cruza a la parte de Gion llamada Motoyoshi-cho. Con aquel tiempo tan cálido y maravilloso, había bastantes hombres y geishas paseando y admirando los cerezos llorones, cuyos zarcillos decoraban la superficie del agua. Mientras esperaba junto al puente, vi a un grupo de turistas extranjeros que estaban visitando el famoso distrito de Gion. No eran los primeros extranjeros que veía en Kioto, pero ciertamente me parecieron muy raras aquellas mujeres de grandes narices y cabellos de brillantes colores, vestidas con faldas largas; y los hombres tan altos y resueltos, haciendo sonar sus tacones en los adoquines. Uno de los hombres me señaló y dijo algo en una lengua extranjera, y todos se volvieron a mirarme. Me sentí tan avergonzada que fingí que había visto algo en el suelo y me agaché para ocultarme.

Finalmente apareció la doncella de Mameha; y tal como me había temido, me condujo sobre el puente y a lo largo del arroyo hasta el mismo portal donde Hatsumono y Korin me habían dado el kimono y ordenado que subiera a entregarlo. Me parecía terriblemente injusto que ese mismo incidente estuviera a punto de causarme aún más problemas, y después de tanto tiempo. Pero cuando la doncella abrió la puerta, entré sin resistirme a la luz grisácea de las escaleras. Al llegar arriba, ambas nos descalzamos y penetramos en el apartamento.

– Chiyo la espera, señora -gritó la doncella.

Entonces oí a Mameha decir desde un cuarto en el interior:

– De acuerdo; muchas gracias, Tatsumi.

La joven me condujo a una mesa dispuesta al lado de una ventana abierta, donde me arrodillé en uno de los cojines e intenté no parecer nerviosa. No mucho después apareció otra doncella con una taza de té -pues, al parecer, Mameha no tenía una sola doncella, sino dos-. Ciertamente no esperaba que me sirvieran té; y, en realidad, no me había sucedido nada igual desde que había cenado en la casa del Señor Tanaka hacía varios años. Le di las gracias con una inclinación de cabeza y bebí unos sorbitos, para no parecer grosera. Luego me encontré esperando sentada durante un buen rato, sin nada que hacer salvo escuchar el sonido del agua cayendo por la pequeña cascada del arroyo Shirakawa, que no es más alta que la rodilla de un hombre.

El apartamento de Mameha no era grande, pero era extremadamente elegante, con hermosos tatamis, obviamente nuevos, pues conservaban todavía el precioso brillo amarillo verdoso y el olor de la paja fresca. Si alguna vez te has fijado en un tatami, habrás visto que el borde está rematado con una tira de tela, que por lo general suele ser algodón o lino oscuro; pero estos estaban rematados con una tira de seda estampada en verde y dorado. No muy lejos, en la alcoba, había colgado un pergamino escrito con una hermosa caligrafía, que resultó ser un regalo que el famoso calígrafo Matsudaira Koichi le había hecho a Mameha. Bajo éste, en el zócalo de madera de la alcoba, había unas ramas de cornejo en flor dispuestas sobre un plato de forma irregular de un negro brillante craquelado. Lo encontré muy original, pero en realidad se lo había regalado a Mameha ni más ni menos que el gran ceramista Yoshida Sakuhei, el maestro sin igual de la cerámica setoguro, que en los años que siguieron la II Guerra Mundial se convirtió en un Tesoro Nacional en Carne y Hueso.

Por fin Mameha salió del cuarto interior exquisitamente vestida con un kimono color crema estampado de aguas en el bajo. Me levanté, me volví hacia ella e hice una profunda reverencia sobre los tatamis, mientras ella se dirigía a la mesa. Cuando llegó, se puso de rodillas frente a mí, bebió un sorbo del té que la doncella le trajo y me dijo:

– A ver… Chiyo, ¿no? ¿Por qué no me cuentas cómo te las has apañado para salir de tu okiya esta tarde? Estoy segura de que a la Señora Nitta no le gusta que sus criadas anden por ahí dedicadas a sus asuntos en medio del día.

No había esperado que me hiciera una pregunta de este tipo. No se me ocurría qué decir, aunque sabía que sería grosero no responder. Mameha se limitó a dar unos sorbitos a su té y me miró con una expresión benévola en su perfecta cara oval. Por fin dijo:

– Crees que te he llamado para regañarte. Pero sólo me interesa saber si te has metido en algún lío por venir aquí -me sentí aliviada al oír estas palabras.

– No señora -contesté-. Se supone que he salido a buscar revistas de Kabuki y cuerdas de shamisen.

– ¡Oh, bien, bien! Tengo mucho de eso -dijo, y luego llamó a la doncella y le dijo que las trajera y las pusiera en la mesa delante de mí-. Cuando vuelvas a la okiya, llévatelas, y así nadie se preguntará dónde has estado. Ahora, dime. Cuando fui a dar el pésame a tu okiya, vi a otra chica de tu edad.

– Debía de ser Calabaza. ¿Con la cara muy regordeta?

Mameha me preguntó por qué la llamaba Calabaza, y cuando se lo expliqué soltó una carcajada.

– ¿Y cómo se llevan esa Calabaza y Hatsumono?

– Bien, señora -contesté yo-. Supongo que Hatsumono no le presta más atención de la que le prestaría a una hoja que revoloteara por el patio.

– ¡Qué poético… una hoja revoloteando por el patio! ¿Y a ti también te trata así?

Abrí la boca para hablar, pero la verdad es que no sabía qué decir. Sabía muy poco de Mameha, y me pareció impropio hablar mal de Hatsumono con alguien ajeno a nuestra okiya. Mameha pareció leer mis pensamientos, pues me dijo:

– No tienes que contestar. Sé perfectamente cómo te trata Hatsumono: más o menos como una serpiente a su siguiente presa, diría yo.

– ¿Y quién se lo ha dicho, señora, si me permite preguntárselo?

– Nadie me lo ha dicho -respondió ella-. Hatsumono y yo nos conocemos desde que yo tenía seis años y ella nueve. Cuando has visto a alguien portarse mal durante tanto tiempo, saber cuál será su siguiente fechoría no tiene mucho secreto.

– No sé qué he hecho para que me odie como me odia -dije.

– Hatsumono no es más difícil de entender que un gato. Un gato es feliz mientras está tumbado al sol sin otros gatos a su alrededor. Pero si pensara que alguien está rondando junto a su plato de comida… ¿Te ha contado alguien la historia de cómo Hatsumono echó de Gion a la joven Hatsuoki?

Le dije que nadie me lo había contado.

– Qué chica tan atractiva era Hatsuoki -empezó Mameha-. Y una buena amiga, también. Ella y Hatsumono eran hermanas. Es decir, habían sido enseñadas por la misma geisha, en su caso la gran Tomihatsu, que por entonces ya era casi una anciana. A tu Hatsumono nunca le gustó la joven Hatsuoki, y cuando las dos estaban aprendiendo, no soportaba tenerla de rival. Así que empezó a difundir el rumor por todo Gion de que Hatsuoki había sido sorprendida una noche en la vía pública en una actitud impropia con un policía. Por supuesto no había ninguna verdad en ello. Nadie la habría creído si hubiera ido ella misma contando la historia por todo Gion. Todos sabían los celos que Hatsumono tenía de Hatsuoki. Conque hizo lo siguiente: siempre que se encontraba con alguien muy borracho -una geisha, o una doncella o incluso un hombre de visita en Gion, no importaba- le susurraba la historia aquella que se había inventado sobre Hatsuoki, de tal forma que al día siguiente la persona que la había oído no recordaba que Hatsumono había sido la fuente. La reputación de la pobre Hatsuoki no tardó en quedar peligrosamente dañada; y Hatsumono no encontró ninguna dificultad para poner en práctica unas cuantas de sus triquiñuelas y echarla.

Sentí un extraño alivio al enterarme de que alguien más aparte de mí había sido monstruosamente tratado por Hatsumono.

– No soporta tener rivales -continuó diciendo Mameha-. Por eso te trata así.

– No creo que Hatsumono me vea como una rival, señora -dije-. Soy tanto su rival como un charco lo es del océano.

– Tal vez no en las casas de té de Gion. Pero en tu okiya… ¿No encuentras raro que la Señora Nitta no haya adoptado a Hatsumono? La okiya Nitta debe de ser la okiya sin heredera más rica de Gion. Adoptándola, la señora Nitta no sólo solucionaría ese problema, sino que también todas las ganancias de Hatsumono quedarían en la okiya, sin que hubiera que pagarle a ella un solo sen. ¡Y Hatsumono es una geisha célebre! Se diría que si la Señora Nitta, a quien le gusta el dinero tanto como a todos, no la ha adoptado hace tiempo es que tendrá sus buenas razones para no hacerlo, ¿no crees?

Nunca había pensado en nada de esto, pero después de escuchar a Mameha, estaba segura de que sabía exactamente la razón.

– Adoptar a Hatsumono -dije yo-, sería como abrirle la puerta de la jaula al tigre.

– Ciertamente; eso sería. Estoy segura de que la Señora Nitta sabe exactamente qué tipo de hija adoptiva sería Hatsumono; del tipo que encuentra la manera de echar a su madre. En cualquier caso, Hatsumono no tiene más paciencia que un niño. No creo siquiera que fuera capaz de mantener un grillo vivo en una jaula de mimbre. Tras un año o dos, probablemente vendería la colección de kimonos de la okiya y se retiraría. Esa es la razón por la que Hatsumono te odia tanto. Pues la otra chica, Calabaza… no creo que le preocupe mucho; no es muy probable que la Señora Nitta quiera adoptarla.

– Mameha-san -dije-, estoy segura de que recuerda aquel kimono suyo que quedó destrozado…

– No me vas a decir ahora que eres la chica que vertió tinta sobre él.

– Pues… sí, señora. Y aunque estoy segura de que sabe que Hatsumono estaba detrás de todo aquello, espero poder demostrarle algún día cómo lamento lo sucedido.

Mameha se me quedó mirando un largo rato. No me hacía idea de lo que podría estar pensando hasta que dijo:

– Puedes disculparte, si lo deseas.

Me retiré de la mesa y me incliné hasta tocar el tatami; pero antes de poder decir nada, Mameha me interrumpió.

– Esa sería una bonita reverencia si tú fueras una campesina recién llegada a Kioto -dijo-. Pero como quieres parecer educada, has de hacer así. Mírame; aléjate más de la mesa. Así vale. Sigues de rodillas; ahora estira los brazos y pon los dedos en el tatami que tienes delante. Sólo las yemas de los dedos, no toda la mano. Y los dedos han de estar totalmente pegados; todavía veo huecos entre ellos. Muy bien, ahora ponlos sobre el tatami… las manos juntas… ¡eso! Ahora estás en la postura adecuada para inclinarte tanto como puedas, pero mantén el cuello recto, y no dejes caer la cabeza. ¡Y, por lo que más quieras, no descargues tu peso en las manos o parecerás un hombre! Eso es. Ahora vuelve a intentarlo.

Repetí la reverencia y le dije de nuevo cuánto lamentaba haber participado en el destrozo de su hermoso kimono.

– Era un bonito kimono, ¿verdad? -dijo ella-. Bueno, pues ahora nos olvidaremos de todo aquello. Quiero saber por qué has dejado de prepararte para geisha. Tus profesores en la escuela me dijeron que ibas bien hasta el momento que dejaste de asistir a clase. Deberías estarte preparando para una carrera de éxitos en Gion. ¿Por qué paró en seco la Señora Nitta tu educación?

Le conté de mis deudas, incluyendo el kimono y el broche que Hatsumono me había acusado de robar. Pero cuando terminé, continuó mirándome con frialdad. Finalmente me dijo:

– Hay algo más que no me dices. Considerando tus deudas, yo esperaría que la Señora Nitta estuviera incluso más decidida a verte triunfar como geisha. Desde luego como nunca vas a conseguir pagarle es trabajando de criada.

Debí de bajar la vista, avergonzada, al oír esto, pues por un instante Mameha pareció capaz de leer mis pensamientos.

– Intentaste escapar, ¿verdad?

– Sí, señora -dije yo-. Tenía una hermana. Nos separaron, pero logramos encontrarnos. Teníamos que reunimos en cierto lugar una noche y huir juntas… pero entonces me caí del tejado y me rompí el brazo.

– ¡Del tejado! Debes de estar de broma. ¿Te subiste allí para echar una última mirada a Kioto?

Le expliqué por qué lo hice.

– Ya sé que hice una tontería -dije luego-. Ahora Mamita no invertirá un sen más en mi aprendizaje, pues teme que vuelva a escaparme.

– Y todavía hay algo más. Una chica que intenta huir de la okiya en la que vive deja en mal lugar a la dueña. Así es como piensa la gente aquí en Gion: «¡Pero si ni siquiera es capaz de impedir que se le escapen las criadas!». Esas cosas. Pero ¿qué vas a hacer ahora, Chiyo? No me pareces una chica que quiera pasarse la vida de criada.

– ¡Oh, señora! Daría lo que fuera por reparar mis errores -dije-. Han pasado más de dos años. He esperado pacientemente confiando que me surgiría alguna oportunidad.

– Esperar pacientemente no es algo que vaya contigo. Me doy cuenta de que tienes una gran cantidad de agua en tu personalidad. El agua nunca aguarda. Cambia de forma y fluye alrededor de las cosas y encuentra pasos secretos en los que no ha pensado nadie -el agujerito en el tejado o el fondo de una caja-. No cabe duda de que es el más versátil de los cuatro elementos. Puede asolar la tierra; puede apagar el fuego; puede tragarse un trozo de metal y arrastrarlo. Ni la madera, que es su complemento natural, no puede sobrevivir sin el alimento del agua. Pero pese a todo, no te has inspirado en estas fuerzas para vivir tu vida, ¿no es así?

– En realidad, señora, ver correr el agua fue lo que me dio la idea de escaparme por el tejado.

– Estoy segura de que eres una chica lista, Chiyo, pero no creo que ése fuera tu momento más inteligente. Quienes tenemos mucha agua en nuestras personalidades no escogemos hacia donde corremos. Lo único que podemos hacer es fluir hacia donde nos lleva el paisaje de nuestras vidas.

– Supongo que soy como un río que se topa con una presa, y esa presa es Hatsumono.

– Sí, probablemente eso es cierto -dijo ella mirándome tranquilamente-. Pero a veces los ríos se llevan las presas.

Desde que llegué a su apartamento, me había estado preguntando por qué me había mandado llamar Mameha. Ya había decidido que no tenía nada que ver con el kimono, pero hasta ese momento no me percaté de lo que había tenido delante todo el tiempo. Mameha debía de haber decidido utilizarme para vengarse de Hatsumono. Era obvio que eran rivales; ¿por qué si no habría destrozado Hatsumono el kimono de Mameha dos años antes? Sin duda, Mameha debía de haber estado esperando el momento adecuado y ahora, al parecer, lo había encontrado. Me iba a utilizar de mala hierba que ahoga al resto de las plantas del jardín. No buscaba sólo venganza, quería deshacerse completamente de Hatsumono.

– En cualquier caso -continuó Mameha-, nada cambiará hasta que la Señora Nitta te permita seguir con tu preparación.

– No tengo muchas esperanzas de lograr convencerla -dije.

– No te preocupes ahora de eso. Preocúpate de encontrar el momento adecuado.

Para entonces la vida ya me había enseñado lo suyo, pero no sabía lo que era la paciencia, ni siquiera lo suficiente para comprender a qué se refería Mameha con aquello de encontrar el momento adecuado. Le dije que si ella me sugería lo que debía decir, estaba dispuesta a hablar con Mamita al día siguiente mismo.

– Mira, Chiyo, andar dando tumbos por la vida no es un buen procedimiento. Has de aprender cómo encontrar el tiempo y el lugar para cada cosa. Cuando un ratón quiere volver loco a un gato no se precipita fuera de la madriguera cada vez que se le ocurre. ¿No sabes consultar el horóscopo?

No sé si habrás visto alguna vez un horóscopo japonés. Si hojeas uno, encontrarás sus páginas abarrotadas de complicados gráficos y oscuros caracteres. Las geishas son una gente muy supersticiosa, como te decía. La Tía y Mamita, e incluso la cocinera y las doncellas y las criadas, no decidían nada, ni tan siquiera algo tan sencillo como comprarse un par de zapatos, sin consultar el horóscopo. Pero yo no lo había consultado nunca.

– No me extraña que te hayan ocurrido tantas desgracias -me dijo Mameha-. ¿Me estás diciendo que intentaste escapar sin comprobar si el día era propicio?

Le dije que mi hermana había decidido el día. Mameha quería saber si me acordaba de la fecha exacta; y tras consultar con ella el calendario logré acordarme. Había sido el último martes de octubre de 1929, sólo unos meses después de que a Satsu y a mí nos sacaran de casa.

Mameha le dijo a la doncella que trajera el horóscopo de aquel año; y tras preguntarme mi signo del zodiaco -el año del mono-, pasó un rato examinando varios gráficos y cotejándolos con otros, así como comprobando la página en la que se daba la perspectiva general de mi signo para ese mes. Finalmente leyó:

– «Tiempo poco propicio. Se han de evitar a toda costa las agujas, los alimentos extraños y los viajes» -aquí se detuvo para lanzarme una mirada-: ¿Oyes lo que dice? Viajes. Después continúa diciendo que has de evitar las siguientes cosas… veamos… «bañarse a la hora del gallo» «comprarse ropa nueva,» «embarcarse en nuevas empresas» y, escucha ésta, «cambiar de residencia» -aquí Mameha cerró el libro y clavó sus ojos en mí-: ¿Tuviste cuidado con todas estas cosas?

Mucha gente duda de este tipo de adivinación; pero cualquier duda que tuvieras habría desaparecido si hubieras estado allí y visto lo que sucedió a continuación. Mameha me preguntó el signo de mi hermana y consultó la misma información.

– Bueno, bueno -dijo pasado un rato-, esto es lo que dice: «Día propicio para todo tipo de pequeños cambios». Tal vez no era el mejor día para algo tan ambicioso como escaparse, pero, sin duda, era mejor que el resto de los días de esa semana o la siguiente -y entonces venía lo más sorprendente-: Y luego continúa diciendo: «Muy buen día para viajar en la dirección de los Corderos» -leyó Mameha. Y cuando sacó un mapa y buscó Yoroido, vimos que estaba al noreste de Kioto, que es en verdad la dirección que corresponde al signo del Cordero en el zodiaco. Satsu había consultado el horóscopo. Probablemente a eso había ido cuando me dejó sola unos minutos en el cuartito de debajo de la escalera. Y no le había faltado razón para hacerlo: ella había logrado escapar y yo no.

En ese momento empecé a comprender lo inconsciente que había sido -no sólo en la planificación de mi huida, sino también en todo lo demás. Nunca había comprendido lo relacionadas que están unas cosas con otras. Y no estoy hablando sólo del zodiaco. Nosotros, los seres humanos, somos sólo una parte de algo mucho más grande. Puede que al caminar aplastemos un escarabajo o sencillamente produzcamos una pequeña corriente en el aire que haga que una mosca termine posándose donde no se hubiera posado nunca. Y si pensamos en el mismo ejemplo, pero haciendo nosotros el papel de los insectos, y el universo en toda su extensión el que acabamos de hacer nosotros, veremos claramente que cada día nos afectan unas fuerzas sobre las cuales no tenemos más control que el que tiene el pobre escarabajo sobre nuestro pie gigantesco cerniéndose sobre él. ¿Y qué podemos hacer? Hemos de emplear todos los métodos que podamos para comprender el movimiento del universo a nuestro alrededor y planificar nuestros actos para no luchar contra las corrientes, sino ir a favor de ellas.

Mameha volvió a tomar el horóscopo y esta vez seleccionó varias fechas de las siguientes semanas que eran propicias para realizar grandes cambios. Le pregunté si debería tratar de hablar con Mamita en cualquiera de esas fechas y qué debía decirle exactamente.

– No es mi intención que hables tú personalmente con la Señora Nitta -me respondió-. No te escucharía. ¡Y en su caso, yo tampoco lo haría! Que ella sepa, no hay nadie en Gion que quiera ser tu hermana mayor -me apenó mucho oírla decir esto.

– Pues entonces, Mameha-san, ¿qué puedo hacer?

– Volverás a tu okiya, Chiyo -contestó Mameha-, y no le dirás a nadie que has hablado conmigo.

Tras esto, me miró de un modo que significaba que debía despedirme, lo que hice con una reverencia. Salí tan agitada que olvidé las revistas de Kabuki y las cuerdas de shamisen que me había dado Mameha. Su doncella me alcanzó en la calle y me las dio.

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