Capítulo veinticinco

Puede que Mameha hubiera ganado su apuesta con Mamita, pero mi futuro seguía estando en juego. De modo que durante los siguientes años no dejó de trabajar a fin de darme a conocer a todos sus clientes, así como a otras geishas de Gion. Por aquel entonces todavía estábamos saliendo de la Depresión, y no se daban muchos banquetes formales o, por lo menos, no tantos como a Mameha le habría gustado. Pero me llevó a cantidad de reuniones informales, no sólo fiestas en las casas de té, sino también excursiones al campo y al mar, visitas turísticas, obras de Kabuki y otras cosas por el estilo. En los días calurosos del verano, cuando todo el mundo se relajaba, estas reuniones informales podían ser la mar de divertidas, incluso para las que estábamos trabajando sin parar atendiendo a los clientes. Por ejemplo, un grupo de hombres podría decidir ir a dar un paseo en barca por el río Kamo y dejarse llevar con los pies sumergidos en el agua, bebiendo sake. Yo era demasiado joven para unirme a la juerga, y normalmente terminaría machacando el hielo para hacer sorbetes, pero, en cualquier caso, eso ya era un cambio agradable.

A veces, algunos negociantes ricos o aristócratas daban fiestas con geishas sólo para ellos. Pasaban la velada bailando y cantando y bebiendo con las geishas, a menudo hasta después de la medianoche. Recuerdo que en una de esas ocasiones la esposa de nuestro anfitrión se apostó a la puerta y al marcharnos nos fue dando a cada una un sobre con una generosa propina. A Mameha le dio dos y le pidió el favor de que le entregara el segundo a una geisha llamada Tomizuru, la cual, según ella, «se había retirado antes porque le dolía la cabeza». En realidad, sabía tan bien como nosotras que Tomizuru era la amante de su marido y que se había ido con él a pasar la noche en otra ala de la casa.

A muchas de las fiestas más brillantes de Gion asistían famosos artistas y escritores y actores de Kabuki, y, a veces, eran acontecimientos realmente apasionantes. Pero he de decir que las fiestas de geisha normales eran mucho más triviales. Por lo general, el anfitrión solía ser el jefe de servicio de una pequeña empresa, y el invitado de honor, uno de sus proveedores o, tal vez, un empleado recientemente ascendido, o algo por el estilo. De vez en cuando, alguna geisha bienintencionada me advertía de que mi responsabilidad como aprendiza -además de intentar parecer bonita- era estar callada escuchando la conversación en la esperanza de llegar a ser yo también una inteligente conversadora. Pero muchas de las conversaciones que oía en aquellas fiestas no me parecían para nada inteligentes. Una conversación típica sería algo así: el hombre se vuelve hacia la geisha sentada a su lado y le dice: «¿No te parece que no es normal para la estación el calor que está haciendo?». A lo que ella respondería: «Sí, sí, está haciendo mucho calor». Y luego se pondría a jugar con él a algún juego que implicara beber o intentaría hacer cantar a todos los hombres a coro, de modo que un rato después el hombre que le había hablado estaría demasiado borracho para recordar que no se lo estaba pasando tan bien como había esperado. Siempre he considerado que esto es una terrible pérdida de tiempo. Tal como yo lo veo, los hombres vienen a Gion a pasar un rato relajados, y para terminar participando en un juego infantil, mejor se habrían quedado en sus casas jugando con sus propios hijos o con sus nietos, quienes, después de todo, serán probablemente más listos que la aburrida geisha que desafortunadamente les ha tocado al lado.

A veces, sin embargo, tuve el privilegio de escuchar a alguna geisha realmente inteligente, y Mameha era sin lugar a dudas una de ellas. Aprendí mucho de su forma de conversar. Por ejemplo, si un hombre le decía: «Hace calorcito, ¿eh?», ella podía responder de muchas maneras diferentes. Si era un viejo rijoso, le diría: «¿Calorcito? ¿No será que tiene usted demasiadas mujeres guapas a su alrededor?». O si era un joven arrogante que no sabía por dónde se andaba, podría pillarle desprevenido diciéndole: «Aquí lo tienes rodeado de media docena de las mejores geishas de Gion, y a él solo se le ocurre hablar del tiempo». Una vez la vi arrodillada al lado de un hombre muy joven, tan joven que no pasaría de los diecinueve o veinte años; en realidad, nunca habría podido estar en una fiesta con geishas, de no haber sido porque su padre era el anfitrión, y claro está no sabía qué decir ni cómo comportarse. Estaba muy nervioso, sin duda; pero se volvió muy decidido a Mameha y le dijo:

– ¡Qué calor! ¿No?

– Sin duda, tienes razón que hace mucho calor. ¡Tenías que haberme visto cuando salí del baño esta mañana! Normalmente cuando estoy totalmente desnuda, me siento relajada y fresquita. Pero esta mañana tenía la piel perlada de gotas de sudor, por todo el cuerpo: en los muslos, en el estómago, en… bueno, y en otras partes también.

Cuando dejó la copa sobre la mesa, al joven le temblaba la mano. Estoy segura de que habrá recordado para el resto de su vida aquella fiesta.

Si me preguntas por qué eran tan aburridas la mayoría de las fiestas, creo que probablemente había dos razones. En primer lugar porque por el hecho de haber sido vendida de niña por su familia y educada para ser geisha, la joven no va a resultar necesariamente inteligente ni va a tener siempre algo interesante que decir. Y en segundo lugar, lo mismo sucede con los hombres. El simple hecho de poseer el dinero suficiente para venir a Gion y gastarlo como mejor le apetezca no significa que el hombre en cuestión sea especialmente divertido. En realidad, la mayoría de los hombres están acostumbrados a que los traten con gran respeto. Recostarse con las manos en las rodillas y con el ceño fruncido es lo más que se les puede ocurrir a la hora de divertir a alguien. Una vez vi a Mameha pasarse una hora entera contando chiste tras chiste a un hombre que no la miró siquiera una sola vez, sino que mientras ella le hablaba, él miraba al resto de las personas reunidas en la habitación. Por extraño que pueda parecer, esto es lo que le gustaba, y siempre solicitaba la presencia de Mameha cuando venía a Gion.

Tras dos años más de fiestas, recepciones y otras salidas -al tiempo que continuaba con mis clases y participaba en representaciones de danza siempre que podía-, pasé de aprendiza a geisha. El cambio tuvo lugar en el verano de 1938, a la edad de dieciocho años. A este cambio nosotras lo llamamos «cambio de cuello», porque las aprendizas lo llevan rojo, y las geishas, blanco. Aunque si ves a una aprendiza y a una geisha juntas, en lo último que te fijarías es en el color del cuello del kimono. La aprendiza, con su elaborado kimono de anchas mangas y obi colgante, te haría pensar probablemente en una muñeca japonesa, mientras que la geisha te parecería más sencilla, tal vez, pero también más mujer.

El día que cambié de cuello fue uno de los más felices en la vida de Mamita; o, al menos, parecía más contenta de lo que hubiera estado nunca. Entonces no entendí el porqué de su contento, pero hoy no tengo la menor duda de qué estaba pensando. Verás: una geisha, a diferencia de una aprendiza, hace algo más que servir el té, siempre que le convengan las condiciones. Mamita tenía razones suficientes para entusiasmarse (teniendo siempre en cuenta que en el caso de Mamita «entusiasmarse» era sinónimo de ganar dinero), pues debido a mi conexión con Mameha y a mi popularidad en Gion, yo ocupaba una posición bastante prometedora.

Desde que me trasladé a Nueva York, he podido colegir lo que entienden por «geisha» la mayoría de los occidentales. A veces, en ciertas fiestas elegantes, me han presentado a una u otra joven espléndidamente vestida y enjoyada. Cuando se entera de que fui geisha en Kioto durante bastantes años de mi vida, trata de poner una sonrisa en sus labios, pero ésta no acaba de salirle. ¡No sabe qué decir! Y entonces el peso de la conversación pasa a recaer en el hombre o la mujer que nos ha presentado, pues no hablo bien inglés, ni siquiera después de todos estos años en América. Claro está que llegados a este punto, tampoco merece mucho la pena intentarlo, ya que la joven en cuestión sólo tiene una idea obsesiva: «Dios mío, ¡estoy hablando con una prostituta!». Un momento después, su acompañante viene a rescatarla: un hombre de aspecto opulento, sus buenos treinta o cuarenta años mayor que ella. Bueno, pues con mucha frecuencia me he encontrado preguntándome por qué esa joven no puede darse cuenta de cuánto tenemos en común. Es una mujer mantenida, ¿no?, como yo también lo fui en mis tiempos.

Seguro que hay muchas cosas que no sé acerca de esas jóvenes tan espléndidamente vestidas, pero muchas veces pienso que sin sus ricos maridos o novios, muchas de ellas estarían viéndoselas y deseándoselas para salir adelante y probablemente no tendrían una opinión tan buena de sí mismas. Y lo mismo se puede decir de una geisha de alto nivel. Por mucho que su presencia sea requerida en todas las fiestas, por popular que sea entre los hombres que frecuentan Gion, para convertirse en una verdadera estrella, una geisha depende totalmente de tener un danna. Incluso Mameha, que se hizo famosa por sí sola al aparecer en una campaña publicitaria, habría perdido rápidamente su rango y no sería más que cualquier otra geisha, si el barón no hubiera corrido con los gastos necesarios para progresar en su carrera.

No más de tres semanas después de mi cambio de cuello, Mamita vino a buscarme un día a la sala de la okiya, donde yo estaba comiendo, y sentándose frente a mí, fumó en silencio durante un buen rato. Yo estaba leyendo una revista, pero dejé la lectura por cortesía, aunque al principio parecía que no tuviera nada que decirme. Pasado un rato, dejó la pipa sobre la mesa y me dijo:

– No deberías comer ese tipo de encurtidos amarillos. Te pudrirán la dentadura. Mira lo que me pasó a mí.

Nunca se me habría ocurrido pensar que Mamita pudiera creer que sus dientes manchados fueran el resultado de comer muchos encurtidos. Cuando terminó de mostrarme su dentadura, volvió a coger la pipa y aspiró una bocanada de humo.

– A la Tía le encantan los encurtidos amarillos y, sin embargo, tiene los dientes muy blancos.

– ¿A quién le importa que la Tía tenga los dientes blancos? Su linda boquita no le da dinero. Dile a la cocinera que no te los ponga. De todos modos, no he venido aquí a hablar contigo de encurtidos. He venido a decirte que de hoy en un mes tendrás un danna.

– ¿Un danna? Pero, Mamita, si sólo tengo dieciocho años.

– Hatsumono no lo tuvo hasta los veinte. Y tampoco le duró mucho. Deberías estar contenta.

– ¡Oh, claro que estoy contenta! ¿Pero no me va a llevar mucho tiempo mantener contento a un danna? Mameha cree que primero debo asentar mi popularidad, al menos durante unos años.

– ¡Mameha! ¿Y qué sabe ella de negocios? Cuando quiera aprender a reírme en el momento adecuado en las fiestas, recurriré a ella.

Hoy en día, incluso en Japón, las jóvenes se levantan de la mesa sin más y replican a sus madres, pero en mis tiempos hacíamos una inclinación de cabeza, contestábamos «sí, señora» y pedíamos perdón por haber dado problemas. Y así exactamente respondí yo.

– Déjame a mí las decisiones que atañen al negocio -continuó Mamita-. Sólo un tonto dejaría escapar una oferta como la que nos acaba de hacer Nobu Toshikazu.

Casi se me paró el corazón al oír esto. Supongo que era obvio que antes o después Nobu terminaría ofreciéndose de danna. Después de todo, ya había pujado por mi mizuage unos años antes, y desde entonces había solicitado mi compañía más que ningún otro hombre. No voy a pretender que no hubiera pensado en esa posibilidad; pero eso no significaba que creyera que ése sería el curso que tomaría mi vida. El día que conocí a Nobu, en el torneo de sumo, mi horóscopo decía: «Un equilibrio entre lo bueno y lo malo puede abrir la puerta del destino». Desde entonces, prácticamente todos los días había pensado en ello de una forma o de otra. Bueno y malo… Pues podría referirse a Mameha y a Hatsumono; a mi adopción y al mizuage que la había provocado; y, por supuesto, a Nobu y al Presidente. No quiero decir con esto que me desagradara Nobu. Más bien al contrario. Pero hacerme su amante cerraría para siempre mi vida al Presidente.

Mamita debió de darse cuenta de que sus palabras me habían conmocionado, o, en cualquier caso, no pareció gustarle mi reacción. Pero antes de poder decirme nada, oímos un ruido en el vestíbulo, corno si alguien estuviera ahogando un golpe de tos, y un momento después vimos a Hatsumono en el umbral. Llevaba un cuenco de arroz en la mano, algo muy poco educado, pues uno nunca se levanta de la mesa llevándose el plato. Después de tragar, se echó a reír.

– Mamita -dijo-. ¿Quiere usted que me atragante? -al parecer, había estado escuchando nuestra conversación mientras comía-. ¿Así que la famosa Sayuri va a tener de danna a Nobu Toshikazu? -continuó-. ¡ Qué romántico!

– Si has entrado a decir algo útil, dilo -le contestó Mamita.

– Sí, a eso he venido -dijo Hatsumono gravemente, acercándose y arrodillándose frente a la mesa-. Sayuri-san, puede que no te des cuenta de que una de las cosas que suceden entre una geisha y su danna puede provocar que la geisha se quede embarazada, ¿entiendes? Y los hombres suelen enfadarse si su amante da a luz al hijo de otro hombre. En tu caso, habrás de tener especial cuidado, porque con que el niño tenga dos brazos, como el resto de los mortales, Nobu se dará cuenta enseguida de que es imposible que sea suyo.

Hatsumono pensó que su broma era muy graciosa.

– Pues a lo mejor deberías cortarte un brazo, Hatsumono -dijo Mamita-, si eso te iba a ayudar a llegar a donde ha llegado Nobu Toshikazu.

– Y también me ayudaría tener su misma cara -dijo, sonriendo, y alzó el cuenco de modo que pudiéramos ver lo que contenía. Estaba comiendo arroz con frijoles rojos, una mezcla que de algún modo recordaba a una piel llena de protuberancias y verrugas.


A medida que avanzaba la tarde me fui sintiendo más confusa; me zumbaba la cabeza, y no tardé en dirigirme al apartamento de Mameha a hablar con ella. Me senté frente a ella en la mesa, sorbiendo mi agua de cebada helada, pues estábamos en pleno verano, e intentando no dejarle ver cómo me sentía. Poder llegar hasta el Presidente era la esperanza que me había motivado durante todo mi aprendizaje. Si mi vida se iba a reducir a Nobu, algunas representaciones de danza y noche tras noche en Gion, no había valido la pena luchar.

Mameha ya había esperado un buen rato para saber por qué había ido a verla, pero cuando dejé sobre la mesa el vaso, temía que se me quebrara la voz si hablaba. Me tomé un momento para recomponerme y, finalmente, tragué y conseguí decir:

– Mamita ha venido a decirme que de hoy en un mes lo más seguro es que tenga un danna.

– Ya, ya lo sé. Y el danna va a ser Nobu Toshikazu.

Para entonces yo estaba tan concentrada en contener las lágrimas que ya no era capaz de articular palabra.

– Nobu-san es un buen hombre -dijo-, y tú le gustas mucho.

– Ya, ya lo sé, Mameha-san, pero…, no sé cómo decirlo…, esto no es lo que yo me había imaginado.

– ¿Qué quieres decir? Nobu-san ha sido siempre muy gentil contigo.

– Pero Mameha, ¡yo no quiero gentileza!

– ¿Ah, no? Creía que a todas nos gustaba que nos trataran con gentileza. Tal vez lo que quieres decir es que quieres algo más que amistad. Y eso es algo que no estás en posición de exigir.

Mameha tenía razón, sin duda. Pero cuando oí estas palabras, mis lágrimas rompieron el frágil muro que había estado conteniéndolas, y, con gran vergüenza, reposé la cabeza sobre la mesa y dejé que salieran sin trabas, hasta que no quedó ni una. Mameha esperó a que me recompusiera para hablar.

– ¿Y qué es lo que esperabas, Sayuri?

– ¡Algo más que esto!

– Entiendo que a veces te cueste trabajo mirar a Nobu. Pero…

– No, no es eso, Mameha-san. Nobu-san es un buen hombre, como dice. Sólo es que…

– Sólo es que te gustaría que tu destino fuera como el de Shizue, ¿no?

Aunque no era una geisha especialmente famosa, todo el mundo en Gion pensaba que Shizue era la más afortunada de las mujeres. Llevaba treinta años de amante de un farmacéutico. No era un hombre especialmente rico, y ella no era una belleza; pero no encontrarías en Kioto dos personas que disfrutaran más juntas. Como siempre, Mameha se había acercado a la verdad más de lo que yo habría querido admitir.

– Tienes dieciocho años, Sayuri -continuó-. Ni tú ni yo podemos prever tu destino. ¡Puede que nunca llegues a conocerlo! El destino no siempre es algo semejante a una fiesta al anochecer. A veces no es más que la lucha por sobrevivir día tras día.

– ¡Qué crueldad, Mameha-san!

– Sí, sin duda, es cruel. Pero nadie puede escapar a su destino.

– ¡Por favor, si no se trata de escapar a mi destino ni nada por el estilo! Nobu-san es un buen hombre, como acaba de decir. Sé que sólo puedo estarle agradecida por su interés, pero… había soñado con tantas cosas.

– Y tienes miedo de que una vez que te haya tocado Nobu ya no puedan hacerse realidad. ¿Pero cómo te creías que era la vida de las geishas? No nos hacemos geishas para tener una vida gratificante. Nos hacemos geishas porque no tenemos elección.

– ¡Oh, Mameha-san… por favor… por favor…! He sido tan estúpida de mantener viva la esperanza de que tal vez un día…

– De joven se sueña todo tipo de tonterías, Sayuri. Las esperanzas son como los adornos del pelo. De joven se pueden llevar demasiados. Pero cuando envejeces, tan sólo uno ya te hace parecer tonta.

Estaba decidida a no volver a perder el control. Conseguí contener las lágrimas, salvo las pocas que se me escapaban como la savia sale de los árboles.

– Mameha-san -le dije- ¿quiere mucho al barón?

– El barón ha sido un buen danna para mí.

– Ya, claro, eso es verdad, pero ¿lo quiere como hombre? O sea, algunas geishas quieren a sus danna, ¿no?

– La relación que tenemos el barón y yo es cómoda para él y beneficiosa para mí. Si mezcláramos la pasión en nuestros tratos… bueno, la pasión no tarda en derivar hacia los celos o incluso hacia el odio. No puedo permitirme enfadar a un hombre poderoso. He luchado durante años para hacerme un sitio en Gion, pero si un hombre poderoso decide destruirme, lo hará. Si quieres llegar a algo, Sayuri, tienes que asegurarte de que controlas siempre los sentimientos de los hombres. Puede que el barón sea a veces insoportable, pero tiene mucho dinero y no le importa gastarlo. Y además, no quiere hijos. Nobu será un reto para ti. Se conoce a sí mismo demasiado bien. No me sorprendería que esperara más de ti de lo que el barón ha esperado nunca de mí.

– Pero, Mameha, ¿y sus sentimientos? ¿Es que nunca ha habido un hombre…?

Quería preguntarle si había habido algún hombre que hubiera despertado en ella sentimientos apasionados. Pero me di cuenta de que su irritación conmigo, que hasta entonces no había pasado de ser un pequeño brote, empezaba a abrirse y a estar a flor de piel. Se irguió, sin levantar las manos del regazo; creo que estaba a punto de regañarme, pero yo me disculpé rápidamente por mi descortesía, y ella volvió a la posición inicial.

– Tú y Nobu tenéis un en, Sayuri, del que no puedes escapar así como así -me dijo.

Sabía, incluso entonces, que tenía razón. Un en es un vínculo kármico de por vida. Hoy en día, mucha gente se cree que elige su vida; pero en mis tiempos pensábamos que éramos trozos de arcilla que llevan impresa para siempre las huellas de todos los que los han tocado. El contacto con Nobu había dejado en mí una huella más profunda que la mayoría. Nadie podría decir si él iba a ser mi último destino, pero yo siempre había sentido que había un en entre nosotros. Nobu siempre estaría presente en algún lugar del paisaje de mi vida. Pero ¿podría ser verdad que de todas las lecciones que había aprendido ninguna fuera la más difícil y que ésta todavía me estuviera aguardando?

– Vuelve a la okiya, Sayuri -me dijo Mameha-. Prepárate para la noche que te espera. No hay nada como el trabajo para superar las desilusiones.

Alcé la vista, mirándola, con la idea de suplicarle por última vez, pero cuando vi la expresión de su cara, me lo pensé mejor. No puedo decir en qué estaría pensando Mameha, pero parecía concentrada en el vacío, y con el esfuerzo, el óvalo perfecto de su cara se había encogido en las comisuras de la boca y de los ojos. Dejando escapar un profundo suspiro, posó la vista en su vaso de agua de cebada con una expresión que a mí me pareció de intensa amargura.


Puede que una mujer que viva en una gran casa se vanaglorie de todas las hermosas cosas que la rodean, pero en cuanto oiga crujir el fuego, decidirá en un abrir y cerrar de ojos cuáles son las que realmente más valora. En los días que siguieron a mi conversación con Mameha, llegué a tener la sensación de que mi vida estaba en llamas; pero cuando intentaba encontrar algo que siguiera importándome después de que Nobu se convirtiera en mi danna, no lograba encontrar ni una sola cosa. Una noche que estaba arrodillada en torno a una mesa en la Casa de Té Ichiriki, intentando no pensar demasiado en mis penas, me vino de pronto a la cabeza la imagen de una niña perdida en la nieve. Cuando alcé la vista y vi las cabezas canas de los hombres a los que estaba divirtiendo, me parecieron tan semejantes a árboles cubiertos de nieve que durante un momento espantoso sentí que era el único ser humano vivo sobre la tierra.

Las únicas fiestas en las que lograba convencerme a mí misma de que mi vida todavía tenía algún sentido, por pequeño que fuera, eran aquellas organizadas por miembros del ejército japonés. Ya en 1938 nos habíamos acostumbrado a oír las noticias de la guerra de Manchuria, y todos los días se nos recordaba de mil formas distintas -por ejemplo, con el Menú Sol Naciente, que consistía en un cuenco de arroz con una ciruela en salmuera en el centro, imitando a la bandera nacional- que había tropas japonesas luchando. A Gion siempre habían venido a relajarse y divertirse marinos y oficiales de tierra. Y, sin embargo, entonces, tras la sexta o séptima copa de sake, empezaban a contarnos, con los ojos empañados de lágrimas, que nada les levantaba tanto la moral como venir a Gion. Probablemente éste sea el tipo de cosas que dicen todos los oficiales a las mujeres con las que hablan. Pero la idea de que yo -que no era más que una joven venida de la costa- pudiera estar aportando algo importante a la nación… No digo que esas fiestas aminoraban mi sufrimiento, pero sí que me ayudaban a recordar lo egoísta que era en realidad ese sufrimiento.


Pasaron unas semanas, y entonces una noche en el vestíbulo de la Casa de Té Ichiriki, Mameha dejó caer que había llegado el momento de cobrar a Mamita lo que le debía de su apuesta. Sin duda recordarás que se habían apostado si yo conseguiría saldar mis deudas antes de cumplir veinte años o no. Y, aunque sólo tenía dieciocho, ya las había saldado.

– Ahora que ya has hecho el cambio de cuello -me dijo Mameha-, no veo razón alguna para seguir esperando.

Esto fue lo que dijo, pero creo que la verdad era más complicada. Mameha sabía que Mamita odiaba pagar las deudas, y todavía odiaría más tener que saldarlas cuando las apuestas estaban subiendo. Mis ganancias se incrementarían considerablemente en cuanto tuviera un danna; y no cabía la menor duda de que Mamita intentaría proteger aún más sus ingresos. Supongo que Mameha pensó que lo mejor era cobrar lo que se le debía lo antes posible, y dejar para más adelante la preocupación por mis futuras ganancias.

Varios días después, me llamaron a la sala, donde encontré a Mameha y a Mamita sentadas una a cada lado de la mesa, charlando del tiempo. Al lado de Mameha estaba la Señora Okada, una mujer de pelo cano a la que había visto varias veces. Era la dueña de la okiya en la que había vivido Mameha, y todavía le llevaba la contabilidad a ésta a cambio de un porcentaje de sus ingresos. Nunca la había visto tan seria, con la vista fija en la mesa y sin interés alguno en la conversación.

– ¡Aquí estás! -me dijo Mamita-. Tu hermana mayor ha tenido la cortesía de venir a visitarnos y ha traído con ella a la Señora Okada. Ten la cortesía de hacerles los honores.

Sin levantar la vista de la mesa, la Señora Okada dijo con voz clara:

– Señora Nitta, como le acaba de decir Mameha por teléfono, no se trata de una visita de cortesía, sino de una reunión de negocios. No es necesario que Sayuri se quede. Estoy segura de que tiene otras cosas que hacer.

– No permitiré que no les muestre el respeto que se merecen -contestó Mamita-. Se quedará con nosotros durante su breve visita.

De modo que me senté al lado de Mamita, y la criada entró con el té. Después de que lo sirvieran Mameha dijo:

– Debe de estar usted orgullosa, Señora Nitta, de lo bien que le va a su hija. Su fortuna ha superado todas las expectativas. ¿No cree usted?

– ¿Y qué sabemos de tus expectativas, Mameha-san? -tras esto apretó los dientes y soltó una de sus extrañas risitas, mirándonos de una en una para asegurarse de que nos habíamos dado cuenta de su ingeniosidad. Nadie se rió, y la Señora Okada se puso las gafas y se aclaró la garganta. Finalmente, Mamita añadió-: En cuanto a mis expectativas, no puedo decir que Sayuri las haya superado.

– Cuando hace años hablamos por primera vez de sus perspectivas -dijo Mameha-, me dio la impresión de que no esperaba mucho de ella. Ni siquiera parecía convencerle mucho la idea de que yo la tomara de hermana pequeña.

– No estaba segura de poner el futuro de Sayuri en manos de alguien ajeno a la okiya, si me permites rectificarte -dijo Mamita-. Como sabes, tenemos a Hatsumono.

– ¡No me venga con esas, Señora Nitta! -dijo Mameha entre risas-. Hatsumono habría estrangulado a la pobre chica antes de enseñarle nada.

– Admito que Hatsumono puede ser un poco difícil. Pero cuando descubres una chica que tiene algo diferente, como Sayuri, tienes que asegurarte de que tomas la decisión acertada en el momento adecuado, como el acuerdo que hicimos tú y yo en su momento, Mameha-san. Supongo que hoy has venido aquí a arreglar cuentas.

– La Señora Okada ha tenido la amabilidad de escribir las cantidades -contestó Mameha-. Le agradecería que les echara un vistazo.

La Señora Okada se subió las gafas y sacó un libro de cuentas de una bolsa que tenía delante de las rodillas. Mameha y yo nos quedamos en silencio mientras ella lo abrió sobre la mesa y le fue explicando a Mamita sus cuentas.

– ¿Estas cifras corresponden a los ingresos de Sayuri del año pasado? -interrumpió Mamita-. Pues me gustaría que hubiéramos sido tan afortunadas como parecen pensar ustedes. Son incluso más elevadas que los ingresos totales de la okiya.

– Pues sí que son unas cifras bastante impresionantes -dijo la Señora Okada-, pero creo que son las correctas. Las he tomado del Registro de Gion.

Mamita apretó los dientes y soltó una risita, supongo que para disimular que la habían pillado en un renuncio.

– Tal vez no he mirado las cuentas con la atención que debiera -dijo.

Tras diez o quince minutos de tiras y aflojas, las dos mujeres terminaron poniéndose de acuerdo en la cifra de lo que yo había ganado desde mi debut. La Señora Okada sacó un pequeño ábaco del bolso e hizo unos cálculos, anotando los números en una página en blanco de su libro de cuentas. Finalmente escribió una cifra y la subrayó.

– Ésta es, pues, la cantidad que le corresponde a Mameha.

– Considerando todo lo que Mameha ha ayudado a nuestra Sayuri -dijo Mamita-, estoy segura de que merece incluso más. Pero lamentablemente, según lo acordado, Mameha aceptó cobrar, hasta que Sayuri hubiera saldado sus deudas, la mitad de lo que una geisha de su rango se habría llevado normalmente. Una vez saldadas las deudas de Sayuri, Mameha tiene derecho a la otra mitad, y así habrá recibido la totalidad de sus honorarios.

– Lo que yo sé es que Mameha aceptó tomar la mitad de sus honorarios -dijo la Señora Okada-, pero también que éstos se duplicarían si Sayuri lograba saldar sus deudas. Por eso aceptó correr el riesgo. Si Sayuri no hubiera logrado pagar sus deudas, Mameha sólo habría recibido la mitad de lo que suele cobrar normalmente. Pero no ha sido ése el caso, y Mameha tiene derecho a recibir el doble.

– ¿Realmente, Señora Okada, puede imaginarme aceptando esas condiciones? -dijo Mamita-. Cualquiera en Gion sabe el cuidado que tengo con el dinero. Es cierto, sin duda, que Mameha ha sido realmente útil para nuestra Sayuri. Me es imposible pagar el doble, pero sí que propongo un diez por ciento adicional. Si se me permite decirlo, es bastante generoso, considerando que nuestra okiya no se encuentra en una situación de poder tirar el dinero así como así.

La palabra de una mujer de la posición de Mamita debería ser una garantía más que suficiente, y, de hecho, lo habría sido con cualquier otra mujer de su posición, pero no con ella. Pero ahora que había decidido mentir…, bueno, pues nos quedamos todas calladas durante un buen rato. Finalmente, la Señora Okada dijo:

– Señora Nitta, me pone usted en una posición difícil. Recuerdo claramente lo que me dijo Mameha al respecto.

– Claro que lo recordará -contestó Mamita-. Mameha tendrá su recuerdo de la conversación y yo tendré el mío. Lo que necesitamos es una tercera persona, y por suerte, aquí la tenemos. Puede que Sayuri no fuera más que una cría por entonces, pero tiene muy buena cabeza para los números.

– No dudo de que su memoria sea excelente -observó la Señora Okada-. Pero no se puede decir que no tenga intereses personales. Después de todo, es la hija de la okiya.

– Sí, sí que lo es -dijo Mameha, que llevaba largo rato callada-. Pero también una muchacha honrada. Estoy dispuesta a aceptar lo que ella diga a condición de que la Señora Nitta lo acepte también.

– Pues claro que lo aceptaré -dijo Mamita, dejando su pipa sobre la mesa-. A ver, Sayuri, dinos, ¿cuál fue el acuerdo?

Si me hubieran dado a elegir entre volver a caerme del tejado y romperme el brazo, como me había pasado de niña, o quedarme en aquella habitación hasta que diera una respuesta, sin duda me habría puesto en pie, habría subido las escaleras y habría salido al tejado. De todas las mujeres de Gion, Mameha y Mamita eran las que más influencia tenían en mi vida, y contestara lo que contestara iba a enfadar a una de las dos. No tenía la menor duda sobre la verdad, pero, por otro lado, tenía que seguir viviendo en la okiya con Mamita. Claro está que Mameha había hecho por mí más que nadie en todo Gion. Me era imposible tomar partido por Mamita contra ella.

– ¿Y bueno?

– Que yo recuerde, Mameha aceptó cobrar la mitad de sus honorarios. Pero, al final, usted aceptó darle el doble, si yo conseguía pagar mis deudas, Mamita. Lo siento, pero esto es lo que recuerdo.

Hubo una pausa, y entonces Mamita dijo:

– Bueno, todos envejecemos. No es la primera vez que mi me moría me engaña.

– A todos nos pasa de vez en cuando -contestó la Señora Okada-. Y ahora, Señora Nitta, ¿qué era eso de que le ofrecía a Mameha un diez por ciento adicional? Doy por supuesto que quiere decir diez por ciento sobre el doble que aceptó pagarle originariamente.

– ¡Ojalá estuviera en situación de poder hacerlo! -dijo Mamita.

– ¡Pero si se lo ha ofrecido hace un momento! No puede haber cambiado de opinión tan rápidamente.

La Señora Okada ya no miraba a la mesa, sino que había alzado la vista y miraba fijamente a Mamita. Pasado un rato, dijo:

– Bueno, creo que podríamos dejarlo estar un tiempo. En cualquier caso ya hemos hecho bastante por hoy. ¿Por qué no nos vemos otro día y calculamos la cifra definitiva?

Mamita tenía una cara muy seria, pero hizo una pequeña inclinación de cabeza y les agradeció la visita.

– Tiene que estar usted muy contenta -dijo la Señora Okada, mientras guardaba de nuevo en su bolsa el ábaco y el libro de cuentas- de que Sayuri ya haya encontrado un danna. Y eso que sólo tiene dieciocho años. Qué joven para dar un paso tan importante.

– Mameha no hubiera hecho mal en tomar un danna a esa edad -contestó Mamita.

– Dieciocho años es un poco pronto para la mayoría de las chicas -dijo Mameha-, pero estoy segura de que la Señora Nitta ha tomado la decisión correcta en el caso de Sayuri.

Mamita aspiró la pipa varias veces, mirando fijamente a Mameha, que estaba sentada al otro lado de la mesa.

– Mi consejo, Mameha-san -dijo- es que te concentres en enseñarle a Sayuri esa forma tan bonita que tú sabes de poner los ojos en blanco. Las decisiones que atañan a nuestros negocios mejor me las dejas a mí.

– Nunca se me ocurriría discutir con usted de negocios, Señora Nitta. Estoy convencida de que ha tomado la mejor decisión… Pero, si me permite la pregunta, ¿es verdad que la oferta más generosa ha sido la de Nobu Toshikazu?

– Como ha sido la única, supongo que es la más generosa.

– ¿La única? ¡Qué pena! Los acuerdos son mucho más favorables cuando compiten varios hombres. ¿No cree?

– Como te decía, Mameha-san, déjame a mí las decisiones que atañan al negocio. Tengo pensado un plan muy sencillo para que los términos que acordemos con Nobu Toshikazu sean lo más favorables posible para nosotras.

– Si no le importa, me gustaría conocerlo.

Mamita dejó la pipa sobre la mesa. Creí que iba a afear a Mame-ha su comportamiento, pero, en realidad, dijo:

– Pues ahora que lo dices, a mí también me gustaría contártelo. Tal vez puedas ayudarme a llevarlo a cabo. He pensado que, tal vez, Nobu Toshikazu se mostrará más generoso si sabe que fue una estufa de la casa Iwamura la que mató a nuestra Abuela. ¿No crees?

– ¡Oh, Señora Nitta, nunca se me han dado bien los negocios!

– Tal vez, tú o Sayuri deberíais dejarlo caer en la conversación la próxima vez que lo veáis. Decirle que fue un gran golpe para nosotras. Seguro que querrá compensarnos.

– Sí, sí, seguro que es una buena idea -dijo Mameha-. Pero con todo no deja de ser decepcionante… Tenía la impresión de que también se había interesado otro hombre en Sayuri.

– Cien yenes son cien yenes, vengan de donde vengan.

– Eso es verdad en la mayoría de los casos -dijo Mameha-. Pero el hombre en el que estoy pensando es el General Tottori Junnosuke…

Llegadas a este punto de la conversación, perdí el hilo de lo que estaban diciendo, pues me di cuenta de que Mameha estaba haciendo un esfuerzo por rescatarme de las manos de Nobu. No me esperaba tal cosa. No sabía si había cambiado de opinión con respecto a ayudarme o si me estaba agradeciendo haber tomado partido por ella frente a Mamita… Claro que era posible que no estuviera intentando ayudarme en absoluto, sino que lo hiciera con otros fines. Estos pensamientos se agolpaban en mi cabeza, hasta que sentí la pipa de Mamita en el brazo.

– ¿Bien? -dijo.

– ¿Señora?

– Te he preguntado si conocías al general.

– Lo he visto varias veces, Mamita -respondí-. Viene a Gion con frecuencia.

No sé por qué contesté esto. La verdad es que conocía al general más que de haberlo visto unas cuantas veces. Venía prácticamente todas las semanas a Gion, siempre como invitado de otros. Era un hombre de corta estatura, más bajo que yo. Pero no era una persona que pasara desapercibida, o, por lo menos, no podías ignorar su presencia más de lo que puedes ignorar la de una ametralladora. Era de movimientos bruscos y tenía perpetuamente un cigarrillo en la mano, así que a su alrededor siempre había volutas de humo enroscándose en el aire. Recordaba a una locomotora envuelta en nubes de vapor antes de echar a andar. Una noche que estaba un poco achispado, el general se había parado a hablar conmigo más tiempo que nunca, explicándome las distintas graduaciones del ejército, y le parecía muy divertido que yo no acabara de ver las diferencias. El propio general era un shojo, que significa «pequeño general» -es decir, la graduación más baja que se pueda tener de general-, y yo, tonta de mí, creí que aquello no debía de estar muy arriba en el escalafón. Puede que él, por modestia, se quitara importancia, y yo fui lo bastante ignorante para creerlo.

En ese momento Mameha le estaba diciendo a Mamita que el general acababa de ser ascendido. Le habían puesto al mando de toda la Intendencia, aunque, como Mameha continuó explicando, el trabajo era semejante al de un ama de casa que va a hacer la compra. Si, por ejemplo, en las oficinas militares escaseaban los secantes, la función del general era garantizar que iban; a tener todos los necesarios y a un buen precio.

– Con su nuevo puesto -dijo Mameha-, el general está en situación de poder tener una amante por primera vez. Y estoy segura de que ha expresado su interés en Sayuri.

– ¿Y por qué iba a preocuparme yo de que le interese Sayuri-dijo Mamita-. Los militares nunca se ocupan de las geishas del modo en que lo hacen los hombres de negocios o los aristócratas.

– Puede que sea cierto, Señora Nitta. Pero yo creo que desde su nuevo cargo el General Tottori podría ser de gran utilidad a su okiya.

– ¡Qué tontería! No necesito a nadie que me ayude a llevar la okiya. Lo único que necesito son buenos ingresos, y eso es precisamente lo que no me puede ofrecer un militar.

– Aquí en Gion hemos tenido suerte hasta ahora -dijo Mameha-. Pero si la guerra continúa también aquí tendremos que sufrir la escasez de alimentos.

– Sin duda, si la guerra continúa -respondió Mamita-. Pero esta guerra habrá terminado en seis meses.

– Y cuando así sea, el ejército estará en una posición aún más fuerte que antes. Señora Nitta, por favor, no se olvide de que el General Tottori es el hombre que controla todos los recursos del ejército. No hay en Japón nadie con una posición mejor para proporcionarle todo lo que pueda necesitar, continúe o no continúe la guerra. Es él quien permite la entrada de todos los artículos que llegan a los puertos de Japón.

Como pude saber más tarde, lo que Mameha dijo sobre el general no era del todo cierto. Sólo era responsable de una de las cinco grandes regiones administrativas. Pero supervisaba a los que tenían a su cargo las otras regiones. En cualquier caso, tenías que haber visto el comportamiento de Mamita después de que Mameha le dijera todo aquello. Casi se veían sus pensamientos. Miró la tetera, y yo pude imaginarla pensando: «Bueno, de momento no he tenido problemas para conseguir té, aunque es verdad que ha subido…». Y luego, probablemente sin darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo, se metió una mano en el obiy palpó la bolsita de seda donde llevaba el tabaco, como comprobando cuánto le quedaba.


Mamita se pasó toda la semana siguiente yendo de punta a punta de Gion y telefoneando a unos y otros a fin de recabar toda la información posible acerca del General Tottori. Se entregó a tal punto a esta tarea que a veces cuando le hablaba parecía que no me había oído. Creo que estaba tan ocupada pensando que su mente era como un tren que tuviera que arrastrar demasiados vagones.

Durante este periodo seguí viendo a Nobu siempre que venía a Gion, e hice todo lo posible para actuar como si nada hubiera cambiado. Probablemente esperaba que para mediados de julio yo ya fuera su amante. Y es cierto que yo también lo esperaba; pero cuando acabó el mes, sus negociaciones no habían llegado a ningún sitio. Durante las semanas siguientes, varias veces lo vi mirarme sorprendido. Y entonces, una noche, saludó a la dueña de la Casa de Té Ichiriki de la forma más seca que yo había visto nunca hacer a nadie, limitándose a una más que leve inclinación de cabeza al pasar a toda velocidad a su lado. La dueña siempre había valorado a Nobu como cliente, y me lanzó una mirada que parecía al mismo tiempo sorprendida y preocupada. Cuando me uní a la fiesta de Nobu, vi claramente que estaba irritado: tenía los músculos de la mandíbula en tensión y se llevaba el sake a la boca con mayor brusquedad de la que ya era habitual en él. No puedo decir que le reprochara que se sintiera como se sentía. Pensé que debía de considerarme una desalmada por el desinterés con que había respondido a todas sus gentilezas. Con estos oscuros pensamientos rondándome la cabeza, me quedé ensimismada, hasta que el sonido de una copa de sake chocando contra la mesa me sacó de ese estado. Cuando levanté la vista, Nobu me estaba mirando. A su alrededor, los invitados se reían y se divertían, pero él estaba sentado solo, con los ojos fijos en mí y perdido en sus pensamientos, como había estado yo en los míos. Parecíamos dos puntos húmedos en el centro de un carbón en llamas.

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