Todo aquel invierno y la primavera siguiente, Nobu continuó viniendo a Gion con el consejero del ministro una o incluso dos veces por semana. Considerando todo el tiempo que pasaban juntos, uno pensaría que el consejero tendría que haber llegado a notar que Nobu no lo soportaba, pero si lo notó, no dejó verlo. A decir verdad, parecía que el consejero nunca notaba nada, salvo si yo estaba arrodillada a su lado y si tenía la copa llena. Su devoción hacia mí me complicaba las cosas algunas veces; pues cuando le prestaba demasiada atención, Nobu se ponía de un humor de perros, y el lado de la cara donde tenía menos cicatrices se le enrojecía de rabia. Por eso la presencia del Presidente, Mameha y Calabaza me resultaba tan valiosa. Tenían la misma función que la paja en un cajón de embalaje.
También, claro está, valoraba la presencia del Presidente por otras razones. Durante esos meses lo vi más de lo que lo había visto nunca antes, y con el tiempo llegué a darme cuenta de que la imagen de él que tenía en la cabeza, la imagen que se me aparecía cuando me acostaba en i el futón por la noche, no era exactamente como era él, no exactamente. Por ejemplo, siempre me había imaginado que sus párpados eran lisos, sin pestañas apenas, pero en realidad estaban rematados con unas pestañas densas y suaves, como pequeños cepillos. Y tenía una boca mucho más expresiva de lo que yo creía, tan expresiva, de hecho, que a menudo le costaba trabajo ocultar sus sentimientos. Cuando algo le divertía, pero no quería dejarlo ver, podías darte cuenta de ello igualmente fijándote en cómo le temblaban las comisuras de la boca. O cuando se perdía en sus pensamientos -rumiando quizás algún problema con el que se había topado durante el día-, giraba y giraba la copa de sake que tenía en la mano y fruncía la boca de tal modo que se le formaban arrugas a los lados de la barbilla. Siempre que se dejaba ir en este estado yo me sentía libre de mirarlo descaradamente. Y había algo en su forma de fruncir el gesto y en los profundos surcos de su barbilla que llegué a encontrar inexplicablemente hermoso. Parecía mostrar la profundidad de su pensamiento y lo en serio que se tomaba el mundo. Una noche que Mameha estaba contando una historia, me dejé llevar hasta tal punto mirándolo, que cuando volví a mi ser, cualquiera que me hubiera observado se habría preguntado de qué iba yo. Por suerte, el consejero estaba demasiado aturdido por la bebida para darse cuenta de nada; y Nobu, concentrado como estaba masticando un bocado y escogiendo en la fuente otro con los palillos, no nos estaba prestando atención ni a Mameha ni a mí. Calabaza, sin embargo, parecía que llevaba un rato observándome. Cuando la miré, me sonrió de una forma que yo no supe cómo interpretar.
Una noche, hacia finales de febrero, Calabaza no pudo venir a la Ichiriki porque había agarrado la gripe. El Presidente también llegó tarde aquella noche, de modo que nos encontramos Mameha y yo acompañando a Nobu y al consejero. Finalmente decidimos bailar un poco, más para nuestro beneficio que para el de ellos. A Nobu no le gustaba mucho la danza, y al consejero no le gustaba nada. No era la mejor elección, pero no se nos ocurrió aquel día una forma mejor de pasar el rato.
Primero Mameha ejecutó algunas piezas breves mientras yo la acompañaba con el shamisen. Luego cambiamos. En el momento en que yo me colocaba para el paso inicial de mi primera danza -el torso tan inclinado que tocaba el suelo con el abanico y el otro brazo extendido- se abrió la puerta corredera y entró el Presidente. Le saludamos y esperamos un momento hasta que se acomodó en la mesa. Me agradó verlo entrar, porque aunque sabía que me había visto bailar en el escenario, nunca lo había hecho en un ambiente tan íntimo como aquél. Pensaba representar un pieza breve llamada Hojas de otoño temblorosas, pero al verlo entrar cambié de parecer y le pedí a Mameha que tocara Lluvia cruel en su lugar. La historia que cuenta esta pieza es la de una joven que se emociona profundamente cuando su amado se quita la chaqueta del kimono para protegerla durante una tormenta, porque sabe que él es un espíritu encantado, cuyo cuerpo se diluirá al contacto con la humedad. Mis profesoras solían felicitarme por la forma en que representaba la pena de la joven; y en la parte en la que tenía que ir hundiéndome despacio hasta quedarme de rodillas, no me temblaban las piernas como a la mayoría de las bailarinas. De modo que aunque me habría gustado lanzarle alguna furtiva mirada mientras bailaba, no me fue posible hacerlo, pues tenía que mantener los ojos en las posiciones que les correspondía en cada momento de la danza. Y para darle aún más sentimiento a mi interpretación intenté concentrarme en lo más triste que se me ocurría, que era imaginarme que estaba sola con mi danna allí en aquella sala, y que éste era Nobu en lugar del Presidente. En cuanto empecé a pensar esto, se hundió el mundo a mi alrededor. Me parecía que fuera, en el jardín, la lluvia chorreaba por los aleros del tejado en forma de pesadas cuentas de cristal. Incluso los tatamis parecían presionar el suelo. Recuerdo que pensé que mi danza no debía expresar la pena de una mujer que ha perdido a su amante sobrenatural, sino el dolor que yo misma sentiría si arrancaban de mi vida la única cosa que me interesaba con toda el alma. Y también me encontré pensando en Satsu e intenté expresar en aquella danza la amargura de nuestra eterna separación. Al terminar, la pena se había apoderado de mí; pero desde luego no estaba preparada para lo que vi cuando me volví a mirar al Presidente.
Estaba sentado en la esquina de la mesa más próxima a donde yo estaba, de modo que daba la casualidad que sólo yo podía verlo de frente. Al principio creí que su cara expresaba sorpresa, porque tenía los ojos muy abiertos. Pero del mismo modo que a veces le temblaba la boca cuando intentaba no sonreír, ahora le temblaba a causa de una tensión producida por otro tipo de emoción. No podía estar segura, pero me dio la impresión de que tenía los ojos bañados de lágrimas. Miró a la puerta y, fingiendo que se rascaba una aleta de la nariz, se limpió con el dedo el rabillo del ojo, al tiempo que se frotaba las cejas, como si éstas fueran el origen de su inquietud. Me desconcertó tanto ver sufrir al Presidente que por un momento no supe qué hacer. Luego me dirigí a la mesa, y Mameha y Nobu comenzaron a hablar. Pasado un momento el Presidente les interrumpió.
– ¿Dónde está Calabaza hoy?
– ¡Oh! Está enferma, Presidente.
– ¿Qué quiere decir? ¿Que no va a venir?
– Pues no. Y menos mal porque tiene una de esas gripes intestinales.
Mameha volvió a su conversación. Vi que el Presidente miraba el reloj y luego le oí decir, todavía temblándole la voz:
– Mameha, me excusarás esta noche. Yo tampoco me siento muy bien hoy.
Nobu hizo un chiste cuando el Presidente cerraba la puerta al salir, y todos nos reímos. Pero yo estaba pensando algo que me aterró. En mi baile había tratado de expresar el dolor de la ausencia. Sin duda, había terminado entristeciéndome yo misma, pero también había entristecido al Presidente: ¿podía ser posible que él estuviera pensando en Calabaza, quien, después de todo, estaba ausente? No me lo podía imaginar a punto de llorar por la enfermedad de Calabaza, o algo por el estilo, así que tal vez había removido en él unos sentimientos más oscuros y complicados. Lo único que sabía era que cuando terminé de bailar, el Presidente preguntó por Calabaza y se fue al enterarse de que estaba enferma. No podía creerlo. Si hubiera descubierto que el Presidente sentía algo por Mameha, no me habría sorprendido. ¿Pero Calabaza? ¿Cómo podía desear el Presidente a alguien tan…, tan falta de todo refinamiento?
Se podría pensar que después de lo sucedido cualquier mujer con un mínimo de sentido común habría renunciado a todas sus esperanzas. Y durante unos días, en efecto, fui al adivino a diario y leí mi horóscopo con más atención de lo normal, buscando algún signo relativo a si debía someterme a mi inevitable destino. Claro está que todos los japoneses estábamos viviendo una época de esperanzas rotas. No me hubiera resultado sorprendente que las mías hubieran muerto del mismo modo que las de tanta otra gente. Pero por otro lado, muchos creían que el país volvería a levantarse algún día; y todos sabíamos que tal cosa no sucedería nunca si nos resignábamos a seguir viviendo para siempre entre los escombros. Siempre que leía en el periódico alguna de esas noticias que cuentan de cómo un pequeño taller que antes de la guerra fabricaba, por ejemplo, piezas de bicicleta había vuelto a abrir como si no hubiera habido guerra, me decía que si toda una nación podía salir de su propio valle de las tinieblas, todavía había alguna esperanza de que pudiera salir yo del mío.
Desde principios de marzo hasta el final de la primavera, Mameha y yo estuvimos muy ocupadas con el festival de las Danzas de la Antigua Capital que volvía a celebrarse por primera vez después del cierre de Gion durante los últimos años de la guerra. Casualmente, Nobu y el Presidente también estuvieron muy ocupados durante esos meses y sólo vinieron a Gion con el consejero dos veces. Entonces, un día de la primera semana de junio, me dijeron que la Compañía Iwamura solicitaba mi presencia en la Casa de Té Ichiriki. Tenía otro compromiso concertado varias semanas antes al que, por lo tanto, no podía faltar. De modo que cuando por fin abrí la puerta para unirme al grupo de Iwamura, era media hora más tarde de la hora fijada. Para mi sorpresa, en lugar del grupo habitual, sólo estaban Nobu y el consejero.
No tardé en darme cuenta de que Nobu estaba enfadado. Me imaginé, por supuesto, que estaba enfadado conmigo por haberle dejado tanto tiempo solo con el consejero -aunque, a decir verdad, «pasaban tanto tiempo juntos» como la ardilla con los insectos que viven en el mismo árbol-. Nobu tamborileaba en la mesa con cara de gran irritación, mientras que el consejero estaba junto a la ventana con la vista perdida en el jardín.
– Muy bien, consejero -dijo Nobu, cuando me acomodé en la mesa junto a ellos-. Basta ya de ver crecer los arbustos. ¿O es que vamos a estar esperándolo toda la noche?
El consejero se sobresaltó e hizo una pequeña inclinación para disculparse antes de sentarse en el cojín que yo había preparado para él. Por lo general, me costaba trabajo encontrar algo que decirle, pero hoy la tarea resultaba más fácil porque hacía bastante tiempo que no lo veía.
– Consejero -le dije-, parece que ya no le gusto.
– ¿Eh? -dijo él. Había conseguido reordenar sus rasgos de modo que mostraran cierta sorpresa.
– Hacía más de un mes que no venía a verme. ¿Se debe acaso a que Nobu-san no ha sido lo bastante amable para traerlo a Gion con más frecuencia?
– Nobu-san ha sido muy amable -dijo el consejero. Y exhaló varias veces el aire por la nariz antes de añadir-: Ya le he pedido demasiado.
– ¿Tenerlo sin venir un mes entero? Eso no es ser amable. Tendremos que resarcirnos.
– Sí, sí -interrumpió Nobu-, sobre todo en lo que se refiere a la bebida.
– ¡Qué barbaridad! De veras que Nobu está refunfuñón esta noche. ¿Lleva así toda la velada? ¿Y dónde están el Presidente y Mameha y Calabaza?
– El Presidente no puede venir hoy -respondió Nobu-. No sé dónde están las otras. Eso es asunto tuyo, no mío.
Un momento después se abrió la puerta y entraron dos camareras con la cena de los dos hombres. Hice todo lo posible por ofrecerles una compañía agradable mientras comían, o sea, por hacer hablar a Nobu. Pero él no estaba de humor para hablar; y entonces lo intenté con el consejero, pero, claro, hubiera sido más fácil sacarle una palabra, o incluso dos, al pescado asado que tenía en el plato. Así que terminé desistiendo y me puse a charlar de lo primero que se me ocurría, hasta que empecé a sentirme como una vieja hablando con sus dos perros. Y no paré de ofrecerles sake todo el tiempo. Nobu no bebió mucho, pero el consejero me alargaba, agradecido, la copa siempre que yo hacía gesto de volver a servirle. Cuando al consejero empezó a nublársele la vista, Nobu, cual hombre que se despierta súbitamente, dejó su copa firmemente sobre la mesa, se limpió la boca con la servilleta y dijo:
– Vale ya, consejero, ya basta por hoy. Ya es hora de volver a casa.
– ¡Nobu-san! -exclamé yo-. Me da la impresión de que es precisamente ahora cuando tu invitado está empezando a divertirse.
– Ya se ha divertido lo bastante. Por una vez vamos a mandarlo pronto a casa. Venga, consejero. Su esposa lo agradecerá.
– No estoy casado -dijo el consejero, quien ya se estaba subiendo los calcetines y preparando para levantarse.
Conduje a Nobu y al consejero por el vestíbulo hasta el portal y le ayudé a calzarse. Todavía no había muchos taxis debido al racionamiento de la gasolina, pero la camarera llamó a un rickshaw, y yo ayudé al consejero a subirse. Ya para entonces era consciente de que aquel hombre actuaba de una forma un tanto extraña, pero aquella noche se miró las rodillas y ni siquiera se despidió. Nobu se había quedado en el portal, contemplando la noche como si estuviera viendo pasar las nubes, cuando en realidad era una noche totalmente despejada. Tras despedir al consejero, le dije:
– Nobu-san, ¿qué les pasa hoy a ustedes dos?
Me miró indignado y entró en la casa de té. Lo encontré en la sala en la que habíamos estado antes, golpeando la mesa con la copa. Pensé que quería bebida, pero me ignoró cuando le pregunté, y además la botella estaba vacía, en cualquier caso. Esperé un rato largo, pensando que quería decirme algo, pero finalmente fui yo la que hablé:
– Debería verse, Nobu-san. Tiene una arruga en el entrecejo tan profunda como un bache en el camino.
Relajó un poco los músculos alrededor de los ojos, de modo que la arruga pareció disolverse.
– Ya no soy tan joven como era, ya sabes -me dijo.
– ¿Qué quiere decir con esas palabras?
– Quiero decir que hay algunas arrugas que se han convertido en rasgos permanentes de mi cara, y no van a desaparecer porque tú lo digas.
– Hay buenas arrugas y malas arrugas, Nobu-san. No debe olvidarlo.
– Tú tampoco eres tan joven como eras, ya sabes.
– ¡Y ahora se rebaja a insultarme! ¿Por qué no tenemos nada que beber? Creo que necesita un trago.
– No te estoy insultando. Sólo estoy constatando un hecho.
– Hay buenas arrugas y malas arrugas y hay hechos buenos y hechos malos -respondí yo-. Los malos mejor los evitamos.
Encontré una camarera y le pedí que nos trajera una bandeja con whisky y una jarra de agua y un poco de mojama de calamar para picar, pues me sorprendió que Nobu apenas había tocado su cena. Cuando llegó la bandeja, le serví whisky en un vaso, lo llené con agua y se lo puse delante.
– Y ahora -dije-, imagínese que es una medicina y bébaselo todo de un trago -él dio un sorbo; un sorbo pequeño-. Todo -insistí yo.
– Lo beberé a mi ritmo.
– Cuando el médico le ordena al paciente que tome una medicina, el paciente le obedece. ¡Ahora, bébaselo!
Nobu vació el vaso, pero no me miró mientras bebía. Cuando terminó le serví más y le dije que volviera a beber.
– ¡Tú no eres el médico! -me dijo-. Me lo beberé como me apetezca.
– Vamos, vamos, Nobu-san. Cada vez que abre la boca lo lía aún más. Cuanto más enfermo está el paciente, más medicina habrá de tomar.
– No lo haré. Odio beber solo.
– Está bien. Yo beberé con usted -dije, y me puse varios cubos de hielo en un vaso y lo extendí para que Nobu me sirviera el alcohol. Sonreía cuando tomó el vaso; era ciertamente la primera sonrisa que le veía en toda la noche. Luego me sirvió el doble de lo que yo le había servido a él, y le añadió un chorrito de agua. Entonces agarré su vaso, vacié el contenido en un cuenco que había en el centro de la mesa, y volví a llenarlo con la misma cantidad de whisky que me había servido él a mí, mas un sorbo de castigo.
Mientras nos bebíamos de un trago el contenido de nuestros vasos, no pude evitar poner caras raras; tomarme un whisky me parece más o menos tan grato como sorber el agua de lluvia estancada en una cuneta. Supongo que mis caras surtieron efecto, pues luego Nobu parecía mucho menos malhumorado. Cuando recuperé el aliento, dije:
– No sé qué le ha picado hoy, Nobu-san. O al consejero, si a eso vamos.
– ¡Ni lo mentes! Empezaba a olvidarme de él. ¿Sabes lo que me dijo antes?
– Nobu-san -le interrumpí-, es mi responsabilidad ponerle contento quiera o no tomar más whisky. Ha estado viendo caer borracho al consejero noche tras noche. Ahora le toca a usted.
Nobu me volvió a lanzar una mirada irritada, pero tomó el vaso como un hombre que inicia el recorrido hacia el pelotón de fusilamiento, y lo miró un momento antes de bebérselo de un trago. Luego lo dejó sobre la mesa y se pasó el dorso de la mano por los ojos, como si intentara despejarlos.
– Sayuri -dijo-, he de contarte algo. Pues antes o después te lo van a decir. La semana pasada el consejero y yo tuvimos una charla con la propietaria de la Ichiriki. Estuvimos informándonos sobre la posibilidad de que el consejero se convirtiera en tu danna.
– ¿El consejero? -pregunté yo-. No entiendo lo que dice, Nobu-san. ¿Es eso lo que le gustaría que pasara?
– Claro que no. Pero el consejero nos ha ayudado mucho, y yo no tenía elección. Las autoridades de la Ocupación estaban decididas a actuar contra la Compañía Eléctrica Iwamura. La compañía habría sido incautada, ya sabes. Supongo que el Presidente y yo habríamos aprendido a echar el cemento, porque no se nos hubiera permitido volver a tener otra empresa. Sin embargo, el consejero les ha obligado a volver a examinar nuestro caso y ha logrado convencerles de que nos habían tratado con excesiva dureza. Lo que es cierto, ya sabes.
– Sin embargo, Nobu-san sigue insultando al consejero siempre que puede -dije yo-. Me parece que…
– Se los merece todos los insultos. No me gusta ese hombre Sayuri. Y no contribuye a que me guste más el hecho de que estoy en deuda con él.
– Ya veo -dije-. De modo que iba a ser entregada al consejero porque…
– Nadie te iba a entregar a él. No hubiera podido nunca pagárselo. Le hice creer que Iwamura correría con todos los gastos, lo que, por supuesto, no iba a ser el caso. Yo ya sabía de antemano la respuesta de la propietaria, o no lo hubiera preguntado. El consejero se ha quedado muy decepcionado, ya sabes. Por un momento casi me da pena.
No tenía nada de divertido lo que contaba Nobu. Y, sin embargo, no pude dejar de reírme, porque de pronto me imaginé que el consejero era mi danna y se aproximaba a mí con esa barbilla suya tan prominente y yo sentía su aliento subiéndome por la nariz.
– Conque te parece divertido, ¿eh? -me dijo Nobu.
– La verdad, Nobu-san… Lo siento, pero sólo imaginarme al consejero…
– ¡Yo no quiero imaginarme al consejero! Ya ha sido bastante horroroso haber tenido que sentarme con él a parlamentar con la propietaria de la casa de té.
Le serví otro whisky con agua a Nobu, y preparé otro para mí. No me apetecía nada. Ya bastante nebulosa me parecía la habitación. Pero Nobu alzó su vaso, y no me quedó más remedio que beber con él. Luego se limpió la boca con una servilleta y dijo:
– Qué tiempos más malos para estar vivo, Sayuri.
– Nobu-san, creí que estábamos bebiendo para matar las penas.
– Hace mucho que nos conocemos, Sayuri. Tal vez… ¡quince años! ¿No? -dijo-. No, no contestes. Quiero decirte algo, y tú te vas a quedar ahí sentada escuchándome. Hacía tiempo que quería decírtelo, y ahora ha llegado el momento. Supongo que me estarás escuchando atentamente, porque sólo lo voy a decir una vez. Esto es lo que tengo que decirte: No me gustan mucho las geishas; ya lo sabes, probablemente. Pero siempre he sentido que tú, Sayuri, no eres como las demás.
Esperé un momento a que Nobu continuara, pero no lo hizo.
– ¿Es eso todo lo que Nobu quería decirme? -le pregunté.
– Bueno, ¿no significa eso que habría debido hacer toda suerte de cosas por ti? Por ejemplo… ¡ah!, por ejemplo, te debería haber regalado joyas.
– Nobu-san me ha regalado joyas. De hecho, siempre ha sido demasiado amable. Conmigo, quiero decir; desde luego no lo es con todo el mundo.
– Bueno, pues habría debido regalarte más. Da igual; no es de eso de lo que estoy hablando. Me está costando trabajo explicarme. Lo que quiero decir es que he llegado a comprender lo estúpido que he sido. Hace un momento te reías ante la idea de que el consejero pudiera convertirse en tu danna. Pero mírame a mí: un manco con una piel de… ¿Cómo me llaman? ¿El lagarto?
– ¡Ay, Nobu-san! No debe hablar así…
– Por fin ha llegado el momento. Llevaba años esperándolo. Tuve que esperar todo ese tiempo estúpido que estuviste con el general. Cada vez que me lo imaginaba contigo…, bueno, no quiero pensar en ello ahora. ¡Y la sola idea de este estúpido consejero! ¿Te había dicho lo que me contó esta noche? Eso es lo peor de todo. Cuando se enteró de que no podía ser tu danna, se quedó sentado como un montón de estiércol y luego finalmente dijo: «Pensé que me había dicho que podría ser el danna de Sayuri». ¡Yo no había dicho nada en ese sentido! «Hicimos lo que pudimos, consejero, y no ha funcionado», le dije yo. Y entonces él me respondió: «¿No podría arreglar las cosas aunque sólo fuera para una vez?». Y yo dije: «¿Una vez, qué? ¿Para que seas el danna de Sayuri por una noche?». Y él asintió con la cabeza. Bueno, pues entonces yo le digo: «Escuche, consejero. Ya ha sido bastante horroroso ir a proponerle de danna de una mujer como Sayuri. Sólo lo hice porque sabía que no sucedería. Pero si cree…».
– ¡No puede haberle dicho semejante cosa!
– ¡Pues claro que se lo dije! Exactamente le dije: «Pero si se cree que voy a conseguirle ni siquiera un cuarto de hora a solas con ella… ¿Por qué iba a tenerla usted? Además, no es mía; no puedo ir por ahí ofreciéndola. ¡Pensar en preguntarle semejante cosa!».
– Nobu-san, sólo espero que el consejero no se haya tomado a mal todo esto, teniendo en cuenta todo lo que ha hecho por la compañía.
– Espera un momento. No dejaré que pienses que soy un desagradecido. El consejero nos ayudó porque ésa era su obligación. Lo he tratado bien durante estos últimos meses, y no voy a dejar de hacerlo ahora. Pero eso no significa que tenga que renunciar a aquello que llevo más de diez años esperando y dárselo a él. ¿Qué habría pasado si hubiera venido a pedirte lo que él quería que te pidiera? ¿Habrías dicho «está bien, Nobu-san, lo haré por usted»?
– Por favor… ¿Qué puedo responder a eso?
– Es muy fácil. Sencillamente dime que nunca habrías hecho tal cosa.
– Pero Nobu-san, yo tengo una inmensa deuda con usted… Si me pidiera un favor, no me lo tomaría a la ligera.
– ¡Esto es nuevo! ¿Has cambiado, Sayuri, o siempre ha habido una parte de ti que yo no conocía?
– A menudo pienso en qué alta consideración Nobu-san me…
– Yo no juzgo mal a la gente. Si tú no eres la mujer que yo creo que eres, éste no es el mundo que yo creía que era. ¿Me estás queriendo decir que te entregarías a un hombre como el consejero? ¿Acaso no crees que en este mundo existe el bien y el mal, lo bueno y lo malo? ¿O es que has pasado demasiado de tu vida en Gion?
– ¡Qué barbaridad, Nobu-san! Hacía años que no lo veía tan enfadado.
Esto debió de ser lo menos acertado que pude decir, porque de pronto la cara de Nobu llameó de rabia. Agarró el vaso con su única mano y golpeó la mesa con tal fuerza que lo rajó, derramando los cubitos de hielo por el mantel. Nobu volvió la mano y observó un reguerito de sangre en la palma.
– ¡Oh, Nobu-san!
– ¡Contesta!
– Ahora mismo no puedo ni pensar en la pregunta… Por favor, déjeme que vaya a buscar algo para curarle la mano…
– ¿Te entregarías al consejero independientemente de quién te lo pidiera? Si eres una mujer que haría tal cosa, quiero que salgas ahora mismo de esta habitación y no vuelvas a hablarme.
No entendía por qué había tomado un cariz tan peligroso aquella velada; pero yo tenía bastante claro que sólo podía dar una respuesta. Tenía que encontrar algo inmediatamente para vendarle la mano a Nobu y detener la sangre, que ya había empezado a gotear en la mesa, pero él me estaba mirando con tal intensidad que no me atreví a moverme.
– Nunca haría tal cosa -dije.
Pensé que esto lo calmaría, pero durante un largo y espantoso momento continuó mirándome furioso. Por fin respiró profundamente.
– La próxima vez, habla antes de que yo tenga que cortarme esperando una respuesta.
Me precipité fuera en busca de la dueña. Esta acudió con varias camareras y una palangana y toallas. Nobu no la dejó llamar a un médico; y a decir verdad, el corte no era tan profundo como yo había creído en un principio. Cuando la dueña se fue, Nobu se quedó en silencio. Yo intenté empezar una conversación, pero él parecía totalmente desinteresado.
– Primero no puedo calmarle -dije yo por fin- y ahora no puedo hacerle hablar. No sé si hacerle beber más o si el problema es el propio alcohol.
– Ya hemos bebido bastante, Sayuri. Ha llegado el momento de que vayas y traigas aquella piedra.
– ¿Qué piedra?
– La que te di el otoño pasado. El trozo de hormigón de la fábrica. Vete a buscarlo.
Me quedé helada al oírlo, porque sabía exactamente qué significaba lo que decía. Había llegado el momento en el que Nobu se ofrecería para ser mi danna.
– De verdad, creo que he bebido demasiado. No sé si me tengo en pie -dije-. Tal vez a Nobu-san no le importe que la traiga la próxima vez que nos veamos.
– Sí, sí que me importa. Vete a buscarla ahora. ¿Por qué te crees que me he quedado después de que se fuera el consejero? Vete a buscarla, y yo te esperaré aquí.
Pensé en mandar a una criada de la casa de té a buscarla, pero no sabía explicarle dónde encontrarla. Así que me dirigí dificultosamente hasta el portal, me calcé y salí a las calles de Gion como si fuera andando bajo el agua -que era la sensación que me daba, borracha como iba.
Cuando llegué a la okiya, fui directamente a mi cuarto y encontré el trozo de hormigón en un estante de mi armario, envuelto en un trozo de seda. Lo desenvolví, tirando la seda al suelo, no sé por qué. Cuando salía, la Tía -que debió de oírme entrar dando tumbos y había subido a ver qué pasaba- me encontró en el rellano y me preguntó por qué llevaba una piedra en la mano.
– Se la llevo a Nobu-san, Tía -contesté yo-. Por favor, detenme.
– Estás borracha, Sayuri. ¿Qué te ha pasado esta noche?
– Tengo que devolvérsela. Y… eso será… ¡ay! el fin de mi vida. Por favor, detenme…
– Borracha y llorando. Estás peor que Hatsumono. No puedes volver allí en este estado.
– Pues entonces telefonea a la Casa de Té Ichiriki y diles que le digan a Nobu que no podré volver. ¿Lo harás?
– ¿Por qué está esperando Nobu-san que vuelvas para darle esa piedra?
– No puedo explicarlo. No puedo…
– Da igual. Si te está esperando, no tienes más remedio que ir -me dijo, al tiempo que me conducía del brazo de vuelta a mi cuarto, donde me limpió la cara con un paño y me retocó el maquillaje a la luz de una lámpara eléctrica. Mientras la Tía hacía todo esto, yo era como un pelele; tuvo que agarrarme la barbilla con la mano para que no se me fuera la cabeza a un lado. Se impacientó tanto que terminó agarrándome la cabeza entre las manos y dejándome claro que quería que la mantuviera derecha.
– Espero no volver a verte comportándote así, Sayuri. A saber qué te ha pasado hoy.
– Soy una estúpida, Tía.
– Sin duda has debido de ser una estúpida hoy -dijo ella-. Mamita se enfadará mucho si has hecho algo que vaya a echar por tierra el afecto que te tiene Nobu-san.
– Todavía no lo he hecho -dije yo-. Pero si se te ocurre algo que…
– Esa no es forma de hablar -me reprendió la Tía. Y luego no volvió a decir palabra hasta que terminó de maquillarme.
Volví a la Casa de Té Ichiriki con la pesada piedra entre las manos. No sé si era realmente pesada o si los pesados eran mis brazos después de haber bebido tanto. Pero cuando me reuní con Nobu de nuevo, me sentía como si no me quedara un ápice de fuerza. Si me hablaba de convertirme en su amante, no estaba segura de que fuera a ser capaz de contener mis sentimientos.
Dejé la piedra sobre la mesa. Nobu la tomó con los dedos y la sostuvo en su mano vendada.
– Espero no haberte prometido una joya de este tamaño -dijo-. No tengo tanto dinero. Pero ahora son posibles cosas que no lo eran hace unos meses.
Yo hice una reverencia y traté de no parecer triste. Nobu no tenía que decirme lo que significaban sus palabras.